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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Dinamita (26 page)

BOOK: Dinamita
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—En casi todas. Se usa para hacer carreteras, en las minas, en las canteras, se hace grava de rocas, se allanan los terrenos para construir pisos… Nosotros contratamos a un dinamitero cuando construimos el cuarto del pozo en la casa de campo. Se hace a diario.

—Es verdad —recordó Annika—. Detonaban continuamente mientras construían el hospital de Sankt Erik, junto a mi casa, en Kungsholmen.

—Escuchad, aquí hay más. «La carga se activó con la ayuda de detonadores eléctricos, conectados a un mecanismo retardado hecho con un reloj acoplado a una batería de coche…»

Patrik dejó el papel y miró a sus colegas.

—¡Joder! —exclamó—. ¡Qué rebuscado!

Permanecieron sentados en silencio durante un rato y meditaron sobre los datos. Annika quitó los pies de la mesa y se estiró.

—Tenemos mucho trabajo —anunció Annika—. ¿Quién hace qué? Berit, tú tienes la familia de la víctima; Patrik, ¿tú haces el análisis de la caza policial?

Los dos reporteros asintieron y Annika prosiguió.

—Yo he escrito quince centímetros sobre los obreros que fueron a su lugar de trabajo y guardaron un minuto de silencio por la muerte de su compañero. Podrán decir cuánto echan de menos a su amigo.

—¿Lo pasaste mal ahí fuera? —preguntó Berit.

—No, había una mujer llorando, totalmente desconsolada. Hablaba incoherentemente sobre la culpa, el castigo y la maldad; fue un poco desagradable. No la saco en el texto. No me parece correcto ponerla en evidencia.

—Seguro que haces bien —contestó Berit.

—¿Olvidamos algo? ¿Hay algo más por ahora?

Los reporteros negaron con la cabeza y se dirigieron a sus teléfonos y ordenadores. Annika envió su texto a
la lata
, se puso el abrigo y se fue. Era sólo la una y media de la tarde, pero no quería quedarse sentada más tiempo.

Todavía nevaba cuando Annika llegó a la parada del 56 en la Fyrverkarbacken. Como la temperatura rondaba los cero grados, los copos se convertían en un lodo marrón grisáceo al alcanzar el suelo. En la embajada rusa podrían formar durante algún tiempo una capa moteada sobre la hierba.

Se sentó pesadamente en el banco de la parada del autobús. Estaba sola, lo que la hizo pensar que acababa de perder el autobús. De repente descubrió que estaba sentada sobre algo húmedo, un charco o una capa de nieve. Colocó un guante bajo las nalgas.

Iban a celebrar la Navidad en Estocolmo; los padres de Thomas vendrían en Nochebuena. Ella apenas tenía relación con su familia. Su padre había muerto, su madre todavía vivía en Hälleforsnäs, en Sörmland, donde Annika había crecido. Su hermana vivía en Flen y trabajaba esporádicamente de cajera en Rätt Pris. No se veían casi nunca. No importaba. Ya no tenían nada en común, aparte del tiempo vivido en la agonizante aldea metalúrgica. Aunque a veces Annika se preguntaba si verdaderamente habían vivido en el mismo lugar, pues sus experiencias en la pequeña aldea habían sido totalmente opuestas.

El autobús estaba casi vacío. Annika se sentó al fondo y se apeó en la Hötorget. Fue a PUB y compró juguetes con su tarjeta Visa por 3.218 coronas; se consoló pensando que por lo menos había conseguido muchos puntos en su tarjeta MedMera. Compró el libro
Nuevas salsas,
una camisa de Stenström para Thomas y un chal de lana para su madre. Thomas tendría que ocuparse de su padre, aunque solía regalarle coñac. Regresó al piso de Hantverkargatan a las dos y media. Después de un momento de duda, escondió las cosas en el fondo del vestidor. Kalle había encontrado los regalos justamente ahí el año anterior, pero ahora mismo no tenía fuerzas para buscar otro sitio donde ocultarlos.

Bajó de nuevo al cenagal; tuvo una idea repentina y se dirigió a la tienda de antigüedades de la manzana vecina. Ahí tenían la colección más desquiciada de bisutería de Estocolmo: grandes collares y pendientes como los de las estrellas de cine de los años cuarenta. Entró y compró un broche clásico con granates para Anne Snapphane. El hombre elegante de detrás del mostrador lo envolvió en papel dorado brillante con una reluciente cinta azul.

Los niños la recibieron corriendo rebosantes de felicidad cuando entró en la guardería. La mala conciencia se le clavó en el corazón como un cuchillo. Así debería actuar una mamá perfecta todos los días, ¿o no?

Fueron al Konsum de la esquina de Scheelegatan con Kungsholmsgatan y compraron masa de avellana, nata, sirope, avellana picada, masa para galletas de especias y chocolate. Los niños piaban como alondras:

—¿Qué vamos a hacer, mamá, qué será? ¿Nos compras chuches, mamá?

Annika se rió y los abrazó en la cola de la caja.

—Sí, tendréis chuches. Haremos nuestras propias chucherías, será divertido.

—A mí me gusta el regaliz salado —dijo Kalle.

Cuando llegaron a casa les puso a los niños dos grandes delantales. Decidió no pensar en el resultado, dejar simplemente que los niños se divirtieran. Primero derritió el chocolate en el microondas para que estuviera suficientemente maleable, luego dejó que los pequeños hicieran bolitas con la masa de avellana. No hubo muchas bolas de avellana, y no eran especialmente bonitas. Estaba segura de que su suegra frunciría el entrecejo, pero los niños se habían divertido, Kalle en particular. También había pensado hacer caramelo, pero comprendió que los niños no podrían participar: la masa de caramelo era demasiado caliente. En cambio puso el horno y se dedicaron a la masa de galletas de especias. Ellen estuvo divina. Extendió la masa, hizo figuras y se comió los restos. Comió tanto que no podía moverse. Hicieron tres bandejas, que quedaron bastante bien.

—¡Qué bien lo hacéis! —dijo a los niños—. ¡Mirad qué bonitas han quedado, qué galletas más buenas!

Kalle se hinchó de orgullo y cogió una galleta y un vaso de leche a pesar de estar saciado.

Dejó a los niños frente al televisor mientras recogía la cocina. Le llevó tres cuartos de hora. Se sentó con ellos en el sofá cuando llegó lo peor, la muerte del papá de
Simba.
Cuando la cocina estuvo de nuevo limpia aún no había acabado
el Rey León
, así que aprovechó para telefonear a Anne Snapphane. Anne vivía sola con su hija pequeña en el piso superior de una casa de Lidingö. La niña, que se llamaba Miranda, pasaba una de cada dos semanas con su padre. Las dos estaban en casa cuando Annika llamó.

—No he tenido fuerzas para comenzar con los preparativos de Navidad —gimió Anne—. ¿Por qué tú siempre puedes y yo no?

De fondo Annika oía la música del
Jorobado de Notre Dame
. También veían películas de Disney en Lidingö.

—Soy yo la que nunca tiene tiempo —argüyó—. Tu casa siempre está muy limpia. Siempre tengo mala conciencia cuando voy a verte.

—Sólo digo «Tonja de Polonia» —respondió Anne—. Por lo demás, ¿todo va bien?

Annika exhaló un suspiró.

—Lo estoy pasando mal en el trabajo. Hay un grupito que siempre me hacen la vida imposible.

—Lo sé, al principio, cuando te nombran jefa, es bastante jodido. Cuando me nombraron productora, los primeros seis meses creí morirme a diario de dolor de corazón. Siempre hay un amargado hijo de puta que intenta sabotearte la existencia.

Annika se mordió el labio.—A veces me pregunto si vale la pena. En realidad una debería hacer galletas con los niños y estar junto a ellos cuando hay algo desagradable en la televisión…

—Te volverías loca en una semana —contestó Anne.

—Sí, seguramente es verdad. Aunque de cualquier manera lo más importante son los niños, eso no se puede negar. La mujer que fue asesinada, Christina Furhage, tenía un hijo que murió a los cinco años. Nunca lo superó. ¿Crees que su trabajo y fama podrían borrar ese recuerdo?

—¡Dios mío, qué horrible! —exclamó Anne—. ¿De qué murió?

—Melanoma maligno, cáncer de piel. Horrible, ¿verdad?

—No, Mirre, ¡bájate de ahí…! ¿Cuántos años dijiste que tenía?

—Cinco, los mismos que Kalle.

—¿Y murió de melanoma maligno? ¡No puede ser!

Annika no comprendió.

—¿Qué quieres decir?

—No puede haber muerto de un melanoma maligno con cinco años. No es posible.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Annika sorprendida.

—¿Crees que me queda algún lunar en el cuerpo? ¿Eh? ¿De verdad? ¿O crees que me los he quitado todos antes de cumplir veinte años? ¿Eh? ¿Eh? ¿De verdad crees que yo me equivocaría en una cosa así? Por favor Ankan…

Annika notó cómo crecía su desconcierto. ¿Era posible que no hubiese entendido a Helena Starke?

—¿Por qué no pudo tener un melanoma maligno? —preguntó ingenuamente.

—Porque la variante maligna del melanoma nunca aparece antes de la pubertad. Aunque quizá tuviera una pubertad muy adelantada. Hay gente que la tiene. Eso se llama…

Annika pensó detenidamente. Seguro que Anne Snapphane tenía razón. Era una auténtica hipocondríaca, no había una sola enfermedad que no hubiera creído tener, no había ningún reconocimiento médico por el que no hubiera pasado. Eran incontables las veces que había ido en ambulancia a urgencias al hospital de Danderyd, y eran aún más las veces que había ido a visitar las distintas urgencias de la ciudad, tanto públicas como privadas. Lo sabía todo sobre tipos de cáncer, podía enumerar los diferentes síntomas entre la esclerosis múltiple y la familiar amiloidosis del sueño. No estaba equivocada. Por lo tanto Helena Starke estaba equivocada o mintió.

—¿… Annika…?

—Oye, tengo que colgar.

Colgó y sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Esto era crucial, lo sabía. El hijo de Christina Furhage no había muerto de melanoma maligno, quizá murió de otra manera. Afectado por otra enfermedad, un accidente, o ¿fue simplemente asesinado? Quizá no murió. Quizá todavía viviera.

Se levantó nerviosa y comenzó a andar de arriba abajo por la cocina, bombeando adrenalina. ¡Joder, joder! Sintió que estaba en la pista de algo. Se quedó petrificada. ¡Su fuente! Él sabía que Christina tenía un hijo, se lo dijo justo antes de colgar. ¡La policía estaba en ello!
¡Yes, yes,
aquí lo tenemos!

—Mamá,
El Rey León
se ha acabado.

Entraron en la cocina en pequeña procesión, primero Kalle y Ellen un paso detrás. Annika mandó los pensamientos sobre Christina Furhage a lo más profundo de su cerebro.

—¿Os gustó? ¿Tenéis hambre? No, no más galletas. ¿Espagueti? ¿O quizá una pizza?

Llamó a La Solo, al otro lado de la calle, y encargó una Caprichosa, una con carne picada y ajo y una tipo
calzone
con lomo de cerdo. Thomas se enfadaría, pero no importaba. Si quería otra vez guiso de alce podría haber venido a casa a las dos de la tarde y haber comenzado a dorar los trozos de carne.

Evert Danielsson abandonó la carretera de Sollentuna y entró en la gasolinera de OK en Helenelund. Allí había un garaje de auto-lavado para coches; solía ir una vez a la semana para cuidar del coche. Su secretaria reservaba tres horas a partir de las siete de la tarde. En realidad no eran necesarias pero no quería correr riesgos. Un período de tres horas seguidas era mucho tiempo para conseguirlo sin previa reserva.

Comenzaba por entrar en la tienda y reunir todo lo que necesitaba, un atomizador de desengrasante Natur, el champú para coches sin cera de OK, dos botellas de cera original Turtle y tres paquetes de trapos. Pagaba en caja, 31,50 por el desengrasante, 29,50 por el champú y 188 por las dos botellas de cera. El tiempo de alquiler costaba 64 coronas la hora, en total era algo menos de 500 coronas por toda una noche. Evert Danielsson sonrió a la chica de la caja y pagó con la tarjeta de empresa.

Salió y condujo el coche hasta el garaje habitual, cerró la puerta, sacó una silla de camping y colocó el estéreo portátil en un banco junto a la esquina. Eligió un CD con arias de óperas famosas,
Aida, La flauta mágica, Carmen
y
Madame Butterfly.

Mientras la reina de la noche subía en fas sostenidos, él empezó a lavar el coche. El lodo de barro, arenilla y nieve corría hacia los desagües del suelo en pequeños torrentes. Prosiguió pulverizando el coche con desengrasante. Mientras el remedio actuaba se sentó en la silla de camping a escuchar
La Traviata
de Verdi. No es que considerara indispensable escuchar solamente ópera en el garaje, a veces escuchaba algún viejo tema como los de Muddy Waters o el
rockabilly
estilo Hank Williams. También le apetecía de vez en cuando música realmente moderna; le gustaba Rebecka Törnqvist y algunas canciones de Eva Dahlgren.

Dejó volar los pensamientos, pero pronto volvió a la materia que ahora ocupaba su existencia, su futura ocupación laboral. Se había pasado el día intentando estructurar cómo sería su trabajo, dar prioridad a las tareas más apremiantes y comenzar a pensar en las soluciones que había que tomar. Sintió en alguna parte de su mente un cierto alivio por la desaparición de Christina. El que la hizo volar en pedazos quizá le rindió un gran favor al mundo.

Cuando la pieza terminó cambió de disco y puso un CD de Eric Satie con música para piano. Los melancólicos tonos inundaron el garaje al volver a coger la manguera y comenzar a aclarar el coche. Chorrear agua no era divertido; lo que Danielsson ansiaba era la fase final, encerar y abrillantar la pintura hasta que resplandeciera y refulgiera. Acarició con la mano el techo de coche. Sabía que todo iría bien.

Thomas acostó a los niños pasadas las siete y media. Annika les había leído
El viernes de Madde,
un libro de dibujos que contaba la historia de una niña que iba a la guardería y su mamá. En el libro la madre le contaba al personal de la guardería todo sobre su jefe, al que nadie quería obedecer. Todos los mayores pensaban que eso estaba bien.

—Se puede atacar a los jefes en todas partes, hasta en los libros de niños —dijo Annika.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Thomas y consultó el
Svenskans näringslivdel.

—Mira este test —respondió Annika y le tendió una revista mensual para mujeres—. Hay que contestar un montón de preguntas y entonces una descubre cómo le va en el trabajo. Mira la pregunta catorce. ¿Cómo es tu jefe? Las alternativas son: extravagante e inepto, pretencioso e incompetente, arrogante. ¿Qué te parece esa actitud? Y mira esto, en la página siguiente te dan consejos de cómo ser jefa tú misma. La moraleja es que todos los jefes son unos idiotas, y que los que no son jefes quieren serlo. Las cosas no son así.

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