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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (178 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¿Dónde está?

—Aquí.

—Haced que lo vea.

—Es fácil.

Poco después, Luigi Vampa se hallaba ante Danglars.

—¿Me llamáis? —preguntó al prisionero.

—¿Sois el jefe de los que me han traído aquí?

—Sí, excelencia, ¿y qué?

—¿Qué queréis de mí por rescate? Decid.

—Nada más que los cinco millones que lleváis encima.

El banquero sintió oprimido el corazón con un pasmo terrible.

—No tengo más que eso en el mundo, resto de una inmensa fortuna. Si me lo quitáis, quitadme la vida.

—Tenemos prohibido derramar vuestra sangre, excelencia.

—¿Y quién os lo ha prohibido?

—El que manda en nosotros.

—¿Obedecéis a alguien?

—Sí, a un jefe.

—Creía que el jefe erais vos.

—Soy jefe de estos hombres, pero otro lo es mío.

—¿Y ese jefe obedece a alguien?

—Sí.

—¿A quién?

—A Dios.

Danglars permaneció un momento pensativo.

—No os comprendo —dijo.

—Es posible.

—¿Y es ese jefe el que os ha dicho que me tratéis de tal modo?

—Sí.

—¿Con qué objeto?

—Lo ignoro.

—Pero ¿desaparecerá mi bolsa?

—Es probable.

—Vamos —dijo Danglars—, ¿queréis un millón?

—No.

—¿Dos millones?

—No.

—¿Tres millones…?, ¿cuatro…?, veamos, ¿cuatro? Os lo doy a condición de que me pongáis en libertad.

—¿Por qué nos ofrecéis cuatro millones por lo que vale cinco? —dijo Vampa—, eso es una usura, señor banquero, o no entiendo una palabra.

—¡Tomadlo todo! ¡Tomadlo todo!, os digo —exclamó Danglars—, o matadme.

—Vamos, vamos, calmaos, excelencia, os vais a alterar la sangre, y eso os dará apetito para comer un millón por día, ¡sed más económico, demonio!

—¿Y cuando no tenga más dinero que daros? —exclamó Danglars exasperado.

—Entonces tendréis hambre.

—¿Tendré hambre? —dijo Danglars palideciendo.

—Probablemente —respondió Vampa con sorna.

—¿Decís que no queréis matarme?

—No.

—¿Y queréis dejarme morir de hambre?

—Sí, que no es lo mismo.

—¡Y bien, miserables! —exclamó Danglars—, haré fracasar vuestros infames planes. Morir por morir prefiero acabar de una vez. Hacedme sufrir, torturadme, matadme, pero no conseguiréis mi firma.

—Como queráis, excelencia —dijo Vampa. Y salió.

Danglars se arrojó rabiando sobre las pieles de lobo.

¿Quiénes eran esos hombres? ¿Quién era ese jefe visible? ¿Quién era el jefe invisible? ¿Qué proyectos les animaban contra él?, y cuando todo el mundo podía rescatarse, ¿por qué no podía él hacerlo?

¡Oh!, seguramente que la muerte, una muerte pronta y violenta, era un buen medio de burlar a los enemigos encarnizados que parecían perseguir contra él una incomprensible venganza.

—¡Sí, pero morir!

Acaso por primera vez en su larga carrera, Danglars pensaba en la muerte con el deseo y el temor a la vez de morir, pero había llegado el momento para él de detener la vista en el espectro implacable que va en pos de toda criatura, y a cada pulsación del corazón le dice: ¡Morirás!

Danglars parecía una bestia feroz, acosada por la montería, desesperada después, y que a fuerza de su desesperación, consigue finalmente evadirse. Pensó en la fuga, pero los muros eran la roca viva, y a la única salida de la cueva se hallaba un hombre leyendo, por detrás del cual veíanse pasar y repasar sombras armadas de fusiles.

Duróle dos días la resolución de no firmar, después de los cuales pidió de comer y ofreció un millón. Tomáronselo y le sirvieron una suculenta comida.

Desde entonces la vida del desgraciado prisionero fue una tortura perpetua. Había sufrido tanto que no quería exponerse a sufrir más, y cedía a todas las exigencias. Al cabo de cuatro días, una tarde que había comido como en los tiempos de su mejor fortuna, echó sus cuentas y notó que era tanto lo gastado que no le restaban más que cincuenta mil francos.

Entonces sufrió una reacción extraña. Acabando de perder cinco millones, trató de salvar los cincuenta mil francos que le quedaban; antes que entregarlos, se propuso una vida de privaciones y llegó a entrever momentos de esperanza que rayaban en locura. Teniendo olvidado a Dios después de mucho tiempo, comenzó a creer que había obrado milagros, que la caverna podía hundirse, que los carabineros pontificios podían descubrir aquel odioso encierro y salvarle. Pensó en los cincuenta mil francos que le restaban, que eran una suma suficiente para preservarle del hambre, y rogó a Dios se los conservara, y orando lloró.

Tres días transcurrieron de este modo, durante los cuales el nombre de Dios estuvo constantemente, si no en su corazón, en sus labios. A intervalos tenía instantes de delirio, durante los cuales creía ver desde las ventanas en una pobre choza un anciano agonizando en el lecho. Este viejo también moría de hambre.

El cuarto día no era un hombre, era casi un cadáver. Había recogido hasta las últimas migajas de sus comidas, y comenzaba a devorar la estera que cubría el piso de la cueva.

Suplicó entonces a Pepino, como a un ángel guardián, le diese algún alimento, y le ofreció mil francos por un pedazo de pan. Pepino no contestó.

El quinto día se arrastró hasta la entrada de la celda.

—¿No sois cristiano? —dijo incorporándose sobre las rodillas—, ¿queréis asesinar a un hombre que es hermano vuestro ante Dios? ¡Oh!, ¡mis amigos de otro tiempo, mis amigos de otro tiempo! —murmuraba. Y cayó con la frente en el suelo.

Luego, levantándose, gritó con una especie de desesperación:

—¡El jefe!, ¡el jefe!

—Heme aquí —dijo Vampa, apareciendo de repente—, ¿qué queréis otra vez?

—Tomad el oro que me queda —balbuceó Danglars entregándole la cartera—, y dejadme vivir aquí, en esta caverna. No pido la libertad, sólo pido la vida.

—¿Entonces, sufrís mucho? —preguntó Vampa.

—¡Oh!, sí; sufro, sufro cruelmente.

—Hay, sin embargo, hombres que han sufrido más que vos.

—No lo creo.

—Sí; ¡por mi vida!, murieron de hambre.

El banquero acordóse entonces del anciano que, durante sus horas de alucinamiento, veía a través de las ventanas de la pobre cabaña llorar en el lecho. Golpeóse la frente contra el suelo, dando un gemido.

—Sí —dijo—, es verdad. Hay quienes han sufrido más que yo, pero al menos eran mártires.

—¿Es que al fin os arrepentís? —dijo una voz sombría y solemne, que hizo erizarse los cabellos en la cabeza de Danglars.

Su mirada débil trató de distinguir los objetos, y vio detrás del bandido un hombre envuelto en una capa, y oculto tras una pilastra de piedra.

—¿De qué tengo que arrepentirme? —balbuceó Danglars.

—Del mal que me habéis hecho —dijo la misma voz.

—¡Oh, sí; me arrepiento, me arrepiento! —exclamó el banquero. Y se golpeó el pecho con el puño desfallecido.

—Entonces os perdono —dijo el hombre soltando la capa y dando algunos pasos para colocarse ante la luz.

—¡El conde de Montecristo! —dijo Danglars, más pálido de terror, que lo que estaba un momento antes de hambre y de miseria.

—Os engañáis, no soy el conde de Montecristo.

—¿Quién sois, entonces?

—Soy el que habéis vendido, entregado, deshonrado, cuya mujer amada habéis prostituído, al que habéis pisoteado para poder encumbraros y alzaros con una gran fortuna, cuyo padre habéis hecho morir de hambre, a quien condenasteis a morir del mismo modo, y que, sin embargo, os perdona, porque tiene asimismo necesidad de ser perdonado: soy ¡Edmundo Dantés!

Danglars lanzó un grito y cayó de rodillas.

—¡Levantaos! —dijo el conde—, tenéis salvada la vida. No han tenido igual suerte vuestros dos cómplices. Uno está loco, otro muerto. Quedaos con los cincuenta mil francos que os restan, os los doy. En cuanto a los cinco millones robados a los hospicios, les han sido ya restituidos por una mano desconocida. Ahora comed y bebed. Esta noche os doy hospedaje.

Después, el conde se volvió y dijo:

—Vampa, cuando ese hombre esté satisfecho, que se vaya libremente.

Danglars permaneció prosternado mientras el conde se alejaba; cuando levantó la cabeza, solamente vio una especie de sombra que desapareció por el corredor y ante la cual se inclinaban los bandidos.

Según había dispuesto el conde, Danglars se vio servido por Vampa, quien mandó traerle el mejor vino y los más exquisitos manjares de Italia, y después, haciéndole montar en su silla de posta, le dejó en el camino, arrimado a un árbol. Así permaneció sin saber dónde se hallaba. Entonces vio que estaba cerca de un arroyo, y como tenía sed, se arrastró hasta él. Al bajarse para beber, vio en el espejo de las aguas que sus cabellos se habían vuelto blancos.

Capítulo
XXXVIII
El 5 de octubre

S
erían las seis de la tarde. Un horizonte de color de ópalo, matizado con los dorados rayos de un hermoso sol de otoño, se destacaba sobre la mar azulada.

El calor del día había ido atenuándose poco a poco, y empezaba a sentirse la ligera brisa que parece la respiración de la naturaleza exhalándose después de la abrasadora siesta del mediodía; soplo delicioso que refresca las costas del Mediterráneo y lleva de ribera en ribera el perfume de los árboles, mezclado con el acre olor del mar.

Sobre la superficie del lago que se extiende desde Gibraltar a los Dardanelos, y de Túnez a Venecia, una embarcación ligera, de forma elegante, se deslizaba a través de los primeros vapores de la noche. Su movimiento era el del cisne que abre sus alas al viento surcando las aguas. Avanzaba rápido y gracioso a la vez, dejando en pos de sí un surco fosforescente.

Lentamente, el sol, cuyos últimos rayos hemos saludado, desapareció por el horizonte occidental, pero como para secundar los sueños brillantes de la mitología, sus fuegos indecisos, reapareciendo en la cima de cada ola, parecían revelar que el dios de la luz acababa de ocultarse en el seno de Anfítrite, quien procuraba en vano guardar a su amante entre los pliegues de su azulado manto.

El barco avanzaba velozmente, aunque al parecer, apenas hacía viento para sacudir los rizados bucles de una joven. En pie sobre la proa, un hombre alto, de tez bronceada, ojos dilatados, veía acercarse hacia él la tierra bajo la forma de una masa sombría en forma de cono, y saliendo del medio de las olas como un ancho sombrero catalán.

—¿Está ahí la isla de Montecristo? —preguntó con una voz grave, impregnada de profunda tristeza, el viajero a cuyas órdenes parecía estar en aquel momento la embarcación.

—Sí, excelencia —respondió el patrón—; ya llegamos.

—¡Llegamos! —murmuró el viajero con un acento indefinible de melancolía.

Luego añadió en voz baja:

—Sí; éste será el puerto.

Y se sumergió en sus meditaciones, que se revelaban con una sonrisa más triste aún que lo hubiesen sido las mismas lágrimas.

Unos minutos más tarde se distinguió en tierra una llama, que se apagó al instante, y el estampido de un arma de fuego llegó hasta el barco.

—Excelencia —dijo el patrón—, he ahí la señal, ¿queréis responder vos mismo?

—¿Qué señal? —preguntó.

El patrón extendió la mano hacia la isla, desde cuyas orillas ascendía una larga y blanquecina columna de humo, que se iba extendiendo sensiblemente en la atmósfera.

—¡Ah!, sí —dijo, como saliendo de un sueño—, dadme…

El patrón le entregó una carabina cargada. El viajero la tomó, apuntó hacia arriba y la disparó al aire.

Diez minutos después se amainaba la vela, y se echaba el ancla a quinientos pasos del puerto.

El bote estaba ya en el mar con cuatro remeros y el piloto. El viajero bajó, y en vez de sentarse en la popa guarnecida para él de un tapiz azul, se mantuvo en pie con los brazos cruzados.

Los remeros esperaban con los remos medio levantados, como aves que ponen a secar las alas.

—¡Avante! —dijo el viajero.

Los ocho remos cayeron al mar de un solo golpe, y sin hacer saltar una chispa de agua. Después la barca, cediendo al impulso, se deslizó rápidamente.

En seguida entró en una pequeña ensenada, formada por una abertura natural. La barca tocó en un fondo de arena fina.

—Excelencia —dijo el piloto—, subid a espaldas de dos de nuestros hombres, que os llevarán a tierra.

El joven respondió a esta invitación con un gesto de completa indiferencia. Sacó las piernas de la barca y se dejó deslizar en el agua, que le llegó hasta la cintura.

—¡Ah, excelencia! —murmuró el piloto—, habéis hecho mal, y el señor os censurará por ello.

El joven continuó marchando hacia la ribera, detrás de dos marineros que habían encontrado el mejor fondo.

A los treinta pasos llegaron a tierra. El joven sacudió los pies y comenzó a buscar el camino que se le indicaba en medio de las tinieblas de la noche. En el momento en que volvía la cabeza, sintió una mano sobre el hombro y una voz que le hizo estremecer.

—Buenas noches, Maximiliano —le dijo la voz—, veo que sois puntual, gracias.

—¡Vos, conde! —exclamó el joven con un movimiento, expresión más que de otra cosa de alegría, y estrechando entre sus dos manos la de Montecristo.

—Sí, ya lo veis, tan puntual como vos, pero estáis no sé cómo, caro amigo. Es preciso transformaros, como diría Calipso a Telémaco. Venid, pues. Hay por aquí una habitación preparada para vos, y en la cual olvidaréis las fatigas y el frío.

Montecristo vio que Morrel se volvía, y esperó.

El joven, en efecto, veía con sorpresa que ni una sola palabra le habían dicho sus conductores, a los cuales no había pagado, y sin embargo, partían. Oíanse ya los movimientos de los remos del bote que volvía hacia la embarcación.

—¡Ah, sí! —dijo el conde—, ¿buscáis a vuestros marineros?

—Sin duda, nada les he dado y no obstante han partido.

—No penséis en eso, Maximiliano —dijo sonriéndose Montecristo—, tengo un contrato con la marina para que el acceso de mi isla quede libre de todo gasto de viaje. Soy su abonado, como se dice en los países civilizados.

Morrel miró al conde con admiración.

—Conde —le dijo—, no sois el mismo aquí que en París.

—¿Cómo es eso?

—Sí; aquí os reís.

La frente de Montecristo se ensombreció.

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