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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (66 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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—¡Pues que demuestre firmeza haciendo justicia! —bramó.

—¡Maldición! Cí, si te niegas, el emperador te juzgará sin piedad, te declarará igualmente culpable y entonces te enfrentarás a su ira. Te ejecutará o te enviará a una mina de sal y acabarás tus días enterrado en vida. Piensa en tu padre. Él querría lo mejor para ti. Si accedes, tendrás una hacienda, una renta, una vida tranquila y segura lejos de aquí. Con el tiempo, te rehabilitará y te permitirá acceder a la judicatura. ¿Qué más puedes pedir? ¿Y qué otra alternativa tienes? Si sales y te opones a ellos, te machacarán. Firmaste tu confesión, aunque sólo fuera un garabato. ¿Has escuchado bien tus alegatos? Tus pruebas son sólo circunstanciales. No tienes nada contra Feng. Sólo sospechas...

Cí buscó en los ojos de Bo el reflejo de sus propios sentimientos, pero no lo encontró.

—Recapacita —le suplicó Bo—. No sólo es lo mejor. Es lo único que puedes hacer.

Cí sintió la mano de Bo sobre su hombro. Su peso era el peso de la sinceridad. Pensó en sus sueños, en sus estudios, en el anhelo de convertirse en el mejor juez forense. Recordó que ése también había sido el sueño de su padre... Bajó la cabeza, resignado. Bo le animó.

* * *

Nada más salir del despacho, Cí se encaminó lentamente hacia el trono.

Lo hizo cabizbajo, arrastrando los pies como si tirara del cepo de un condenado. Una vez al lado del emperador, se dejó caer de rodillas y golpeó la frente con el suelo. A sus espaldas, Bo asintió con la cabeza, confirmándole el acuerdo al emperador. Nada más contemplarlo, Ningzong esbozó una mueca de satisfacción que acompañó con una indicación a su escribano para que preparase el acta definitiva. En cuanto Cí la firmara, el juicio habría concluido.

Una vez ultimada, un acólito procedió a su lectura. En ella se daba por acreditada la autoría de Cí, desestimándose todas las acusaciones vertidas sobre Feng. El funcionario leyó el documento despacio, bajo la atenta mirada del emperador. Cuando terminó, se lo entregó a Cí para que lo firmara. Cí recogió el acta de confesión con las manos temblorosas. La tinta aún se veía fresca sobre el papel, como si todavía ofreciera un resquicio de mutabilidad. Cogió el pincel entre sus dedos trémulos, pero no fue capaz de sujetarlo y cayó al suelo dejando un rastro negro sobre la impecable alfombra roja. Cí se disculpó por su torpeza, recogió el pincel y meditó un instante sobre un acta de confesión que no dejaba lugar a dudas: en efecto, el documento le señalaba como único responsable, sin hacer mención alguna a la implicación de Feng.

Recordó los argumentos de Bo mientras se preguntaba si realmente aquello habría sido lo que su padre habría querido para él. Apenas podía reflexionar. Empuñó el pincel y lo mojó en la piedra de tinta. Luego, lentamente, comenzó a caligrafiar los trazos de su nombre. El pincel se deslizó titubeante, como si lo empujara la mano de un anciano sin vida. Sin embargo, cuando llegó el turno para el apellido de su padre, algo en su interior lo detuvo. Fue sólo un instante. El tiempo necesario para alzar la vista y contemplar la sonrisa triunfal de Feng. Acudieron a su mente los cadáveres de sus padres sepultados bajo los escombros, sus cuerpos deshechos, el martirio de su hermano y la agonía de Tercera. No podía traicionarlos. No podía dejarlos así. Miró a Feng el tiempo suficiente para lograr que su cara dibujara un mohín de inquietud. Luego aferró el documento y lo rompió en mil pedazos mientras arrojaba toda la tinta sobre la alfombra.

* * *

La ira de Ningzong no se hizo esperar. De inmediato, estableció que maniataran al recluso y le asestaran diez bastonazos por su impertinencia, anunciando que a su conclusión dictaría el veredicto. Sin embargo, esto no impidió a Cí demandar su último alegato. Sabía que le asistía tal prerrogativa y también que el emperador, ante toda la Corte, no osaría quebrantar un procedimiento ritual establecido durante siglos. Al escucharlo, Ningzong se mordió la lengua, pero, aun así, aceptó.

—¡Hasta que se agote la clepsidra! —masculló y ordenó que pusieran en marcha el mecanismo hidráulico que regularía el tiempo de la intervención.

Cí aspiró aire con fuerza. Feng aguardaba desafiante, pero el rictus de temor permanecía atenazado a su rostro. El agua comenzó a correr.

—Majestad, hace más de un siglo, vuestro venerable bisabuelo se dejó conducir por consejos tendenciosos que acabaron con la condena del general Yue Fei, un hombre inocente cuyo valor y lealtad a nuestra nación son hoy ejemplo y patrón en todas nuestras aulas. Ahora, tan abominable veredicto se recuerda como uno de los hechos más ignominiosos de nuestra gozosa historia. Yue Fei fue ejecutado, y aunque con posterioridad vuestro padre lo rehabilitó, el daño que causó a su familia jamás fue suficientemente reparado. —Hizo una pausa y buscó el rostro de Iris Azul—. No pretendo compararme con una figura como la de nuestro amado general... Pero sí me atrevo a pediros justicia. Yo también tengo un padre que ha sido deshonrado. Me exigís que asuma la autoría de unos crímenes de los que no sólo no soy responsable, sino que he volcado cuanto sé para intentar esclarecerlos. Y puedo demostrar que cuanto afirmo es cierto.

—Es lo que llevas anunciando desde el comienzo del juicio. —Ningzong señaló impaciente la clepsidra que marcaba el tiempo.

—Permitid entonces que os enseñe el terrible poder de esa arma. —Alzó sus manos pidiendo que lo liberaran—. Pensad en lo que ocurriría si un invento tan letal cayera en manos enemigas. Pensad en ello y pensad en nuestra nación.

Cí aguardó a que su invocación obrase efecto en la conciencia de Ningzong.

El emperador masculló algo mientras sopesaba el cañón de mano. Miró a sus consejeros. Luego volvió el rostro hacia Cí.

—¡Soltadle! —rezongó.

El mismo guardia que había liberado a Cí se interpuso ante él al advertir su propósito de acercarse al emperador, pero Ningzong lo autorizó con un gesto. Cí avanzó tambaleándose, cubierto de sangre reseca y con el estómago encogido por el miedo. A la altura del trono, se arrodilló. Luego se incorporó como pudo y tendió su mano. El emperador depositó en ella el pequeño cañón.

Frente al soberano, Cí sacó de su camisola la piedrecita esférica y la bolsa con el polvo negro que había sustraído del escritorio de Feng.

—El proyectil que tengo en mis manos es el mismo que acabó con la vida del alquimista. Podéis comprobar que no es completamente esférico, ya que en un punto de su superficie se aprecia que ha saltado una esquirla. Una fractura que se produjo cuando el proyectil impactó contra una vértebra del alquimista y que coincide con la esquirla que descubrí al introducir una pica para comprobar la trayectoria de la herida.

Sin mediar palabra, y emulando lo leído en los tratados sobre cañones convencionales, vertió el contenido de la bolsa por la boca de fuego, con la ayuda del mango de un pincel prensó la pólvora e introdujo la bala. Acto seguido, se arrancó un retal de la camisa y lo retorció hasta formar una especie de mecha, que ensartó en un pequeño orificio practicado en el lateral del ingenio. Una vez conforme, se lo entregó a Ningzong.

—Aquí lo tenéis. Sólo resta encender la mecha y apuntar...

El emperador contempló el arma como si se enfrentara a un milagro. Sus ojos diminutos brillaban perplejos.

—¡Majestad! —le interrumpió Feng—. ¿Hasta cuándo habré de soportar esta infamia? Todo cuanto arroja la boca de este farsante es pura mentira...

—¿Mentira? —se revolvió Cí—. Explicad entonces cómo es posible que los restos del molde que me robasteis, la pólvora militar y la bala que acabó con la vida del alquimista descansaran ocultos en el cajón de vuestro despacho —gritó Cí mientras se volvía hacia el emperador—. Porque es allí donde los encontré y donde vuestros hombres, si los enviáis, hallarán más proyectiles.

Feng permaneció en silencio ante la mirada victoriosa de Cí. Apretó los dientes y se acercó lentamente hacia el trono del emperador.

—Si las has sacado de mi despacho, también las has podido dejar tú allí.

Cí enmudeció. Había dado por sentado que Feng se desmoronaría, pero parecía más firme que nunca. Sintió cómo las piernas le flaqueaban. Tragó saliva mientras intentaba encontrar una salida.

—Muy bien. Entonces respondedme a esto —dijo finalmente Cí—: El consejero Kan fue asesinado en la quinta luna del mes, una noche en la que, según habéis declarado, os encontrabais fuera de la ciudad. Sin embargo, Bo ha constatado que un centinela os reconoció cuando accedíais a palacio, al atardecer del día anterior. —Señaló a Bo, quien lo corroboró—. Así pues, tuvisteis el motivo, tuvisteis los medios... y por lo que ahora también sabemos, pese a vuestras mentiras, también tuvisteis la oportunidad.

—¿Es eso cierto? —le preguntó Ningzong.

—¡No! ¡No lo es! —bramó Feng como un volcán a punto de entrar en erupción.

—¿Podéis acreditarlo? —le apremió el emperador.

—Por supuesto —resopló, y lanzó a Cí una mirada cargada de tensión—. Esa noche la pasé en mi casa junto a mi esposa. Estuve toda la noche disfrutando de su compañía. ¿Es eso lo que queríais oír?

Al escucharlo, Cí retrocedió boquiabierto, dominado por el estupor. Feng mentía. Sabía que mentía porque precisamente aquella noche fue la que él yació con Iris Azul
.

Aún no se había recuperado cuando Feng le acorraló.

—¿Y tú? ¿Dónde te encontrabas tú la noche en que asesinaron a Kan? —le increpó.

Cí enrojeció. Buscó en la mirada de Iris Azul algún indicio de complicidad, un cabo al que aferrarse para escapar del remolino que le amenazaba. Lo hizo sin recordar que era ciega, pretendiendo que de algún modo ella pudiera leer en sus ojos que la necesitaba. Pero Iris Azul permaneció impasible, callada, con el rostro resignado en su papel de esposa sumisa. Cí comprendió que jamás delataría a Feng y que no podía condenarla por ello. Si ella lo traicionase, si revelase su infidelidad, no sólo condenaría a su marido, sino que se condenaría a sí misma. Y él no tenía derecho a destrozarla.

—Estamos esperando —le urgió Ningzong—. ¿Hay algo que quieras añadir antes de que emita mi veredicto?

Cí guardó silencio. Volvió a mirar a Iris Azul.

—No —bajó la cabeza.

Ningzong sacudió la cabeza con desgana.

—En tal caso, yo, el emperador Ningzong, Hijo del Cielo y soberano del Reino del Centro, declaro probada la culpabilidad del acusado Cí Song y le condeno a...

—¡Estuvo conmigo! —resonó con firmeza una voz al fondo de la sala.

Un clamor se extendió entre todos los presentes al tiempo que las miradas se dirigían hacia el lugar de donde había surgido la voz. De pie, segura, permanecía Iris Azul.

—No dormí con mi marido —declaró con gesto firme—. La noche en que mataron a Kan yací en la cama con Cí.

Feng tartamudeó incrédulo mientras cientos de rostros se giraban para contemplarle y su tez adquiría la lividez de la muerte. El juez retrocedió unos pasos balbuceando un gorgoteo ininteligible, con sus ojos fijos en los ausentes de Iris Azul.

—¡Tú no puedes...! ¡Tú...! —se trastabilló. Estaba fuera de sí. Hizo ademán de escapar, pero el emperador ordenó que lo detuvieran—. ¡Soltadme! ¡Maldita perra! —aulló—. Después de lo que he hecho por ti...

Se escabulló de sus captores de un tirón y se abalanzó sobre el arma que sostenía el emperador.

—¡Atrás! —amenazó. Antes de que pudieran detenerle, aferró una vela y prendió la mecha—. ¡He dicho que atrás! —bramó de nuevo y encañonó al emperador. Los soldados retrocedieron—. Tú, bastarda... —Alzó el brazo y la apuntó—. Te lo di todo... Lo hice todo por ti... —La mecha avanzaba inexorablemente—. ¿Cómo has podido...?

Cuantos rodeaban a Iris Azul se agazaparon. Feng sostuvo el ingenio con las dos manos. El cañón temblaba al igual que sus párpados. Su respiración se entrecortaba. La mecha estaba a punto de alcanzar el bronce. Feng gritó. De repente, giró el arma y se apuntó a la sien. Luego, un estampido seco tronó en la estancia y el cuerpo del juez se derrumbó como un saco desmadejado en medio de un charco de sangre. De inmediato, varios guardias se abalanzaron sobre él para encontrarlo ya cadáver. Ningzong se levantó asombrado con el rostro salpicado por la sangre de Feng. Luego se limpió torpemente, ordenó que liberaran a Cí y dio por concluido el proceso.

E
PÍLOGO

C
í se despertó con los huesos entumecidos. Tan sólo había transcurrido una semana desde que acabara el juicio y, aunque notaba la falta de ejercicio, sentía que sus heridas cicatrizaban a buen ritmo. Se frotó los ojos y recorrió con agrado las humildes paredes de su antiguo dormitorio. Afuera se escuchaba el ajetreo de los alumnos, apresurándose por entrar a las aulas. De nuevo estaba en casa, rodeado de libros.

El médico que aguardaba a los pies del camastro le saludó con un brebaje en la mano. Como cada mañana, Cí se lo agradeció y lo bebió de un trago.

—¿Cómo sigue el maestro? —preguntó.

El anciano de ojos vivarachos recogió el recipiente con una sonrisa.

—No deja de parlotear y sus piernas mejoran como las de una lagartija. —Echó un vistazo a las cicatrices de Cí—. Me ha dicho que quiere verte... y creo que ya va siendo hora de que comiences a caminar. —Le dio una palmada en el hombro tras comprobar su mejoría.

Cí se alegró. Desde su llegada a la academia había permanecido postrado en la cama, informado del estado de Ming tan sólo por las noticias que le trasladaban los médicos y sirvientes que le cuidaban. Se incorporó con dificultad y contempló los reflejos que el amanecer derramaba sobre el papel de la ventana. Sus tonos anaranjados brillaban con fuerza y en su fulgor creyó ver a sus ancestros animándole a que luciese orgulloso el apellido de su estirpe. Por fin se sentía en paz con ellos. Les honró con una varilla de incienso y aspiró su aroma mientras se decía que, allá donde estuvieran, descansarían satisfechos.

Se cubrió y salió de la habitación ayudándose del bastón rojo de Iris Azul. Ella se lo había hecho llegar con el deseo de que se recuperara y desde entonces había soñado con empuñarlo. De camino a las dependencias de Ming, se cruzó con varios profesores que le saludaron como si fuera uno de los suyos. Cí les devolvió la reverencia, sorprendido. Hacía calor. Un calor que le reconfortó.

Encontró a Ming tendido en su lecho, cubierto de magulladuras. La habitación estaba en penumbra, pero el rostro del maestro se iluminó al reconocerle.

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