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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

El aprendiz de guerrero (29 page)

BOOK: El aprendiz de guerrero
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Una segunda nave peliana estalló en el olvido, y una tercera. Un guarismo, en un atestado rincón de la pantalla de Miles, subió velozmente de una cifra menor a una mayor.

—¡Ajá! —señaló Miles—. ¡Ya los tenemos! Están empezando a acelerar otra vez. Están desistiendo del ataque.

El impulso que traían los pelianos no les daba más alternativa que atravesar el área de la refinería, pero toda su atención estaba puesta ahora en hacerlo tan rápido como fuera posible. Thorne y Auson los acosaron desde atrás para apresurarlos en su camino.

Una nave peliana hizo un tirabuzón al pasar por la instalación y disparó…, ¿qué? Los ordenadores de Miles no presentaron interpretación del… ¿rayo? No era plasma, ni láser, ni masa impulsada, para los cuales la factoría podía generar algún escudo, dejando necesariamente que los colectores solares se valieran solos. No resultó de inmediato evidente el daño que aquello había causado, ni siquiera si había hecho impacto. Extraño…

Miles cerró su mano suavemente alrededor de la representación holográfica de la nave peliana, como si así pudiera operar magia simpatética.

—Capitán Auson, intentemos atrapar esa nave.

—¿Por qué molestarse? Se está yendo a casa con sus camaradas, a todo trapo…

Miles bajó el tono de su voz hasta el susurro.

—Es una orden.

Auson asintió vigorosamente.

—¡Sí, señor!

Bien, a veces funciona, reflexionó Miles.

El oficial de comunicaciones obtuvo un ruidosa y confusa línea con el
Ariel
, y el nuevo objetivo fue transmitido. Auson, gruñendo entusiasmado, reía ante la posibilidad de probar los límites de su nueva nave. El emisor de parásitos, confundiendo al enemigo con múltiples blancos falsos, resultó particularmente útil; mediante el mismo averiguaron el alcance del misterioso rayo y la extraña demora entre los disparos. ¿Recarga, tal vez? Cargaron entonces rápidamente hacia la nave fugitiva.

—¿Cuál es el texto, señor Naismith? —preguntó Auson—. ¿Deténgase-o-los-haremos-pedazos?

Miles se mordió el labio pensativamente.

—No creo que eso resulte. Me parece que nuestro problema, más probablemente, será evitar que se autodestruyan cuando nos acerquemos. Las amenazas no surtirían efecto, me temo; no son mercenarios.

—Hm. —Auson se aclaró la garganta y se ocupó de observar sus pantallas.

Miles reprimió una sonrisa sardónica, con cierto tacto, y se dedicó a leer la información de sus propios paneles. Los ordenadores le adelantaron con clarividentes cálculos su acercamiento y el alcance a la nave peliana; luego se detuvieron, esperando respetuosamente más inspiración meramente humana. Miles trató de pensar lo que haría si estuviera en la piel del capitán peliano. Sopesó la demora, el trayecto y la velocidad con la cual podrían cercar a los pelianos si emplearan al límite la máxima aceleración.

—Está cerca —dio mientras miraba el holograma del resultado. La máquina suministró un vívido y escalofriante cuadro de lo que podría pasar si se equivocara al coordinar los elementos.

Auson espió los fuegos artificiales en miniatura y murmuró algo sobre un «… condenado suicidio…» que Miles prefirió ignorar.

—Quiero a toda nuestra gente de máquinas preparada y lista para el abordaje —dijo Miles al fin—. Ellos saben que no tienen velocidad para escaparse de nosotros; mi suposición es que dejarán preparada alguna clase de bomba de tiempo, subirán a su lanzadera salvavidas y tratarán de volar su nave en nuestras narices. Pero si no perdemos tiempo con la lanzadera y somos suficientemente rápidos para entrar por la puerta trasera mientras ellos salen por el costado, podríamos desactivar la bomba y tomar intacta esa arma, lo que quiera que sea.

Auson frunció los labios desaprobando el plan.

—¿Llevar a todos mis ingenieros? Podríamos destruir la lanzadera en sus abrazaderas si nos acercáramos lo suficiente… y atraparlos a todos a bordo…

—¿Y luego tratar de abordar una nave tripulada los cuatro maquinistas y yo? —le interrumpió Miles—. No, gracias. Por otra parte, arrinconarlos podría activar la clase de suicidio espectacular que quiero evitar.

—¿Y yo qué haré si usted no es suficientemente rápido al desactivar su caza-bobos?

Una siniestra sonrisa cruzó el rostro de Miles.

—Improvisar.

Los pelianos, al parecer, no eran de un escuadrón tan suicida como para despreciar la leve posibilidad de vida que les brindaba su lanzadera. Miles y sus técnicos se deslizaron, con el estrecho margen de tiempo con el que contaban, abriéndose camino, ruda pero rápidamente, a través de la esclusa de aire controlada por código.

Miles maldijo la incomodidad de su traje de presión, demasiado grande para él. Su piel rozaba y patinaba en lugares vacíos. Descubrió que sudor frío era una expresión con significado literal. Miró los pasillos de la oscura y desconocida nave. Los técnicos se separaron, cada uno hacia su cuadrante asignado.

Miles tomó una quinta y menos definida dirección, para realizar una rápida comprobación de la sala de tácticas, del puente y de los camarotes de la tripulación en busca de artefactos destructivos y de cualquier material de inteligencia que fuera de utilidad, abandonado en la huida. Se encontró por todas partes con paneles de control destruidos y con almacenes de datos fundidos. Controló el tiempo; en cinco minutos escasos, los pelianos en la lanzadera estarían a salvo lejos del alcance de, por ejemplo, la radiación de los motores explosionados.

Un graznido triunfante le perforó los oídos por el auricular del traje.

—¡Lo hice! ¡Lo hice! —gritó un técnico de máquinas—. ¡Tenían preparada una explosión! Reacción en cadena interrumpida… Estoy desactivándola ahora.

Los vítores se hicieron eco en el auricular. Miles se desplomó en una silla de mando del puente, con el corazón en la boca, palpitando; luego, pareció detenerse. Transmitió un mensaje general a todo volumen, por encima de las demás voces.

—No creo que podamos dar por sentado que sólo dejaron una caza-bobos, ¿no? Sigan buscando por lo menos diez minutos más.

Preocupados gruñidos reconocieron la orden. En los siguientes tres minutos se oyó únicamente el respirar rabioso de los hombres por los auriculares de comunicación. Miles, al pasar por la cocina en busca de la cabina del capitán, aspiró con fuerza. Un horno de microondas, con su panel de control destrozado apresuradamente y el contador del tiempo funcionando aún, tenía dentro un envase de oxígeno de alta presión. La contribución del personal técnico de nutrición al esfuerzo de la guerra, aparentemente. En dos minutos más eso habría hecho volar la cocina y la mayoría de las cámaras adyacentes. Miles retiró el oxígeno y continuó el recorrido.

Una voz al borde del llanto siseó por el auricular.

—¡Oh, mierda! ¡Oh, mierda!

—¿Dónde está usted, Kat?

—En la armería. ¡Son demasiadas! ¡No puedo con todas! ¡Oh, mierda!

—¡Siga trabajando! Vamos para allí.

Miles ordenó al resto de la partida dirigirse a la armería y echó a correr. Una verdadera luz, que hacía innecesario el dispositivo infrarrojo de su casco, le guió al llegar. Se lanzó hacia una cámara de depósito y encontró a la técnica frente a una silla de relucientes pertrechos.

—¡Cada una de estas bombas diente de león está a punto de explotar! —gritó la mujer, echándole una mirada.

Su voz estaba conmocionada, pero sus manos no dejaron en ningún momento de trabajar desactivando los códigos. Miles, con los labios separados por la concentración, miró cómo operaba la técnica y comenzó a imitar los movimientos en la fila siguiente. La gran desventaja de llorar de miedo en un traje espacial, descubrió Miles, era que uno no podía secarse la cara ni la nariz; si bien los limpiadores sónicos del interior, en la placa frontal del casco, preservaban de posibles estornudos esa valiosa superficie informativa. Aspiró subrepticiamente por la nariz. Su estómago liberó un eructo ácido que le quemó la garganta. Sentía sus dedos como salchichas. Podría estar en Colonia Beta en este momento… podría estar en casa, en mi cama… podría estar en casa, debajo de mi cama…

Otro técnico se les unió, según pudo ver Miles, desviando apenas un ojo. Nadie perdió en tiempo en charlas sociales; trabajaban juntos en un silencio, quebrado sólo por el desigual ritmo de la hiperventilación. El traje de Miles redujo su flujo de oxígeno en avara desaprobación de su estado mental. Bothari jamás le hubiera permitido unirse a la partida de abordaje… quizás no debió haberle ordenado quedarse a cargo de la refinería. A por la siguiente bomba… y la siguiente y la… No había una siguiente. Habían terminado. Kat se irguió y señaló una de las bombas

—¡Tres segundos! Tres segundos y… —Estalló en un llanto descontrolado y se echó sobre Miles, quien le palmeó torpemente el hombro.

—Eso es, eso es… llore cuanto quiera. Se lo ha ganado…

Cortó momentáneamente la línea de su intercomunicador y aspiró fuertemente por la nariz.

Miles salió tambaleándose de la nueva nave capturada hacia el desembarcadero de la refinería, aferrando una inesperada adquisición: una armadura de combate peliana casi tan pequeña como para él. La armadura era, por supuesto, de mujer, pero Baz seguramente podría transformarla. Distinguió a Elena entre su comité de recepción y alzó su botín orgullosamente.

—¡Mira lo que he encontrado!

Elena torció la nariz con asombro.

—¿Has capturado una nave entera para conseguir una armadura espacial?

—¡No, no! Lo otro. El… el arma, sea lo que sea. Ésta es la nave cuyo disparo penetró vuestro escudo. ¿Hizo algún daño? ¿Qué ha hecho?

Uno de los oficiales felianos miró con furia… a Elena.

—Abrió un agujero. Bueno, no un agujero, en el sector de la prisión. Estaba perdiendo aire y ella los dejó salir a todos.

Su gente, advirtió Miles, se movilizaba en grupos de tres o más.

—No hemos podido reunirlos del todo todavía —se lamentó el feliciano—, se ocultan por toda la estación.

Elena parecía angustiada.

—Lo siento, mi señor.

Miles se frotó las sienes.

—Uh, me parece que será mejor que el sargento me guarde las espaldas un tiempo, entonces.

—Cuando despierte.

—¿Qué?

Elena bajó la vista a sus botas.

—Estaba custodiando él solo el sector de la prisión, durante el ataque… intentó detenerme y evitar que los liberara.

—¿Lo intentó? ¿Y no tuvo éxito?

—Le disparé con mi inmovilizador. Me temo que va a estar bastante enojado… ¿No hay problema si me quedo contigo un rato?

Miles frunció los labios en un mudo e involuntario silbido.

—Por supuesto. ¿Algún prisionero…? No, espera. —Alzó la voz—. Comandante Bothari, alabo su iniciativa. Hizo lo que era correcto. Estamos aquí para lograr un objetivo táctico específico, no para perpetrar una insensata matanza. —Miles clavó la vista en el joven oficial feliciano, ¿cuál era su nombre?, Gamad, quien se encogió ante la mirada. Continuó en voz baja, dirigiéndose a Elena—. ¿Algún prisionero resultó muerto?

—Dos, cuyas celdas fueron literalmente penetradas por el confusor orbital de electrones…

—¿Por el qué?

—Baz lo llamó confusor orbital de electrones. Y… once asfixiados para los que no pude llegar a tiempo. —El dolor en su rostro fue para Miles como una cuchillada.

—¿Cuántos hubieran muerto si no los hubieras liberado?

—Perdimos aire en todo el sector—

—¿El capitán Tung…?

—Elena extendió las manos.

—Está por ahí, en algún lado, supongo. No estaba entre los trece. Ah… uno de sus pilotos sí estaba, sin embargo; y aún no hemos encontrado al otro. ¿Eso es importante?

El corazón se le hundió a Miles en el estómago revuelto. Le indicó al mercenario que estaba más cerca:

—Pase esta orden inmediatamente: los prisioneros deben ser capturados vivos, con el menor daño posible. —El hombre salió presto a obedecer—. Si Tung anda suelto, será mejor que te quedes conmigo —le dijo Miles a Elena—. Dios mío. Bien, creo que mejor será que le eche una mirada a ese agujero que no es un agujero, entonces. ¿De dónde sacó Baz ese nombre impronunciable?

—Dice que es un descubrimiento betano de hace unos pocos años. Parece que no convenció mucho porque, para defenderse de eso, basta con cambiar la fase del escudo de masa. Me indicó que te dijera que está trabajando en ello y que tendría loa escudos reprogramados para esta noche.

—Ah.

Miles quedó en silencio, anonadado. Lo suficiente para fantasear su regreso a Barrayar llevando el misterioso rayo, tenderlo a los pies del emperador, y el capitán Illyan, que observaría con viva curiosidad, y su padre, que estaría asombrado… Se lo imaginó como un espléndido ofrecimiento, prueba de su valor y de su proeza militar. Aunque, más probablemente —de acuerdo a la simple realidad—, le correrían a escobazos, como al gato que mortifica a un saltamontes. Suspiró. Ahora, al menos, tenía una armadura espacial.

Miles, Elena, Gamad y un técnico se dirigieron al sector afectado, varias estructuras más abajo en la cadena eslabonada de la refinería. Elena se puso a su lado.

—Pareces cansado. ¿Por qué no mejor, uh…, tomas una ducha y descansas un poco?

—Ah, sí, el hedor reseco del terror, bien entibiado en el traje de presión. —Le dirigió una sonrisa y apretó con firmeza su casco bajo el brazo, como un espectro decapitado—. Espera a oír mi jornada. ¿Qué dice el mayor Daum de nuestras defensas? Será mejor que le pida un informe completo… al menos él parece ser directo al hablar… —Miró fascinado la espalda del teniente que iba delante.

El teniente Gamad, cuyo oído evidentemente era más agudo de lo que Miles había supuesto, volvió la cabeza.

—El mayor Daum está muerto, señor. Él y un técnico estaban conectando un puesto de armas y fueron alcanzados por escombros a alta velocidad… No quedó nada. ¿No se lo dijeron?

Miles se detuvo en seco.

—Ahora soy el oficial de mayor grado —agregó el feliciano.

Llevó tres días capturar de nuevo a los prisioneros que se habían escapado y diseminado por todos los rincones de la refinería. Los comandos de Tung fueron los peores. Miles recurrió finalmente a clausurar los sectores y a soltar gas adormecedor. Ignoró la irritada sugerencia de Bothari respecto a que el vacío resultaría más eficaz y menos costoso. La carga de la tarea recayó naturalmente, si no injustamente, en el sargento; quien estaba tenso como una cuerda de arco con el deber asignado.

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