Read Hacedor de mundos Online

Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (18 page)

BOOK: Hacedor de mundos
12.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El avión aceleró motores y empezó a moverse a velocidad creciente por la pista. David sintió que la tensión aumentaba en él. Tendió una mano hacia Isabelle.

—Dame la mano.

Ella le miró interrogadoramente, pero dejó que él se la sujetase fuertemente. El avión dio una ligera sacudida y se elevó en un ángulo pronunciado, produciendo esa leve sensación característica en la boca del estomago. David dijo:

—Las recomendaciones de rutina de la azafata me han hecho pensar que no hay mejor sitio para provocar un accidente mortal que un avión. Una explosión en pleno aire puede ser algo definitivo. No me gustaría en absoluto.

Isabelle no pudo evitar una sonrisa.

—¿Y como piensas evitarlo si se produce?

—No lo sé. Pero voy a permanecer atento durante todo el viaje, y al menor asomo de cualquier tipo de peligro actuaré. No se como tampoco: yendo a otro lado o... no sé. Pero sea como sea, si se produce algo no quiero perderte. Tal vez la proximidad sea suficiente, pero prefiero el contacto físico.

Ella asintió. A través de los altavoces el capitán se presentó, dio la información de rutina respecto a la duración del viaje y la velocidad y altitud del vuelo, y les agradeció haber escogido aquellas líneas aéreas para su viaje. Luego una suave música ambiental ocupó la cabina de pasajeros.

El vuelo duró algo menos de una hora. No se produjo nada anormal, excepto la rabieta de un niño de corta edad que viajaba solo al lado de las azafatas y se puso a berrear en ingles que quería volver a casa con su mamá. David, no obstante, permaneció atento cada segundo del vuelo, dispuesto a abortar o al menos intentarlo, cualquier acción contra ellos o el aparato. Luego la música se interrumpió, el capitán comunicó que en cinco minutos aterrizarían en Ginebra, los letreros frente a sus asientos se encendieron de nuevo, y David pudo ver la serpenteante cinta azul del Ródano y la resplandeciente masa del Lago Leman allá delante, con la aglomeración de Ginebra a su alrededor, entre huertas y viñedos, mientras el avión trazaba un amplio círculo para enfilar la pista de aterrizaje del aeropuerto de Cointrin.

El momento del aterrizaje era el más peligroso..., el más idóneo para cualquier tipo de acción destructiva. Hubo un momento en que David sintió que la tensión se le hacía insoportable. Luego las ruedas lanzaron su primer chillido contra el cemento, el aparato dio un par de pequeños botes hasta que se estabilizó sobre la pista, y los reactores de freno entraron en acción a toda potencia. Cuando el avión se detuvo finalmente, David sintió un alivio casi insoportable. Miró a Isabelle: su rostro estaba más pálido que la cera.

Le sonrió animosamente.

—No ha pasado nada —dijo con voz alegre—. Quizá hayan decidido dejarnos tranquilos. O tal vez nos tengan miedo.

—O puede que hayan cambiado de planes.

David la miró desconcertado.

—¿Qué quieres decir?

—La verdad es que no lo sé exactamente. Pero creo que finalmente vamos a conseguir lo que mi padre intentó durante tantos años sin lograrlo: vamos a entrar en contacto con ellos. Y me temo que sea porque ellos quieren.

———

Tomaron un taxi hasta el centro de la ciudad. La avenida de los Franceses bordeaba el lago, frente a la rada y el surtidor. La avenida había sido remodelada sobre un antiguo paseo, derribando toda la hilera frontal de casas y convirtiéndola en un autentico paseo marítimo de enorme amplitud, y los viejos edificios de segunda línea habían sido derruidos y cambiados por grandes, aunque no muy altas, estructuras de acero y cristal. De tanto en tanto, enmarcado entre dos calles transversales, se divisaba el anacronismo de algún edificio antiguo cuya función o interés histórico había salvado de la picota. El viento lanzaba el chorro del alto surtidor hacia el centro del lago, en una elegante curva. David imaginó que no tardarían en cortarlo, si el viento cambiaba de dirección.

El ciento dos de la avenida de los Franceses era un edificio comercial de ocho plantas, ancho, resplandeciente y frío, dotado con todas las comodidades interiores y una aséptica, lisa y fea línea exterior. Sus cristales color bronce reflejaban la luz del sol como los cristales de unas multifacetadas gafas de sol. Sobre su tejado se alzaba una larga y enhiesta antena de comunicaciones.

El taxista detuvo su aerotaxi junto a la acera y señaló el agazapado monstruo arquitectónico.

—Aquí es. Son veintisiete francos, señor.

David pagó, y bajaron. Por unos instantes examinó el edificio desde la acera. Luego tomó de nuevo a Isabelle de la mano, y entraron.

El amplio vestíbulo se bifurcaba en dos escaleras, con dos baterías de ascensores en las paredes laterales. En la pared del fondo, encima del amplio mostrador del conserje, estaban los directorios de ambas escaleras. David les echó una mirada superficial. Había demasiados despachos para andar buscando. Se dirigió directamente al conserje.

—Busco la compañía IVAC.

El hombre al otro lado del mostrador, uniformado casi como un general, le miró con severa eficiencia.

—Escalera B, despacho 603. ¿A quién anuncio, por favor?

—Quiero ver al señor Bernstentein.

El conserje frunció ligeramente el ceño.

—¿Tiene cita concertada?

—No. Pero dígale que está aquí David Cobos.

—Me temo que no va a poder recibirle, señor. El señor Bernstentein está siempre muy ocupado. Un momento, por favor.

Pulsó un botón en el gran panel que tenía en la parte frontal de la mesa, tras el mostrador. Una de la batería de pantallas que tenía ante el, invisibles al que estaba al otro lado excepto por su débil reflejo, parpadeó y cobró imagen. Una voz femenina dijo algo.

—Preguntan por el señor Bernstentein. El señor —miró brevemente a David— David Cobos.

Escuchó unos instantes. Luego alzó de nuevo la vista.

—¿De que asunto se trata, señor Cobos?

—Es un asunto personal con el señor Bernstentein. Estoy seguro de que si le comunican mi nombre me recibirá inmediatamente.

Era una suposición muy aventurada, pero no se le ocurría otra cosa. El conserje volvió a hablar a la pantalla. Aguardó unos instantes. Luego, la voz femenina dijo algo de nuevo.

—Lo siento, pero como me temía el señor Bernstentein está muy ocupado. No puede recibirle hoy. Su secretaria dice que si lo desea puede concertarle una cita.

David se inclinó sobre el escritorio.

—Mire, dígale a la secretaria del señor Bernstentein que consulte con el señor Bernstentein. Es un asunto importante. Seguro que si sabe que estoy aquí me recibirá ahora mismo.

El conserje suspiró resignadamente. Todo el mundo se cree muy importante, debía estar pensando.

—Está bien. —Retransmitió las palabras de David, aguardó unos instantes. Tras oír lo que le decía la voz femenina, su cara adoptó el aire de satisfacción que solo adoptan los conserjes de los edificios cuando se sienten con la autoridad suficiente para negarle a alguien el paso a sus dominios—. La secretaria del señor Bernstentein dice que ha consultado con el señor Bernstentein, y que como temía no puede recibirle ahora. Dice que puede concertarle una entrevista para dentro de dos días.

David sintió que le hervía la sangre.

—Escuche, pedazo de estúpido. Acabamos de llegar de París con el único fin de ver al señor Bernstentein, y vamos a verlo ahora. Así que dígale a su secretaria que subimos.

Dio bruscamente la vuelta y se encaminó hacia la batería de ascensores de la derecha, seguido por Isabelle. Al entrar había visto que aquella era la escalera B. Dos de los cuatro ascensores estaban en la planta y tenían las puertas abiertas. Dejó pasar a Isabelle, entró, y pulsó el botón del sexto piso. Mientras las puertas se cerraban ante él vio al conserje observándole desde detrás de su mostrador. No se había movido de su sitio, y le miraba con un claro aire divertido.

Las puertas volvieron a abrirse en el sexto piso. Al otro lado les aguardaban dos hombres de aspecto fornido con el inconfundible uniforme de los guardias de seguridad.

Entraron en el ascensor sin darles tiempo a David e Isabelle de salir de él.

—Miren, amigos, no queremos problemas —dijo el más alto de los dos, con esa voz suave que refleja una dureza a punto de saltar en cualquier momento—. Así que vuelvan abajo con nosotros y váyanse pacíficamente, y no será necesario emplear la fuerza.

David apenas dudó una fracción de segundo. Fue como un parpadeo. De pronto se encontró junto con Isabelle fuera del ascensor, en el amplio rellano del sexto piso, de paredes y suelo de mármol, mientras los dos guardias jurados miraban alelados, sentados en el suelo al fondo del ascensor, cómo las puertas de éste se cerraban inflexiblemente ante ellos.

—Vamos —dijo David a Isabelle.

La muchacha sonrió.

—Estas progresando a pasos de gigante —dijo. Le siguió.

La verdad era que David no sabía como lo había hecho exactamente: simplemente había deseado que aquel par dejaran de molestarles y poder seguir su camino en busca de Bernstentein. El resultado no había podido ser más satisfactorio.

La puerta 603 estaba al final del amplio rellano, a la izquierda. Sobre la madera noble había una gran placa de metal dorado mate: «IVAC — Inversiones Internacionales». Empujó. Estaba cerrada.

No se molestó en llamar. La conversación con el conserje y las palabras del guardia jurado le habían inspirado. Miró la cerradura: sonó un ligero clic, y la puerta se entreabrió. Empujó. Oyó una ligera risita a sus espaldas.

Al otro lado había una amplia y confortable sala de espera con una recepcionista cuya mayor virtud era su espectacularidad. Los miró sorprendida.

—¿Cómo han entrado?

—Por la puerta. Soy David Cobos. Queremos ver al señor Bernstentein.

—El señor Bernstentein no recibe... —dudó. Miró un cuaderno que tenía ante ella—. Sí, señor Cobos. Le está esperando. —Se levantó y se dirigió a una puerta—. Pasen por aquí, por favor. Aguarden un segundo.

Era otra sala de espera, privada ésta, algo más pequeña, con amplios sillones y una mesita con revistas no atrasadas. El amplio ventanal del fondo daba directamente al lago.

Isabelle enarcó la ceja. —¿Cómo lo has conseguido? David sonrió.

—Alguien que puede trasladar todo el sistema solar cien parsecs en el espacio en menos de un segundo, ¿crees que puede tener algún problema en incluir su nombre en un dietario de citas?

Isabelle sintió deseos de echarse a reír. Se contuvo.

—Nunca me detuve a considerar los aspectos prácticos del poder —dijo David, un tanto pensativamente—. ¿Sabes?, creo he estado haciendo el idiota durante mucho tiempo.

—Bueno, supongo que es la inexperiencia —admitió Isabelle—. Pero ve con cuidado. Mi padre decía siempre que es muy fácil excederse. —La mención de su padre ensombreció nuevamente su rostro.

La sala de espera tenía dos puertas: aquella por la que habían entrado y otra. La segunda puerta se abrió silenciosamente. Una mujer de mediana edad, con el aire austero y eficiente que retrata a las secretarias de los altos ejecutivos, les miró desde el umbral.

—El señor Bernstentein no tenía previsto recibirles, pero ha accedido a ello. Pasen, por favor.

Aquellas palabras hubieron debido poner en guardia a David, pero se sentía demasiado eufórico por sus últimas hazañas. Cedió el paso a Isabelle, luego la siguió.

La oficina al otro lado de la puerta solo podía ser calificada de suntuosa. Paredes enteramente forradas de madera noble, excepto una que era una gran cristalera mirando al lago Leman y al surtidor. Al fondo, un gran escritorio de caoba, con dos cómodos sillones delante y un gran sillón de ejecutivo detrás. A un lado, junto a la cristalera, una amplia mesa redonda de madera con ocho sillas a su alrededor. Un par de lámparas de pie estratégicamente situadas, aparte de la lámpara de sobremesa encima del escritorio. Ninguna librería, ningún mueble auxiliar: eso quedaba para los despachos de los subalternos. La habitación reflejaba una cálida elegancia clásica que contrastaba con la austera modernidad del edificio.

Y, tras el escritorio, sentado en su imponente sillón, un hombre.

David se sintió sorprendido por su apariencia. Esperaba algo más del «señor Bernstentein». No era que su aspecto fuese insignificante, pero todo él emanaba un aura de... vulgaridad. Era bajo, rechoncho, medio calvo, con gruesas gafas y cara de luna llena, un tipo que pasaría desapercibido en cualquier lugar. Solo resaltaba su presencia el ambiente que le rodeaba, y lo hacía a través de una profunda incongruencia. No se levantó de su asiento al verles. Aguardó a que estuvieran frente al escritorio, y les señaló los sillones al otro lado.

—Su visita es un tanto irregular —dijo como bienvenida.

—Todo aquí es un tanto irregular —reconoció David—. Pero necesitábamos hablar con usted lo antes posible.

El hombre alzó la tapa de una cajita de madera taraceada que tenía sobre su escritorio y extrajo un cigarrillo. No les ofreció ni a Isabelle ni a David. Este pensó que ni ella ni el fumaban, y el pensamiento se disolvió en el aire como una voluta de humo.

El hombre encendió el cigarrillo con un encendedor de sobremesa dorado, probablemente de oro.

—Bien —murmuró, arrojando una nube de humo al aire—. ¿Qué desean exactamente?

—Obtuvimos su nombre a través de Marcel Dorléac —dijo David. Aguardó la reacción del otro. Ningún músculo de su rostro se movió.

Hubo una larga pausa. Luego Bernstentein dijo:

—No conozco a ningún Dorléac. ¿Debería?

—Creo que sí —dijo David. Dudó unos instantes antes de continuar. Señaló a Isabelle—. Ella es su hija.

El hombre tras el escritorio desvió un poco su vista hacia la muchacha, enarcó ligeramente una ceja.

—Encantado. ¿De qué debería conocer yo a su padre?

Isabelle hizo una profunda espiración.

—¿No es usted en parte responsable de su desaparición?

Bernstentein pareció sorprendido.

—¿Acaso ha desaparecido?

—Completamente —dijo David, y su tono era duro.

El hombre suspiró.

—Entonces creo que lo más sensato es que acudan a la policía.

David se inclinó sobre el escritorio.

—¿Por qué no hablamos claramente? —dijo—. Usted es uno de ellos.

Bernstentein pareció evidenciar una genuina sorpresa.

—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos?

David suspiró irritadamente. Sus ojos se clavaron en el grande y pesado escritorio.

BOOK: Hacedor de mundos
12.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Tied Man by McGowan, Tabitha
Candlenight by Phil Rickman
Flame of Sevenwaters by Juliet Marillier
The Golden Stranger by Karen Wood
Unfortunate Son by Shae Connor
Marrying the Marine-epub by Sabrina McAfee