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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

El aprendiz de guerrero (32 page)

BOOK: El aprendiz de guerrero
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—¿Por qué por supuesto?

—Oh, es cierto, usted no sabe lo de su doble vida. Es un agente militar, asignado por su gobierno para mantener bajo vigilancia a la flota oserana. Creo que quería venir, pues hemos llegado a conocernos bastante bien en los últimos seis años, pero tenía que cumplir con sus órdenes primitivas. Se disculpó.

Miles pestañeó.

—¿Ese tipo de cosas es algo usual?

—Oh, siempre hay algunos diseminados en todas las organizaciones mercenarias. —Tung miró agudamente a Miles—. ¿Nunca ha tenido ninguno? La mayoría de los capitanes los echan tan pronto como los reconocen, pero a mí me gustan. Generalmente están muy bien entrenados, y son más dignos de confianza que la mayoría, siempre que uno no esté combatiendo con nadie a quien ellos conozcan. Si yo hubiera tenido que pelear con los barrayaranos, Dios no me lo permita, o con cualquiera de sus aliados, aunque lo cierto es que los barrayaranos no se preocupan particularmente por sus alianzas, me hubiera asegurado de deshacerme de él primero.

—B… —se atragantó Miles, y se guardó el resto.

Por Dios, ¿había sido reconocido? Si el tipo era uno de los agentes del capitán Illyan, casi con toda seguridad. ¿Y qué diablos habría informado de los últimos acontecimientos, enfocados desde el punto de vista oserano? En ese caso, Miles podía ir diciéndole adiós a cualquier esperanza de mantener sus últimas aventuras en secreto ante su padre.

El jugo de fruta parecía pegársele, viscoso y desagradable, en el techo de su estómago. Maldita ingravidez. Lo mejor sería terminar con aquello; un almirante mercenario no debía sumar el mareo espacial a sus más obvias incapacidades, en beneficio de su reputación. Miles se preguntó de pasada cuántas decisiones clave en la historia habrían sido resueltas con la apremiante urgencia de alguna necesidad biológica.

Alargó la mano.

—Capitán Tung, acepto sus servicios.

—Almirante Naismith… Ahora es almirante Naismith, tengo entendido. —Tung estrechó la mano tendida.

—Eso parece —sonrió Miles.

Una semirreprimida sonrisa se dibujó en la boca de Tung.

—Ya veo. Estaré encantado de servirte, hijo.

Cuando se marchó, Miles se quedó sentado un momento, mirando la botella de jugo. La estrujó y un chorro de líquido rojo le salpicó las cejas, el mentón y la pechera de la guerrera. Maldijo en voz baja y flotó en busca de una toalla.

El
Ariel
se estaba retrasando. Thorne, junto con Arde y Baz, supuestamente debían haber escoltado las armas betanas a través del espacio controlado por Felice, y tenían que estar trayendo de regreso ese expreso veloz capacitado para dar saltos. Y se estaban retrasando. Le llevó dos días a Miles persuadir al general Halify para que dejara salir de sus celdas a la antigua tripulación de Tung; después de aquello, no había nada que hacer sino vigilar, esperar y preocuparse.

Cinco días después de lo estipulado, ambas naves aparecieron en los monitores. Miles se comunicó de inmediato con Thorne y le preguntó, con voz nerviosa, la razón de la demora.

—Es una sorpresa. Le gustará. ¿Puede esperarnos en el desembarcadero? —sonrió Thorne.

Una sorpresa. Dios, ¿cuál? Miles empezaba finalmente a simpatizar con el declarado gusto de Bothari por estar aburrido. Se encaminó al desembarcadero; en su mente flotaban nebulosos planes de acogotar a sus subordinados tardones.

Arde se topó con él, sonriente y rebotando sobre sus talones.

—Quédese ahí, mi señor. —Alzó la voz—. ¡Adelante, Baz!

—¡Hop, hop, hop!

Llegó un gran ruido de pasos por el tubo flexible. Apareció marchando una harapienta cadena de hombres y mujeres. Algunos vestían uniformes de tipo militar o civil en una salvaje mezcolanza que denotaba las diferentes modas de diversos planetas. Mayhew los iba formando en pelotón, manteniendo más o menos algo parecido a una posición de firmes.

Había un grupo de alrededor de una docena, vestidos con el uniforme negro de los mercenarios del Imperio Kshatryan, que formaron su propia y cerrada isla en aquel mar de color; viéndolos más de cerca, sus uniformes, aunque limpios y remendados, no estaban todos en regla. Botones sueltos, talones de botas gastados, traseros y codos lustrosos por el uso… estaban lejos, lejos de su distante hogar, al parecer. La momentánea fascinación que le produjeron a Miles se vio interrumpida ante la aparición de dos docenas de cetagandanos, diversamente vestidos, pero todos con la pintura facial de ceremonia recientemente aplicada; parecían un escuadrón de los demonios que adornan los templos chinos. Bothari maldijo, y aferró su arco de plasma al verlos. Miles le hizo un gesto de que mantener la calma.

Uniformes de personal de líneas de carga y de pasajeros, un hombre de piel y cabello blanco con un arco emplumado —Miles, advirtiendo la brillante bandolera y el rifle de plasma que llevaba, no se sintió inclinado a reír —; una mujer de cabello oscuro, de unos treinta y tantos años y sobrenaturalmente hermosa, ocupada en dirigir un equipo de cuatro técnicos, le miró y le contempló abiertamente luego, con una expresión muy extraña en su rostro. Miles se irguió un poco.
No soy un mutante, señora
, pensó irritado. Cuando el tubo se vació finalmente, delante de él había un centenar de personas esperando órdenes en el desembarcadero. A Miles la cabeza le daba vueltas.

Thorne, Baz y Arde se pusieron a su lado, inmensamente complacidos consigo mismos.

—Baz… —Miles abrió sus manos en desamparada súplica—, ¿qué es esto?

—¡Reclutas Dendarii, mi señor! —Jesek se irguió.

—¿Te pedí que reclutaras gente? —No había estado nunca tan borracho, le pareció…

—Usted dijo que ni teníamos personal suficiente para manejar nuestro equipo, así que apliqué un poco de lógica al problema y… ahí lo tiene.

—¿Dónde diablos los encontraste?

—En Felice. Debe de haber unos dos mil galácticos atrapados allí por el bloqueo. Personal de naves mercantes, de pasajeros, gente de negocios, técnicos, un poco de todo. Incluso soldados. Éstos no son soldados, por supuesto. No todavía.

—Ah. —Miles se aclaró la garganta—. ¿Seleccionados?

—Bueno… —Baz se miró las botas, como si buscara señales de desgaste—. Les he dado algunas armas para desmontar y rearmar. Si no trataban de encajar el cartucho del arco de plasma en el mando del inhibidor nervioso, los contrataba.

Miles paseó la vista por las filas, confundido.

—Ya veo. Muy ingenioso. Dudo que hubiera podido hacerlo mejor yo mismo. —Señaló con un gesto a los kshastryanos—. ¿Adónde iban?

—Es una historia muy interesante —dijo Mayhew—. No fueron exactamente atrapados por el bloqueo. Parece que algún magnate feliciano de la… economía negra, los había contratado hace unos años como guardaespaldas. Hace unos seis meses fallaron en su trabajo, con lo que se quedaron ellos mismos desempleados. Harán cualquier cosa con tal de salir de aquí. Los encontré yo —agregó con orgullo.

—Comprendo. Ah, Baz… ¿cetagandanos? —Bothari no había quitado los ojos de sus vistosos y feroces rostros desde que habían salido por el tubo.

Jesek separó las manos abriendo las palmas hacia arriba.

—Están… entrenados.

—¿Te das cuenta de que algunos Dendarii son barrayaranos?

—Ellos saben que yo lo soy, y con un nombre como Dendarii, cualquier cetagandano hubiera establecido la conexión. Esa cadena de montañas dejó una impresión en ellos durante la Gran Guerra. Pero también quieren irse de aquí. Fue parte del contrato, ya lo ve, mantener el precio bajo… casi todo el mundo quiere que le despachen fuera del espacio local feliciano.

—También yo —murmuró Miles. La nave rápida feliciana flotaba fuera de la estación de desembarco. Miles quería echarle una mirada más de cerca—. Bien… vete a ver al capitán Tung y disponed cuarteles para todos ellos. Y… horarios de adiestramiento…

Mantenerlos ocupados mientras él… ¿desaparecía?

—¿El capitán Tung? —preguntó Thorne.

—Sí, él es Dendarii ahora. Yo también he estado haciendo algunos reclutamientos. Debería ser como una reconciliación familiar para usted… Bel —miró al betano con severidad—, ustedes son ahora camaradas de armas. Como Dendarii, espero que lo recuerde.

—Tung… —Thorne parecía más asombrado que celoso—. Oser estará echando espuma.

Miles se pasó la tarde examinando los expedientes de sus nuevos reclutas en los ordenadores del
Triumph
, uno por uno, él mismo y por propia decisión; la mejor forma de familiarizarse con el contenido de aquel robo humano. De hecho, estaban bien elegidos; la mayoría tenía experiencia militar previa, y el resto, invariablemente, poseía alguna especialidad técnica valiosa y misteriosa.

Algunas, ciertamente misteriosas. Detuvo el monitor para estudiar el rostro de la mujer extraordinariamente hermosa que le había estado mirando en el desembarcadero. ¿Qué demonios tuvo en cuenta Baz al contratar a una especialista en sistemas de comunicación bancarios de seguridad como mercenario? Seguramente, ella había querido a toda costa dejar el planeta… No importaba. Su expediente explicaba el misterio; alguna vez había tenido el rango de subteniente en las fuerzas espaciales de Escobar. Le habían dado una honorable baja médica tras la guerra con Barrayar, diecinueve años atrás. Las bajas médicas debían de estar de moda por entonces, pensó Miles, relacionando el hecho con lo que le ocurrió a Bothari. Su humor se congeló, y sintió que se le ponía la carne de gallina. Grandes ojos oscuros, la línea del mentón nítidamente encuadrada… su apellido era Visconti, típico de Escobar. Su primer nombre, Elena.

—No —se susurró a sí mismo Miles, con firmeza—, no es posible. —Languideció—. En cualquier caso, no es verosímil…

Leyó el expediente una vez más, cuidadosamente. La mujer había venido a Tau Verde IV un año atrás, a instalar un sistema de comunicaciones que su compañía había vendido a un banco feliciano. Debía de haber llegado sólo unos días antes de que la guerra empezara. Se registró en Felice como soltera, sin personas a su cargo. Miles giró su silla dándole la espalda a la pantalla; luego se encontró espiando otra vez aquel rostro. Hubiera sido inusualmente joven para ser una oficial durante la guerra Escobar-Barrayar… alguna especie de talento precoz, quizá. Miles se juzgó a sí mismo con ironía, preguntándose cuándo había empezado a sentirse tan maduro en edad.

Pero si fuera, sólo por conjeturar, la madre de su Elena, ¿cómo se había mezclado con el sargento Bothari? Bothari rondaba los cuarenta en ese entonces, y era mucho más parecido a como ahora se le veía, a juzgar por los vídeos que Miles conocía de los primeros años de matrimonio de sus padres. El gusto no era la explicación, quizá.

En su imaginación afloró un reencuentro fantástico, espontáneo, galopando antes de cualquier evidencia. Llevar a Elena no ante una tumba, sino ante su tan ansiada madre en persona, para saciar por fin aquel hambre secreta, más acuciante que una espina, que la había acompañado toda su vida; un hambre gemela a la que él mismo sentía de complacer a su padre… Eso sería una hazaña por la que valía la pena esforzarse. Mejor que cubrirla con los más fabulosos regalos materiales… Miles se deshacía, imaginando la alegría de Elena.

Y sin embargo, sin embargo… era sólo una hipótesis. Comprobarla podía resultar difícil. Se había dado cuenta de que el sargento no había sido del todo veraz cuando dijo no recordar nada de Escobar, pero pudo haber sido en parte. Y esta mujer podía ser alguna otra persona totalmente ajena. Lo comprobaría de forma confidencial, entonces, reservadamente. Si estaba equivocado, no haría ningún daño.

Miles tuvo su primera reunión completa de oficiales al día siguiente; en parte para conocer a sus nuevos secuaces, pero, más que nada, para dar lugar a ideas al respecto de cómo romper el bloqueo. Con tanto talento militar y ex militar a su alrededor, tenía que haber alguien que supiera qué hacer. Se distribuyeron más copias del «Reglamento Dendarii», y finalmente Miles se retiró a la cabina, que se había apropiado en su nave capitana, para examinar en el ordenador una vez más los parámetros de la nave correo feliciana.

Había aumentado la capacidad de pasajeros estimada en esa nave para un viaje de dos semanas a Colonia Beta, de cuatro personas apiñadas, a cinco estrujadas, eliminando casi todo el equipaje y falsificando tanto como se atrevió las cifras de los sistemas de seguridad; seguramente, debía de haber una forma de elevar la tripulación a siete. También trató con esfuerzo de no pensar en los mercenarios, que esperarían ansiosamente su regreso con los refuerzos. Y esperarían. Y esperarían.

No debían demorarse más tiempo allí. El simulador de tácticas del
Triumph
había demostrado que, pensar que se podía vencer a los oseranos con sólo doscientos hombres era pura megalomanía. Sin embargo… No. Se obligó a sí mismo a pensar razonablemente.

La persona lógica a quien dejar allí era Elli Quinn, la de la cara deshecha. No era sirviente suya, en realidad. Luego, un cara o cruz entre Baz y Arde. Llevar a Baz de vuelta a Colonia Beta sería exponerle al arresto y la extradición; dejarle aquí, en cambio, sería por su propio bien, sí señor. No importaba que Jesek hubiera estado semanas consintiendo desinteresadamente cada capricho militar de Miles. No importaba lo que los oseranos habrían de hacer con los desertores y con cada uno de sus colaboradores cuando finalmente los atrapasen, como inevitablemente sucedería. No importaba que eso, además, fuera a desunir muy convenientemente el romance de Baz con Elena… Y ¿no era eso, con toda seguridad, la verdadera razón?

La lógica, resolvió Miles, le daba dolor de estómago.

De todas maneras, no era fácil mantener la mente en el trabajo justo ahora. Miró el cronómetro de su muñeca. Sólo unos minutos más. Se preguntaba si habría sido tonto proveerse de esa botella de pésimo vino feliciano, oculta por el momento con cuatro vasos en su armario. Sólo debía sacarla si, si, si…

Suspiró, se reclinó y sonrió cuando llegó Elena, quien se sentó en silencio sobre la cama, hojeando un manual de ejercicios de armamento. El sargento Bothari se sentó en una pequeña mesa plegable, a limpiar y recargar su armamento personal. Elena sonrió.

—¿Ya tienes resuelto el programa de entrenamiento físico para nuestros… nuevos reclutas? —le preguntó Miles—. Algunos de ellos parece que hace mucho que no realizan ejercicio regularmente.

—Todo listo —le aseguró ella—. Lo primero que haré el próximo ciclo diurno será comenzar con un grupo bastante numeroso. El general Halify va a prestarme el gimnasio de la refinería. —Hizo una pausa y luego agregó—: Hablando de falta de entrenamiento… ¿no crees que sería mejor que tú también vinieras?

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