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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (15 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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El «momentín» se convirtió en diez minutos, al cabo de los cuales otro empleado alto, elegantemente vestido y con modales de experimentado en relaciones publicas les invitó a seguirle. Descendieron hasta el quinto sótano, donde otro hombre aguardaba tras un amplio escritorio de caoba esmeradamente pulida (un lujo inaudito) en una habitación elegantemente amueblada.

—Señorita Dorléac, es un placer volver a verla —dijo el hombre, levantándose de su asiento. Isabelle pensó inmediatamente que ella nunca había acudido a aquel lugar ni conocía en absoluto al hombre, pero prefirió callar. Igual era la forma habitual que empleaba con todos sus clientes—. Ya teníamos previsto avisarla dentro de una semana.

—¿Avisarme? —Isabelle frunció el ceño—. ¿Para qué?

—Bueno... usted misma dejó establecido en una cláusula de nuestro contrato que, si en el término de los seis meses habituales, no pasaba personalmente a renovar el alquiler de la caja de seguridad, la avisásemos sin más demora. Por supuesto, en general nuestros contratos son renovables automáticamente y el pago se efectúa por cargo directo en la cuenta del cliente, por lo que su petición quedaba un tanto fuera de nuestras normas, pero tratándose de una caja de la sección especial...

—¿Sección especial? —Isabelle estaba desconcertada.

—Bien, quiero decir de altísima seguridad, con código cifrado y reserva absoluta de identidad. Por eso, cuando nuestro empleado en Roissy nos ha llamado esta mañana y nos ha hecho la consulta nos hemos sorprendido enormemente. Claro que su identificación era correcta y además la descripción que nos ha hecho el empleado coincidía exactamente con usted. Bien, pero todo esto no importa. Ya me dijo usted en una ocasión que quería hacerlo de este modo porque lleva siempre tantos asuntos entre manos y es además tan desmemoriada... —Agitó la cabeza en un gesto de comprensión—. Venga conmigo. Ha traído la llave, supongo.

Isabelle asintió. El hombre se encaminó hacia una puerta del fondo de la estancia que tenía todas las apariencias de ser blindada. Isabelle y David le siguieron. A medio camino el hombre se volvió y le frunció el ceño a David.

—Perdone, señorita Dorléac, pero ya conoce usted las normas. Solamente los titulares pueden acceder...

Isabelle adoptó una actitud de fastidio.

—Oh, vamos. El señor Cobos es precisamente quien tiene que llevarse los documentos que he venido a buscar. No vamos a dejarle fuera esperando, ¿verdad? —Esbozó su sonrisa más encantadora—. Además, tiene toda mi confianza.

El hombre dudó.

—Está bien. Estoy infringiendo las normas, pero —le dirigió a Isabelle su sonrisa más lobuna— a usted no puede negársele nada. Vengan por aquí.

Cruzaron la puerta, que por supuesto era blindada, y tuvieron que firmar en un registro: primero Isabelle, luego David, y después de nuevo Isabelle avalando la firma y la presencia de David. Tuvieron que atravesar otras tres puertas de seguridad antes de acceder a una amplia bóveda acorazada con una gran mesa en el centro y las paredes llenas de pequeñas puertecitas metálicas parecidas a nichos de bebes, cada una con su numero correspondiente. David observó que el tamaño de las puertas no era igual en todas las paredes: a la izquierda eran más grandes, al fondo medianas, a la derecha más pequeñas y a su espalda, enmarcando la única puerta de entrada, realmente diminutas.

El hombre del banco se dirigió a la derecha, buscó (no demasiado) el número, e insertó su llave en la cerradura. Dio media vuelta a la llave y se apartó.

—Adelante, señorita Dorléac.

Isabelle insertó su propia llave, con el corazón latiéndole fuertemente, en la otra cerradura. La hizo girar, oyó un ligero chasquido de mecanismo bien equilibrado, y la puerta se abrió unos milímetros.

—Bien, les dejo —dijo el empleado discretamente—. Cuando me necesite de nuevo ya sabe como llamarme, señorita Dorléac.

Isabelle no sabía en absoluto como llamarle, pero no dijo nada. Dejó que saliera de la cámara cerrando cuidadosamente la puerta a sus espaldas, y lanzó un largo suspiro. Se volvió hacia David.

—Bueno, parece que ya lo tenemos.

David estaba yendo a lo práctico. Había acabado de abrir la puerta, y sacó la caja del interior del angosto y largo nicho. La depositó sobre la mesa, tomó la llave de oro de manos de Isabelle y la abrió. Alzó la tapa de la caja interior y la dejó caer hacia atrás; produjo un ruido sordo en las paredes metálicas de la bóveda al golpear ligeramente contra el sobre de la mesa. Examinó su contenido.

Papeles. Como había supuesto.

Los sacó. Formaban como una especie de cuadernos, y estaban numerados. En la cubierta de cada uno de ellos había un nombre, mejor dicho, una firma: Marcel Dorléac.

—Es la firma de mi padre —dijo Isabelle, con un hilo de voz.

David los pasó rápidamente. Había quince, numerados desde el uno. Hojeó rápidamente un par: estaban escritos a mano, sin dejar apenas márgenes, llenos con una letra picuda y apretada, la letra del científico antiguo que sabía que tenía que condensar el mayor numero de pensamientos en el mínimo espacio posible porque el papel era un bien escaso y caro. Su grosor variaba: un par de ellos tenían apenas media docena de hojas, otros más de cincuenta. En el margen inferior izquierdo cada uno tenía una fecha, correlativa en el tiempo de acuerdo con la numeración general. La más antigua databa de más de treinta años.

—Mucho antes de que me diera la llave —observó Isabelle.

—Está bien —dijo David—. Vámonos.

En previsión de lo que pudieran encontrar, habiendo comprado un pequeño maletín por el camino: David aún era reacio a fabricar lo que necesitaba si no era estrictamente imprescindible. Metió los cuadernos dentro, volvió a cerrar la caja, lo metió dentro de su correspondiente nicho. Luego miró a su alrededor.

—¿Cómo se avisa a ese hombre?

Sobre la mesa había un videófono. Era el método más lógico. Isabelle pulsó el botón de llamada.

La pantalla se iluminó. El rostro del empleado que les había acompañado hasta allí le sonrió desde el otro lado.

—Ya hemos terminado —dijo Isabelle.

—Espléndido. Ahora mismo vengo. —La pantalla se apagó.

Dos minutos más tarde lo tenían a su lado. Comprobó que Isabelle cerraba la puerta de su caja de seguridad con su llave, luego empleó la suya, y les acompañó hasta la salida. Se detuvieron ante su gran y lujoso escritorio.

—Ha sido usted muy amable —dijo Isabelle, dispuesta a marcharse.

El empleado carraspeó. Parecía incomodo.

—Bien... supongo que desea seguir conservando usted su caja de seguridad, ¿no es así, señorita Dorléac?

Isabelle le miró desconcertada.

—Por supuesto, no tengo intención de dejarla por el momento. ¿Por qué?

—Bueno, la renovación del contrato...

Isabelle comprendió. Estuvo a punto de echarse a reír.

—Oh, sí, por supuesto. Disculpe: como le he dicho siempre, tengo tantas cosas entre manos y soy tan desmemoriada... —Sacó su pluma y su talonario del bolso—. ¿Qué papeles hay de firmar, y cuál es el importe?

7

Aquella noche no durmieron.

Hicieron el viaje de regreso a Roissy a toda la velocidad que permitían las habilidades de Isabelle, el tráfico y la prudencia. Apenas hablaron por el camino. En el fondo, la muchacha se sentía abrumada por lo ocurrido en el banco. Lo ocurrido ahí había sido la losa definitiva que cerraba el ataúd de su padre. El hecho de que la caja de seguridad y su contenido existieran todavía, pero que la caja figurara únicamente a su nombre y el empleado afirmara que la había visto otras veces antes, a ella que nunca se había acercado por ahí y que ni siquiera conocía la existencia de aquella caja de seguridad, eran la prueba última de la definitiva desaparición de su padre. Evidentemente, Marcel Dorléac debía haber puesto la caja de seguridad a nombre de ambos, y su firma y sus datos y su propio nombre se habían desvanecido en la nada con su desaparición, y solamente había quedado el de ella, y la realidad se había reacondicionado, y el empleado tras su lujosa mesa de madera recordaba haberla visto otras veces, a ella que jamás había puesto los pies allí.

Cuando subieron al aerocoche, David pensó por un momento que fueran al apartamento del St. Mich. Estaba mucho más cerca, llegarían antes. Pero algo le contuvo. El apartamento nunca había pertenecido ni había sido compartido por el padre de Isabelle, pensó. Su casa estaba en Roissy. La muchacha querría examinar los papeles allí, en aquel mausoleo de la vida de su padre desaparecido. No podía negarle aquello.

De modo que no dijo nada, y ella, sin decir nada tampoco, tomo el camino de Roissy.

Llegaron cuando empezaba a oscurecer. Dejaron el aerocoche frente a la casa, encendieron las luces, y se sentaron en el sofá del salón, uno al lado del otro, y David depositó el maletín sobre la mesita baja que tenían delante y lo abrió, y sacó los cuadernos. Cerró el maletín, ordenó los cuadernos del uno al quince, los dejó sobre el maletín y tomó el primero. Lo abrió.

Isabelle se arrimó a él. Empezaron a leer.

———

Terminaron la lectura a las cinco y media de la madrugada.

David se dejó caer hacia atrás en el sofá con un profundo suspiro. Isabelle permaneció inmóvil, sin decir nada. Parecía demasiado anonadada.

—Bien, así que es esto —murmuró David—. Bendito sea Dios. —E inmediatamente pensó: ¿Existe realmente Dios?

Marcel Dorléac había ido escribiendo sus cuadernos a lo largo de los años, cada vez que sus investigaciones sobre el poder le ofrecían nueva información o algo que creía valía la pena reflejar para la posteridad. Con la frialdad típica del científico, había examinado los hechos, los había cribado, calibrado, y había sacado sus conclusiones. Muchas veces esas conclusiones se habían revelado erróneas, y en cuadernos sucesivos las invalidaba o rectificaba. Pero, en su conjunto, la información global era coherente.

El padre de Isabelle no sabía demasiado de ellos ni del poder, y gran parte de la información que daba en los cuadernos eran meras suposiciones, y el era el primero en dejar bien clara aquella condición. El primer cuaderno, de unas veinte hojas, empezaba hablando del descubrimiento de sus «habilidades» era una sorprendente maravilla de lucidez y de objetividad. Sin dejarse llevar por entusiasmos, temores ni ilusiones, diseccionaba su poder con espíritu crítico, viendo sus fallos al mismo tiempo que sus virtudes. Al igual que le había ocurrido a David, al principio lo había considerado como una simple habilidad paranormal, del tipo de la telequinesis. Pero pronto había observado que existía algo más. «Algo que todavía no sé lo que es, pero que pienso averiguar tan pronto como me sea posible.»

El primer cuaderno era distinto de todos los demás, en tamaño, encuadernación e incluso escritura. El segundo estaba fechado seis años más tarde. Empezaba con una frase escrita con rotulador grueso, cruzando toda la página, lapidaria como solo lo son las frases capaces de cambiar la vida de un hombre: «He descubierto finalmente cual es mi poder. No puedo cambiar las cosas a mi alrededor: puedo cambiar la realidad a mi alrededor. TENGO MIEDO.»

Las páginas siguientes, casi cincuenta, describían con gran minuciosidad las principales características que había ido descubriendo de su poder. David las conocía ya casi todas, pero se sintió fascinado leyéndolas escritas por otra mano, diseccionadas con una precisión de laboratorio. Eran las mismas características de las que, años más tarde, sería víctima: eliminación de toda la realidad concomitante a la realidad primaria eliminada, acomodación de la realidad subjetiva de los testigos (personas) a la nueva realidad transformada, etc. Pero lo más importante era su conclusión final: «Creo que el poder no se limita a cambiar cosas ni acontecimientos, sino que cambia la estructura misma de la realidad. Es decir, puede cambiar el mundo a voluntad de quien lo posea. Mi poder es pequeño y muy limitado: se circunscribe solamente a cosas muy cercanas a mí o muy directamente relacionadas con mi persona, de modo que los cambios son muy escasos y a nivel local. Me pregunto que ocurriría si existiera alguien que poseyera un poder capaz de influir en cosas que ocurren en sus antípodas. El poder de un hombre así sería ilimitado».

Y el cuaderno se cerraba con una frase lapidaria: «me pregunto si existe ese hombre». No había respuesta.

Por aquel entonces Marcel Dorléac tenía veintisiete años. El tercer cuaderno hablaba de su matrimonio, aunque muy tangencialmente. Su principal preocupación, por aquel entonces, era saber si él era un caso único en el mundo, «el primero de una nueva especie» lo llamaba, o existían otros seres semejantes a él. Se argumentaba a sí mismo que si existieran tales hombres hubieran debido manifestarse de alguna forma, al menos a sus ojos. Luego lo dudaba. El poder era algo demasiado extraño como para someterlo a la luz pública, decía. Pero debía averiguar si había en el mundo otros seres como él.

Lo más importante era la descripción del primer uso «público» que Marcel Dorléac había hecho de su poder. Oficialmente era un simple empleado de banco, que ganaba lo suficiente para vivir, pero no demasiado. Su obsesión por aquel entonces era hallar a una mujer que tuviera también poderes, aunque fueran embrionarios, pues tenía la certeza de que su habilidad podía ser hereditaria, y quería dar todas las posibilidades de transmisión a su descendencia. Había conocido a una muchacha que reunía esas condiciones, la madre de Isabelle con la que luego se casaría, y deseaba avanzar en su posición. Aquella fue la primera vez (luego vendrían otras) en que pensó en hallarle una utilidad práctica a su poder. No sabía si funcionaría, pero probar no costaba nada. Adquirió un billete de la lotería nacional, y se concentró en desear que aquel fuera el número que apareciera premiado en el sorteo. Su idea no era demasiado descabellada: el sorteo se celebraba en París, y el vivía en París también, de modo que existían posibilidades de que el sorteo se hallara dentro de lo que el llamaba su «área de influencia». Para mayor seguridad decidió asistir al acto del sorteo, que era público. Durante todo el tiempo estuvo concentrado en su número, asociándolo con el número del primer premio. No se sorprendió demasiado cuando, efectivamente, su número fue cantado como el ganador. Más bien sintió un poco de orgullo. Era capaz de hacer cosas realmente grandes, se dijo.

Invirtió todas sus ganancias en un número para el siguiente sorteo, y repitió el proceso. Se vio dueño de una pequeña fortuna. No podía invertirla toda a un solo número, y por otro lado temía que su buena suerte despertara sospechas en algún lado, si se llevaba algún control de las personas agraciadas con los premios mayores. De modo qué decidió dejar el asunto por un tiempo. Sabiendo que el sistema funcionaba, podía repetirlo a voluntad en cualquier momento en el futuro, y por ahora tenía suficiente dinero para casarse y pasar una temporada sin preocupaciones económicas. Eso hizo.

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