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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

La música del azar (23 page)

BOOK: La música del azar
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Empezó a bajar los escalones un momento después y entonces comprendió por fin lo que estaba viendo. Mientras andaba por la hierba hacia el cuerpo del muchacho, Nashe notó que una serie de pequeños sonidos de arcadas escapaban de su garganta. Cayó de rodillas, tomó la destrozada cara de Pozzi entre sus manos y descubrió que en las venas del cuello del muchacho latían aún unas débiles pulsaciones.

—Dios mío —exclamó, casi sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—. ¿Qué te han hecho, Jack?

El chico tenía los ojos terriblemente hinchados, tremendos cortes en la frente, las sienes y la boca, y le faltaban varios dientes: era una cara pulverizada, machacada hasta quedar irreconocible. Nashe oyó otra vez los sonidos de arcadas que escapaban de su garganta y entonces, casi gimiendo, cogió a Pozzi en brazos y se lo llevó al remolque.

Era imposible saber cuál era la gravedad de las heridas. El muchacho estaba inconsciente, tal vez incluso en coma, pero el haber estado allí tirado, expuesto a la frígida temperatura otoñal durante Dios sabe cuántas horas, había empeorado su estado. Probablemente eso le había hecho tanto daño como la misma paliza. Nashe tumbó al muchacho en el sofá y luego entró corriendo en los dos dormitorios y arrancó las mantas de las camas. Había visto a varías personas morir de shock después de ser rescatados de un incendio, y Pozzi tenía todos los síntomas de un caso grave: la terrible palidez, los labios azulados, las manos heladas como las de un cadáver. Nashe hizo lo que pudo para que entrara en calor, le frotó el cuerpo bajo las mantas y le levantó las piernas para que la sangre volviese a circular. Pero aun cuando la temperatura del muchacho empezó a subir un poco, no daba señales de recobrar la conciencia.

Las cosas fueron deprisa a partir de ese momento. Murks llegó a las siete, subió los escalones del remolque y dio su habitual golpe en la puerta, y cuando Nashe le gritó que entrara, su primera reacción al ver a Pozzi fue echarse a reír.

—¿Qué le pasa? —dijo, señalando al sofá con el pulgar—. ¿La volvió a coger anoche?

Pero una vez que entró en el cuarto y vio de cerca la cara de Pozzi, su risa se convirtió en alarma.

—Dios santo —dijo—. Este chico está muy mal.

—Tienes razón, está muy mal —dijo Nashe—. Si no le llevamos a un hospital antes de una hora, no lo cuenta.

Murks se fue corriendo a su casa a traer el todoterreno, y mientras tanto Nashe quitó el colchón de la cama de Pozzi y lo apoyó contra la pared del remolque para ponerlo luego en la improvisada ambulancia. El viaje sería muy duro de todas formas, pero quizá el colchón impediría que el muchacho sufriera demasiado con las sacudidas. Cuando Murks volvió por fin, había otro hombre con él en el asiento delantero del coche.

—Este es Floyd —dijo—. Puede ayudarnos a trasladar al chico.

Floyd era el yerno de Murks, y aparentaba entre veinticinco y treinta años, un joven grande, de constitución robusta, que mediría cerca de un metro noventa, con una cara lisa y colorada y una gorra de cazador en la cabeza. No parecía demasiado inteligente, sin embargo, y cuando Murks se lo presentó a Nashe le tendió la mano con una torpe y sincera alegría absolutamente inapropiada para la situación. A Nashe le molestó tanto que se negó a estrecharle la mano y se lo quedó mirando hasta que el otro dejó caer el brazo.

Nashe colocó el colchón en la parte trasera del todoterreno y luego los tres fueron al remolque y levantaron a Pozzi del sofá y lo llevaron fuera, aún envuelto en las mantas. Nashe trató de ponerle lo más cómodo posible, pero cada vez que miraba la cara del muchacho comprendía que no había esperanza. Pozzi ya no tenía ninguna posibilidad. Cuando llegaran al hospital ya estaría muerto.

Pero todavía le esperaba algo peor. En ese momento Murks le dio una palmada en el hombro y le dijo:

—Volveremos en cuanto podamos.

Cuando Nashe comprendió al fin que no pensaban llevarle con ellos, algo saltó en su interior y se volvió hacia Murks con un súbito ataque de ira.

—Lo siento —dijo Murks—. No puedo dejarte venir. Ya ha habido suficiente jaleo aquí por un día y no quiero que las cosas se me vayan de las manos. No te preocupes, Nashe. Floyd y yo podemos arreglárnoslas.

Pero Nashe estaba fuera de sí y, en lugar de retroceder, se abalanzó sobre Murks y le agarró por la chaqueta llamándole mentiroso y maldito hijo de puta. Pero antes de que pudiera darle un puñetazo en la cara, Floyd le rodeó con sus brazos desde atrás y le levantó del suelo. Murks retrocedió dos o tres pasos, sacó el revólver de la cartuchera y apuntó a Nashe. Pero ni siquiera eso fue suficiente para poner fin al asunto, y Nashe continuó gritando y pataleando entre los brazos de Floyd.

—¡Mátame, hijo de puta! —le gritó a Murks—. ¡Venga, adelante, dispara!

—Ya no sabe ni lo que dice —dijo Murks con calma, mirando a su yerno—. El pobre diablo ha perdido la cabeza.

Sin previo aviso, Floyd tiró a Nashe al suelo violentamente, y antes de que éste pudiera levantarse para reanudar el ataque, un pie le aplastó el estómago. Se quedó sin respiración y mientras estaba allí tumbado boqueando para recobrar el aliento, los dos hombres corrieron hacia el todoterreno y se subieron a él. Nashe oyó que el motor se ponía en marcha, y cuando consiguió levantarse, ya se alejaban, desapareciendo con Pozzi en el bosque.

Después de eso no vaciló. Entró en el remolque, se puso la chaqueta, se metió en los bolsillos toda la comida que cupo en ellos e inmediatamente volvió a salir. Su único pensamiento era escapar de allí. Nunca tendría mejor oportunidad de escaparse y no iba a desperdiciarla. Pasaría por el agujero que había cavado con Pozzi la noche anterior y ahí se acabaría la historia.

Cruzó el prado a paso rápido, sin molestarse siquiera en echar una ojeada al muro, y cuando llegó al bosque del otro lado, de repente echó a correr por el camino de tierra como si le fuera la vida en ello. Llegó a la cerca unos minutos después, jadeando por el esfuerzo, y se quedó mirando la carretera que tenía ante si con los brazos apoyados en la barrera para sostenerse. Durante un momento ni siquiera se le ocurrió que el agujero pudiera haber desaparecido. Pero cuando empezó a recobrar el aliento miró a sus pies y vio que estaba sobre terreno llano. El agujero había sido llenado, la pala había desaparecido y con las hojas y las ramitas esparcidas a su alrededor era casi imposible saber que allí había habido un hoyo.

Nashe se agarró a la cerca con los diez dedos y apretó con todas sus fuerzas. Permaneció así durante cerca de un minuto y luego abrió las manos, se las llevó a la cara y empezó a sollozar.

8

Durante varias noches seguidas después de aquello tuvo el mismo sueño recurrente. Imaginaba que se despertaba en la oscuridad de su cuarto y, una vez que comprendía que ya no estaba dormido, se vestía, salía del remolque y empezaba a cruzar el prado. Cuando llegaba al cobertizo de las herramientas que había al otro extremo, derribaba la puerta de una patada, cogía una pala y se adentraba en el bosque, corriendo por el camino de tierra que llevaba a la cerca. El sueño era siempre vívido y exacto, menos una distorsión de lo real que un simulacro, una ilusión tan rica en detalles de la vida normal que Nashe nunca sospechaba que estaba durmiendo. Oía el ligero crujido de las hojas bajo sus pies, notaba el frío del aire nocturno sobre su piel, olía el acre olor de la pudrición otoñal que flotaba en el bosque. Pero cada vez que llegaba a la cerca con la pala en la mano, el sueño se detenía repentinamente y, al despertarse, descubría que seguía tumbado en su cama.

La cuestión era: ¿por qué no se levantaba en ese momento y hacia lo que acababa de hacer en el sueño? Nada le impedía tratar de escapar, y sin embargo se resistía a ello, se negaba incluso a considerar esa posibilidad. Al principio atribuyó su renuencia al miedo. Estaba convencido de que Murks era el responsable de lo que le había sucedido a Pozzi (con ayuda de Floyd, sin duda), y tenía muchos motivos para creer que a él le esperaba algo semejante si trataba de huir sin cumplir el contrato. Era verdad que Murks pareció muy disgustado cuando vio a Pozzi aquella mañana en el remolque, pero ¿quién podía asegurar que no estaba fingiendo? Nashe había visto a Pozzi marcharse corriendo por la carretera, ¿cómo hubiera llegado al prado si Murks no le hubiese puesto allí? Si la paliza se la hubiese dado otro, su atacante le habría dejado en la carretera y habría huido. Aunque Pozzi estuviera consciente aún, no habría tenido fuerzas para arrastrarse otra vez por el agujero y mucho menos para cruzar el bosque y el prado él solo. No, Murks le había puesto allí como advertencia, para que Nashe viera lo que le pasaba a la gente que trataba de escapar. Murks le había contado que llevó a Pozzi al Hospital de las Hermanas de la Misericordia en Doylestown, pero ¿por qué no iba a mentirle también respecto a eso? Seguramente habían tirado al muchacho en algún punto del bosque y lo habían enterrado. ¿Qué les importaría que todavía estuviera vivo? Si a un hombre le tapas la cara con tierra, se asfixiará antes de que cuentes hasta cien. Después de todo, Murks era un maestro en llenar hoyos. Cuando terminaba de tapar uno, ni siquiera se podía saber si había existido o no.

Poco a poco, no obstante, Nashe comprendió que el miedo no tenía nada que ver con ello. Cada vez que se imaginaba huyendo del prado, veía a Murks apuntándole por la espalda y apretando lentamente el gatillo; pero la idea de la bala desgarrando su carne y partiéndole el corazón, más que asustarle, le encolerizaba. Él merecía morir, tal vez, pero no quería darle a Murks la satisfacción de matarle. Ésa sería una forma demasiado fácil y predecible de acabar. Ya había causado la muerte de Pozzi al obligarle a huir, pero aunque él se dejara morir también (y había veces en las que este pensamiento se convertía en una tentación casi irresistible), eso no serviría para deshacer el daño que había hecho. Por eso continuaba trabajando en el muro, no porque tuviera miedo, no porque se sintiera obligado a pagar la deuda, sino porque quería venganza. Terminaría su pena allí y, una vez que fuera libre de irse, llamaría a la policía y haría detener a Murks. Sentía que era lo menos que podía hacer por el chico ahora. Tenía que mantenerse con vida el tiempo suficiente para asegurarse de que aquel cabrón recibiera su merecido.

Se sentó y le escribió una carta a Donna, explicándole que su empleo en la construcción iba a durar más de lo esperado. Él había pensado que a aquellas alturas ya estaría acabado, pero parecía que aún faltaban entre seis y ocho semanas más. Estaba seguro de que Murks abriría la carta y la leería antes de enviarla, así que tuvo cuidado de no mencionar nada de lo que le había ocurrido a Pozzi. Intentó mantener un tono ligero y alegre y añadió una hoja separada para Juliette con un dibujo de un castillo y varios acertijos que pensó que le divertirían. Cuando Donna le contestó una semana más tarde le decía que se alegraba mucho de que él pareciera estar tan bien. No importaba el trabajo que hiciera, añadía, siempre que lo disfrutara. Eso era suficiente recompensa en sí mismo. Pero esperaba que pensase en asentarse cuando aquel trabajo terminara. Todos le echaban muchísimo de menos y Juliette estaba deseando volver a verle.

A Nashe le dio pena leer aquella carta, y durante muchos días se le encogía el corazón cada vez que pensaba en que había engañado totalmente a su hermana. Estaba más aislado del mundo que nunca, y había momentos en los que sentía que algo se derrumbaba dentro de él, como si el terreno que pisaba estuviera cediendo gradualmente, hundiéndose bajo el peso de su soledad. El trabajo continuaba, pero ahora también era un trabajo solitario y evitaba a Murks lo más posible, negándose a hablarle excepto cuando era absolutamente necesario. Murks mantenía la misma actitud plácida de antes, pero Nashe no se dejaba engañar por ella y rechazaba la aparente amabilidad del capataz con un desprecio apenas disimulado. Por lo menos una vez al día repasaba mentalmente una detallada escena en la que se imaginaba volviéndose contra Murks en un repentino estallido de violencia, saltando sobre él y derribándolo al suelo, luego sacando el revólver de su cartuchera y apuntándole justo entre los ojos. La única forma de escapar al altercado era el trabajo, la estúpida tarea de levantar y transportar piedras, y se entregaba a ella con hosca e inexorable pasión, haciendo más él solo cada día de lo que habían conseguido nunca Pozzi y él juntos. Acabó la segunda hilera del muro en menos de una semana, cargando el carrito con tres o cuatro piedras al mismo tiempo, y cada vez que hacia otro viaje se encontraba, inexplicablemente, pensando en el mundo en miniatura de Stone, como si el hecho de tocar una piedra real le trajese a la memoria al hombre que tenía ese apellido
[4]
. Antes o después, pensaba Nashe, habría una nueva sección que representaría el lugar donde él estaba ahora, un modelo a escala del muro y el prado y el remolque, y una vez que esas cosas estuvieran terminadas, colocaría dos figuritas en medio del prado: una sería Pozzi y la otra él. La idea de tan extravagante pequeñez empezó a ejercer sobre Nashe una fascinación casi insoportable. A veces, incapaz de dominarse, llegaba incluso a imaginar que ya estaba viviendo dentro de la maqueta. Entonces Flower y Stone le miraban desde su altura y de repente él se veía a través de sus ojos: como si no fuera mayor que un pulgar, un ratoncillo gris correteando de acá para allá en su jaula.

Lo peor venía por las noches, sin embargo, cuando el trabajo terminaba y volvía solo al remolque. Era entonces cuando más echaba de menos a Pozzi, y al principio había veces en que su tristeza y su nostalgia eran tan agudas que apenas tenía fuerzas para hacerse una cena adecuada. Una o dos veces no cenó nada, se sentó en el cuarto de estar con una botella de bourbon y pasó las horas escuchando misas de réquiem de Mozart y Verdi con el volumen al máximo, llorando literalmente en medio del estruendo de la música, recordando al muchacho a través del fuerte viento de las voces humanas, como si no fuese más que un pedazo de tierra, un quebradizo terrón que se desmorona convirtiéndose en el polvo de que está hecho. Le aliviaba entregarse en su dolor a aquel histrionismo, hundirse en las profundidades de una terrible e imponderable tristeza, pero ni siquiera cuando consiguió dominarse y empezó a acostumbrarse a su soledad se recobró por completo de la ausencia de Pozzi, y siguió llorando al muchacho como si hubiera perdido para siempre una parte de sí mismo. Sus rutinas domésticas se volvieron áridas y carentes de sentido, la faena mecánica y monótona de preparar comida y metérsela en la boca, de ensuciar cosas y volverlas a limpiar, la maquinaria de relojería de las funciones animales. Intentó llenar ese vacío leyendo libros, pues recordaba cuánto placer le habían proporcionado cuando vivía en la carretera, pero ahora le resultaba difícil concentrarse y no bien empezaba a leer las palabras de la página su cabeza se llenaba de imágenes de su pasado: una tarde que había pasado en Minnesota hacía cinco meses soplando burbujas con Juliette en el patio trasero; cuando vio a su amigo Bobby Turnbull caer a través de un suelo en llamas en Boston; las palabras exactas que le había dicho a Thérèse cuando le pidió que se casara con él; la cara de su madre cuando él entró en la habitación del hospital en Florida por primera vez después de que ella sufriera una apoplejía; Donna dando saltitos cuando era animadora deportiva en el instituto. No deseaba recordar ninguna de aquellas cosas, pero como las historias de los libros ya no le apartaban de sí mismo, los recuerdos no cesaban de asaltarle, le agradara o no. Soportó aquellos asaltos todas las noches durante casi una semana y luego, no sabiendo qué hacer, una mañana se rindió y le preguntó a Murks si podía conseguirle un piano. No, no hacía falta que fuera un piano de verdad, dijo, únicamente necesitaba algo que le tuviera ocupado, una distracción para calmar sus nervios.

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