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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (176 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Su intención era fijarse en esta última ciudad, que se le había asegurado ser el vergel de los placeres.

Apenas anduvo tres leguas por las campiñas de Roma, cuando empezó a anochecer. Danglars no creía haber salido tan tarde; de otro modo se habría quedado. Así preguntó al postillón cuánto faltaba para llegar a la población cercana.


Non capisco
—respondió el postillón.

Danglars hizo un movimiento de cabeza que quería decir ¡muy bien!

El carruaje prosiguió la marcha.

—En la primera parada —dijo para sí Danglars— me detendré.

Danglars experimentó aún un resto de bienestar que había gozado la víspera, y que le proporcionó tan buena noche. Estaba muellemente extendido en una buena calesa inglesa de dos resortes, y se sentía llevado al galope por dos buenos caballos. La parada era de siete leguas, lo sabía. ¿Qué hacer cuando se es banquero, y se ha hecho con fortuna bancarrota?

Dedicó diez minutos a pensar en su mujer, que quedaba en París, otros diez en su hija, que recorría el mundo en compañía de la señorita de Armilly. Otros diez minutos en sus acreedores y en la manera como emplearía el dinero. Después, no teniendo en qué pensar, cerró los ojos y se quedó dormido.

Sin embargo, sacudido por un movimiento fuerte del carruaje, Danglars abrió un momento los ojos. Entonces se sintió llevado con la misma celeridad a través de la misma campiña de Roma, toda sembrada de acueductos rotos, que parecían gigantes de granito petrificados. Pero en una noche fría, sombría, lluviosa, era mejor para un hombre medio dormido permanecer en el fondo de la silla con los ojos cerrados, que asomar la cabeza a la ventanilla para preguntar dónde estaba a un postillón que no sabía responder otra cosa que:
non capisco!

Danglars continuó durmiendo, pensando que ya tendría tiempo de levantarse al llegar a la parada.

El carruaje se detuvo. Danglars pensó que llegaba por fin al término deseado. Abrió los ojos, miró a través del vidrio, creyendo hallarse en medio de alguna ciudad, o por lo menos aldea, pero no vio más que una casucha aislada y tres o cuatro hombres yendo y viniendo como sombras.

El banquero esperó un momento a que el postillón, que había acabado su parada, viniese a reclamarle el coste de la posta. Creía poder aprovechar esta ocasión para pedir algunas noticias a su nuevo conductor, pero se cambiaron los tiros sin que nadie pidiese nada al viajero. Danglars quedó asombrado, abrió la portezuela, pero le rechazó bien pronto una mano vigorosa y la silla empezó a rodar.

El barón se levantó estupefacto.

—¡Eh! —dijo al postillón—. ¡Eh!,
mio caro
!

Palabras italianas de una romanza que Danglars había retenido cuando su hija cantaba dúos con el príncipe Cavalcanti.

Pero
mio caro
no respondió.

Danglars se contentó entonces con bajar el cristal.

—¡Eh!, amigo ¿dónde vamos? —dijo sacando la cabeza.


Dentro la testa
! —exclamó una voz grave e imperiosa, acompañada de un grito de amenaza.

Danglars comprendió que
dentro la testa
quería decir: meted la cabeza. Hacía, como puede verse, rápidos progresos en el italiano.

Obedeció, no sin inquietud, y como esta inquietud subía de punto a cada minuto que transcurría, al cabo de algunos instantes su espíritu, en lugar del vacío que dijimos cuando se puso en camino, y que le produjo el sueño, tenía pensamientos más propios unos y otros para despertar el interés del viajero, y sobre todo de un viajero en la situación de Danglars. Sus ojos adquirieron en las tinieblas el brillo que les confieren en el primer momento las emociones fuertes, y que se apaga al fin por haberse excitado demasiado. Antes de tener miedo se ve claro. Mientras se tiene, se ve doble, después de haberle tenido se ve turbio.

Danglars vio un hombre envuelto en una capa que galopaba junto a la portezuela de la derecha.

—Algún gendarme —dijo—. ¿Habré sido denunciado por los telégrafos franceses a las autoridades pontificias?

Resolvió salir de esta ansiedad.

—¿Adónde me lleváis? —dijo.


Dentro la testa
! —repitió la misma voz con el propio acento de amenaza.

Danglars se volvió a la portezuela de la izquierda. Otro hombre a caballo galopaba al mismo lado.

—Evidentemente —se dijo Danglars con el sudor en el rostro—, he caído en una trampa.

Y se arrojó al fondo de la calesa, esta vez no para dormir, sino para soñar.

Poco después apareció la luna en el cielo.

Desde el fondo de la calesa echó una ojeada a la campiña. Volvió a ver entonces los grandes acueductos, fantasmas de piedra que había notado al pasar, solamente que en vez de verlos a la derecha, los tenía ahora a la izquierda. Creyó que habían dado media vuelta al carruaje, y que se le llevaba a Roma.

—¡Oh, desdichado de mí! —exclamó—, se habrá conseguido mi extradición.

El carruaje continuó corriendo con admirable velocidad. Pasó una hora terrible, porque a cada nuevo indicio que se le ofrecía al paso, el fugitivo reconocía, a no dudarlo, que se le volvía atrás. En fin, no volvió a ver la masa sombría contra la cual le pareció que el carruaje iba a estrellarse. Pero el carruaje se ladeó, bordeando la masa sombría, que no era otra cosa que la cintura de muralla que envuelve a Roma.

—¡Oh!, ¡oh! —murmuró Danglars—, no entramos en la ciudad. Luego no es la justicia la que me detiene. ¡Gran Dios!, otra idea, será posible…

Sus cabellos se erizaron. Acordóse entonces de las interesantes historias de los bandidos romanos, tan poco creídas en París, y que Alberto de Morcef contaba a la señora Danglars y a Eugenia, cuando se trataba de que el joven vizconde fuera yerno de una y marido de otra.

—¡Ladrones tal vez! —murmuró.

De repente, el carruaje rodó sobre alguna cosa más dura que el suelo de un camino enarenado. Danglars aventuró una mirada a los dos lados del camino. Distinguió unos monumentos de una forma extraña, y su pensamiento preocupado con la relación de Morcef, que al presente se le representaba en todos sus pormenores, este pensamiento le dijo que debía estar sobre la vía Apia.

A la izquierda del carruaje, en un espacio del valle, distinguíanse unas ruinas de forma circular. Eran las termas de Caracalla.

A una palabra del hombre que galopaba a la derecha del carruaje, éste se detuvo. Al mismo tiempo se abrió la portezuela de la izquierda.

—¡
Scendi
! —dijo una voz.

Danglars se apeó inmediatamente. No hablaba todavía el italiano, pero lo entendía ya. Más muerto que vivo, el barón miró en torno suyo. Cuatro hombres le rodeaban, sin contar el postillón.


Di quá
—dijo uno de ellos bajando por un pequeño sendero que conducía de la vía Apia al medio de las anfractuosidades de la campiña de Roma.

Danglars siguió a su guía, sin oponer resistencia, y no tuvo necesidad de volverse para saber que era seguido por otros tres hombres. Sin embargo, parecióle que éstos se quedaban como de centinela a distancias iguales.

Después de diez minutos de marcha aproximadamente, durante los cuales Danglars no cambió una sola palabra con su guía, se halló entre un cerro y un matorral. Tres hombres en pie y mudos formaban un triángulo de que él era el centro.

Quiso hablar. Su lengua se le trabó.


Avanti
—dijo la misma voz con acento breve e imperativo.

Esta vez el banquero comprendió de dos modos, por la palabra y por el gesto, porque el hombre que marchaba detrás le empujó tan rudamente hacia adelante que casi tropezó con su guía.

Este guía era nuestro amigo Pepino, que se deslizó por los matorrales en medio de una sinuosidad que sólo los lagartos podían tener por un camino expedito.

Pepino se detuvo ante una roca coronada de una espesa mata. Esta roca, entreabierta, abrió paso al joven, que desapareció como desaparece el diablo en algunos de nuestros sortilegios. La voz y el gesto del que siguió a Danglars obligaron al banquero a hacer otro tanto. No cabía la menor duda. El quebrado banquero francés tenía que habérselas con bandidos romanos.

Danglars obró como un hombre colocado entre dos males terribles y cuyo valor es excitado por el mismo miedo. A pesar de su vientre, que le dificultaba el atravesar las anfractuosidades de la campiña de Roma, se colocó tras de Pepino, y dejándose resbalar con los ojos cerrados, cayó a sus pies. Al tocar la tierra volvió a abrir los ojos. El camino era largo, pero oscuro. Pepino, poco cuidadoso de ocultarse, estando ahora en su casa, hizo lumbre y encendió una luz. Otros dos hombres bajaron tras de Danglars, formando la retaguardia, y empujando al banquero cuando éste se detenía casualmente, le hicieron tomar una pendiente suave por medio de una encrucijada de siniestra apariencia.

En efecto, las paredes de murallas, formando nichos sobrepuestos unos a otros, parecían en medio de piedras blancas, abrir los ojos negros y profundos que se observan en las calaveras. Un centinela hizo sonar con su mano los arreos de su carabina.

—¿Quién vive? —dijo.

—¡Amigos! ¡Amigos! —contestó Pepino—. ¿Dónde está el capitán?

—Allí —dijo el centinela, señalando por detrás de su espalda una gran cavidad abierta en la roca y cuya luz se reflejaba en la entrada por sus ovaladas aberturas.

—Buena presa, capitán, buena presa —dijo Pepino en italiano.

Y cogiendo a Danglars por el cuello de la levita le condujo hacia una entrada, semejante a una puerta, y por la cual se penetraba al punto donde el capitán parecía haber hecho su alojamiento.

—¿Es éste el hombre? —inquirió el capitán mientras leía con la mayor atención la
Vida de Alejandro
, por Plutarco.

—El mismo, capitán, el mismo.

—Muy bien, mostrádmelo.

A esta orden imperativa, Pepino acercó tan bruscamente la luz al rostro de Danglars, que éste retrocedió vivamente para no quemarse las cejas.

Su rostro trastornado ofrecía todos los síntomas de un terror indescriptible.

—Este hombre está cansado —dijo el capitán—, llévesele a la cama.

—¡Oh! —murmuró el banquero—, esa cama es probablemente uno de los nichos de la muralla, ese sueño es la muerte que va a darme uno de los puñales que veo resplandecer.

En efecto, en las profundidades lóbregas de aquella cavidad inmensa veíanse agitarse sobre hierbas secas y pieles de lobo, los compañeros del hombre a quien Alberto de Morcef había hallado leyendo los
Comentarios de César
, y a quien Danglars encontraba leyendo la
Vida de Alejandro
.

El banquero lanzó un sordo gemido y siguió a su guía. No profirió súplica ni queja alguna. No tenía fuerza, ni voluntad, ni poder, ni sentimiento; dejábase llevar.

Emprendió la marcha, y comprendiendo que tenía una escalera ante sí, levantó maquinalmente los pies cuatro o cinco veces. Entonces se abrió ante él una puerta baja. Inclinóse instintivamente para no romperse la frente, y se halló en una cavidad abierta en la roca viva.

Era regularmente formada, aunque sin muebles. Seca, aunque situada bajo la tierra, a una profundidad inconmensurable.

Una cama de hierba seca, cubierta de pieles de cabra, estaba no hecha, sino tendida en un rincón del cuarto.

Danglars, al verla, creyó hallar un símbolo inequívoco de su salvación.

—¡Oh! Dios sea loado —murmuró—, es una cama verdadera.

Por segunda vez en el término de una hora invocaba el nombre de Dios. No le había sucedido otro tanto en diez años.


Ecco
—dijo el guía.

Y metiendo a Danglars en el cuarto, cerró la puerta tras de sí. Sonó un cerrojo; el banquero se hallaba prisionero. Además, aunque no hubiera habido cerrojo, sólo san Pedro y teniendo por guía un ángel del cielo, pudiera pasar por medio de la guarnición que ocupaba las catacumbas de San Sebastián, y que acampaba con un jefe en quien nuestros lectores habrán desde luego reconocido al famoso Luigi Vampa.

Danglars había también reconocido al bandido cuya existencia no quiso creer cuando Morcef trató de naturalizarlo en Francia. No sólo le había reconocido a él, sino también la celda en donde Morcef estuvo encerrado, y que según todas las probabilidades era el alojamiento de los extranjeros.

Estos recuerdos, campo de cierto deleite en medio de todo para Danglars, le devolvieron la tranquilidad. No habiéndole dado muerte en el primer momento los bandidos, no deberían tener intención de matarle.

Habíasele detenido para robarle, y como no tenía más que unos luises, se le pediría rescate.

Acordóse de que Morcef había tenido que aprontar unos cuatro mil escudos, y como él mismo se creía de una apariencia de mayor importancia que Morcef, calculó que se le exigiría doble suma.

Ocho mil escudos equivalían a cuarenta y ocho mil libras. Le quedarían aún unos cinco millones cincuenta mil francos. Con esto se salía del paso en cualquier parte.

Así, pues, quedó casi seguro de salir del paso, teniendo en cuenta que no había ejemplo de que se hubiese tasado nunca un hombre en cinco millones cincuenta mil libras. Danglars se echó en la cama, en donde después de dar algunas vueltas a un lado y a otro, se durmió con la tranquilidad del héroe cuya historia Luigi Vampa estaba leyendo.

Capítulo
XXXVI
La tarifa de Luigi Vampa

D
e todo sueño, si no es del que temía Danglars, se despierta. Danglars se despertó. Para un parisiense habituado a cortinajes de seda, a paredes adamascadas, al perfume que sale de las maderas delicadas de la chimenea y se extiende y baja de los techos de raso, despertar en una gruta de piedra debe de ser un momento poco apacible. Al tocar las cortinas de piel de cabra, Danglars debía creer que se hallaba entre lapones o cosa parecida. En tales circunstancias, un segundo basta para convertir la mayor de las dudas en palpable certeza.

—Sí —murmuró—; estoy en poder de los bandidos de que habló Alberto de Morcef.

Su primer movimiento fue respirar para asegurarse de que no estaba herido. Era un medio que había aprendido en Don Quijote, único libro no que había leído, sino que conservaba alguna cosa en la memoria.

—No —dijo—, no me han matado ni herido, pero ¿me habrán robado acaso?

Y metió la mano en los bolsillos. Estaban intactos. Los cien luises que se había reservado para hacer el viaje de Roma a Venecia se hallaban en el bolsillo de su pantalón, y la cartera con la letra de cinco millones cincuenta mil francos estaba en el bolsillo de la levita.

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