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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (20 page)

BOOK: Asfixia
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Le pregunto cuánto.

—Para, por favor —dice—. O gritaré.

Le suelto el brazo y retrocedo.

—No grites —digo—. Haz el favor de no gritar.

Gwen suspira, toma impulso y me da un puñetazo en el pecho.

—¡Imbécil! —dice—. No he dicho «garbeo».

Es el equivalente sexual de «Simón dice».

Se da la vuelta para que la agarre otra vez. Luego camina sin soltarse de mí hasta la toalla y dice:

—Espera. —Va al cajón y vuelve con un vibrador de plástico rosa.

—Eh —le digo—, no intentes usar eso conmigo.

Gwen se estremece y dice:

—Claro que no. Es el mío.

Y yo digo:

—¿Y qué pasa conmigo?

Y ella dice:

—Lo siento, la próxima vez tráete un vibrador para ti.

—No —le digo—. ¿Qué pasa con mi pene?

Y ella dice:


¿
Qué
pasa con tu pene?

Yo digo:

—¿Cómo encaja en todo esto?

Sentándose en la toalla, Gwen niega con la cabeza y dice:

—¿Por qué hago esto? ¿Por qué siempre elijo a tíos que lo único que quieren es ser amables y convencionales? Lo siguiente que querrás hacer es casarte conmigo —dice—. Por una sola vez me gustaría tener una relación violenta. ¡Por una vez!

Ella dice:

—Puedes masturbarte mientras me violas. Pero solo en la toalla y solo si no me salpicas.

Ella extiende la toalla alrededor de su culo y da unas palmadas en una zona de toalla que tiene al lado:

—Cuando llegue el momento —dice—, puedes dejar tu orgasmo aquí.

Su mano da unas palmaditas.

Ah, vale, le digo, ¿y ahora qué?

Gwen suspira y me planta el vibrador en la cara:

—¡Úsame! —dice—, ¡Degrádame, estúpido! ¡Ultrájame, subnormal! ¡Humíllame!

No tengo muy claro donde está el interruptor, así que ella me tiene que enseñar cómo encenderlo. Luego vibra tan fuerte que lo suelto. Luego se pone a saltar por el suelo y tengo que atrapar el puto chisme.

Gwen levanta las rodillas en el aire y las deja caer a los lados igual que se abre un libro. Yo me arrodillo en el borde de la toalla y meto la punta zumbante dentro de los bordes de plástico de su vagina. Con la otra mano me acaricio el rabo. Sus tobillos están afeitados y desembocan en unos pies curvados con pintauñas azul. Está tumbada de espaldas con los ojos cerrados y las piernas abiertas. Con las manos unidas y extendidas por encima de la cabeza de forma que sus pechos forman cúpulas perfectas, dice:

—No, Dennis, no. No quiero esto, Dennis. No. No, no puedes tomarme.

Yo le digo:

—Me llamo Victor.

Ella me dice que me calle y la deje concentrarse.

Yo intento que los dos nos lo pasemos bien, pero ese es el equivalente sexual de frotarse el estómago y rascarse la cabeza. O me concentro en mí mismo o me concentro en ella. En cualquier caso el resultado es tan malo como un trío que no funciona: siempre hay uno que se queda fuera. Además el vibrador resbala y es difícil sujetarlo. Se está recalentando y empieza a despedir un olor acre a humo como si algo se estuviera quemando dentro.

Gwen abre un ojo solamente un poco, me ve cascarme el rabo y dice:

—¡
Yo
primero!

Me sacudo el rabo. Hurgo dentro de Gwen. Hurgo dentro de Gwen. Me siento menos un violador que un fontanero. Los bordes del femidón no paran de meterse dentro y tengo que pararme y sacarlos con dos dedos.

Gwen dice:

—Dennis, no. Dennis, para, Dennis. —La voz le sale de las profundidades de la garganta. Se tira del pelo y traga saliva. El femidón se vuelve a meter dentro y yo ya paso de él. El vibrador lo hunde más y más. Ella me dice que juegue con sus pezones con la otra mano.

Le digo que necesito la otra mano. Mis pelotas se tensan, listas para disparar y digo:

—Oh, sí. Sí. Oh, sí.

Y Gwen dice:

—No te
atrevas.
—Y se chupa dos dedos. Clava su mirada en la mía y se mete los dedos húmedos entre las piernas, desafiándome.

Lo único que tengo que hacer es imaginarme a Paige Marshall, mi arma secreta, y la carrera se termina.

Un segundo antes de correrme, en ese momento en que sientes que el ojete empieza a tensarse, justo entonces me vuelvo hacia el lugar de la toalla que me ha indicado Gwen. Sintiéndose estúpidos y tratados como perros amaestrados para hacer sus necesidades, mis soldaditos blancos salen despedidos y, tal vez por accidente, equivocan la trayectoria y aterrizan sobre la colcha rosa. Sobre su enorme y suave paisaje mullido de color rosa. Formando un arco después de otro, llueven goterones calientes de todos los tamaños sobre la colcha, los cubrealmohadas y los faldones de seda rosa de la cama.

¿Qué NO haría Jesucristo?

Grafitis de semen.

«Vandalismo» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Gwen está tumbada en la toalla, jadeando con los ojos cerrados y el vibrador zumbando a su lado. Con los ojos en blanco, chorrea entre los dedos y murmura:

—Te he ganado...

Murmura:

—Hijo de puta, te he ganado...

Me pongo los pantalones y cojo la chaqueta. Hay soldaditos blancos por toda la cama, las cortinas y el papel de la pared, y Gwen está ahí tumbada, jadeando, con el vibrador sobresaliéndole en ángulo oblicuo entre las piernas. Un segundo más tarde, se le sale y cae en el suelo como un pescado mojado y gordezuelo. Es entonces cuando Gwen abre los ojos. Empieza a incorporarse apoyándose en los codos antes de ver los desperfectos.

Ya tengo medio cuerpo fuera de la ventana cuando digo:

—Ah, por cierto...

Digo «garbeo» y oigo a mi espalda su primer grito de verdad.

28

En el verano de 1642 en Plymouth, Massachusetts, un adolescente fue acusado de sodomizar a una yegua, una vaca, dos cabras, cinco ovejas, dos terneros y un pavo. Está en los libros de Historia. De acuerdo con las leyes bíblicas del Levítico, después de que el chico confesara fue obligado a ver cómo los animales eran sacrificados. Luego lo mataron y su cuerpo fue enterrado junto con los animales muertos en una fosa sin lápida.

Aquello fue antes de que hubiera reuniones de terapia oral para adictos al sexo.

El cuarto paso de la terapia de aquel chaval habría sido un reportaje sensacionalista sobre el corral.

Pregunto:

—¿Alguien tiene alguna pregunta?

Los alumnos de cuarto se me quedan mirando. Una niña de la segunda fila dice:

—¿Qué es sodomizar?

Le digo que se lo pregunte a su profesora.

Cada media hora se supone que tengo que dar clase a otro rebaño de alumnos de cuarto acerca de una mierda que nadie quiere aprender, como, por ejemplo, la manera de encender un fuego. Cómo hacer muñecos con manzanas. Cómo hacer tintura de nogal negro. Como si todo eso les fuera a ayudar a conseguir plaza en una buena universidad.

Además de deformar a los pobres pollos, estos alumnos de cuarto se dedican a pasear por aquí sus microbios. No es un misterio que Denny siempre se esté sonando la nariz y tosiendo. Piojos, lombrices intestinales, clamidiasis, tiña: en serio, estos niños de excursión son los jinetes en miniatura del apocalipsis.

En lugar de los rollos útiles de la época de los pioneros, les cuento que su juego del corro de la patata está basado en la epidemia de peste bubónica de 1665. La Peste Negra le causaba a la gente unos puntos negros duros e hinchados conocidos como «bubas» y rodeados de un círculo de color claro. Por eso se llama «bubónica». A la gente infectada se la encerraba en su casa para que se muriera. En seis meses, cien mil personas fueron enterradas en enormes fosas comunes.

Los «ramilletes en el bolsillo»
[1]
era lo que la gente de Londres llevaba para no oler los cadáveres.

Para encender un fuego, hay que amontonar palos y hierba seca. Se consigue una chispa con un pedernal. Luego se le da al fuelle. Ni siquiera sueñes que este método de encender fuegos consigue iluminarles los ojos. A nadie le impresiona una chispa. La primera fila se compone de niños en cuclillas, apiñados en torno a sus videojuegos. Te bostezan en las narices. Se ríen y se pellizcan entre ellos y ponen los ojos en blanco cuando ven mis calzas y mi suciedad.

En cambio, les cuento que en 1672 la Peste Negra llegó a Nápoles, Italia, y mató a unas cuatrocientas mil personas.

En 1711, en el Sacro Imperio Romano, la Peste Negra mató a quinientas mil personas. En 1781, la gripe mató a millones de personas de todo el mundo. En 1792, otra plaga mató a ochocientas mil personas en Egipto. En 1793, los mosquitos llevaron la fiebre amarilla a Filadelfia y murieron miles de personas.

Un niño de las últimas filas murmura:

—Esto es peor que la rueca.

Otros niños abren las fiambreras y miran el interior de sus bocadillos.

Al otro lado de la ventana, Denny está en el cepo. Esta vez por pura costumbre. El ayuntamiento ha anunciado que lo van a desterrar después de la hora de comer. El cepo es el sitio donde se siente más a salvo de sí mismo. No está cerrado y los candados están abiertos, pero está ahí inclinado con las manos y el cuello metidos donde han estado durante los últimos nueve meses.

Mientras venían de casa del tejedor a aquí, un niño le ha metido un palo a Denny por la nariz y luego ha intentado metérselo en la boca. Otros niños le han frotado la cabeza afeitada para que les diera suerte.

Encender un fuego solamente mata quince minutos, así que después se supone que tengo que enseñarle a todos los rebaños de niños las ollas enormes, las escobas de paja, las colchas y mierdas por el estilo.

Los niños siempre parecen más grandes en una habitación con el techo de dos metros de altura. Un niño de las filas del fondo dice:

—Nos han vuelto poner la puta ensalada de huevo.

Aquí, en el siglo XVIII, estoy sentado junto a la enorme chimenea abierta equipada con las habituales reliquias de cámara de torturas, los ganchos de hierro para las ollas, los atizadores, los morillos y los hierros de marcar el ganado. Mi enorme fuego está ardiendo. Es un momento perfecto para sacar las tenazas de hierro de las brasas y fingir que examino su punta al rojo vivo. Todos los niños retroceden.

Y yo les pregunto: Eh, niños, ¿alguien puede explicarme cómo la gente del siglo XVIII violaba a niños desnudos hasta matarlos?

Esto siempre consigue llamarles la atención.

Nadie levanta la mano.

Sin dejar de examinar las tenazas, digo:

—¿Nadie?

Sigue sin haber manos en alto.

—De verdad —les digo, y empiezo a abrir y cerrar las tenazas—, seguro que vuestra profesora os ha contado que por entonces mataban a los niños.

La profesora está esperando fuera. Lo que ha pasado es que hace un par de horas, mientras su clase estaba cardando lana, esa profesora y yo hemos intercambiado un poco de semen en el ahumadero y me temo que ella se ha creído que esto iba a acabar en algo romántico, pero alto. Con mi cara hundida en la blandura maravillosa de su culo, es asombroso lo que una mujer puede entender cuando dices por accidente «Te quiero».

Diez veces de diez, lo que el tío quiere decir es: «Esto me encanta».

Te pones una camisa de lino con chorreras, un fular y unas calzas y el mundo entero se quiere sentar en tu cara. Mientras compartíamos mi salchicha gorda y caliente, podríamos haber sido la portada de alguna novelita erótica barata. Yo le he dicho:

—Oh, nena, hendid vuestra carne con la mía. Oh, sí, hendidla, nena.

Guarradas del siglo XVIII.

La profesora se llama Amanda o Allison o Amy. Algún nombre con una vocal.

No hay que parar de preguntarse: «¿Qué
no
haría Jesucristo?».

Ahora delante de la clase de ella, con las manos todas negras, devuelvo las tenazas al fuego, y luego hago una señal con dos dedos negros a los niños, lo cual en el lenguaje internacional de signos quiere decir
acercaos.

Los niños de las últimas filas empujan a los de las primeras. Los de las primeras miran a su alrededor y un niño dice:

—¿Señorita Lacey?

Una sombra en la ventana indica que la señorita Lacey está mirando, pero en cuanto miro en su dirección ella desaparece.

Les hago otra señal a los niños para que se acerquen más. La vieja canción sobre Georgie Porgie, les cuento, trata del rey de Inglaterra Jorge IV, que nunca tenía bastante.

—¿Bastante de qué? —pregunta un niño.

—Preguntadle a vuestra maestra.

La señorita Lacey sigue merodeando.

Les digo:

—¿Os gusta este fuego que tengo aquí? —Y señalo las llamas con la cabeza—. Pues hay que limpiar la chimenea todo el tiempo, lo que pasa es que las chimeneas son muy pequeñas por dentro y lo manchan todo, así que la gente obligaba a los niños a trepar por el interior y rascar las paredes.

Y como los tiros eran tan estrechos, les digo, los niños se quedaban encallados si llevaban ropa.

—Así que igual que Santa Claus... —les digo—, trepaban por la chimenea... —digo, y levanto un atizador calentado por el fuego— desnudos.

Escupo en el extremo al rojo vivo del atizador y la saliva chisporrotea haciendo mucho ruido en la habitación en silencio.

—¿Y sabéis cómo se morían? —les digo—. ¿Alguien lo sabe?

Nadie levanta la mano.

Les digo:

—¿Sabéis lo que es el escroto?

Nadie dice que sí ni siquiera asiente, así que les digo:

—Preguntad a la señorita Lacey.

Durante la mañana que pasamos en el ahumadero, la señorita Lacey se dedicó a masajearme el rabo con un buen montón de saliva. Luego nos chupamos las lenguas, sudando mucho e intercambiando saliva, y ella se apartó para echarme un vistazo. Bajo aquella luz tenue, estábamos rodeados por completo de jamones falsos de plástico. Ella estaba toda empapada y montada encima de mi mano, con fuerza, y jadeando entre palabra y palabra. Se secó la boca y me preguntó si tenía protección.

—Tranqui —le dije—. Es mil setecientos treinta y cuatro, ¿te acuerdas? El cincuenta por ciento de los niños mueren al nacer.

Ella sopló para apartarse un mechón rebelde de la cara y dijo:

—No me refiero a eso.

La lamí entre los pechos, subí por su garganta y luego abrí la boca alrededor de su oreja. Sin dejar de masturbarla con los dedos empapados, le dije:

—¿Es que tenéis alguna afección maligna que yo deba conocer?

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