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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (15 page)

BOOK: La Tumba Negra
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—Entonces tendrás que esperar a la Fiesta de Año Nuevo —me dijo.

—¿La Fiesta de Año Nuevo? —le pregunté.

—No sabes nada —se burló de mí Pirwa—. En la Fiesta de Año Nuevo las prostitutas del templo lo hacen voluntariamente como ofrenda a la diosa Kupaba. Todo el que tenga derecho a acudir al templo, lo tiene también a acostarse con ellas. Pero son ellas quienes eligen al hombre con el que lo harán. Eres joven, fuerte y noble, si no te escogen a ti, ¿a quién van a elegir?

Yo también sabía que las prostitutas del templo hacían el amor voluntariamente los días de fiesta como ofrenda a la diosa, pero nunca había pensado que llegaría el día en el que podría utilizar sus servicios. Quizá fuera por la educación que había recibido; yo había sido condicionado a usar mis conocimientos en beneficio de los dioses y de los reyes, sus representantes en la tierra. Y según lo que había aprendido, las ceremonias sólo servían para mantener contentos a las divinidades y para aplacar su ira, no para satisfacer los apetitos carnales. Pero resultaba difícil explicárselo al deseo que se iba despertando en mi piel. Comencé a esperar la Fiesta de Año Nuevo sumido en la desesperación del hombre que no es capaz de conseguir que su cuerpo le obedezca.

9

Esra contemplaba el fluir de los acontecimientos sumida en la desesperación. Aunque odiaba verse obligada a asumir un papel tan pasivo, ni podía ayudar en la investigación sobre el asesinato de Hacı Settar, ni lograba que se le abriera el hombre que la atraía. Y eso que aquella noche había creído que desaparecía el grueso muro que se alzaba entre ella y el capitán mientras él le contaba todo lo que le había ocurrido. Pero de repente había pasado algo que no supo percibir y él volvió a levantar el muro que existía entre ellos. Lo peor era que no podía irritarse con él. Con lo que le había contado le había arrebatado a Esra su última arma de defensa, su ira. No era posible enfadarse con alguien que había vivido experiencias tan horribles, más bien había que ayudarle. Pero él no se lo permitía. Había querido conocer a Eşref, aproximarse a él, pero lo primero que había sabido de él la había dejado en un callejón sin salida. Quizá no confiaba lo suficiente en ella. Quizá la veía como a alguien que pontificaba sobre la guerra desde fuera. Y no es que le faltara razón. Muy bien, pero ¿es que hacía falta agarrar un arma y echarse al monte para poder hablar de la guerra? ¿No había sufrido ella también, aunque no tanto como el capitán, las consecuencias de aquel maldito enfrentamiento que había costado miles de vidas y que se cernía como una sombra negra sobre la vida cotidiana de todo el país?

—Por supuesto que sí —susurró con voz decidida—. Tengo tanto derecho a hablar sobre el tema como él.

Pero aquello sólo podía explicárselo a alguien normal, no a un hombre que cambiaba de talante cada cuarto de hora y que huía en el momento más íntimo de la conversación.

Todo aquello se le pasaba por la cabeza mientras estaba sentada bajo el emparrado. Halaf, que se había ido a llevar al capitán, se había dejado encendida la luz de la cocina. En otro momento la habría apagado de inmediato, pero ahora no le apetecía moverse. No se veía por allí a ninguno de sus compañeros. Timothy estaba entretenido con las tablillas, Kemal estaba en la habitación de Elif discutiendo con ella sobre su relación, y Murat y Teoman se habían acostado hacía rato. La luz de Bernd estaba encendida; como cada noche, sin falta, debía encontrarse trabajando en su tesis de máster, titulada
Consecuencias perjudiciales del desarrollo de las civilizaciones en Mesopotamia
. «Yo tendría que estar con Tim», pensó Esra. Quizá si se entregaba a su trabajo, evitaría obsesionarse con aquellas cuestiones de tan difícil solución. Su padre, Salim Bey, doctor en filosofía, hablaba del pensamiento correcto. ¿Existiría realmente dicho método? El pensamiento correcto era algo que sólo podría enseñársele a un ordenador muy avanzado. En la vida cotidiana, en la que el lugar de cada problema resuelto lo ocupaba otro nuevo, a lo correcto sólo podía llegarse después de un largo proceso de razonamientos y acciones y se trataba de un proceso que había que repetir con cada cuestión y cada problema, y además no estaba garantizado el éxito. Su padre sabía que era así, pero, con todo, no dejaba de insistir a menudo en la importancia del pensamiento correcto. Había otra cosa que repetía con frecuencia, cuando le decía a su hija que no se situara en el centro de los acontecimientos. «No puedes solucionarlo todo, no puedes encargarte de todo, hija mía». Su padre no hablaba por hablar, pero ¿cómo era posible saber si era verdad lo que decía? Si él de veras hubiera podido pensar correctamente, no habría abandonado a su madre para irse a vivir con una chica de la edad de su hija.

—¿Y qué tiene que ver todo esto con pensar correctamente o no? —volvió a susurrar para sí misma—. El pobre hombre se enamoró.

Como su propio padre había confesado, el amor no tenía nada que ver con el pensamiento correcto ni con la lógica. O, más exactamente, el amor poseía su propia lógica, que no tenía nada que ver con pensar de manera correcta. Era una lógica dominada por las pasiones, un proceso distinto y complejo que le ponía la zancadilla a la mente, que la hundía hasta el fondo, que la canalizaba en la dirección errónea. Su padre quería a su madre, no podía soportar estar separado de Esra, pero cuando apareció Nilgün, todo cambió. «¡Uf! Todo esto es ya historia antigua», se dijo cansada. Debería mirarse a sí misma en lugar de criticar a su padre. También ella se había separado. Y sin que le importaran lo más mínimo las concesiones que había hecho Orhan, ni sus esfuerzos por reconciliarse. «Pero yo no acabé con mi matrimonio por amor», pensó de repente. No pudieron seguir adelante, él lo arruinaba todo con cada cosa que hacía. Porque Orhan no era sincero en su amor. ¿Y no era eso hasta cierto punto una forma de desamor, de falta de cariño? Y luego ese asunto del capitán…

Mientras sus pensamientos eran arrastrados por las dudas como una rama de un árbol del paraíso que se lleva la corriente del Éufrates, oyó que llegaba Halaf. Al bajar del microbús, el cocinero se sorprendió al ver que la jefa de la excavación todavía estaba sentada bajo el emparrado y le preguntó con una sonrisa:

—¿Ha pasado algo, señora Esra? Normalmente a estas horas ya hace rato que se ha acostado.

Ella miró agradecida a aquel muchacho de Barak, modesto y tolerante, que se encargaba de hacer los recados de prácticamente todo el equipo.

—No pasa nada, sólo quería estar un rato sentada al fresco.

—Muy bien que hace. ¿Le preparo un té?

—No, gracias, no me apetece.

—Pues un café.

—Muy bien —contestó ella, no porque le apeteciera sino por no defraudar a Halaf—. Pero tienes que acompañarme.

Esra contempló a Halaf mientras se dirigía a la cocina. Se lo había recomendado Rüstem Bey, el director del museo arqueológico de Antep, amigo de Kemal. Ya antes había trabajado de cocinero y conductor para los arqueólogos de Ankara en la excavación de Adıyaman. Los de Ankara habían quedado muy contentos con él. Su verdadera profesión era la de cocinero, y hasta que fue al servicio militar, había estado trabajando en el İmam Çağdaş, uno de los restaurantes más conocidos de Antep. Una vez que terminó el servicio militar, se fue a Estambul y continuó ejerciendo su profesión en un restaurante de Samatya llamado Bedir. Allí tuvo la oportunidad de añadir a sus conocimientos de la rica cocina de Antep, una fusión de platos turcos, kurdos y árabes, la tradición gastronómica de prácticamente todas las regiones de Turquía, de Bolu a Esmirna. Pero cuando un día uno de los jefes de cocina con los que trabajaba, un tal Kara Nuri, de Urfa, quiso jugar con su honra, le asestó al viejo sodomita tres tajos con el cuchillo de deshuesar la carne. Salió de la cárcel un año después, pero ya no le apetecía quedarse en Estambul, así que regresó a Antep. Por desgracia, tampoco en su tierra encontró lo que buscaba, sus antiguos jefes, al enterarse de que había estado en la cárcel, pensaron que se habría vuelto un rufián y no quisieron contratarlo. Desde entonces había estado trabajando aquí y allá, hasta que gracias a Rüstem Bey había empezado a ir los veranos a las excavaciones con los arqueólogos. Pagaban bien y, lo más importante, eran comprensivos y le trataban como a una persona.

También Esra estaba contenta con Halaf. Era respetuoso, limpio y honesto. Y, sobre todo, trabajador. Aunque a veces acabara metiéndose donde no le llamaban, no le asustaba asumir cualquier función en el campamento, y corría a ayudar a cualquiera que le necesitara.

Diez minutos más tarde Halaf estaba vertiendo en las tazas un café espumoso y poco azucarado. Mientras se llevaba el cacillo vacío y volvía con dos vasos de agua, Esra tomó el primer trago de café después de encender un cigarrillo.

—Gracias, está delicioso.

—Que aproveche —respondió el joven cocinero—. Pero no se parece mucho al café que se hace en nuestra sala.

—¿Vuestra sala?

—En mi aldea de Barak hay salas. Los de posibles abren salas en sus casas. Allí charlan y se entretienen los hombres. Y también es allí donde se recibe a los visitantes que vienen a la aldea. Todos los días se sirve comida y se discuten los asuntos de la aldea.

—Una especie de asamblea —susurró Esra—. Como las ágoras de las ciudades romanas.

Halaf no entendió nada, y después de echarle una mirada a Esra, continuó:

—También se llevan a las salas a los adolescentes y se les enseña a comportarse y a obedecer a los mayores. Yo me crié en esas salas. El café que se hace allí es muy espeso y con un sabor completamente distinto. Con que te tomes un trago, ya está. Es como si te hubieras tomado cinco tazas de éstas.

—¡Qué curioso! Un día tengo que ir a vuestra aldea.

—Cuando quiera, señora Esra —contestó Halaf entusiasmado—. Tiene el sitio que quiera en casa. Pero todo esto que le he contado ocurría hace diez años. Las salas siguen existiendo, pero ya no tienen el mismo ambiente. Ahora hay televisión en las casas. La gente se queda viendo la tele en vez de ir a las salas como antes.

—Así que adiós a nuestro café —dijo Esra medio en broma.

—No, mujer, todavía hay quien hace el café amargo. Iremos a ver a Reşit,
el Kurdo
, que es un maestro.

—Por cierto, Halaf, esta mañana le dijiste al capitán que eras kurdo. Por lo que yo sabía, los de Barak eran turcomanos.

De repente el muchacho se puso serio.

—Tiene razón, señora Esra. Los de Barak son turcomanos. Pero aquí todos están mezclados. Se han entregado novias entre ellos y son todos familia. Los turcomanos se han mezclado con los árabes y los árabes con los kurdos. Pero todavía continúan las tradiciones de los Barak.

«Como los hititas de hace miles de años», pensó Esra. ¿No se habían mezclado ellos con los arameos y los lullubis? Así que había ciertas cosas en aquella tierra que no cambiaban nunca.

—Şaban Agá, el abuelo de mi abuelo, era de Urfa —continuó Halaf—. Era kurdo. En Siverek mató a dos hombres, huyó de allí y se vino aquí. Todavía era la época de los otomanos. Şaban Agá era un hombre duro, cruel. Con los otomanos, primero fue soldado y luego oficial. No habría podido vivir aquí de no ser oficial. Todo el mundo era de un clan y no admitían forasteros. Pero si eras oficial de los otomanos, la cosa cambiaba. Los clanes le temían y le mostraron respeto. Şaban Agá se casó con cuatro mujeres de los Barak y tuvo hijos con las cuatro. Les compró tierra a los otomanos y se instaló allí. Y de ahí salió nuestra aldea de Alagöz.

—¿Hay alguien de vuestra aldea que se haya unido a la organización? —preguntó Esra recordando las sospechas del capitán.

—Uno —contestó Halaf incómodo. Estaba claro que aquello no le gustaba nada—. Cemil, el hijo de Ayllu. Hace dos años se echó al monte y el invierno pasado volvió muerto. Pero también ha habido dos soldados muertos de nuestra aldea. Ferit, el hijo de Döne,
el Loco
, y Mahmut, el hijo de Haco —se había quedado absorto, pero entonces levantó la cabeza y le preguntó a Esra—: ¿Cree usted, como el capitán, que ellos están detrás de todo esto?

—No, no lo creo. Pero entiendo al capitán. Le han pasado muchas cosas.

—Le habrán pasado muchas cosas, pero se equivoca. Por aquí no andan los de la organización. Y antes que matar a Hacı Settar, habrían ametrallado la comandancia o habría matado a algún guardia. No habrían tocado a un hombre tan santo como él.

—¿Cómo lo sabes?

—Mahmut, el hijo pequeño de los Genceli, está en el monte. Dicen que es uno de los jefes. Y este Mahmut, cuando era pequeño, no se bajaba del regazo de Hacı Settar. Era un niño muy religioso hasta que fue al instituto a Diyarbakır. Pero seguía respetando a Hacı Settar. Antes de echarse al monte, cada vez que venía al pueblo, lo primero que hacía era ir a casa del viejo hombre de Dios a besarle la mano y a que le bendijera. O sea que no hay ninguna razón para que los de la organización fueran enemigos de Hacı Settar.

—No sé… —dijo Esra suspirando indecisa—. Bueno, ¿y qué me dices de Fayat?

—¿Ese mismo Fayat al que pegué?

—No, él no, los que están detrás. Por ejemplo, Abid Hoca.

—Si Abid Hoca fuera un hombre, primero lavaría su honra —la voz de Halaf estaba cargada de repugnancia—. Cuántos años no lleva su hermana Belkis, la de la aldea de Göven, siendo la mantenida de Reşat Agá. En cuanto a Reşat Agá le da por ahí, ya está la mujer en su casa.

—¿No tiene marido Belkis?

—En Alemania. Ni llama ni pregunta por ella. La pobre mujer no tiene quien la proteja. Si Abid Hoca fuera un hombre, no dejaría que Reşat Agá se llevara a su hermana…

Esra se había encontrado una vez con Abid Hoca. Era un hombre de unos treinta años, moreno, bajo, de cara cuadrada y bigote fino. Miraba de una manera que no permitía deducir si era amigo o enemigo.

—No, señora Esra —continuó Halaf—. Esa gente no sería capaz de hacer algo así. Son fanáticos de mesa puesta. Siempre están donde hay funerales con comida o responsos con bebida. No tienen lo que hay que tener para matar a un hombre.

—Pero Fayat se atrevió a venir hasta aquí para amenazarnos.

—Eso fue porque lo preparó Memili,
el Manco
. Fayat no es hombre para venir hasta aquí solo.

—Bien, entonces, ¿quién mató a Hacı Settar?

—¿Quién va a ser? Şehmuz.

—Ya has oído lo que ha dicho el capitán.

—Sí. Pero yo creo que todo pasó como ha dicho Kemal Bey. Primero escondieron las piezas en la casa del huerto. Luego Şehmuz despachó a Bekir y tomó el camino de la mezquita.

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