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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (22 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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—Yo no soy cristiano.

Fiedler se encogió de hombros.

—Ya sabe lo que quiero decir. —Volvió a sonreír—. Eso que tan incómodo le pone… Lo diré de otra manera. Supongamos que Mundt tiene razón. Me pidió que confesara, ya sabe: yo tenía que confesar que estaba de acuerdo con espías británicos que conspiraban para asesinarle. Ya ve la cuestión: que toda la operación estaba montada por la Intelligence británica para incitarnos —para incitarme, si usted quiere— a liquidar al mejor hombre de la Abteilung: para volver contra nosotros nuestra propia arma.

—También lo probó conmigo —dijo Leamas, con indiferencia. Y añadió—: Como si yo hubiera guisado toda la maldita historia.

—Pero lo que quiero decir es esto: suponga que lo hubiera hecho, suponga que fuera verdad: estoy poniendo un ejemplo, ya me entiende, una hipótesis: ¿mataría usted a un hombre, a un hombre inocente…?

—Mundt también es un asesino.

—Suponga que no lo fuera. Suponga que fuera yo a quien querían matar: ¿lo haría Londres?

—Depende…, depende de la necesidad…

—Ah —dijo Fiedler, satisfecho—, depende de la necesidad. Como Stalin, en realidad. El accidente de circulación y las estadísticas. Es un gran alivio.

—¿Por qué?

—Tiene que dormir un poco —dijo Fiedler—. Pida la comida que quiera. Le traerán lo que le haga falta. Mañana podrá hablar. —Al alcanzar la puerta, miró hacia atrás y dijo—: Somos todos lo mismo, ya sabe, ésa es la broma.

Leamas pronto se durmió, satisfecho de saber que Fiedler era su aliado y que dentro de poco enviarían a Mundt a la muerte. Era algo que esperaba desde hacía mucho tiempo.

XIX. Reunión de sección

Liz era feliz en Leipzig. La austeridad le complacía, le daba el consuelo del sacrificio. La casita donde estaba era oscura y pobre, la comida era mala y la mayor parte tenía que ser para los niños. Hablaban de política en todas las comidas, ella y
Frau
Ebert, secretaria de Sección en la Sección de Barriada de Leipzig Hohengrün, una mujercita gris cuyo marido dirigía una cantera de grava en las afueras de la ciudad. Era como vivir en una comunidad religiosa, pensaba Liz; un convento, o un «kibbutz», o algo así. Uno sentía que el mundo estaba mejor por su estómago vacío. Liz sabía un poco de alemán que había aprendido de su tía, y le sorprendió ver con cuánta rapidez podía practicarlo. Los niños, al principio, la trataron de una manera rara, como si fuera una persona de gran importancia o de valiosa rareza, y al tercer día uno de ellos se armó de valor y le preguntó si había traído chocolate de «drüben», de «allá». No se le había ocurrido, y se sintió avergonzada. Después de eso, parecieron olvidarla.

Al atardecer, había trabajo del Partido. Distribuían propaganda, visitaban a miembros de la Sección que no habían pagado las cuotas o que se habían descuidado en la asistencia a las reuniones, iban de visita al distrito para una discusión sobre «Problemas relacionados con la distribución centralizada de los productos agrícolas», en que estaban presentes todos los secretarios locales de Sección, y asistía a una reunión del Consejo Consultivo de Trabajadores de una fábrica de máquinas herramientas en las afueras de la ciudad.

Por fin, el cuarto día, el jueves, llegó la reunión de su propia Sección. Ésa iba a ser, al menos para Liz, la experiencia más animadora de todas: sería un ejemplo de todo lo que podía ser algún día su propia Sección de Bayswater. Habían elegido un titulo maravilloso para las discusiones de esa tarde: «Coexistencia después de dos guerras», y esperaban una asistencia como nunca. Se habían distribuido circulares por toda la barriada, y ocupado de que no hubiera reunión rival en los alrededores aquella tarde: no era un día para hacer compras a última hora.

Acudieron siete personas.

Siete personas, y Liz y la secretaria de la Sección, y el delegado del Distrito. Liz puso cara valiente, pero se sintió terriblemente trastornada. Apenas podía concentrar su atención en el orador, y cuando lo intentaba, él usaba largas palabras alemanas compuestas, que de ningún modo podía ella descifrar. Era como las reuniones en Bayswater, era como las devociones de entre semana cuando acostumbraba ir a la iglesia: el mismo grupito cumplidor de caras perdidas, la misma meticulosa conciencia de sí mismos, la misma sensación de una gran idea en manos de gente insignificante. Siempre sentía lo mismo: era terrible, de veras, pero lo sentía: deseaba que no apareciera nadie, porque eso sería algo definitivo y sugeriría persecución, humillación, algo ante lo que se podía reaccionar.

Pero siete personas no era nada: era peor que nada, porque evidenciaba la inercia de la masa imposible de capturar. Le destrozaba a uno el alma.

El cuarto era mejor que el aula de Bayswater, pero tampoco eso era un consuelo. En Bayswater había resultado divertido tratar de encontrar un local. Al principio, habían fingido ser otra cosa, absolutamente nada de Partido. Habían ocupado cuartos traseros en bares, una sala de reunión en el «Café Ardena», o se habían reunido clandestinamente unos en casa de otros. Luego se les había unido Bill Hazel, de la Escuela Secundaria, y habían usado su aula. Incluso eso era peligroso: el director creía que Bill dirigía un grupo teatral, así que, al menos en teoría, podían todavía echarles a la calle.

Con todo, eso iba mejor que esta Sala de la Paz, en hormigón pretensado, con grietas en los rincones y el retrato de Lenin. ¿Por qué tenían ese estúpido marco alrededor del retrato? Se veían manojos de tubos de órgano saliendo por los rincones, y colgaduras polvorientas. Tenía algo de funeral fascista. A veces pensaba que Alec tenía razón, uno creía en las cosas porque necesitaba creer, lo que uno creía no tenía valor propio, no tenía función. Lo que él decía: «Un perro se rasca donde le pica. A cada perro le pica en un sitio diferente.» No, no tenía razón. Alec no tenía razón; era una perversidad decir eso. La paz y la libertad y la igualdad eran hechos, desde luego que lo eran. Y lo de la historia… todas esas leyes que demostraba el Partido. No, Alec no tenía razón: la verdad existía fuera de la gente, se demostraba en la historia, los individuos tenían que inclinarse ante ella siendo aplastados si fuese necesario. El Partido era la vanguardia de la historia, la punta de lanza en la lucha por la Paz… Recorrió la rúbrica con cierta inseguridad. Ojalá hubiera acudido más gente. Siete eran muy pocos. Parecían malhumorados; malhumorados y hambrientos.

Terminada la reunión, Liz esperó a que
Frau
Ebert recogiera los folletos sin vender que había en la pesada mesa junto a la puerta, llenara su libro de asistencias y se pusiera el abrigo, pues hacía frío esa noche. El orador se había marchado —bastante groseramente, pensó Liz— antes de que empezara la discusión general.
Frau
Ebert estaba en la puerta con la mano en el interruptor de la luz, cuando salió de la tiniebla un hombre, recortándose en la entrada. Por un momento, Liz pensó que era Ashe. Era alto y rubio y llevaba uno de esos impermeables con botones de cuero.

—¿Camarada Ebert? —preguntó.

—¿Sí?

—Vengo buscando a una camarada inglesa, Gold. ¿Está viviendo con usted?

—Yo soy Elizabeth Gold —intervino Liz, y el hombre entró en la sala y cerró la puerta detrás de él, de modo que la luz le dio de lleno en la cara.

—Soy Holten, de parte del Distrito.

Mostró un papel a
Frau
Ebert, que seguía parada junto a la puerta, y que asintió, mirando un poco preocupada hacia Liz.

—Me han encargado entregar un mensaje a la camarada Gold de parte del Presidium —dijo—. Se refiere a una alteración en su programa; es una invitación para asistir a una reunión especial.

—¡Oh! —dijo Liz, bastante aturdida. Parecía fantástico que el Presidium hubiera recibido alguna noticia acerca de ella.

—Es un gesto —dijo Holten—; un gesto de buena voluntad.

—Pero yo…, pero
Frau
Ebert… —empezó Liz, desvalida.

—Camarada Ebert, estoy seguro de que usted me perdonará, en estas circunstancias.

—Desde luego —dijo rápidamente
Frau
Ebert.

—¿Dónde se va a celebrar esa reunión?

—Será preciso que se marche esta noche —contestó Holten—. Tenemos mucho camino que recorrer. Casi hasta Görlitz.

—Görlitz… ¿Dónde está eso?

—Al este —dijo
Frau
Ebert, de prisa—. En la frontera polaca.

—La podemos llevar ahora a casa en coche. Recogerá sus cosas y emprenderemos enseguida el viaje.

—¿Esta noche? ¿Ahora?

—Sí.

Holten no parecía pensar que a Liz le quedaran alternativas.

Les esperaba un gran coche negro. Con chofer y un asta de banderín en el capó. Parecía un coche militar.

XX. El tribunal

La sala no era mayor que un aula. A un lado, en los escasos cinco o seis bancos disponibles, estaban sentados guardias y carceleros, y, acá y allá, entre ellos, espectadores: miembros del Presidium y funcionarios seleccionados. En el otro lado de la sala estaban sentados los tres miembros del Tribunal en butacas de alto respaldo, ante una mesa de roble sin pulir. Por encima de ellos, colgada del techo por tres alambres, había una gran estrella roja de madera contrachapada. Las paredes de la sala eran blancas como las paredes de la celda de Leamas.

A ambos extremos de la mesa, con las sillas un poco arrimadas y vueltas hacia dentro para darse la cara mutuamente, había dos hombres: uno era de cierta edad, quizá de sesenta años, con traje negro y corbata gris, el tipo de traje que se lleva para ir a la iglesia en las comarcas rurales alemanas. El otro era Fiedler.

Leamas estaba sentado al fondo, con un guardia a cada lado. Por entre las cabezas de los espectadores veía a Mundt, también rodeado de policías, con su pelo rubio muy bien cortado, y los anchos hombros cubiertos por el conocido gris del uniforme de la prisión. A Leamas le pareció digno de un curioso comentario al estado de ánimo de la sala —o a la influencia de Fiedler—, el hecho de que él vistiera su propia ropa, mientras que Mundt llevaba el uniforme de la prisión.

Leamas no llevaba mucho tiempo en su sitio cuando el presidente del Tribunal, sentado en el centro de la mesa, cogió la campanilla. El sonido atrajo su atención, y un escalofrío le recorrió al darse cuenta de que el presidente era una mujer. Apenas se le podía reprochar que no se hubiera dado cuenta antes: tenía unos cincuenta años, y era morena y de ojos pequeños. Llevaba el pelo corto, como el de un hombre, y usaba ese tipo de chaquetón militar, funcional y oscuro, tan frecuente entre las mujeres soviéticas. Miró penetrantemente por toda la sala, hizo una señal con la cabeza a un centinela para que cerrara la puerta, y se dirigió inmediatamente, sin ceremonia alguna, a la sala.

—Ya saben todos ustedes por qué estamos aquí. Este acto es secreto, recuérdenlo. Es un tribunal convocado expresamente por el Presidium. Oiremos las declaraciones que nos parezcan oportunas —señaló con gesto rutinario a Fiedler—. Camarada Fiedler, sería mejor que empezara.

Fiedler se levantó. Después de dar una breve cabezada hacia la mesa, sacó de la cartera que tenía al lado un manojo de papeles sujetos, en una esquina, con un cordón negro.

Hablaba de modo sosegado y tranquilo, con una reserva que Leamas nunca había visto en él. Leamas lo consideró como una buena actuación, bien ajustada al papel de un hombre que, lamentándolo mucho, ahorca a su jefe.

—Deben saber, ante todo, si no lo saben ya —empezó Fiedler—, que el mismo día que el Presidium recibió mi informe sobre las actividades del camarada Mundt, fui detenido, junto con el desertor Leamas. Ambos fuimos apresados, y ambos… invitados a confesar muy violentamente que toda esta terrible acusación era una conspiración fascista contra un camarada leal.

»Por el informe que les he dado ya, pueden ver cómo nos fijamos en Leamas: nosotros mismos le buscamos, le indujimos a desertar y, finalmente, le trajimos a la Alemania Democrática. Nada podría demostrar más claramente la imparcialidad de Leamas que esto: sigue rehusándose, por razones que explicaré, a creer que Mundt era un agente británico. Por tanto, es grotesco sugerir que Leamas esté enviado por ellos: la iniciativa fue nuestra, y las declaraciones, fragmentadas pero vitales, de Leamas, no hacen más que proporcionar la prueba final de una larga cadena de indicaciones que alcanza hasta hace tres años.

»Tienen delante de ustedes el informe escrito sobre este caso. No necesito hacer otra cosa que interpretarles unos hechos de que ustedes ya se dan cuenta.

»La acusación contra el camarada Mundt afirma que es un agente de una potencia imperialista. Podría yo haber hecho otras acusaciones: que entregó informaciones al Servicio Secreto británico, que convirtió su Departamento en el inconsciente lacayo de un estado burgués, que escudó deliberadamente a grupos anti—Partido y aceptó en recompensa sumas en moneda extranjera. No hay un delito más grave en nuestro código penal, no hay ninguno que exponga a nuestro Estado a un mayor peligro ni que exija más vigilancia por parte de los órganos del Partido.

Aquí dejó los papeles.

—El camarada Mundt tiene cuarenta y dos años. Es subjefe del Departamento para la Protección del Pueblo. Es soltero. Siempre se le ha considerado hombre de capacidad excepcional, incansable en el servicio de los intereses del Partido, inexorable en su protección.

»Permítanme que les cuente algunos detalles de su carrera. Fue reclutado para el Departamento a la edad de veintidós años, y pasó por la instrucción acostumbrada. Después de terminar su periodo de prueba, asumió tareas especiales en países escandinavos, especialmente Noruega, Suecia y Finlandia, donde logró establecer una red de espionaje que dio la batalla contra los agitadores fascistas en el campo enemigo. Realizó bien esta tarea, y no hay razón para suponer que en ese tiempo fuera otra cosa que un diligente miembro de su Departamento. Pero, camaradas, no han de olvidar su temprana conexión con Escandinavia. Las redes establecidas por el camarada Mundt poco después de la guerra sirvieron de pretexto, muchos años después, para que viajara a Finlandia y Noruega, donde sus misiones se convirtieron en una cobertura que le permitió cobrar miles de dólares de bancos extranjeros como pago de su conducta traicionera. No se equivoquen: el camarada Mundt no ha caído como víctima de los que intentan refutar los argumentos de la historia. Primero, la cobardía; luego, la debilidad; luego, la codicia, fueron sus motivos, el logro de una gran riqueza fue su sueño. Irónicamente, el complicado sistema con que se satisfizo su afán de dinero fue lo que puso en su pista a las fuerzas de la justicia.

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