El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (2 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Por ese motivo intento, en lo posible, tomarme las cosas como me convienen. Lo que yo pienso es que el mundo está constituido de forma que contiene varias —o, para decirlo sin ambages, infinitas— posibilidades. Y la elección entre éstas reside, hasta cierto punto, en cada uno de los individuos que lo componen. Lo que llamamos «mundo» es una enorme mesa de café producto de un compendio de posibilidades.

Volviendo al tema que nos ocupa, no es fácil efectuar de manera paralela un cálculo diferenciado entre la mano derecha y la mano izquierda. A mí, sin ir más lejos, me llevó mucho tiempo aprender. Sin embargo, una vez dominas la técnica o, dicho de otro modo, en cuanto coges el tranquillo, no pierdes la habilidad de la noche a la mañana. Es como nadar o ir en bicicleta. Eso no significa que no sea necesario practicar, por supuesto. Sólo mediante un entrenamiento regular logras aumentar la capacidad y refinar la técnica. Precisamente por eso llevo siempre mucho dinero suelto en los bolsillos y, en cuanto tengo un momento libre, efectúo el cálculo.

En aquel instante llevaba en los bolsillos tres monedas de quinientos yenes, dieciocho de cien, siete de cincuenta y dieciséis de diez. Lo cual ascendía a un total de 3.810 yenes. Ese cálculo no requería esfuerzo alguno. Una operación aritmética de ese nivel es más sencilla que contar los dedos de la mano. Satisfecho, me recosté en la pared de acero y contemplé la puerta que tenía ante mis ojos. Seguía cerrada.

¿Por qué tardaba tanto en abrirse? No lograba entenderlo. Pensándolo con detenimiento, concluí que podía descartar la posibilidad de que estuviese averiado o de que el operario se hubiese distraído y olvidado de mí. Porque ambas carecían de verosimilitud. No es que no puedan producirse averías o distracciones, claro está. Muy al contrario, esos percances ocurren con frecuencia, estoy convencido. Lo que quiero decir es que, en esa realidad singular —me refiero, por supuesto, a ese estúpido y liso ascensor—, la falta de toda singularidad posiblemente deba ser eliminada de modo arbitrario como una paradójica singularidad. Alguien tan negligente como para descuidar el mantenimiento del ascensor, u olvidarse de efectuar las maniobras pertinentes una vez que un visitante montara en el mismo, ¿podría construir una máquina tan sofisticada y excéntrica como aquélla?

La respuesta, evidentemente, era «no».

Eso era imposible.

Por lo que había podido constatar,
ellos
eran sumamente neuróticos, precavidos, meticulosos. Prestaban gran atención al menor de los detalles, como si midieran cada paso con una regla. No bien había penetrado en el vestíbulo, me habían detenido dos guardias de seguridad, me habían preguntado a quién iba a ver, habían buscado mi nombre en la lista de visitantes, habían examinado mi carné de conducir, habían verificado mi identidad en el ordenador central y, tras pasarme el detector de metales, me habían metido de un empujón en el ascensor. No me habían sometido a un control tan estricto ni siquiera cuando efectué una visita formativa a la Casa de la Moneda. Era impensable que hubiesen bajado, así de pronto, la guardia.

Así pues, la única posibilidad que quedaba era que me hubieran puesto adrede en aquella situación. Tal vez no quisieran que adivinara los movimientos del ascensor. Por eso hacían que se desplazara tan lentamente que era imposible saber si subía o bajaba. Quizá hubiera una cámara de televisión. En el cuarto de control de la entrada se alineaban, una tras otra, las pantallas de los monitores; no sería de extrañar que en una de ellas se viera el interior del ascensor.

Para pasar el rato, se me ocurrió localizar la cámara, pero después lo pensé mejor y me dije que nada ganaría si la encontraba. Sólo conseguiría ponerlos sobre aviso y, si eso sucedía, tal vez ralentizaran aún más la marcha del ascensor. Y entonces llegaría tarde a la cita.

Finalmente, opté por relajarme y no hacer nada en especial. De hecho, yo sólo había acudido allí para desempeñar un trabajo legal. No tenía nada que perder, ¿para qué ponerse nervioso?

Recostado en la pared, hundí las manos en los bolsillos y empecé a contar de nuevo la calderilla. Había 3.750 yenes.

¿3.750 yenes?

Algo no cuadraba.

Sin duda había cometido algún error.

Noté cómo las palmas de las manos se me humedecían de sudor. En los tres últimos años, nunca había fallado al contar la calderilla de los bolsillos. Jamás. Se viera como se viera, era una mala señal. Tenía que recuperar el terreno perdido antes de que el mal presagio se materializara en algún desastre.

Cerré los ojos y, como quien limpia los cristales de las gafas, dejé en blanco los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro. Después me saqué las manos de los bolsillos del pantalón, extendí las palmas, dejé que se secara el sudor. Llevé a cabo todos estos ritos preparatorios, similares a los de Henry Fonda antes de batirse en duelo en la película
El hombre de las pistolas de oro.
No es que tuvieran una gran importancia en sí mismos, pero es que a mí me gusta mucho esa película.

Tras comprobar que tenía las palmas de las manos completamente secas, volví a introducirlas en los bolsillos e inicié la operación por tercera vez. Sólo con que esta tercera suma coincidiera con una de las dos anteriores, el tema quedaría zanjado. Un error lo comete cualquiera. Me hallaba en una situación excepcional y estaba nervioso; también debía reconocer que había pecado de un exceso de confianza en mí mismo. Por eso había cometido un error de principiante. En todo caso —porque la salvación me llegaría por esa vía—, tenía que verificar la cifra correcta. Sin embargo, antes de que se me concediera la salvación, se abrieron las puertas del ascensor. Sin previo aviso y sin el menor ruido, ambas hojas se deslizaron suavemente hacia los lados.

Como la suma de la calderilla acaparaba toda mi atención, al principio no me di plena cuenta de que las puertas se abrían. O tal vez sería más exacto decir que, aunque vi que se abrían, de momento no alcancé a comprender su significado concreto. El hecho de que las puertas se hubieran abierto significaba que se habían acoplado de nuevo las dos porciones del tiempo a las que las puertas se habían sustraído, rompiendo la continuidad. Y, al mismo tiempo, quería decir que el ascensor había llegado a su destino.

Dejé de mover los dedos en los bolsillos para mirar al exterior. Más allá de la puerta había un pasillo y, en el pasillo, de pie, había una mujer. Una joven gorda con un traje chaqueta de color rosa y unos zapatos de tacón de color rosa. El traje era de buena hechura, de tela lisa y brillante. El rostro de la joven era tan liso como la tela. Tras lanzarme una mirada, supuestamente para verificar mi identidad, esbozó un gesto con la cabeza que parecía indicar: «Venga conmigo». Abandoné mis sumas, me saqué las manos de los bolsillos y salí del ascensor. En cuanto puse los pies fuera, las puertas, como si hubieran estado aguardando ese momento, se cerraron a mis espaldas.

En el pasillo, dirigí una mirada circular a mi alrededor, pero no hallé ni una sola pista que arrojara luz sobre la situación en la que me encontraba. Sólo saqué en claro que aquello era el pasillo del interior de un edificio, pero eso lo habría adivinado incluso un estudiante de primaria.

En todo caso, era el interior de un edificio con una falta de personalidad sorprendente. Los materiales empleados, al igual que sucedía con el ascensor, eran de alta calidad, pero sin peculiaridad alguna. El suelo era de un mármol reluciente, pulido con esmero; las paredes, de un color blanco amarillento parecido al de los bollos que tomaba todas las mañanas para desayunar. A ambos lados del corredor se sucedían recias y pesadas puertas de madera, cada una con un número en una placa de metal, pero la numeración no poseía ninguna lógica. Al lado del «936» estaba el «1213»; a éste lo sucedía el «26». Jamás había visto una alineación tan disparatada. Allí había algo que no iba bien.

La joven apenas abrió la boca. Se dirigió a mí y me indicó: «Por aquí, por favor», pero se limitó a mover los labios, sin emitir sonido alguno. Antes de dedicarme a ese trabajo, yo había asistido durante dos meses a un cursillo de lectura de labios, por eso entendí lo que me había dicho. Al principio creí que algo malo les ocurría a mis oídos. El ascensor no producía ruido, los carraspeos y silbidos no resonaban con normalidad: empezaba a dudar de mi capacidad auditiva.

Probé a carraspear. El sonido del carraspeo era aún un poco sordo, pero mucho más normal que cuando había carraspeado en el ascensor. Suspiré de alivio y recobré cierta confianza en mis oídos. «¡Uf! No es que oiga mal. Mis oídos están bien. El problema está en su boca.»

Caminé detrás de la joven. «¡Tac, tac, tac!» Los afilados tacones de sus zapatos resonaban por el pasillo desierto con un martilleo de cantera a primera hora de la tarde. Sus pantorrillas, enfundadas en medias, se reflejaban con nitidez en el mármol.

La muchacha estaba muy rolliza. Era joven y hermosa, pero estaba entrada en carnes. Era curioso que una muchacha guapa estuviera tan gorda. Mientras la seguía, no aparté los ojos de su cuello, de sus brazos, de sus piernas. Su cuerpo era tan rechoncho como un montón de silenciosa nieve caída a lo largo de la noche.

Siempre me siento algo turbado en presencia de una mujer joven, hermosa y gorda. Ni siquiera yo sé la razón. Tal vez sea porque aflora espontáneamente a mi mente la imagen de sus hábitos alimenticios. Al mirar a una mujer gorda, a mi cabeza acuden de manera automática escenas donde mordisquea los crujientes berros de guarnición que le quedan en el plato o rebaña con pan, con gesto glotón, hasta la última gota de crema de leche. No puedo evitarlo. Y cuando eso ocurre, la escena de la comida va ocupando toda mi mente, igual que un ácido corroe el metal, hasta impedirle efectuar cualquier otra función.

Si la mujer sólo está gorda, aún. Una mujer que sólo sea obesa es como una nube en el cielo. Se limita a permanecer allí, flotando, y me deja indiferente. Pero cuando la mujer es joven, hermosa y gorda, la cosa cambia. Me siento impelido a adoptar cierta actitud hacia ella. Vamos, que es posible que acabe acostándome con la chica. Y yo diría que ahí reside la causa de mi turbación. Porque no es fácil acostarse con una mujer cuando tu cabeza no funciona con normalidad. Eso no quiere decir que aborrezca a las gordas. Una cosa es turbarse y otra muy distinta aborrecer. Hasta el momento, me he acostado con algunas mujeres gordas, jóvenes y hermosas, y la experiencia, en términos generales, no ha sido mala. Bien conducida, la turbación puede dar unos hermosos frutos que de ordinario jamás se obtendrían. También puede salir mal, claro está. El acto sexual es algo muy delicado, una cosa muy distinta a acercarse un domingo a unos grandes almacenes a comprar un termo. Incluso entre mujeres jóvenes, hermosas y gordas por igual, existen diferencias en cuanto al tipo de obesidad, y a mí hay un tipo de grasas que me lleva por el buen camino y otro que me sume en una ligera confusión.

En este sentido, acostarme con una mujer obesa es, para mí, un desafío. Porque las maneras de engordar de las personas, al igual que las de morir, son innumerables.

Reflexioné sobre eso mientras recorría el pasillo detrás de aquella joven hermosa y gorda. Llevaba un pañuelo blanco alrededor del cuello de su elegante traje chaqueta de color rosa. En los lóbulos regordetes de las orejas lucía unos pendientes rectangulares de oro que despedían destellos, como señales luminosas, a cada paso que daba. En conjunto, para lo gorda que estaba, sus andares eran muy ágiles. Tal vez llevara una recia ropa interior que le marcara las líneas y la favoreciera, pero, aunque así fuera, el contoneo de sus caderas me atraía. Me gustó. Aquella gordura era de mi agrado.

No pretendo justificarme con ello, pero a mí no hay muchas mujeres que me atraigan. Más bien al contrario: pocas veces me siento atraído. Por eso, en las raras ocasiones en que me sucede, me entran ganas de poner a prueba esta atracción. Quiero comprobar a mi manera si se trata o no de verdadera atracción y, en caso de que lo sea, cómo funciona.

Así que me coloqué a su lado y me disculpé por haber llegado ocho o nueve minutos tarde a la cita.

—No sabía que me retendrían tanto rato en la entrada —dije—. Tampoco imaginaba que el ascensor fuese tan lento. Y eso que he llegado con los diez minutos de antelación obligados.

La joven hizo un conciso gesto de asentimiento, como diciendo: «Ya lo sé». Su nuca despedía fragancia a agua de colonia. Olía como si me encontrara en medio de un melonar una mañana de verano. Ese olor me produjo una curiosa sensación. Incoherente y nostálgica a la vez, como si dos recuerdos de naturaleza distinta se hubieran unido en algún lugar desconocido. A veces me embarga esa sensación. Y, en la mayoría de las ocasiones, es un olor el que desencadena ese proceso. Pero ni yo mismo puedo explicar por qué.

—Qué pasillo tan largo, ¿verdad? —le dije con el propósito de entablar conversación.

Ella me miró sin detenerse. Le eché unos veinte o veintiún años. Tenía las facciones bien dibujadas, la frente ancha y la piel bonita.

Mirándome de frente, dijo: «Proust».

De hecho, no había pronunciado exactamente la palabra «Proust», sólo me había dado la impresión de que la había dibujado con el movimiento de sus labios. Seguía sin oírse ningún sonido. Ni siquiera el silbido del aire al ser expulsado. Era como si me hablara desde el otro lado de un grueso cristal.

¿Proust?

—¿Marcel Proust? —le pregunté.

Ella me miró extrañada. Y repitió: «Proust». Desalentado, volví a situarme a sus espaldas y, mientras la seguía, me enfrasqué en la búsqueda de una palabra que coincidiera con el movimiento de sus labios. «Pus»... «bus»... Fui musitando palabras, sin sentido en ese contexto, pero ninguna se ajustaba por completo a la forma de sus labios. Habría jurado que había dicho «Proust». Sin embargo, no comprendía qué relación había entre aquel largo pasillo y Marcel Proust.

Tal vez hubiese citado a Marcel Proust como metáfora de la longitud del pasillo. Sin embargo, aun en este caso, la formulación había sido demasiado brusca y efectuada de un modo poco correcto. Si se hubiera referido a aquel largo corredor como una metáfora del conjunto de la obra de Proust, habría tenido su lógica. Pero a la inversa me parecía muy extraño.

¿Un pasillo largo como Marcel Proust?

Sea como sea, la seguí por aquel largo pasillo. Parecía que no iba a acabarse nunca. Doblamos varias esquinas, subimos y bajamos cortos tramos de escalera de cinco o seis peldaños. Tal vez habíamos recorrido ya cinco o seis veces la longitud de un pasillo de un edificio normal. O tal vez nos limitáramos a ir y venir por un lugar semejante a un grabado de Escher. En todo caso, pasáramos por donde pasásemos, el entorno no variaba lo más mínimo. Suelo de mármol, paredes amarillo pálido, puertas de madera con numeración disparatada y pomos de acero inoxidable. No se veía ninguna ventana. Los altos tacones de la joven repiqueteaban por el corredor con un martilleo regular y constante, mientras mis zapatillas de deporte producían un ruido pegajoso, como de goma fundida, a sus espaldas. El ruido gomoso de mis zapatillas resonaba más de lo habitual, y acabé por preguntarme seriamente si las suelas habían empezado a fundirse. Lo cierto era que caminaba por primera vez en mi vida sobre mármol con zapatillas de deporte, y por tanto no podía juzgar si aquel sonido era normal o anormal. Imaginé que debía de ser medio normal y medio anormal. Y es que me daba la impresión de que allí todo se regía por una proporción similar.

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