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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (64 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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Cí le miró incrédulo, como queriendo imaginar que cuanto escuchaba sólo era una absurda pesadilla que se desvanecería al despertar. Sin embargo, Feng permanecía frente a él, extasiado, sin dejar de vociferar.

—¡Tu familia...! —escupió—. ¿Qué hicieron ellos por ti? Tu hermano era un cerril que te molía a palos y tu padre, un pusilánime incapaz de salvar a sus hijas y educar a sus hijos. ¿Y aún lamentas haberlos perdido? Deberías darme las gracias por apartar a esa escoria de tu lado. —Se incorporó y comenzó a pasear—. ¿Olvidas que fui yo quien te arrancó de los canales, quien te educó, quien te convirtió en lo que eres...? ¡Maldito desagradecido...! —se lamentó—. Tú eras lo único bueno de esa familia. Y ahora que habías regresado, pensaba que seríamos felices. Tú, yo y mi mujer, Iris Azul. —Al pronunciar el nombre de su esposa, su rostro se dulcificó como por ensalmo—. A los dos os hice mi familia... ¿Qué más puede nadie pretender? Te acogí. Eras casi un hijo para mí...

Cí contempló atónito su demencia. Nada de lo que pudiera decirle le devolvería la cordura.

—Pero aún podemos volver a ser como antes —prosiguió Feng con su monólogo—. ¡Olvida lo pasado! Aquí te aguarda un porvenir. ¿Qué deseas? ¿Riqueza...? Con nosotros la tendrás. ¿Estudios...? ¿Es eso? ¡Claro que lo es! Es lo que siempre ambicionaste. ¡Y los conseguirás! Lograré que apruebes y que te adjudiquen el mejor puesto en la administración. ¡El que quieras! ¿No te das cuenta? ¿No te das cuenta de todo cuanto puedo hacer por ti? ¿Por qué crees que te cuento todo esto? Aún podemos volver a ser como antes. Una familia. Tú, yo e Iris Azul.

Cí miró a Feng con desprecio. En efecto, hasta hacía poco su mayor anhelo había sido acceder a una plaza de juez. Pero, ahora, su único objetivo era devolver la honra a su padre y desenmascarar a su asesino impostor.

—¡Apartaos! —bramó Cí.

—¿Pero qué dices? —se sorprendió Feng—. ¿Acaso crees que puedes despreciarme? ¿O es que piensas que podrás delatarme? ¿Es eso? ¿Es eso? —Rio—. ¡Pobre iluso! ¿De veras me crees tan necio como para abrirte mi corazón y permitir después que me arruines?

—No necesito vuestra confesión —balbució.

—¡Ah! ¿No? ¿Y qué piensas contar? ¿Que asesiné a Kan? ¿Que desfalqué? ¿Que maté a tus padres? Por todos los dioses, hijo. Has de ser muy torpe para pensar que alguien te creería. ¿Te has parado a mirarte? No eres más que un condenado a muerte, un desesperado que haría cualquier cosa por evitarla. Los carceleros testificarán tu intento de matarme.

—Tengo... pruebas... —apenas podía hablar.

—¿Seguro? —Se dirigió hacia el extremo de la celda y sacó de una talega una figura de yeso—. No te referirás a esto... —Le enseñó el modelo del cañón de mano que había recogido de la Academia Ming—. ¿Es esto lo que iba a salvarte? —Lo alzó sobre su cabeza y lo arrojó contra el suelo, rompiéndolo en mil pedazos.

Cí cerró los ojos al sentir el impacto de las esquirlas. Tardó en abrirlos. No quería ver a Feng. Sólo deseaba matarlo.

—¿Qué harás ahora? ¿Implorar misericordia como hicieron tus padres para que les mantuviera con vida?

Cí tensó las cadenas hasta casi estrangularse mientras Feng disfrutaba de su desesperación.

—Resultas patético —rio Feng—. ¿De veras me consideras tan necio como para permitir que me destruyas? Puedo torturarte hasta la muerte y nadie vendrá en tu ayuda.

—¿Y a qué esperáis? ¡Hacedlo! ¡Vamos! Lo estoy deseando —logró articular.

—¿Para que luego me juzguen? —Volvió a reír—. Olvidaba lo listo que eres... —Sacudió la cabeza—. ¡Centinela! —aulló.

El guardia que entró lo hizo enarbolando una barra de bambú en una mano y unas tenazas en la otra.

—Te repito que no soy estúpido. ¿Sabes? En ocasiones, los reos pierden la lengua y luego no pueden defenderse —añadió Feng mientras abandonaba la mazmorra.

* * *

El primer bastonazo hizo que Cí se doblara lo suficiente como para que el segundo crujiera a sus espaldas. El verdugo sonrió y se arremangó mientras Cí intentaba protegerse, a sabiendas de que el esbirro haría lo necesario para ganarse el jornal. Lo había presenciado en otras ocasiones. En primer lugar, le apalearía hasta cansarse. Luego le obligaría a firmar el documento de confesión y, tras conseguirlo, le arrancaría las uñas, le rompería los dedos y le cortaría la lengua para garantizarse así su silencio. Pensó en su familia y en la horrible muerte que le esperaba. Imaginar que no lograría vengarles le desesperó.

Los siguientes golpes aumentaron su impotencia en la misma medida en que el trapo que le había introducido en la boca le impedía la respiración. La vista se le comenzó a nublar lentamente, provocando que la imagen de sus padres se tornara más palpable. Cuando los espectros que flotaban ante él le susurraron que luchara, pensó que agonizaba y el sabor ferroso de su propia sangre se lo confirmó. Sintió cómo las fuerzas le abandonaban. Pensó en dejarse morir y acabar con un tormento inútil, pero el espíritu de su padre le impulsó a resistir. Un nuevo golpe le hizo encogerse entre el caparazón de cadenas que le aplastaban. Sus músculos se tensaron. Debía detener la tortura antes de que el verdugo le propinase el golpe fatal. Aspiró por la nariz una mezcla licuada de aire y sangre que escupió con violencia cuando alcanzó sus pulmones. El trapo de su boca salió expelido, permitiéndole al fin hablar.

—Confesaré —musitó.

Sus palabras no evitaron que el verdugo descargara con saña un último golpe, como si la repentina decisión le acabara de privar de una diversión legítima. Una vez satisfecho, el guardián retiró las cadenas que le retenían las muñecas y le acercó el documento de confesión. Cí cogió el pincel entre sus manos temblorosas para estampar algo parecido a su rúbrica. Luego el pincel se le escurrió, dejando un reguero de sangre y tinta sobre el documento. El verdugo lo examinó con cara de asco.

—Servirá —afirmó. Se lo entregó a un guardia para que se lo hiciera llegar a Feng y cogió las tenazas—. Ahora veamos esos dedos.

Cí no pudo resistirse. Sus manos inermes parecían pertenecer ya a un cadáver. El verdugo sujetó su muñeca derecha y aprisionó la uña del pulgar con las tenazas. Después apretó con fuerza y estiró de ella hasta arrancarla, pero Cí apenas se inmutó, lo que propició una mueca de desagrado en el verdugo. El hombre preparó de nuevo las tenazas y se dispuso a repetir la operación en la siguiente uña, pero en lugar de jalar, tiró hacia arriba hasta que la desprendió. Cí sólo protestó.

Contrariado por la pasividad del reo, el verdugo meneó la cabeza.

—Ya que no usas la lengua para quejarte, será mejor que te libremos de ella —gruñó.

Cí se agitó. Las cadenas le retenían, pero el espíritu de su padre le espoleó.

—¿Has... has arrancado alguna vez una lengua? —logró articular Cí.

El verdugo le miró con sus ojillos de cochino.

—¿Ahora hablas?

Cí intentó esbozar una sonrisa, pero sólo logró escupir una flema sanguinolenta.

—Cuando lo hagas, me arrancarás también las venas. Entonces me desangraré como un cerdo y no podrás impedir que muera. —Guardó silencio—. ¿Sabes lo que les ocurre a los que matan a un prisionero antes de ser condenado?

—Ahórrate tu palabrería —rezongó, pero soltó las tenazas. El verdugo sabía que, en tales casos, los causantes de la muerte eran ejecutados sin dilación.

—Eres tan necio que no te das cuenta —murmuró Cí—. ¿Por qué crees que se ha marchado Feng? Él sabe lo que me ocurrirá y no quiere cargar con las culpas.

—¡He dicho que te calles! —Y descargó un puñetazo sobre su estómago. Cí se dobló.

—¿Dónde están los médicos que deben restañar el corte? —continuó con un hilo de voz—. Si obedeces a Feng, moriré desangrado. Luego, él negará... él negará haberte dado la orden. Dirá que fue decisión tuya y habrás firmado tu propia sentencia...

El verdugo vaciló, como si por fin recapacitara. Cuanto decía Cí era cierto. Y no tenía testigos que avalaran su inocencia.

—Si no obedezco, yo... —Apretó de nuevo las tenazas.

—¡Será mejor que te detengas! —bramó una voz desde fuera.

Cí y el verdugo se giraron al unísono. Desde el otro lado de la puerta, el oficial Bo, acompañado de dos guardias, ordenó al verdugo que se apartara.

Cí no entendió lo que sucedía. Tan sólo advirtió que tiraban de él y lo levantaban lo suficiente como para intentar que sus piernas le sostuvieran. Bo se hizo con un frasquito de sales de los utilizados para reanimar a los torturados y se lo dio a oler.

—¡Vamos! Apresúrate. El juicio va a comenzar —le apremió.

De camino, Bo informó a Cí del resultado de sus pesquisas, pero éste apenas le escuchó. La mente de Cí era la de un depredador cuya única presa fuera la yugular de Feng. Sin embargo, conforme se acercaban al Salón de los Litigios, comenzó a prestar atención a los descubrimientos del oficial. Antes de entrar, Bo enjugó el rostro de Cí y le proporcionó una vestimenta limpia.

—Sé cauto e intenta aparentar entereza. Recuerda que acusar a un oficial de la Corte es como acusar al mismísimo Ningzong —le advirtió.

Cuando los dos soldados postraron a Cí frente al trono, hasta el propio emperador dejó escapar un murmullo de estupor. El rostro de Cí era un trozo de carne apaleado en el que los ojos luchaban por encontrar un hueco entre la inflamación. Sin embargo, Feng dibujó un rictus de temor. Bo se ubicó a escasos pasos de Cí, sin desprenderse de la bolsa de cuero que llevaba de bandolera. Acto seguido, el emperador indicó a un acólito que golpeara el gong para anunciar la reanudación de la sesión.

Feng fue el primero en tomar la palabra. Vestía su antigua toga de juez y lucía el birrete que le autorizaba como parte de la acusación. La bestia había decidido sacar sus garras. Se acercó a Cí y comenzó.

—Tal vez en cierta ocasión, alguno de vosotros os hayáis sentido golpeados por la decepción de un socio sin escrúpulos que os conduce a la ruina, la traición de una mujer que os abandona por un pretendiente más adinerado o el desengaño por un cargo adjudicado injustamente a otro. —Feng se dirigió a la audiencia con grandes aspavientos—. Pero puedo aseguraros que ninguna de esas situaciones alcanza a compararse con el sufrimiento y la amargura que ahora invade mi corazón.

»Postrado ante el emperador, con aspecto trémulo y simulada aflicción, comparece el peor de los impostores, el más ingrato e insidioso de los humanos. Un acusado al que hasta ayer mismo acogía en mi hogar y consideraba mi propio hijo. Un muchacho al que eduqué, alimenté y ayudé como a un cachorro. Un joven en el que deposité la ilusión de un pobre padre sin descendencia. Pero hoy, para mi inconsolable desdicha, he podido comprobar que bajo esa engañosa piel de cordero se esconde la alimaña más perversa, traidora y asesina que nadie puede siquiera imaginar.

»Una vez conocidas las pruebas, me veo obligado a asumir mi desgracia, a repudiarle, a dirigir mi cólera contra él y a apoyar la acusación de Astucia Gris. Con todo el dolor de mi corazón, he tenido que derramar su sangre para conseguir la confesión de sus crímenes. De aquel que pensé que heredaría todo mi honor y mis bienes... he oído las palabras más dolorosas que un padre esperaría escuchar. —Cogió el documento de confesión y lo exhibió ante el emperador—. Por desgracia, el dios de la fortuna ha querido privarnos del espectáculo de sus mentiras, pues ha permitido que el acusado, en un alarde de cobardía, se mordiera la lengua hasta arrancársela. Un suceso que, sin embargo, no me impedirá implorar la justicia que este despreciable me ha arrancado con su deshonra.

El emperador leyó con atención el contenido de la atestación en la que Cí reconocía la autoría de su crimen y el motivo que le llevó a cometerlo. Enarcó ambas cejas y se la trasladó al oficial de justicia que registraba todas las declaraciones. Luego se levantó y se dirigió al acusado con el gesto de quien se hubiera manchado con un excremento.

—Visto el documento de confesión y dado que el reo carece de capacidad para un postrer alegato, me veo en la obligación de dictaminar...

—Ésa no es mi firma... —le interrumpió Cí, tras escupir un esputo sanguinolento.

Un murmullo de asombro se extendió por el salón. Feng se incorporó, tembloroso.

—¡Ésa no es mi firma! —repitió, casi sin sostenerse de rodillas.

Feng retrocedió como si escuchara a un fantasma.

—¡Majestad! ¡El acusado ya ha confesado! —bramó.

—¡Callad! —rugió Ningzong. Guardó silencio, como si meditase su decisión—. Puede que sea cierto que haya ratificado el documento... O puede que no. Además, todo reo tiene derecho a una última defensa. —Tomó asiento de nuevo y, con el rostro severo, concedió la palabra a Cí.

Cí reverenció al emperador.

—Honorable soberano. —Tosió con violencia. Bo hizo ademán de ayudarle, pero un guardia se lo impidió. Cí tomó aliento y continuó—: Ante todos los presentes, debo confesar mi culpa. Una culpa que me corroe las entrañas. —Otro murmullo reverberó en la habitación—. La ambición... Sí. La ambición me ha cegado hasta convertirme en un necio ignorante, incapaz de distinguir la verdad de la mentira. Y esa necedad me hizo entregar mi corazón y mis sueños a un hombre que encarna como nadie la hipocresía y la maldad; un reptil que ha hecho de la traición el arte de su vida, llevando con ella la muerte a los demás; un hombre al que un día consideré un padre y que hoy sé que es un criminal. —Miró a Feng.

—¡Contén tu lengua! —le advirtió el oficial judicial—. ¡Cuanto digas contra un servidor imperial lo dices contra su emperador!

—Lo sé. —Volvió a toser—. Y conozco las consecuencias —le desafió.

—¡Pero Majestad! ¿Es que vais a escucharle? —bramó Feng—. Mentirá y calumniará para salvar el pellejo...

El emperador frunció los labios.

—Feng está en lo cierto. O demuestras tus acusaciones u ordenaré de inmediato tu ejecución.

—Aseguro a Su Majestad que no hay otra cosa en el mundo que desee con más fervor. —El rostro de Cí rezumaba determinación—. Por eso os demostraré que fui yo, y no Astucia Gris, quien descubrió que la muerte de Kan obedeció a un asesinato, que fui yo quien se lo reveló a Feng, y que éste, en lugar de trasladarlo a Su Majestad, rompió su promesa y se lo confesó a Astucia Gris.

—Estoy esperando —le apremió Ningzong.

—Entonces, consentid que formule una pregunta a Su Majestad. —Esperó su permiso—. Supongo que Astucia Gris os habrá revelado los singulares detalles que le llevaron a su portentosa conclusión...

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