El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (65 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—¿Crees que los ordenadores poseerán algún día su propio yo?

—Es posible —dije—. De ser así, ellos mismos podrían codificar los datos y efectuar los cálculos. Y nadie podría robárselos.

El camarero vino y nos puso la lubina y el
risotto
delante.

—Confieso que me cuesta un poco entender todo eso —dijo ella mientras cortaba la lubina con el cuchillo del pescado—. La biblioteca es un lugar muy tranquilo, ¿sabes? Está lleno de libros, la gente viene a leerlos, y ya está. La información está abierta a todo el mundo, nadie se pelea.

—¡Ojalá yo trabajara en una biblioteca! —dije. Sí, en efecto. Debía haberme dedicado a eso.

Comimos la lubina, rebañamos el plato del
risotto.
Por fin empezaba a vislumbrarse el fondo del agujero del hambre.

—La lubina estaba deliciosa —comentó ella con aire satisfecho.

—Conozco un truco para preparar una buena salsa de mantequilla —dije—. Cortas fino un poco de ajo de ascalonia, lo mezclas con mantequilla de buena calidad y lo doras todo con mucho cuidado. Si no vas con cuidado, no tiene buen sabor.

—¿Te gusta cocinar?

—La cocina apenas ha evolucionado desde el siglo XIX. Al menos en lo que respecta a la buena comida. La frescura de los ingredientes, el tiempo y la dedicación, el sabor y la estética, esas cosas no evolucionan jamás.

—Aquí hacen un
soufflé
de limón buenísimo —dijo—, ¿Te cabe en el estómago?

—Por supuesto —dije.
Soufflés,
podría comerme cinco.

Ella se tomó el sorbete de uva, el
soufflé y
se bebió el
espresso.
Tenía razón: el
soufflé
era delicioso. Todos los postres deberían ser siempre tan buenos como aquél. El
espresso
era tan denso que podías cogerlo en la palma de la mano, y el gusto era redondo.

Cuando acabamos de arrojarlo todo dentro de nuestros respectivos agujeros, el cocinero se acercó a saludarnos. Le dijimos que estábamos muy satisfechos por la magnífica comida.

—Merece la pena cocinar para personas con tan buen apetito —dijo—. Ni siquiera en Italia hay muchas personas que coman tanto como ustedes.

—Muchas gracias —dije.

Cuando regresó a la cocina, llamamos al camarero y le pedimos dos
espressos
más.

—Eres la primera persona que conozco que es capaz de comer tanto como yo y quedarse tan tranquilo.

—Aún podría comer más —dije.

—En casa tengo pizza congelada y una botella de Chivas Regal.

—No está mal —dije.

Efectivamente, su casa estaba muy cerca de la biblioteca. Era una casita prefabricada, pero independiente. Tenía recibidor e incluso un jardincito donde apenas cabía una persona acostada. El jardincito no podía tener grandes esperanzas de ver alguna vez el sol, pero en un rincón había plantada una azalea. La casa incluso contaba con una segunda planta.

—La compré cuando estaba casada —dijo—. Devolví el préstamo con el dinero del seguro de vida de mi marido. La compramos con la intención de tener niños. Para una persona sola es demasiado grande.

—Sí, supongo que sí —dije mirando a mi alrededor desde el sofá del cuarto de estar.

Ella sacó una pizza del congelador, la metió en el horno y, después, trajo la botella de Chivas Regal, vasos y hielo a la mesita del cuarto de estar. Encendí el estéreo y fui poniendo varios casetes. Elegí a mi gusto cintas de Jackie McLean, Miles Davis, Wynton Kelly, música de ese estilo. Mientras se hacía la pizza, escuché
Bags' Groove
y
The Surrey with a Fringe on Top
y bebí whisky. Ella abrió una botella de vino para ella.

—¿Te gusta el jazz antiguo? —inquirió.

—En la época del instituto, me pasaba el día escuchando este tipo de jazz en los cafés.

—¿No escuchas música moderna?

—Escucho de todo: Police, Duran Duran... Oigo la que todo el mundo me deja escuchar.

—Pero tú apenas los pones, ¿verdad?

—Es que no tengo necesidad —dije.

—Mi marido, que murió, siempre estaba escuchando esos discos antiguos.

—Se parecía a mí.

—Sí, un poco sí. Lo mataron de un golpe en un autobús. Con un jarrón de metal.

—¿Por qué?

—Le llamó la atención, recriminándolo, a un joven que estaba echándose laca para el pelo dentro del autobús y éste lo golpeó con un jarrón de metal.

—¿Y por qué ese joven llevaba consigo un jarrón de metal?

—No lo sé —dijo—. Ni idea.

Yo tampoco tenía ni idea.

—Sea como sea, morir golpeado en un autobús es una muerte horrible, ¿no crees?

—Sí, es verdad. Pobre —me compadecí.

Cuando estuvo lista la pizza, nos comimos media cada uno. Luego bebimos sentados en el sofá, el uno al lado del otro.

—¿Quieres ver el cráneo del unicornio? —pregunté.

—¡Oh, sí! —dijo—. ¿En serio tienes uno?

—Es una reproducción. No es auténtico.

—No importa. Quiero verlo.

Fui hasta el coche, que estaba aparcado fuera. Cogí la bolsa de deportes del asiento trasero y regresé. Era una noche de principios de octubre, plácida y agradable. Las nubes empezaban a abrirse y por los resquicios se veía una luna casi llena. Era de esperar que al día siguiente hiciera buen tiempo. Volví al sofá de la sala de estar, abrí la cremallera de la bolsa, saqué el cráneo envuelto en la toalla y se lo pasé. Ella dejó el vaso y examinó el cráneo con suma atención.

—Está muy logrado.

—Lo ha hecho un especialista en cráneos —dije tomando un sorbo de whisky.

—Parece de verdad.

Detuve la cinta, saqué las tenazas de la bolsa y le di un golpecito. Se alzó el mismo sonido seco que antes.

—¿Qué haces?

—Cada cabeza tiene su propia resonancia —dijo—. A partir de ésta, el especialista en cráneos puede leer diversos recuerdos.

—¡Qué historia más fantástica! —dijo. Y le dio un golpecito con las tenazas—, A mí no me parece una imitación.

—Es que la ha hecho un tipo bastante maniático, ¿sabes?

—Mi marido tenía la cabeza fracturada. Seguro que no habría sonado bien.

—No lo sé —dije.

Ella dejó el cráneo sobre la mesa, cogió el vaso y tomó un sorbo de vino. Sentados en el sofá, tocándonos con los hombros, inclinamos los vasos y contemplamos el cráneo del animal. El cráneo, desprovisto de carne, parecía que nos sonriera y que se dispusiera a tomar una honda bocanada de aire.

—Pon algo de música —dijo ella.

De entre la montaña de cintas elegí una que me gustó, la metí en la pletina, apreté el botón y volví al sofá.

—¿Te va bien aquí? ¿O prefieres ir arriba, a la cama? —preguntó.

—Prefiero aquí —dije.

Por el altavoz sonaba
I'll Be Home,
de Pat Boone. Me dio la sensación de que el tiempo fluía en la dirección contraria, pero eso ya había dejado de importarme. Podía correr en la dirección que quisiera. Ella echó las cortinas de encaje que daban al jardín, apagó la luz de la habitación. Y se desnudó a la luz de la luna. Se quitó los collares, el reloj de pulsera con forma de brazalete, el vestido de terciopelo. Yo también me quité el reloj de pulsera y lo arrojé al otro lado del respaldo del sofá. Luego me quité la americana, me aflojé la corbata y apuré de un trago el whisky que quedaba en el fondo del vaso.

En el momento en que ella se quitaba los pantis, haciéndolos un ovillo, la música cambió a
Georgia on My Mind,
de Ray Charles. Cerré los ojos, puse los dos pies sobre la mesa y, de la misma forma que el hielo da vueltas en un vaso de whisky, hice girar el tiempo en el interior de mi cabeza. Parecía que todo hubiera ocurrido ya antes. La ropa que se había quitado ella, la música de fondo y las frases que habíamos intercambiado eran un poco distintas. Pero esta diferencia nada cambiaba. Por más vueltas que dábamos, íbamos a parar siempre al mismo sitio. Era como ir montado en un caballo de tiovivo. Un empate eterno. Nadie adelantaba a nadie, nadie era adelantado por nadie. Siempre volvíamos, indefectiblemente, al mismo lugar.

—Parece que todo haya ocurrido ya hace tiempo —dije con los ojos cerrados.

—Claro —dijo ella. Me tomó el vaso de la mano y fue desabrochándome despacio los botones de la camisa.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque lo sé —dijo. Y besó mi pecho desnudo. Su pelo largo caía sobre mi vientre—. Todo ha ocurrido ya en el pasado. Nos limitamos a dar vueltas, una y otra vez. ¿No es cierto?

Todavía con los ojos cerrados, saboreé con mis labios el roce de sus labios, el tacto de su pelo. Pensé en la lubina, pensé en el cortaúñas, pensé en el caracol de la banqueta de la lavandería. El mundo estaba lleno de enseñanzas.

Con los ojos cerrados, la abracé con dulzura y le pasé la mano por la espalda para desabrocharle el sujetador. No había ningún corchete.

—Está delante —me dijo.

El mundo, no cabía duda, evolucionaba.

Tras hacer el amor tres veces, nos duchamos y, envueltos juntos en una manta sobre el sofá, escuchamos un disco de Bing Crosby. Me sentía de maravilla. Mi erección había sido tan perfecta como la pirámide de Gizeh, su pelo desprendía un fantástico olor a suavizante y el sofá y los cojines, pese a ser un poco duros, no estaban mal. Pertenecían a una época en que las cosas se construían sólidas y olían a sol de tiempos pretéritos. En el pasado, había existido un tiempo magnífico en el que se fabricaban sofás como aquél como la cosa más natural del mundo.

—Es un buen sofá —dije.

—Pues pensaba comprar otro. Este está ya viejo y cochambroso.

—A mí me gusta éste.

—Vale. De acuerdo —dijo.

Acompañando a la voz de Bing Crosby, canté
Danny Boy.

—¿Te gusta esta canción?

—Sí, mucho —dije—. En primaria gané el primer premio de un concurso de armónica tocando esta melodía. Me dieron una docena de lápices. Hace tiempo, era muy bueno con la armónica.

Se rió.

—¡Qué extraña es la vida!

—Sí, es extraña —dije.

Ella volvió a poner
Danny Boy
y yo volví a cantarla siguiendo la música. La segunda vez que la canté, me entristecí.

—¿Me escribirás cuando te vayas? —me preguntó.

—Te escribiré —respondí—. Si puedo echar las cartas al correo, claro.

Nos partimos, mitad y mitad, el vino que quedaba en la botella y nos lo bebimos.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Medianoche —respondió.

36
EL FIN DEL MUNDO
El acordeón

—Lo sientes, ¿no es cierto? —dijo—. Sientes que podrás leer mi corazón, ¿verdad?

—Sí, lo siento con mucha fuerza. Tu corazón está al alcance de mi mano, lo sé. Pero no lo veo. Sin embargo, estoy convencido de que la manera de lograrlo ya me ha sido mostrada, que está ante mis ojos.

—Si tú lo sientes así, seguro que tienes razón.

—Pero no consigo descubrirla.

Nos sentamos en el suelo del almacén, recostados en la pared, y alzamos la vista hacia los cráneos. Inmóviles, los cráneos estaban vueltos hacia mí, pero no pronunciaban palabra.

—Eso que sientes con tanta intensidad, ¿no podría haber sucedido hace relativamente poco? —dijo—. Intenta acordarte de todo lo que ha ocurrido a tu alrededor desde que tu sombra empezó a debilitarse. Quizá ahí se esconda la clave. La clave que nos conduzca a mi corazón.

Sobre el suelo helado, entorné los ojos y agucé el oído en un intento de percibir los ecos del silencio que emitían los cráneos.

—Esta mañana, los ancianos han excavado un agujero delante de mi habitación. No sé qué pretendían enterrar, pero era muy grande. Me ha despertado el ruido de las palas. Me ha dado la sensación de que me horadaban el cráneo. Pero la nieve ha cubierto el agujero.

—¿Y aparte de eso?

—Los dos fuimos a la central eléctrica, ¿te acuerdas? Vi al encargado y hablé con él sobre el bosque. Me enseñó las máquinas de la central que están sobre el agujero del viento. El aullido del viento es odioso, parece que sople desde el fondo de los infiernos. El encargado era joven, de carácter apacible, delgado.

—¿Y luego?

—Me dio un acordeón, un pequeño acordeón plegable. Es viejo, pero suena bien.

Sentada en el suelo, ella reflexionaba. En el almacén la temperatura descendía minuto a minuto.

—Quizá sea el acordeón —dijo ella—. Sí. Seguro que ahí está el secreto.

—¿El acordeón?

—Tiene lógica, ¿no crees? El acordeón está ligado con la música, la música está ligada con mi madre, mi madre está ligada a los fragmentos de mi corazón.

—Seguro que es eso —dije—. Sí, todo cobraría sentido. Quizá sea ésa la clave. Sin embargo, falta un eslabón fundamental de la cadena. Y es que yo no recuerdo ninguna canción.

—No hace falta que sea una canción. ¿Puedes dejarme escuchar un poco cómo suena?

—Claro.

Salí del almacén, saqué el acordeón del bolsillo del abrigo, que estaba al lado de la estufa, volví junto a ella con el acordeón y me senté. Deslicé ambas manos bajo las correas de las cajas e intenté tocar algunos acordes.

—¡Qué sonido tan bonito! —dijo ella—, ¿Es igual que el sonido del viento?

—Es el sonido del viento. Voy creando vientos con diferentes sonidos y los combino.

Ella cerró los ojos y se quedó inmóvil, escuchando los acordes.

Toqué, por orden, todos los acordes que logré recordar. Tanteando suavemente con los dedos de la mano derecha, fui pulsando la escala musical. No salió ninguna melodía, pero era igual. Bastaba con que le dejase oír el sonido del acordeón como si fuese el del viento. Decidí no buscar nada más. Bastaba con que confiase mi corazón al viento, como un pájaro.

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