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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

La música del azar (25 page)

BOOK: La música del azar
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—No quiere nada —dijo Murks—. Simplemente le dabas lástima porque te estabas perdiendo toda la diversión. No hace falta que te los comas.

—Claro —dijo Nashe, mirando al niño y preguntándose cómo iba a sobrevivir a otro día de aquello—. Es la intención lo que cuenta, ¿no?

Pero no podía soportarlo más. En cuanto salió al prado comprendió que había llegado al límite, que el niño estaría muerto antes de una hora si no encontraba la forma de evitarlo. Puso una piedra en el carrito, empezó a levantar otra y luego la dejó caer, escuchando el ruido sordo que hizo al estrellarse contra el suelo.

—No sé qué me pasa hoy —le dijo a Murks—. No me encuentro bien.

—Puede que sea esa gripe que corre por ahí —dijo Murks.

—Sí, debe ser eso. Probablemente estoy cogiendo la gripe.

—Trabajas demasiado, Nashe, ése es el problema. Estás agotado.

—Si me acuesto una hora o dos quizá me encuentre mejor esta tarde.

—Olvídate de la tarde. Tómate todo el día libre. No tiene sentido forzarse demasiado, es absurdo. Necesitas recobrar las fuerzas.

—De acuerdo. Me tomaré un par de aspirinas y me meteré en la cama. Me fastidia perder el día, pero supongo que no tengo más remedio.

—No te preocupes por el dinero. Te contaré las diez horas de todas formas. Lo consideraremos una gratificación por hacer de niñera.

—No es necesario.

—No, supongo que no, pero eso no quiere decir que no pueda hacerlo. Probablemente es mejor así, además. Aquí hace demasiado frío para el pequeño Floyd. Pasarse todo el día en este prado seria su muerte.

—Sí, creo que tienes razón.

—Claro que sí. El niño se moriría en un día como éste.

Estas palabras extrañamente omniscientes zumbaban en la cabeza de Nashe mientras se dirigía al remolque con Murks y el niño, y al abrir la puerta descubrió que realmente estaba enfermo. Le dolía todo el cuerpo y sentía los músculos increíblemente débiles, como si de repente estuviera ardiendo de fiebre. Era extraño lo rápidamente que se había apoderado de él: no bien Murks mencionó la palabra
gripe
pareció que la había cogido. Quizá se había agotado, pensó, y no le quedaba nada dentro. Quizá estaba ya tan vacío que incluso una palabra podía ponerle enfermo.

—Vaya por Dios —dijo Murks, dándose una palmada en la frente justo cuando se iba—. Casi se me olvida decírtelo.

—¿Decírmelo? ¿Decirme qué?

—Lo de Pozzi. Llamé al hospital anoche para preguntar cómo estaba y la enfermera me dijo que se había ido.

—Ido. ¿Ido en qué sentido?

—Ido. Irse de decir adiós. Se levantó de la cama, se puso su ropa y se marchó del hospital.

—No tienes por qué inventarte cuentos, Calvin. Jack está muerto. Murió hace dos semanas.

—No, señor, no está muerto. La cosa se presentaba muy fea al principio, lo reconozco, pero luego fue saliendo adelante. El enano era más fuerte de lo que pensábamos. Y ahora está mucho mejor. Por lo menos lo suficiente como para levantarse y largarse del hospital. Pensé que te gustaría saberlo.

—Yo sólo quiero saber la verdad. Es lo único que me interesa.

—Pues ésa es la verdad. Jack Pozzi se ha marchado y ya no tienes que preocuparte por él.

—Entonces déjame que llame al hospital yo mismo.

—No puedo hacer eso, hijo, ya lo sabes. No se te permiten llamadas hasta que acabes de pagar la deuda. A la velocidad que vas, ya no tardarás mucho. Entonces podrás hacer todas las llamadas que quieras. Por lo que a mí respecta, puedes seguir llamando hasta el día del Juicio Final.

Hasta tres días después Nashe no pudo volver a trabajar. Los primeros dos días no hizo más que dormir, despertándose únicamente cuando Murks entraba en el remolque para traerle aspirinas, té y latas de sopa. Y cuando recobró la conciencia lo suficiente como para darse cuenta de que aquellos dos días no habían existido para él, comprendió que el sueño había sido no sólo una necesidad física sino también un imperativo moral. El drama con el niño le había cambiado, y de no haber sido por la hibernación que siguió, por aquellas cuarenta y ocho horas en las cuales temporalmente se había desvanecido para sí mismo, tal vez nunca se habría despertado convertido en el hombre que era ahora. El sueño fue un pasaje de una vida a otra, una pequeña muerte en la cual los demonios que había en su interior habían ardido de nuevo, deshaciéndose en las llamas de las que habían surgido. No habían desaparecido, pero ya no tenían forma, y en su informe ubicuidad se habían extendido por todo su cuerpo, invisibles pero presentes, parte de él ahora del mismo modo que su sangre o sus cromosomas, un fuego que inundaba los propios fluidos que le mantenían con vida. No sentía que era ni mejor ni peor que antes, pero ya no tenía miedo. Ésa era la diferencia crucial. Había entrado corriendo en la casa incendiada y se había sacado a sí mismo de las llamas, y ahora que lo había hecho, la idea de volver a hacerlo ya no le asustaba.

La tercera mañana se despertó hambriento, instintivamente se levantó de la cama y se dirigió a la cocina, y aunque sus pasos eran visiblemente inseguros, sabia que el hambre era una buena señal, que significaba que se estaba poniendo bien. Revolviendo en uno de los cajones en busca de una cuchara limpia encontró un pedazo de papel con un número de teléfono, y mientras estudiaba la caligrafía infantil y desconocida se encontró de pronto pensando en la chica. Recordó que ella le había apuntado su número en algún momento de la fiesta del dieciséis, pero pasaron varios minutos hasta que logró traer el nombre a su memoria. Hizo un inventario de aproximaciones (Tammy, Kitty, Tippi, Kimberly), luego se quedó en blanco durante treinta o cuarenta segundos y entonces, justo cuando estaba a punto de renunciar, lo encontró: Tiffany. Comprendió que ella era la única persona que podía ayudarle. Le costaría una fortuna conseguir esa ayuda, pero ¿qué importaba si al fin sus preguntas obtenían respuesta? A la chica le había gustado Pozzi, de hecho parecía loca por él, y en cuanto se enterara de lo que le había ocurrido después de la fiesta lo más probable era que estuviese dispuesta a llamar al hospital. Eso era todo lo que haría falta: una llamada telefónica. Preguntaría si Jack Pozzi había estado ingresado allí y luego le escribiría a Nashe una carta breve contándole lo que hubiera averiguado. Podría haber algún problema con la carta, por supuesto, pero era un riesgo que tendría que correr. No creía que le hubiesen abierto las cartas de Donna. Por lo menos los sobres no parecían haber sido manipulados. ¿Por qué no habría de llegarle también la carta de Tiffany? En cualquier caso valía la pena intentarlo. Cuanto más pensaba en el plan, más prometedor le parecía. ¿Qué podía perder aparte del dinero? Se sentó a la mesa de la cocina y empezó a beber el té, tratando de imaginar qué sucedería cuando la chica fuera a verle al remolque. Antes de que pudiera pensar en las palabras que le diría, descubrió que tenía una erección.

Sin embargo, le costó convencer a Murks. Cuando Nashe le explicó que quería ver a la chica, Calvin reaccionó con sorpresa, y casi inmediatamente después una expresión de profunda decepción apareció en su cara. Era como si Nashe le hubiese fallado, como sí hubiese traicionado algún entendimiento tácito entre ellos, y no estaba dispuesto a permitirlo sin presentar batalla.

—No tiene sentido —dijo Murks—. Novecientos dólares por un revolcón en el heno. Eso son nueve días de trabajo, Nashe, noventa horas de sudor y esfuerzo por nada. No es lógico. Un poco de carne de chica a cambio de todo eso. Cualquiera vería que no es lógico. Tú eres un tipo listo, Nashe, no es que no sepas de lo que te estoy hablando.

—Yo no te pregunto cómo gastas tu dinero —le respondió Nashe—. Y no es asunto tuyo cómo gasto yo el mío.

—Lo que pasa es que detesto ver a un hombre haciendo el ridículo, nada más. Especialmente cuando no hay necesidad.

—Tus necesidades no son mis necesidades, Calvin. Mientras haga el trabajo, tengo derecho a cualquier cosa que quiera. Está escrito en el contrato, y tú no eres quién para decir nada.

Así que Nashe ganó la discusión, y aunque Murks continuó refunfuñando, organizó la visita de la chica. Tenía que ir el día diez, menos de una semana después de que Nashe encontrara su número de teléfono en el cajón, y el hecho de no tener que esperar más tiempo no le vino mal, porque una vez hubo convencido a Murks de que la llamara le resultó imposible pensar en otra cosa. Mucho antes de que llegara la chica, por lo tanto, sabía que sus razones para invitarla sólo en parte tenían que ver con Pozzi. Aquella erección (junto con las que vinieron después) se lo había demostrado, y pasó los siguientes días alternando entre ataques de miedo y de excitación, paseando por el prado como un adolescente enloquecido por sus hormonas. Pero no había estado con una mujer desde mediados del verano —desde aquel día en Berkeley en que había tenido entre sus brazos a la sollozante Fiona—, y probablemente era inevitable que la inminente visita de la chica le llenase la cabeza de pensamientos eróticos. Ésa era su profesión, después de todo. Follaba con los hombres por dinero, y puesto que él ya estaba pagando, ¿qué había de malo en aprovecharse de ello? Eso no le impedía pedirle ayuda, pero para ello no necesitaba más de veinte o treinta minutos, y si la hacía ir hasta allí con el fin de pasar ese rato con él tenía que contratar sus servicios para toda la noche. Sería una tontería desperdiciar esas horas. Le pertenecían, y el hecho de que quisiera ver a la chica para una cosa concreta no significaba que estuviera mal quererla también para otra cosa.

La del diez fue una noche fría que más parecía de invierno que de otoño, con fuertes vientos que barrían el prado y un cielo lleno de estrellas. La chica llegó vestida con abrigo de pieles, las mejillas rojas y los ojos llorosos a causa del frío, y Nashe pensó que era más guapa de lo que la recordaba, aunque tal vez fuera el color de su cara lo que le dio esa impresión. Llevaba una ropa menos provocativa que la otra vez —un jersey blanco de cuello vuelto, pantalones vaqueros con calentadores de lana y los omnipresentes tacones de aguja—, y en conjunto le quedaba mejor que el llamativo atuendo que lucía en octubre. Ahora representaba su verdadera edad, y, por lo que fuera, Nashe llegó a la conclusión de que la prefería de aquel modo, que se sentía menos incómodo cuando la miraba.

El que ella le sonriera al entrar en el remolque contribuyó a ello, y aunque a él le pareció que la sonrisa era un tanto fingida y teatral, había suficiente cordialidad en ella como para convencerle de que a la chica no le desagradaba volver a verle. Se dio cuenta de que ella esperaba que Pozzi también estuviera allí, y cuando miró a su alrededor y no le encontró, era natural que le preguntase a Nashe dónde estaba. Pero Nashe no fue capaz de decirle la verdad, al menos todavía.

—Jack ha tenido que marcharse para hacer otro trabajo —le dijo—. ¿Recuerdas el proyecto de Texas del que te habló la última vez? Pues nuestro magnate del petróleo tenía algunas dudas respecto a los planos, así que anoche se llevó a Jack a Houston en su avión particular. Fue una cosa totalmente imprevista. Jack lo sintió mucho, pero así es nuestro trabajo. Tenemos que tener contentos a nuestros clientes.

—Lástima —dijo la chica, sin intentar disimular su desilusión—. Me gustó muchísimo ese tipo tan bajito. Me apetecía volverle a ver.

—De esos hay uno en un millón —dijo Nashe—. No los hacen mejores que Jack.

—Sí, es un tío fantástico. Cuando das con un tío así ya no te parece que estés trabajando.

Nashe sonrió a la chica y alargó la mano tímidamente para tocarle un hombro.

—Me temo que esta noche tendrás que conformarte conmigo —le dijo.

—Bueno, hay cosas peores —respondió ella con expresión juguetona, recobrándose rápidamente. Para poner más énfasis gimió suavemente y empezó a pasarse la lengua por los labios—. Puede que me equivoque, pero creo recordar que de todas formas nosotros teníamos un asunto pendiente del que ocuparnos.

Nashe empezó a pensar en decirle que se quitara la ropa ya, pero de pronto se sintió tímido, enmudecido por su propia excitación, y en lugar de abrazarla se quedó parado donde estaba, preguntándose qué hacer en aquel momento. Deseó que Pozzi se hubiera dejado un par de chistes que él pudiera usar, unas cuantas bromas que animaran el ambiente.

—¿Ponemos un poco de música? —sugirió, agarrándose a lo primero que se le ocurrió. Antes de que la chica pudiera responder él ya estaba tirado en el suelo, rebuscando entre las pilas de cassettes que guardaba bajo la mesita del café. Después de apartar ruidosamente las óperas y la música clásica durante cerca de un minuto, al fin sacó su cinta con las canciones de Billie Holiday,
Billie’s Greatest Hits
.

La chica frunció el ceño al oír lo que llamó música «anticuada», pero cuando Nashe le pidió que bailaran pareció conmovida por lo pintoresco de la proposición, como si acabara de pedirle que participara en alguna costumbre ancestral, hacer melcocha, por ejemplo, o coger manzanas con la boca en un cubo de agua. Pero lo cierto era que a Nashe le gustaba bailar, y pensó que el movimiento le ayudaría a calmar los nervios. La cogió con firmeza, guiándola en pequeños círculos por el cuarto de estar, y al cabo de unos minutos ella pareció adaptarse, siguiéndole más airosamente de lo que él esperaba. A pesar de los tacones altos, era sorprendentemente ligera en sus movimientos.

—Nunca había conocido a nadie que se llamara Tiffany —dijo Nashe—. Me parece muy bonito. Me hace pensar en cosas bellas y caras.

—Ésa es la idea —dijo ella—. Se supone que te hace ver diamantes.

—Tus padres debían saber que te convertirías en una chica preciosa.

—Mis padres no tienen nada que ver con esto. El nombre lo elegí yo misma.

—Oh. Bueno, eso lo hace aún mejor. No tiene sentido quedarte con un nombre que no te gusta, ¿verdad?

—Yo no podía soportar el mío. En cuanto me fui de casa me lo cambié.

—¿Era realmente tan feo?

—¿Qué te parecería llamarte Dolores? Es casi el peor nombre que se me ocurre.

—Tiene gracia. Mi madre se llamaba Dolores y tampoco le gustaba.

—¿En serio? ¿Tu vieja era una Dolores?

—De veras. Fue Dolores desde el día en que nació hasta el día en que se murió.

—Y si no le gustaba llamarse Dolores, ¿por qué no se lo cambió?

—Lo hizo. No a lo grande como tú, pero usaba un diminutivo. Yo ni siquiera me enteré de que su verdadero nombre era Dolores hasta que tenía unos diez años.

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