El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (31 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Si eso era cierto, mi conciencia —o mi falta de conciencia— ya debía de haber empezado a reaccionar. «Una bomba de relojería», había dicho el canijo. Efectué un rápido cálculo mental del tiempo transcurrido desde el momento en que había terminado el
shuffling.
Tras acabar el procesamiento de los datos, había abierto los ojos poco antes de las doce de la noche anterior, lo que significaba que habían transcurrido unas veinticuatro horas. Era mucho tiempo. No sé para cuántas horas después habría programado el mecanismo de relojería para que explotara la bomba, pero, en todo caso, estaba seguro de que las agujas del reloj ya habían marcado veinticuatro horas.

—Tengo una pregunta más —dije—. Has dicho: «llegará el fin del mundo», ¿verdad?

—Sí. Lo dijo mi abuelo.

—¿Y lo dijo antes o después de empezar su investigación con mis datos?

—Después —dijo ella—. Creo que fue después. Porque mi abuelo empezó a decir «llegará el fin del mundo» hace muy poco. ¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que guarda alguna relación?

—Tampoco yo lo tengo muy claro, pero hay algo que me da que pensar. ¿Sabes que mi contraseña de acceso al
shuffling
se llama «el fin del mundo»? No puede ser una simple coincidencia.

—¿Y cuál es el contenido de ese «fin del mundo» tuyo?

—No lo sé. A pesar de tratarse de mi conciencia, está en un lugar al que no puedo acceder. Lo único que conozco son estas palabras, «el fin del mundo».

—¿Y no puedes ir y recuperarlo?

—Imposible —dije yo—. Ni una división del ejército conseguiría sustraerlo de la caja fuerte del subterráneo del Sistema. Hay instalado un dispositivo de seguridad especial y la vigilancia es exhaustiva.

—Mi abuelo consiguió sacarlo valiéndose de su posición, ¿verdad?

—Es probable. Pero todo eso son simples especulaciones. La única manera de saberlo con certeza es preguntándoselo directamente a tu abuelo.

—Entonces, ¿lo rescatarás de manos de los tinieblos?

Presionándome la herida del vientre, me incorporé sobre la cama. Sentía unas fuertes punzadas en la cabeza.

—Supongo que no me queda otro remedio —dije—. No sé qué demonios significa lo que tu abuelo llama «el fin del mundo», pero no podemos quedarnos de brazos cruzados. Si no nos ponemos en marcha y lo detenemos pronto, creo que alguien pagará las consecuencias. —Y ese alguien
posiblemente
sería yo.

—Sea como sea, primero tienes que salvar a mi abuelo.

—¿Porque los tres somos buenas personas?

—Tú lo has dicho —dijo la joven gorda.

18
EL FIN DEL MUNDO
La lectura de sueños

Sin haber llegado a conocer todavía los recovecos de mi corazón, reemprendí la tarea de leer los viejos sueños. Por una parte, el invierno avanzaba y yo no podía posponer indefinidamente el inicio de mi labor. Además, mientras me concentraba en la lectura, conseguía olvidar de manera momentánea mi sentimiento de pérdida.

Por otra parte, sin embargo, cuantos más sueños leía, más aguda era la sensación de impotencia que me embargaba. Ésta se debía a que yo, por más sueños que leyera, seguía siendo incapaz de comprender el mensaje que se escondía en ellos. Podía leerlos... pero no captar su sentido. Era como leer en voz alta, día tras día, frases ininteligibles. Como contemplar todos los días el fluir de las aguas de un río. No me llevaba a ninguna parte. Mi técnica de leer sueños había mejorado, pero eso no me procuraba consuelo alguno. Únicamente había conseguido leer cierto número de viejos sueños con mayor habilidad. No obstante, el vacío que conllevaba esa tarea se agrandaba cada vez más. Para progresar, el ser humano es capaz de realizar grandes esfuerzos. Pero los míos no me llevaban a ninguna parte.

—No tengo la menor idea de lo que significan los viejos sueños —le dije a la bibliotecaria—. Hace tiempo me dijiste que mi trabajo consistiría en leer los viejos sueños de los cráneos. Pero sólo pasan a través de mi cuerpo. No entiendo ni uno solo y, cuanto más leo, más desgastado me siento.

—Tal vez se deba a que los lees como si estuvieses poseído. Me pregunto por qué.

—No lo sé —contesté sacudiendo la cabeza. Me concentraba en el trabajo para que menguara mi sentimiento de pérdida. Pero incluso yo era consciente de que aquél no era el único factor. Tenía razón ella: me enfrascaba en la lectura de sueños como si estuviese poseído.

—Me pregunto si, en parte, el problema no estará en ti —dijo ella.

—¿En mí?

—Creo que deberías abrir más tu corazón. No sé mucho acerca del corazón, pero percibo que el tuyo es algo que está herméticamente cerrado. Además, de la misma forma que los viejos sueños necesitan que los leas, también tú tienes necesidad de leerlos.

—¿Y qué te hace suponer eso?

—Pues que la lectura de los viejos sueños es así. Igual que, al llegar la estación, los pájaros vuelan hacia el norte o hacia el sur, el lector de sueños continúa leyendo viejos sueños.

Alargó la mano por encima de la mesa y la posó sobre la mía. Y me sonrió. Su sonrisa me pareció un dulce rayo de luz de primavera asomando entre las nubes.

—Abre más tu corazón. No eres ningún prisionero. Eres un pájaro que surca el cielo en busca de sueños.

En todo caso, no tenía más remedio que ir tomando en la mano un viejo sueño tras otro y examinarlos con gran atención. Cogía uno de los viejos sueños de aquellas estanterías que se alineaban en lo que alcanzaba la vista, lo llevaba en los brazos con sumo cuidado y lo depositaba sobre la mesa. Después ella me ayudaba a quitarle el polvo con un paño humedecido en agua y, luego, a enjugarlo minuciosamente con un paño seco. Cuando se frotaba bien, la superficie del viejo sueño se volvía inmaculada como la nieve recién caída. Por efecto de la luz, las órbitas oculares que se abrían, inmensas, en su parte frontal parecían un par de profundos pozos sin fondo.

Posaba suavemente ambas manos en la parte superior del cráneo y esperaba a que, como reacción a mi temperatura corporal, del cráneo empezara a emanar un débil calor. Cuando éste alcanzaba determinada intensidad —muy sutil, de una tibieza similar a la de un rayo de sol en invierno—, el cráneo, blanco y pulido, empezaba a relatar los viejos sueños grabados en su interior. Yo cerraba los ojos, respiraba hondo, abría mi corazón e iba resiguiendo con la yema de los dedos la historia que me contaba. Sin embargo, la voz era demasiado débil y las imágenes que proyectaba eran veladas y blancas como las estrellas lejanas que se vislumbran en el firmamento al amanecer. A partir de ahí sólo podía descifrar diversos fragmentos imprecisos que intentaba unir; sin embargo, nunca llegaba a captar una imagen global.

Entre esos fragmentos, había paisajes que jamás había visto, músicas que jamás había escuchado, susurros para mí ininteligibles. Se perfilaban de pronto y se sumían de inmediato en lo más profundo de las tinieblas. Ningún fragmento guardaba relación con el siguiente. Me parecía que estuviese haciendo girar a toda prisa el dial de una radio. Intentaba, de una manera o de otra, concentrar todos mis sentidos en las yemas de los dedos, pero, por más que me esforzaba, el resultado era idéntico. Sentía que los viejos sueños querían contarme algo, y no lograba descifrar qué.

Tal vez se debiera a algún error en la manera de leerlos. O tal vez las palabras se hubiesen ido desgastando a lo largo de los años. O, quizá, entre la historia que pensaban ellos y la que imaginaba yo, mediara una distancia espacial y temporal decisiva.

En todo caso, lo único que podía hacer yo era clavar los ojos, sin palabras, en aquellos fragmentos heterogéneos que iban perfilándose y desapareciendo. También había imágenes conocidas, claro está. Hierba verde mecida por el viento, nubes blancas corriendo por el cielo, la luz del sol temblando sobre la superficie del río. Imágenes, paisajes normales y corrientes. Pero estos paisajes ordinarios colmaban mi corazón de una extraña e inexplicable tristeza. ¿En qué parte de éstos se ocultaban los elementos que me entristecían tanto? Ni yo mismo lo sabía. Y, como un barco que cruzara por el otro lado de la ventana, aparecían y se desvanecían sin dejar rastro.

Las imágenes se mantenían unos instantes y, después, al igual que se va retirando la marea, los viejos sueños empezaban a perder su calor y volvían a ser cráneos blancos y fríos. Los viejos sueños se sumían de nuevo en su largo letargo. Y el agua se escurría entre los dedos de ambas manos y caía al suelo. Mi labor como «lector de sueños» consistía en repetir eso, una y otra vez.

Cuando los viejos sueños habían quedado completamente fríos, se los pasaba a ella, que iba alineando los cráneos sobre el mostrador. Mientras, yo permanecía con ambas manos posadas sobre la mesa, para descansar un poco y aplacar mis nervios. Podía leer unos cinco o seis viejos sueños al día. Superado este número, perdía la concentración y las yemas de mis dedos no captaban más que un débil murmullo. Cuando las agujas del reloj marcaban las once, me sentía tan exhausto que, durante un tiempo, apenas podía ponerme en pie.

Al final, ella siempre preparaba café caliente. A veces traía de su casa unas galletas o un pastel de frutas que había preparado durante el día y nos lo tomábamos como tentempié. Sentados frente a frente, sin apenas abrir la boca, nos bebíamos el café y comíamos las galletas o el pastel. Yo estaba tan cansado que, durante un rato, no lograba articular bien las palabras y ella, que lo sabía, también enmudecía.

—Quizá no puedas abrir tu corazón por mi culpa, ¿no crees? —me dijo un día—. Yo no puedo responder a tu corazón, y tal vez por eso tú lo cierras tanto.

Nos habíamos sentado, como solíamos, en las escaleras que conducían a la isleta del centro del Puente Viejo y mirábamos el río. La luna helada y blanca, convertida en un pequeño fragmento, se reflejaba temblorosa en las aguas del río. Un bote de madera fina que alguien había dejado amarrado al poste de la isleta unía su ligero chapoteo al murmullo del río. Como estábamos sentados el uno al lado de la otra en los estrechos escalones, yo percibía junto a mi hombro el calor de su cuerpo.

«¡Qué extraño!», pensé. «La gente asocia el corazón con algo cálido. Pero no hay relación alguna entre el corazón y el calor del cuerpo.»

—No, no es cierto —repliqué—. Que no abra mi corazón es un problema únicamente mío. Tú no tienes la culpa. No comprendo bien mi corazón, y por eso estoy confuso.

—Entonces, ¿tú tampoco entiendes lo que es el corazón?

—No siempre lo entiendo —dije—. En ocasiones sólo logro entenderlo mucho después, cuando ya es demasiado tarde. La mayoría de las veces, las personas tenemos que tomar decisiones sin entender nuestro corazón, y esto nos hace titubear.

—A mí me parece que el corazón es algo muy imperfecto —dijo ella sonriendo.

Me saqué las manos de los bolsillos y las contemplé a la luz de la luna. Teñidas de aquella tonalidad lechosa, se me antojaron un par de esculturas sin objeto, confinadas en aquel pequeño mundo.

—Sí, también a mí me lo parece. Es muy imperfecto —dije—. Pero deja huella. Y podemos seguir su rastro, del mismo modo que se siguen las pisadas sobre la nieve.

—¿Y adonde conducen?

—A uno mismo —respondí—. El corazón es así. Sin corazón no llegas a ninguna parte. —Alcé los ojos hacia la luna. La luna de invierno flotaba en el cielo de la ciudad cercada por la alta muralla y emitía una luz tan clara que casi parecía incongruente—. Tú no tienes la culpa de nada —añadí.

19
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Hamburguesas. Skyline. Plazo límite

En primer lugar, decidimos echarnos algo al estómago. En lo que a mí respectaba, apenas tenía apetito, pero no sabíamos cuándo podríamos volver a probar bocado, por lo que lo más acertado era comer algo. Una hamburguesa y una cerveza sí me veía con ánimos de tragar. Ella, por su parte, decía que sólo había comido una tableta de chocolate en todo el día y que estaba muerta de hambre. Por lo visto, el chocolate era lo único que había podido comprar con la calderilla que llevaba en el bolsillo.

Con muchas precauciones para que no se reavivara el dolor de la herida, me enfundé unos vaqueros, me puse una camisa deportiva sobre la camiseta y me pasé un jersey fino por la cabeza. Y, por si acaso, de la cómoda saqué un anorak de nailon. Su traje chaqueta de color rosa, lo miraras como lo mirases, no parecía el atuendo más apropiado para una expedición subterránea, pero por desgracia en mi ropero no había ni camisas ni pantalones de su talla. Yo era unos diez centímetros más alto que ella y pesaba unos diez kilos menos. Lo más lógico hubiera sido ir a comprarle algo de ropa, pero a esas horas no había ninguna tienda abierta. Lo único que tenía de su tamaño era una chaqueta de combate del ejército estadounidense que había llevado mucho tiempo atrás, y se la ofrecí. El problema eran los zapatos de tacón, pero ella dijo que, en la oficina, tenía zapatillas de deporte y botas altas de goma.

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