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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (16 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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—Ya vendrá —dijo—; le gusta venir solo.

Entraron en la casa; el hombre abría la marcha. Estaba dispuesta como un pabellón de caza, en parte vieja y en parte nueva. Había una mala iluminación de luces pálidas en el techo. El lugar tenía un aire descuidado, mohoso, como si lo hubieran abierto para esa ocasión. Aquí y allá había pequeños toques oficiales, un aviso de qué hacer en caso de incendio, la pintura verde de reglamento en la puerta, y pesadas cerraduras de resorte; y en el salón, que estaba puesto con mucha comodidad, había un mobiliario oscuro, pesado, con muchos arañazos, y las inevitables fotografías de los jefes soviéticos. Para Leamas, esas desviaciones de lo anónimo significaban la identificación involuntaria de la Abteilung con la burocracia. Eso era algo a lo que se había acostumbrado en Cambridge Circus.

Peters se sentó, y Leamas hizo lo mismo. Durante diez minutos, acaso más, aguardaron; entonces, Peters habló a uno de los dos hombres que se habían quedado de pie, cohibidos, en el otro lado del cuarto.

—Vaya a decirle que estamos esperando. Y búsquenos algo de comer, tenemos hambre. —Cuando el hombre se dirigía a la puerta, Peters le llamó—: Y whisky…; dígales que traigan whisky y unos vasos.

El hombre encogió sus pesados hombros con poco aire de cooperación, y salió dejando abierta la puerta.

—¿Ha estado usted alguna otra vez aquí? —preguntó Leamas.

—Sí —contestó Peters—; varias veces.

—¿Para qué?

—Esta clase de cosas. No precisamente lo mismo, pero nuestro tipo de trabajo.

—¿Con Fiedler?

—Sí.

—¿Vale mucho?

Peters se encogió de hombros.

—Para ser judío, no está mal —contestó, y Leamas, al oír un ruido desde el otro lado del cuarto, se volvió y vio a Fiedler de pie en la puerta. En una mano traía una botella de whisky, y en la otra, vasos y agua mineral. No mediría más de un metro sesenta y cinco. Llevaba un traje azul oscuro de un solo corte; la chaqueta era demasiado larga. Era un animal sinuoso y flexible: sus ojos eran oscuros y brillantes. No les miraba a ellos, sino al policía que estaba junto a la puerta.

—Váyase —dijo. Tenía un leve deje sajón—. Váyase y diga al otro que nos traiga de comer.

—Se lo he dicho —avisó Peters—, ya lo saben. Pero no han traído nada.

—Son unos exquisitos —observó Fiedler con sequedad, en inglés—. Piensan que tendríamos que tener criados para la comida.

Fiedler había pasado la guerra en el Canadá. Leamas lo recordó ahora, al notar su acento. Sus padres habían sido refugiados judíos alemanes, marxistas, y hasta 1946 no volvió la familia a la patria, ansiosos de tomar parte, a cualquier precio, en la construcción de la Alemania de Stalin.

—Hola —añadió hacia Leamas, casi en camino—, me alegro de verle.

—Hola, Fiedler.

—Ha llegado al término del camino.

—¿Qué demonios quiere decir? —preguntó vivamente Leamas.

—Quiero decir que, en contra de cualquier cosa que le haya dicho Peters, no va a ir más hacia el este. Lo siento.

Parecía divertido. Leamas se volvió hacia Peters.

—¿Es eso cierto? —su voz temblaba de cólera—. ¿Es cierto? ¡Dígame!

Peters asintió.

—Sí. Yo soy el intermediario. Teníamos que hacerlo así. Lo siento —añadió.

—¿Por qué?

—Fuerza mayor —intervino Fiedler—. Su interrogatorio inicial tuvo lugar en Occidente, donde sólo una embajada podía ofrecer el enlace que necesitáramos. La República Democrática Alemana no tiene embajadas en los países occidentales, todavía no. Por consiguiente, nuestra Sección de Enlaces nos organizó el que disfrutásemos de facilidades, comunicaciones e inmunidades que ahora se nos niegan.

—¡Hijo de perra! —chilló Leamas—; ¡piojoso hijo de perra! Sabía que no me habría fiado de su asqueroso Servicio; ésa fue la razón, ¿no? Por eso han utilizado a un ruso.

—Hemos utilizado la Embajada soviética en La Haya. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Hasta entonces fue una operación nuestra. Eso es perfectamente razonable. Ni nosotros ni nadie más podía saber que su propia gente en Inglaterra se iban a lanzar tan pronto contra usted.

—¿No? ¿Ni siquiera cuando ustedes mismos los lanzaron contra mí? ¿No es eso lo que ha pasado, Fiedler? Bueno, ¿no es eso?

«Acuérdese siempre de serles odioso —había dicho Control—. Entonces considerarán como un tesoro lo que le saquen.»

—Es una sugerencia absurda —replicó con brevedad Fiedler.

Lanzando una ojeada hacia Peters, añadió algo en ruso. Peters asintió y se levantó.

—Adiós —dijo a Leamas—. Buena suerte.

Sonrió fatigosamente, dio una cabezada hacia Fiedler, y se encaminó hacia la puerta. Puso la mano en el cierre, luego se volvió y dijo otra vez a Leamas:

—Buena suerte.

Parecía querer decir algo a Leamas, pero Leamas quizá no lo habría oído. Se había puesto muy pálido, y había cruzado flojamente las manos sobre el cuerpo, con los pulgares para arriba, como si fuese a luchar. Peters se quedó de pie en la puerta.

—Debía haberlo previsto —dijo Leamas, y su voz tenía el acento extraño y quebrado del hombre muy furioso—, debía haber supuesto que ustedes nunca tendrían tripas para hacer su propio trabajo sucio, Fiedler. Es típico de su asqueroso medio país y de su escuálido pequeño Servicio que tengan que meter a su tío el gordo para que les haga de celestino. No son un país en absoluto, no son un gobierno; son una dictadura de quinta fila, de políticos neuróticos.

Apuntando con el dedo a Fiedler, gritó:

—Le conozco, sádico hijo de perra; es típico de usted. Estaba en el Canadá durante la guerra, ¿verdad? Un sitio asquerosamente bueno para estar entonces, ¿no? Apuesto a que metía la cabezota en el delantal de mamaíta cada vez que un avión volaba por encima. ¿Ahora qué es? Un pequeño acólito rastrero de Mundt y de veintidós divisiones rusas sentadas en el umbral de mamá. Bueno, le compadezco, Fiedler, el día que se despierte y encuentre que se han ido. Entonces habrá una matanza, y ni mamaíta ni el tío gordo le salvarán de recibir lo que merece.

Fiedler se encogió de hombros.

—Imagínese que es una visita al dentista, Leamas. Cuanto antes se acabe, antes podrá volver a casa. Coma algo y vaya a acostarse.

—Sabe perfectamente que no puedo volver a casa —replicó Leamas—. Ya se ha ocupado de ello. Me ha hecho saltar por los aires en Inglaterra; lo tenían que hacer los dos. Sabía condenadamente bien que yo nunca hubiera venido aquí si hubiera tenido otro remedio.

Fiedler se miró los dedos, finos y fuertes.

—No es ahora momento para filosofar —dijo—, pero ya sabe que realmente no se puede quejar. Todo nuestro trabajo —el suyo y el mío— está basado en la teoría de que el conjunto es más importante que el individuo. Por eso, un comunista considera su servicio secreto como la prolongación natural de su brazo, y por eso en su país el espionaje está envuelto en una especie de
pudeur anglaise
. La explotación de los individuos sólo se puede justificar por la necesidad colectiva, ¿no? Encuentro algo ridículo que se indigne tanto. No estamos aquí para observar las leyes éticas de la vida rural inglesa. Después de todo —añadió sedosamente—, su propia conducta, desde el punto de vista de un purista, no ha sido irreprochable.

Leamas miraba a Fiedler con expresión de asco.

—Ya conozco su plan. Usted es el perrito de Mundt, ¿verdad? Dicen que desea su puesto. Supongo que ahora lo conseguirá. Ya es hora de que se acabe el reinado de Mundt; quizá es eso.

—No comprendo —replicó Fiedler.

—Yo soy su gran éxito, ¿no? —dijo burlonamente Leamas.

Fiedler pareció reflexionar un momento, luego se encogió de hombros y dijo:

—La operación ha tenido éxito. Qué valga usted, es discutible. Ya veremos. Pero ha sido una buena operación. Ha cumplido la única exigencia de nuestra profesión: ha funcionado.

—Supongo que usted se llevará la alabanza —insistió Leamas, con una mirada dirigida a Peters.

—Aquí no hay cuestión de alabanza —replicó tensamente Fiedler—; en absoluto.

Se sentó en el brazo del sofá, miró pensativo a Leamas por un momento y luego dijo:

—Sin embargo, tiene razón en indignarse de una cosa. ¿Quién le dijo a su gente que nos lo habíamos llevado nosotros? Nosotros, no. Quizá no me crea, pero da la casualidad de que es cierto. No se lo dijimos. Ni siquiera queríamos que lo supieran. Entonces teníamos la idea de lograr que usted trabajara más adelante para nosotros; idea que ahora me doy cuenta de que era ridícula. Así que, ¿quién se lo dijo? Usted estaba perdido, a la deriva, no tenía dirección, ni relaciones, ni amigos. Entonces, ¿cómo diablos supieron que se había ido? Alguien se lo dijo; difícilmente Ashe o Kiever, porque los dos ahora están detenidos.

—¿Detenidos?

—Eso parece. No precisamente por su trabajo en el caso de usted, pero había otras cosas…

—Bueno, bueno.

—Es verdad lo que decía ahora mismo. Nos habríamos contentado con el informe de Peters desde Holanda. Podría haber recibido su dinero y marcharse. Pero no nos lo había dicho todo, y quiero saberlo todo. Después de todo, su presencia aquí también nos crea problemas, ya sabe.

—Bueno, se equivoca. Maldito lo que yo sé… y que le aproveche.

Hubo un silencio, durante el cual Peters, con una cabezada brusca, nada amistosa, dirigida a Fiedler, se marchó silenciosamente del cuarto. Fiedler cogió la botella de whisky y echó un poco en cada vaso.

—Me temo que no tenemos seltz —dijo—. ¿Le parece bien el agua? Pedí seltz, pero han traído una miserable limonada.

—Ah, váyase al demonio —dijo Leamas. De repente se sentía muy cansado.

Fiedler movió la cabeza.

—Es usted un hombre muy orgulloso —indicó—, pero no importa. Tome la cena y váyase a la cama.

Entró uno de los policías con una bandeja de comida; pan negro, salchichas y ensalada, verde y fría.

—Es un poco tosco —dijo Fiedler—, pero llena mucho. No hay patatas, me temo. Pasamos una escasez temporal de patatas.

Empezaron a comer en silencio; Fiedler con mucho cuidado, como un hombre que cuenta sus calorías.

Los guardias condujeron a Leamas a su alcoba. Le dejaron que llevara su propio equipaje —el mismo equipaje que le había dado Kiever antes de salir de Inglaterra—, y avanzó entre ellos por el ancho pasillo central que cruzaba la casa hasta la puerta principal. Llegaron a una gran puerta doble, pintada de verde oscuro, y uno de los policías abrió con llave; hicieron una señal a Leamas para que entrara delante. Él abrió la puerta de un empujón y se encontró en un pequeño dormitorio de cuartel con dos literas, una silla y una mesa rudimentaria. Era como en un campo de concentración. En las paredes había fotos de chicas, y las ventanas tenían las contraventanas cerradas. En el otro extremo del cuarto había otra puerta. Le hicieron de nuevo otra señal para que siguiera adelante. Él, dejando su equipaje, fue y abrió la puerta. El segundo cuarto era idéntico al primero, pero había una sola cama. Y las paredes estaban desnudas.

—Traigan esas maletas —dijo—, estoy cansado.

Se echó en la cama, vestido, y al cabo de unos minutos estaba completamente dormido.

Un centinela le despertó con el desayuno: pan negro y sucedáneo de café. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana.

La casa estaba en un alto cerro. El suelo se hundía bruscamente al pie de su ventana, con las copas de los pinos visibles por encima de la pendiente, más a lo lejos, con una simetría espectacular, se extendían interminables cerros, repletos de árboles. Acá y allá, una zanja para sacar leña o un cortafuegos formaba una sutil divisoria oscura entre los árboles, pareciendo separar milagrosamente, como la vara de Aarón, enormes mares de bosque circundante. No había ningún rastro humano: ni casa, ni iglesia, ni siquiera las ruinas de alguna vivienda anterior; sólo el camino, el camino amarillo a medio hacer, como una línea de lápiz a través de la hondonada del valle. No se oía ningún ruido. Parecía increíble que algo tan vasto pudiera estar tan silencioso. El día era frío, pero claro. Debía de haber llovido por la noche; el suelo estaba húmedo, y todo el paisaje tan nítidamente recortado contra el cielo blanco, que Leamas podía distinguir los árboles, uno a uno, en los cerros más remotos.

Se vistió despacio, bebiendo mientras tanto el ácido café. Casi había acabado de vestirse y estaba a punto de empezar a comerse el pan, cuando Fiedler entró en el cuarto.

—Buenos días —dijo alegremente—. No quiero interrumpirle el desayuno.

Se sentó en la cama. Leamas tuvo que reconocérselo a Fiedler: tenía valor. No es que hubiera nada valiente en venir a verle: los centinelas, según suponía Leamas, seguían en el cuarto de al lado. Pero había una firmeza, una voluntad definida en sus ademanes, que Leamas percibía y admiraba.

—Nos ha planteado un problema intrigante —observó.

—Les he dicho todo lo que sé.

—Ah, no. —Sonrió—. Ah, no nos lo ha dicho. Nos ha dicho todo lo que tiene conciencia de saber.

—Muy listo —murmuró Leamas, empujando a un lado el desayuno y encendiendo un cigarrillo, el último que le quedaba.

—Permítame hacerle una pregunta —sugirió Fiedler, con la exagerada campechanía de uno que propone un juego de salón—. Como experto funcionario de espionaje, ¿qué haría usted con la información que nos ha dado?

—¿Qué información?

—Mi querido Leamas, sólo nos ha dado una parte de la información. Nos ha hablado de Riemeck: ya sabíamos de Riemeck. Nos ha contado la estructura de su organización en Berlín, sus personalidades y sus agentes. Eso, si puedo decirlo así, es una antigualla. Exacta, sí. Buena base, lectura fascinante, aquí y allá buenas confirmaciones, aquí y allá algún pececillo que hemos de sacar del estanque. Pero no…, si me permite ser grosero…, no son quince mil libras esterlinas de información. No —volvió a sonreír—, según los precios actuales.

—Oiga —dijo Leamas—, yo no propuse ese trato. Fueron ustedes. Usted, Kiever y Peters. Yo no fui arrastrándome a esos amigos suyos maricas, chalaneando con buenas informaciones. Ustedes organizaron la persecución, Fiedler; ustedes dijeron el precio y aceptaron el riesgo. Aparte de eso, no he recibido ni un asqueroso penique. Así que no me eche la culpa si la operación es un fracaso.

«Haga que se le acerquen», recordó Leamas.

—No es un fracaso —replicó Fiedler—, no ha terminado. No puede haber terminado. No nos ha dicho lo que sabe. Dije que nos había dado sólo parte de la información. Habló de Piedra Movediza. Permítame preguntarle qué haría usted si yo, o Peters, o alguien parecido, le hubiera contado una historia semejante.

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