El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (5 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Convencido, el hombre asintió varias veces y, acto seguido, bajó el farol, se embutió las manos en los bolsillos y empezó a removerse con gesto inquieto: de súbito, el rugido del agua a mi alrededor fue disminuyendo rápidamente de intensidad, como si descendiera de pronto la marea. Creí que estaba a punto de desmayarme. Que mis sentidos flaqueaban y que, por ello, el sonido se iba apagando dentro de mi cabeza. Entonces —aunque no entendía por qué tenía yo que perder la conciencia— tensé todos los músculos del cuerpo preparándome para la caída.

Sin embargo, el tiempo transcurría y yo no me desplomaba; además, era plenamente dueño de mis sentidos. Lo único que ocurría era que el sonido había disminuido. Nada más.

—He venido a buscarle —dijo el hombre, y esta vez distinguí su voz con claridad.

Sacudí la cabeza, me puse la linterna bajo el brazo, plegué la hoja de la navaja y me metí ésta en el bolsillo. Tenía el presentimiento de que me esperaba un día absurdo.

—¿Qué le ha pasado al sonido? —le pregunté al hombre.

—¡Ah! ¿El sonido? Había mucho ruido, ¿verdad? Lo he bajado. Lo siento mucho. Ya no le molestará más —dijo el hombre asintiendo repetidas veces. El rugido de la corriente había bajado de volumen hasta convertirse en el murmullo de un riachuelo—, ¿Qué? ¿Vamos?

El hombre me dio la espalda y se encaminó río arriba con paso seguro. Yo lo seguí, iluminando el suelo bajo mis pies.

—¿Ha bajado usted el sonido? Entonces, ¿era artificial? —grité dirigiéndome a lo que parecía ser su espalda.

—No. El sonido era natural.

—¿Y cómo puede bajar un sonido natural?

—Para ser exactos, no lo he bajado —respondió—. En realidad, lo he quitado.

Dudé unos instantes, pero opté por dejar de inquirir. No estaba en situación de acribillarlo a preguntas. Yo sólo había ido a desempeñar un trabajo, y no era asunto mío si la persona que requería mis servicios apagaba el sonido, lo quitaba o lo mezclaba como si fuera un vodka con lima. Lo seguí en silencio sin añadir una palabra más.

De todos modos, gracias a la desaparición del ruido, el silencio reinaba ahora en los alrededores. Incluso distinguía el roce de las suelas de goma sobre el pavimento. Por encima de mi cabeza, oí dos o tres veces un sonido extraño, como si alguien frotara dos guijarros, pero luego cesó.

—Había indicios de que los tinieblos rondaban por aquí, ¿sabe? Y estaba preocupado. Por eso he venido a buscarle. No suelen llegar hasta esta zona, pero cabe esa posibilidad. Son un verdadero problema, ¿sabe usted? —dijo el hombre.

—¿Los tinieblos? —pregunté.

—¡Vaya susto se llevaría usted si se topara de pronto con alguno por aquí! —dijo, y soltó una gran risotada.

—Pues sí, la verdad —dije yo, tratando de contemporizar con mi interlocutor. Ni tinieblos ni nada. No me apetecía lo más mínimo toparme con cosas raras en la oscuridad.

—Por eso he venido a buscarle —repitió el hombre—. Los tinieblos son un verdadero problema.

—Se lo agradezco —dije.

Tras avanzar un poco, empecé a oír un ruido similar al de un chorro de agua saliendo del grifo. Era la cascada. Sólo la enfoqué un instante con la linterna y no pude verla al detalle, pero parecía bastante grande. Si no hubiera eliminado el sonido, posiblemente el rugido sería considerable. Al llegar ante el salto de agua, las salpicaduras me empaparon completamente las gafas.

—¿Tenemos que pasar por debajo? —pregunté.

—Sí —repuso el hombre. Y, sin agregar nada más, se dirigió con paso rápido hacia la cascada y desapareció por completo en su interior. No me quedó más remedio que seguirlo a toda prisa.

Por fortuna, el pasaje por donde atravesamos la cascada era el punto donde el chorro era menos caudaloso, pero, pese a todo, el agua poseía la fuerza suficiente para aplastarnos contra el suelo. Aunque el hombre fuera con impermeable, tener que sufrir el azote de aquel chorro de agua cada vez que entraba o salía del laboratorio me parecía, por más que lo mirara con buenos ojos, una imbecilidad. Posiblemente abrigaba el propósito de salvaguardar algún secreto; aun así, sin duda había maneras un poco más refinadas de conseguirlo. Una vez bajo la cascada, me caí y me golpeé con fuerza la rótula contra una roca. Al desaparecer el sonido, se había alterado por completo el equilibrio entre éste y la realidad que lo producía, lo que me provocaba un gran desconcierto. Una cascada debe estar dotada del volumen de sonido que le corresponde.

Detrás del salto de agua se abría una caverna que permitía apenas el paso de una persona y, recto, al fondo había una puerta de hierro. El hombre extrajo del bolsillo del impermeable algo parecido a una pequeña calculadora y, al aplicarla a la ranura de la puerta y manipularla, la puerta se abrió hacia dentro sin ruido.

—Ya hemos llegado. Adelante —dijo cediéndome el paso. Acto seguido, entró él y cerró la puerta—. Ha sido muy duro, ¿verdad?

—La verdad es que sí, no se lo negaré —respondí con discreción.

Todavía con el farol colgado del cuello, la capucha en la cabeza y las gafas puestas, el hombre se rió. Tenía una risa extraña. Era algo así como: «¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!».

Habíamos penetrado en un cuarto grande y frío como el vestuario de una piscina y, en un estante, se alineaban cuidadosamente doblados media docena de impermeables, negros como el mío, con sus botas de goma y gafas correspondientes. Me quité las gafas, me desprendí del impermeable y lo colgué en una percha, y dejé las botas de goma en la estantería. Por último, colgué la linterna de un gancho metálico de la pared.

—Siento haberle causado tantas molestias —dijo—. Pero no puedo descuidar las medidas de seguridad. Debo extremar las precauciones a causa de esos tipos que merodean por ahí.

—¿Los tinieblos? —aventuré con intención de sonsacarle.

—Exacto. Entre otros, los tinieblos —dijo el hombre asintiendo para sí.

Me condujo hasta el fondo del vestuario y entramos en una sala. Bajo el impermeable, apareció un anciano bajito y de porte distinguido. Sin ser grueso, era de complexión fuerte y robusta. Tenía la tez sonrosada y, al ponerse unas gafas sin montura que sacó del bolsillo del impermeable, cobró el aire de un importante político de la época de preguerra.

Me invitó a sentarme en el sofá y él, a su vez, tomó asiento tras el escritorio. La estancia era igual a aquella en la que me habían introducido hacía un rato. El color de la moqueta, las luces, el color de las paredes, el sofá: todo era idéntico. Sobre la mesa del tresillo descansaba un juego de fumador. Sobre el escritorio había una agenda de mesa idéntica a la otra y un montón de clips esparcidos de manera similar. Tanto que me dio la sensación de que, tras dar una vuelta, había regresado a la misma habitación. Tal vez fuera así o tal vez no. Por lo que a mí respecta, no recordaba con exactitud cómo estaban esparcidos los clips sobre el escritorio.

El anciano me observó unos instantes. Después tomó un clip, lo enderezó y se retiró la cutícula de una uña. La cutícula de la uña del dedo índice de la mano izquierda. Tras rasparse la cutícula unos instantes, lanzó el clip desdoblado al cenicero. Me dije que, si me reencarnaba en algo, no quería hacerlo en clip. No me satisfacía demasiado servir para retirar las cutículas de las uñas de un anciano extravagante y ser arrojado luego al cenicero.

—Según mis informaciones, los tinieblos se han unido a los semióticos —dijo el anciano—. Claro que una alianza entre ellos no puede ser muy sólida: los tinieblos son extremadamente precavidos y los semióticos, por el contrario, demasiado lanzados. Pero es una mala señal. Y que los tinieblos ronden por las inmediaciones cuando jamás deberían llegar hasta aquí es muy mal asunto. Si las cosas siguen así, tarde o temprano la zona se llenará de tinieblos. Y yo me veré en un gran aprieto.

—Sí, desde luego —dije yo. No tenía la menor idea de qué diablos eran los tinieblos, pero si los semióticos se habían aliado con alguna otra fuerza, era posible que las cosas tomaran mal cariz incluso para mí. Me refiero a que nuestra rivalidad con los semióticos descansaba sobre un equilibrio muy frágil y que la entrada en liza de otra fuerza, por pequeña que ésta fuera, podía provocar un vuelco en la situación. Para empezar, el simple hecho de que yo nunca hubiera oído hablar de los tinieblos y de que aquellos tipejos sí, ya indicaba que el equilibrio se había roto. Claro que tal vez yo no supiera nada porque era un trabajador autónomo de categoría inferior y que, en cambio, quizá los capitostes de la organización conocieran su existencia desde hacía mucho tiempo.

—Bueno, sea como sea, me gustaría que se pusiera a trabajar enseguida. ¿Qué le parece?

—Perfecto —dije.

—Le pedí a mi agente que me enviara al mejor calculador. Por lo visto, goza usted de una reputación excelente. Todo el mundo canta sus excelencias. Dicen que es usted muy competente, audaz, responsable en el trabajo. Exceptuando ciertas dificultades para el trabajo en equipo, nada que reprochar.

—Me abruma usted —dije. Soy una persona modesta.

El anciano volvió a carcajearse.

—En realidad, su capacidad para trabajar en equipo me interesa muy poco. Lo que importa es la audacia. La iniciativa es imprescindible para convertirse en un calculador de primera categoría. En fin, su sueldo va a ser tan alto como corresponde a sus servicios.

No había nada que decir, así que permanecí en silencio. El viejo volvió a reírse y después me condujo a la estancia contigua: su cuarto de trabajo.

—Soy biólogo —dijo el anciano—. Bueno, más que la biología en sí, mi trabajo abarca un campo muy amplio, difícil de resumir en una palabra. Va desde la fisiología cerebral hasta la acústica, la filología y la teología. No tengo empacho en decirle que estoy llevando a cabo una investigación muy original, de gran valor. Últimamente he centrado mis estudios en el paladar de los mamíferos.

—¿En el paladar?

—Sí, en la boca. En la constitución de la boca. Cómo se mueve, cómo se emite la voz: eso es lo que investigo ahora. Mire allá.

Tras pronunciar esas palabras, accionó un interruptor de la pared y encendió la luz del cuarto. Una estantería ocupaba por entero la pared del fondo, y en sus estantes se alineaban, muy juntos, los cráneos de todo tipo de mamíferos. Desde la jirafa, el caballo y el panda hasta la rata, había reunidas allí todas las cabezas de mamífero imaginables. Hablando en cifras, habría de trescientas a cuatrocientas. También había calaveras humanas, claro está. Cabezas de raza blanca, negra, asiática, de indios americanos, cada una de ellas con sus cráneos masculino y femenino correspondientes.

—Los cráneos de ballena y de elefante los tengo en un depósito del subterráneo. Como comprenderá, ocupan demasiado espacio —dijo el anciano.

—Sí, por supuesto —dije. Ciertamente, con la cabeza de una ballena ya se hubiera llenado la habitación.

Como si se hubiesen puesto de acuerdo, todos los animales tenían la boca abierta de par en par y con las cuencas de los ojos vacías miraban hacia la pared opuesta. Por más que las calaveras estuvieran destinadas a un uso científico, no era muy agradable verse rodeado de tantos huesos. En otra estantería se alineaban —aunque su número no era tan elevado como el de los cráneos— todo tipo de lenguas, orejas, labios, laringes y paladares conservados en formol.

—¿Qué le parece? Una colección estupenda, ¿verdad? —dijo el anciano, contento—. En este mundo hay quien colecciona sellos o discos. También hay quien almacena botellas de vino en la bodega, y ricos que disfrutan decorando sus jardines con tanques. Pues yo colecciono cráneos. En este mundo hay de todo. Ahí radica su interés. ¿No le parece?

—Tiene usted razón —dije.

—Desde una edad relativamente temprana ya sentía un gran interés por los cráneos de los mamíferos y los he ido coleccionando poco a poco. Empecé hace casi cuarenta años. Comprender los huesos requiere más tiempo del que se imagina. En este sentido, es mucho más sencillo comprender al ser humano cuando está dotado de un cuerpo con carne. Estoy plenamente convencido de ello. Claro que usted es joven y supongo que le interesará más la carne, ¿me equivoco? —Prorrumpió de nuevo en carcajadas—. He tardado treinta años en comprender el sonido que emiten los huesos. ¡Y treinta años no son moco de pavo!

—¿Sonido? —pregunté—. ¿El sonido que emiten los huesos?

—En efecto —dijo el anciano—. Cada hueso tiene un sonido propio. Es, como si dijéramos, la señal secreta de los huesos. Y no digo que los huesos hablen en un sentido metafórico, sino literal. La investigación que realizo en estos momentos tiene como objeto analizar esa señal. Porque si llegáramos a descodificar esas señales, podríamos controlarlas artificialmente.

—Hum... —gruñí. Los detalles se me escapaban, pero si era como decía el anciano, no cabía duda de que se trataba de una investigación de gran valor.

—Parece una investigación muy valiosa —dije.

—Lo es, en efecto —dijo el anciano y asintió con un movimiento de cabeza—. Precisamente por eso van detrás de mis estudios. Porque esa gente tiene el oído muy fino. Y quieren hacer un mal uso de mis investigaciones. Porque si, por ejemplo, pudieran obtenerse los recuerdos a través de los huesos, ya no haría ninguna falta torturar a nadie. Bastaría con matar a la persona, arrancarle la carne y limpiar los huesos.

—¡Qué espanto!

—Para bien o para mal, mis investigaciones todavía no han llegado hasta ese punto. En el estadio en que se encuentran actualmente, para obtener recuerdos precisos es mejor extraer el cerebro.

—¡Estamos apañados! —exclamé. Extraer los huesos o extraer el cerebro: no veía una gran diferencia entre una cosa y otra.

—Por eso necesito sus cálculos. Para que los semióticos no puedan piratear los datos de mis experimentos —dijo el anciano muy serio—. La ciencia, se utilice para fines malvados o buenos, ha puesto a la civilización contemporánea en una situación crítica. Yo creo que la ciencia debe existir por y para sí misma.

—En cuestión de creencias, yo ni entro ni salgo —repuse—, Pero sí querría aclararle algo. Es un asunto práctico. Esta vez no han sido ni la oficina central del Sistema ni ningún agente oficial los que han requerido mis servicios, sino usted quien ha contactado directamente conmigo. Eso es algo excepcional. Hablando con franqueza, existe la posibilidad de que esté contraviniendo las normas. Y, en caso de infracción, pueden sancionarme, e incluso podría llegar a perder la licencia. ¿Me comprende?

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