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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (25 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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—No. No tengo la menor idea de lo que trata de decir, Karden, pero la respuesta es que no. Si hubiera conocido a Smiley, no lo preguntaría. Somos lo más diferentes que pueda imaginarse.

Karden pareció más bien contento con esto, y sonrió y asintió para sí mismo mientras se ponía las gafas y consultaba despacio su expediente.

—Ah, sí —dijo, como si hubiera olvidado algo—; cuando le pidió al tendero que le fiara, ¿cuánto dinero tenía?

—Nada… —dijo Leamas, despreocupadamente—. Llevaba una semana en bancarrota. Más, creo yo.

—¿De qué había vivido?

—De restos y trozos. Había estado malo: un poco de fiebre. Llevaba una semana casi sin comer… Supongo que eso también me puso nervioso…, volcó la balanza.

—Desde luego, todavía le debían dinero en la Biblioteca, ¿no?

—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó Leamas bruscamente—. ¿Ha estado…?

—¿Por qué no fue a cobrarlo? Entonces no habría tenido que pedir crédito, ¿no es cierto, Leamas?

Él se encogió de hombros.

—No lo recuerdo. Quizá porque la Biblioteca estuviera cerrada los sábados por la mañana.

—Ya veo. ¿Está usted seguro de que estaba cerrada los sábados por la mañana?

—No. Es sólo una suposición.

—Muy bien. Gracias, eso es todo lo que tengo que preguntar.

Leamas se iba a sentar, cuando se abrió la puerta y entró una mujer. Era grande y fea, vestida de mono gris con insignias en una mano. A su lado estaba Liz.

XXII. La presidente

Entró en la sala despacio, mirando a su alrededor, con los ojos muy abiertos, como un niño a medio despertar entrando en un cuarto muy iluminado. Leamas había olvidado qué joven era. Ella, cuando le vio sentado entre dos guardias, se detuvo.

—¡Alec!

El guardia que había a su lado le puso la mano en el brazo y la guió hasta al punto donde había estado antes Leamas. Había un gran silencio en la sala.

—¿Cómo se llama? —le preguntó bruscamente la presidente.

Las largas manos de Liz colgaban a sus lados, con los dedos rectos.

—¿Cómo se llama? —repitió, esta vez con voz fuerte.

—Elizabeth Gold.

—¿Es miembro del Partido Comunista británico?

—Sí.

—¿Y ha estado pasando unos días en Leipzig?

—Sí.

—¿Cuándo entró en el Partido?

—En 1955. No, en el 54, me parece que fue…

Le interrumpió el ruido del movimiento, el rechinar de unos muebles apartados a la fuerza, y la voz de Leamas, áspera, aguda, fea, llenando la sala:

—¡Hijos de perra! ¡Dejadla en paz!

Liz se volvió aterrorizada y le vio en pie, con la cara blanca manchada de sangre y la ropa revuelta; vio que un guardia le pegaba casi derribándole; entonces cayeron los dos guardias sobre él y le levantaron, sujetándole los brazos detrás de la espalda. Leamas dejó caer la cabeza sobre el pecho, con sacudidas laterales como de dolor.

—Si se mueve otra vez, llévenselo —ordenó la presidente, y movió la cabeza en señal de amonestación, diciendo—: Usted puede volver a hablar después si lo desea. Espere. —Luego, volviéndose a Liz, dijo con brusquedad—: ¿Seguramente sabe cuándo entró en el Partido?

Liz no dijo nada, y la presidente, después de esperar un momento, se encogió de hombros. Luego, inclinándose hacia adelante y mirando fijamente a Liz, preguntó:

—Elizabeth, ¿le han hablado alguna vez en su Partido de la necesidad del secreto?

Liz asintió.

—¿Y le han dicho alguna vez que no pregunte jamás a otro camarada sobre la organización y disposiciones del Partido?

Liz volvió a asentir.

—Sí —dijo—, desde luego.

—Hoy se la pondrá severamente a prueba en ese aspecto. Es mejor para usted, mucho mejor, que no sepa nada. Nada —añadió con énfasis repentino—. Baste esto: los tres de esta mesa tenemos un puesto muy alto en el Partido. Actuamos con conocimiento de nuestro Presidium, en interés de la seguridad del Partido. Hemos de hacerle algunas preguntas, y sus respuestas son de gran importancia. Contestando con veracidad y con valentía, ayudará a la causa del socialismo.

—Pero ¿quién… —susurró Liz—, quién ha sido acusado? ¿Qué ha hecho Alec?

La presidente miró hacia Mundt, por encima de ella, y dijo:

—Quizá nadie sea el acusado. Ése es el asunto —añadió—, es una garantía de su imparcialidad que no lo sepa.

El silencio cayó por un momento sobre la pequeña sala; y entonces, con una voz tan suave hasta el punto que la presidente inclinó instintivamente la cabeza hasta oír sus palabras, Liz preguntó:

—¿Es Alec? ¿Es Leamas?

—Ya le digo —insistió la presidente—, más le vale, mucho más, que no lo sepa. Tiene que decir la verdad y marcharse. Es lo más prudente que puede hacer.

Liz debió de hacer alguna señal o susurrar algunas palabras que los demás no pudieron captar, pues la presidente se inclinó hacia delante y dijo con gran intensidad:

—Escuche, muchacha, ¿quiere volver a casa? Haga lo que le digo y basta. Pero si usted… —se interrumpió, señalando a Karden con la mano y añadiendo enigmáticamente—: Este camarada quiere hacerle unas preguntas, no muchas. Luego se marchará. Diga la verdad.

Karden se volvió a levantar y sonrió con su amable sonrisa eclesiástica.

—Elizabeth… —preguntó—. Alec Leamas era su amante, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Le conoció en la Biblioteca de Bayswater, donde trabaja?

—Sí.

—¿No le había conocido antes?

Ella movió la cabeza.

—Nos conocimos en la Biblioteca —dijo.

—¿Ha tenido usted muchos amantes, Elizabeth?

Contestara Liz lo que contestara, se perdió bajo el grito de Leamas:

—¡Karden, cerdo!

—No, Alec, se te llevarán de aquí.

—Sí —observó secamente la presidente—: eso es.

—Dígame —continuó suavemente Karden—, ¿era comunista Alec?

—No.

—¿Sabía que usted era comunista?

—Sí, se lo dije.

—¿Qué dijo él cuando se lo dijo entonces, Elizabeth?

Ella no sabía si mentir, eso era lo terrible. Las preguntas llegaban tan de prisa que ella no tenía ocasión de pensar. Durante todo el tiempo, ellos escuchaban, observaban, esperaban una palabra, un gesto, quizá, que pudiera hacer terrible daño a Alec. No podía mentir si no sabía de qué se trataba; seguiría adelante balbuciendo y Alec moriría, pues no había duda en su ánimo de que Leamas estaba en peligro.

—¿Qué dijo él entonces? —repitió Karden.

—Se rió. Él estaba por encima de todo ese tipo de cosas.

—¿Cree usted que estaba por encima de ello?

—Claro.

El joven de la mesa de los jueces habló por segunda vez:

—¿Lo considera como un juicio válido sobre un ser humano: que esté por encima del curso de la historia y de las necesidades de la dialéctica?

—No sé. Eso es lo que yo creía, nada más.

—No se preocupe —dijo Karden—; dígame, ¿era un hombre feliz, siempre riendo y todas esas cosas?

—No. No se reía a menudo.

—Pero se rio cuando usted le dijo que era del Partido. ¿Sabe por qué?

—Creo que despreciaba al Partido.

—¿Cree que lo odiaba? —preguntó Karden, como de pasada.

—No sé —contestó Liz, patéticamente.

—¿Era hombre de fuertes simpatías y antipatías?

—No…, no, no lo era.

—Pero atacó a un tendero. Ahora, ¿por qué hizo eso?

De repente, Liz ya no se fió nada de Karden. No se fió de la voz acariciadora y la cara de geniecillo bondadoso.

—No sé.

—¿Pero usted pensó sobre eso?

—Sí.

—Bueno, ¿a qué conclusión llegó?

—A ninguna —dijo Liz, de plano.

Karden la miró pensativamente, quizá un poco decepcionado, como si ella se hubiera olvidado del catecismo.

—Usted —preguntó, como si fuera la más obvia de las preguntas—, ¿usted sabía que Leamas iba a pegar al tendero?

—No —contestó Liz, acaso con demasiada rapidez, de tal modo que en la pausa que vino después, la sonrisa de Karden dejó paso a un aire de curiosidad divertida.

—Hasta ahora…, hasta hoy —preguntó al fin—, ¿cuándo fue la última vez que vio a Leamas?

—No le volví a ver después que entró en la cárcel —contestó Liz.

—Entonces, ¿cuándo fue la última vez que le vio? —la voz era amable, pero insistente.

A Liz le molestaba dar la espalda a la sala: hubiera deseado volverse y ver a Leamas, verle quizá la cara, leer en ella alguna guía, alguna señal que le dijera cómo contestar. Empezaba a asustarse por ella misma, con esas preguntas que se referían a acusaciones y sospechas de que ella no sabía nada. Debían saber que ella quería ayudar a Alec, que tenía miedo, pero nadie la ayudaba…, ¿por qué no la ayudaba nadie?

—Elizabeth, ¿cuándo fue su último encuentro con Leamas, hasta hoy? —ah, esa voz, cómo la odiaba, cómo odiaba esa voz sedeña.

—La noche antes que ocurriera eso —contestó—, la noche antes de la pelea que tuvo con el señor Ford.

—¿La pelea? No fue una pelea, Elizabeth. El tendero no respondió en absoluto, no tuvo ocasión. ¡Poco deportivo!

Karden se echó a reír, y lo más terrible es que nadie se rio con él.

—Dígame, ¿dónde se reunió con Leamas esa última noche?

—En su piso. Él había estado malo, sin trabajar. Estuvo en cama, y yo había ido a hacerle la comida.

—¿Y a comprarle de comer? ¿Le hacía la compra?

—Sí.

—Qué amable. Le debió costar mucho dinero… —Karden la observó con comprensión—. ¿Podía usted mantenerle?

—Yo no le mantenía. Lo recibía de Alec. Él…

—Ah —dijo Karden, con rapidez—, así que él tenía algún dinero, ¿eh?

«Dios mío —pensó Liz—, Dios mío, mi buen Dios. ¿Qué he dicho yo?»

—No mucho —dijo Liz de prisa—, no mucho, lo sé. Una libra o dos, nada más. No tenía más que eso. No podía pagar las cuentas, la luz eléctrica y el alquiler; ya ve, las pagó un amigo cuando él se fue. Tuvo que pagarlas un amigo, no Alec.

—Claro —dijo Karden, tranquilamente—, un amigo las pagó. Fue especialmente a pagar las cuentas. Algún viejo amigo de Leamas. Alguien que él conocería quizá antes de ir a Bayswater. ¿Conoció usted alguna vez a ese amigo, Elizabeth?

Ella movió la cabeza.

—Ya veo. ¿Qué otras cuentas pagó ese amigo? ¿Lo sabe?

—No…, no.

—¿Por qué vacila?

—He dicho que no sé —replicó con dureza Liz.

—Pero ha vacilado —explicó Karden—. Me preguntaba si pensaría otra cosa.

—No.

—¿Le habló alguna vez Leamas de ese amigo? ¿Un amigo con dinero, que sabía dónde vivía Leamas?

—Nunca mencionó a ningún amigo. No creo que tuviera amigos.

—Ah.

Se produjo un terrible silencio en la sala, más terrible para Liz porque, como un niño ciego entre videntes, estaba aislada de todos los que la rodeaban: ellos podían medir sus respuestas con algún patrón secreto mientras que ella, por ese temible silencio, no podía saber lo que habían averiguado.

—¿Cuánto dinero gana, Elizabeth?

—Seis libras por semana.

—¿Tiene ahorros?

—Unos pocos; unas libras.

—¿Cuál es el alquiler de su piso?

—Cincuenta chelines por semana.

—Es mucho, ¿no, Elizabeth? ¿Ha pagado el alquiler hace poco?

Ella movió la cabeza, desvalida. En un susurro, contestó:

—Tenía un arrendamiento. Alguien compró el piso y me mandó el título.

—¿Quién?

—No sé —le corrían las lágrimas por la cara—. No sé… Por favor, no me pregunten más. No sé quién fue…, lo mandaron hace seis semanas, un banco de la City…, alguna beneficencia lo había hecho…, mil libras. Les juro que no sé quién…, un donativo de una beneficencia, decían. Ustedes lo saben todo; díganme quién…

Sepultando la cara entre las manos, lloró, de espaldas a la sala, con los hombros moviéndose a causa de la agitación de sus sollozos. Nadie se movía; al fin, ella bajó las manos, pero sin levantar la mirada.

—¿Por qué no hizo averiguaciones? —preguntó Karden con sencillez—. ¿O está usted acostumbrada a recibir donaciones anónimas de mil libras?

Ella no dijo nada, y Karden continuó:

—No hizo averiguaciones porque lo supuso. ¿No es verdad?

Ella asintió, volviendo a aproximar la mano a su cara.

—Supuso que venía de Leamas, o del amigo de Leamas, ¿no?

—Sí —se las arregló para decir ella—; oí decir en la calle que el tendero había recibido algún dinero, un montón de dinero, de algún sitio, después del juicio. Se habló mucho de ello, y yo comprendí que debía de ser el amigo de Alec…

—Qué extraño —dijo Karden, casi para sí—; qué raro. —Y luego—: Dígame, Elizabeth, ¿alguien se puso en contacto con usted después que Leamas fue a la cárcel?

—No —mintió ella.

Ahora sabía, ahora estaba segura de que querían demostrar algo contra Alec, algo sobre el dinero o sus amigos, algo sobre el tendero.

—¿Está usted segura? —preguntó Karden, con las cejas levantadas sobre los cercos de oro de las gafas.

—Sí.

—Pero su vecino, Elizabeth —objetó Karden, con paciencia—, dijo que vinieron a verla unos hombres, dos hombres, poco después de la sentencia de Leamas, ¿o eran simplemente amantes, Elizabeth? ¿Amantes de paso, como Leamas, que le dieron dinero?

—Alec no era un amante de paso —gritó ella—; ¿cómo puede…?

—Pero le dio dinero. ¿También los hombres le dieron dinero?

—¡Por Dios! —sollozó Liz—. No me haga más preguntas.

—¿Quiénes eran?

Ella no contestó, y entonces Karden gritó de repente: era la primera vez que elevaba la voz.

—¿Quiénes?

—No sé. Vinieron en un coche. Amigos de Alec.

—¿Más amigos? ¿Qué querían?

—No sé. Me estuvieron preguntando lo que él me decía…, me dijeron que me pusiera en contacto con ellos si…

—¿Cómo? ¿Cómo ponerse en contacto con ellos?

Ella, por fin, contestó:

—Él vivía en Chelsea…, se llamaba Smiley, George Smiley… Yo tenía que llamarle…

—¿Y le llamó?

—¡No!

Karden había dejado el expediente. Un silencio de muerte había caído sobre la sala. Señalando a Leamas, dijo Karden, con voz perfectamente contenida:

—Smiley quería saber si Leamas le había contado demasiado a ella. Leamas había hecho una cosa que la Intelligence británica nunca esperó que hiciera: se buscó una amante y le había llorado en el hombro.

Entonces Karden se echó a reír suavemente, como si todo eso fuera una broma estupenda:

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