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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (18 page)

BOOK: Asfixia
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La voy a tomar en la capilla, le digo a Paige. Soy el hijo de una lunática, no el hijo de Dios.

Si me equivoco, que Dios lo demuestre. Que me envíe un rayo.

La voy a poseer en el puto altar.

25

Aquella vez había sido imprudencia maliciosa o abandono temerario o negligencia criminal. Había tantas leyes que el niño no lograba distinguirlas.

Había sido acoso en tercer grado o indiferencia en segundo grado o desprecio en primer grado o incordio en segundo grado, y había llegado un punto en que al niño estúpido le aterraba hacer cualquier cosa que no hicieran los demás. Probablemente cualquier cosa nueva o distinta u original iba contra la ley.

Cualquier cosa arriesgada o excitante te llevaba a la cárcel.

Por eso todo el mundo tenía tantas ganas de hablar con la mamaíta.

Aquella vez solamente llevaba dos semanas fuera de la cárcel y ya habían empezado a suceder cosas.

Había un montón de leyes y una infinidad de formas de cagarla.

Primero la policía preguntó por los cupones.

Alguien había ido a una copistería del centro y había usado un ordenador para diseñar e imprimir cientos de cupones que prometían una comida gratis para dos personas por valor de setenta y cinco dólares y sin fecha de caducidad. Todos los cupones iban doblados dentro de una carta comercial que daba las gracias por ser tan buen cliente y explicaba que el cupón de dentro era una promoción especial.

Lo único que tenías que hacer era ir a cenar al restaurante Clover Inn.

Cuando el camarero te trajera la cuenta simplemente tenías que pagar con el cupón. La propina estaba incluida.

Alguien hizo todo aquello. Envió por correo cientos de aquellos cupones.

Tenía toda la pinta de una maniobra Ida Mancini.

La mamaíta había sido camarera en el Clover Inn durante la primera semana que había pasado fuera del centro de reinserción, pero la habían despedido por decirle a la gente cosas sobre la comida que no querían saber.

Luego había desaparecido. Unos días más tarde, una mujer sin identificar se había puesto a correr y a gritar por el pasillo central de un teatro durante la parte más tranquila y aburrida de un majestuoso ballet.

Por eso un día la policía había sacado al niño estúpido de la escuela y lo había llevado al centro de la ciudad. Para ver si tenía noticias de ella. De la mamaíta. Si sabía dónde estaba escondida.

Por aquella misma época, varios cientos de clientes enojados invadieron una peletería llevando cupones del cincuenta por ciento de descuento que habían recibido por correo.

Por aquella misma época, un millar de personas muy asustadas llegaron a la clínica de enfermedades de transmisión sexual del condado exigiendo que les hicieran una prueba después de haber recibido cartas con el sello del condado advirtiéndoles que a una antigua pareja sexual le habían diagnosticado una enfermedad infecciosa.

Los detectives de la policía se llevaron al mequetrefe al centro de la ciudad en un coche de paisano, luego le hicieron subir las escaleras de un edificio feo, se sentaron con él y su madre adoptiva y le preguntaron: ¿Ha intentado Ida Mancini contactar contigo?

¿Tienes alguna idea de dónde saca el dinero?

¿Por qué crees que hace esas cosas tan horribles?

Y el niño se limitó a esperar.

Pronto llegaría ayuda.

La mamaíta solía decirle que lo sentía. La gente llevaba muchos años trabajando para convertir el mundo en un sitio seguro y organizado. Nadie se daba cuenta de lo aburrido que se iba a volver. Con el mundo entero dividido en propiedades privadas, con límites de velocidad, zonas, impuestos y regulaciones, con todo el mundo sometido a exámenes, registrado, con dirección conocida y figurando en los registros. Nadie había dejado mucho espacio para la aventura, salvo tal vez la que uno podía comprar. En una montaña rusa. En una película. Sin embargo, no dejaba de ser una excitación falsa. Uno ya sabía que los dinosaurios no se iban a comer a los niños. El público de los pases de prueba ha descartado con su voto cualquier posibilidad de un falso desastre importante, de un riesgo real, no nos queda ninguna posibilidad de salvación real. De euforia real. De excitación real. De diversión. De descubrimiento. De invención.

Las mismas leyes que nos mantienen a salvo nos condenan al aburrimiento.

Sin acceso al caos verdadero, nunca lograremos la paz verdadera.

A menos que todo empeore, nada puede mejorar.

Todas estas cosas le decía la mamaíta.

Le decía:

—La única frontera que te queda es el mundo de lo intangible. Todo lo demás es demasiado restrictivo.

Está aprisionado por demasiadas leyes.

Cuando decía lo intangible se refería a Internet, las películas, la música, los relatos, el arte, los rumores, los programas informáticos, cualquier cosa que no fuera real. Las realidades virtuales. Los rollos fantásticos. La cultura.

Lo irreal es más poderoso que lo real.

Porque nada es tan perfecto como uno lo imagina.

Porque solamente duran las ideas intangibles, los conceptos, las creencias y las fantasías. La piedra se resquebraja. La madera se pudre. La gente, en fin, se muere.

Pero las cosas tan frágiles como un pensamiento, un sueño, una leyenda, pueden continuar para siempre.

Si puedes cambiar la manera en que piensa la gente, le decía. La forma en que se ven a sí mimos. La forma en que ven el mundo. Si lo haces, puedes cambiar la forma en que la gente vive su vida. Y esa es la única cosa duradera que puedes crear.

Además, en algún momento, solía decirle la mamaíta, tus recuerdos, tus relatos y tus aventuras serán lo único que te quede.

En su último juicio, antes de ir a la cárcel por última vez, la mamaíta se puso en pie ante el juez y dijo:

—Mi meta es ser un motor de excitación en las vidas de la gente.

Se quedó mirando fijamente a los ojos del niño estúpido y dijo:

—Mi propósito es darle a la gente historias gloriosas que explicar.

Antes de que los guardias se la llevaran por la puerta de atrás de la sala, con las manos esposadas, gritó:

—Encerrarme sería redundante. Nuestra burocracia y nuestras leyes han convertido el mundo en un campo de trabajos forzados limpio y seguro.

Y luego gritó:

—Estamos criando una generación de esclavos.

E Ida Mancini volvió una vez más a la cárcel.

«Incorregible» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

La mujer sin identificar, la que echó a correr por el pasillo durante el ballet, había gritado:

—Estamos enseñando a nuestros hijos a no poder defenderse.

Mientras corría por el pasillo y salía por una salida de incendios, había gritado:

—Estamos tan estructurados y microgestionados que esto ya no es un mundo, es un puto crucero de placer.

Sentado, esperando con los detectives de la policía, el niño estúpido, cara de culo y tocahuevos les preguntó si podía venir el abogado defensor Fred Hastings.

Y un detective murmuró una palabrota.

Y justo entonces, la alarma de incendios se disparó.

Y aun con la alarma sonando, los detectives siguieron preguntando:

—¿TIENES ALGUNA IDEA DE CÓMO PONERNOS EN CONTACTO CON TU MADRE?

Le preguntaron a gritos para hacerse oír por encima de la alarma:

—¿PUEDES DECIRNOS POR LO MENOS QUIÉNES SON SUS PRÓXIMOS OBJETIVOS?

La madre adoptiva le gritó para hacerse oír por encima de la alarma:

—¿NO QUIERES AYUDARNOS A QUE LA AYUDEMOS?

Y la alarma se detuvo.

Una señora asomó la cabeza por la puerta y dijo:

—Que no cunda el pánico, chicos. Parece otra falsa alarma.

Una alarma de incendios ya nunca indica un incendio.

Y aquel pequeño gilipollas dijo:

—¿Puedo usar el baño?

26

La medialuna nos mira, reflejada en una lata plateada llena de cerveza. Denny y yo estamos de rodillas en un jardín ajeno y Denny aparta los caracoles y babosas dando golpecitos con el dedo índice. Denny levanta la lata llena hasta arriba, acercando cada vez más su reflejo y su cara de verdad hasta que sus labios falsos tocan sus labios de verdad.

Denny se bebe la mitad de la cerveza y dice:

—Así es como beben cerveza en Europa, tío.

¿En trampas para babosas?

—No, tío —dice Denny. Me pasa la lata y dice—: Desbravada y caliente.

Beso mi reflejo y bebo, con la luna mirándome por encima del hombro.

Esperándonos en la acera hay un carrito de bebé con las ruedas más separadas en la parte trasera que en la delantera. La parte trasera del carrito toca el suelo y envuelta en la manta rosa de bebé hay una roca de arenisca demasiado grande para que Denny o yo la levantemos. En el extremo superior de la manta hay colocada una cabeza de bebé de goma rosácea.

—Eso de practicar el sexo en una iglesia —dice Denny—, dime que no lo hiciste.

No es que no lo hiciera. Es que no pude.

No pude follar, taladrar, perforar, meterla, hincarla. Todos esos eufemismos que no lo son.

Denny y yo somos dos tíos normales que sacan a su bebé a dar un paseo a medianoche. Un par de simpáticos jóvenes de este bonito vecindario de casas grandes, cada una rodeada de su respectivo jardín. Todas estas casas con sus petulantes espejismos de seguridad autocontenida y climáticamente controlada.

Denny y yo, tan inocentes como un tumor.

Tan inofensivos como un hongo de psilocibina.

Es un vecindario con tanta clase que incluso la cerveza que dejan para los animales es importada de Alemania o de México. Saltamos la verja hasta el siguiente jardín y husmeamos bajo las plantas en busca de la siguiente ronda.

Agachado para mirar debajo de las hojas y los matorrales, digo:

—Tío —digo—, a ti no te parece que tengo un buen corazón, ¿verdad?

Y Denny dice:

—Qué va, tío.

Después de unas cuantas calles, de la cerveza de todos estos jardines, sé que Denny está siendo sincero. Le digo:

—¿No crees que yo en realidad sea una manifestación sensible y cristiana del amor perfecto, verdad?

—Ni en coña, tío —dice Denny—. Eres un capullo.

Y yo le digo:

—Gracias. Solamente me estaba asegurando.

Y Denny se pone de pie moviendo las piernas a cámara lenta. En las manos sostiene una lata redonda en la que se ve otra vez reflejado el cielo nocturno, y me dice:

—Bingo, tío.

Acerca de lo de la iglesia, le cuento que estoy más decepcionado con Dios que conmigo mismo. Tendría que haberme fulminado con un rayo. Quiero decir que Dios es Dios. Yo soy un capullo. Ni siquiera le quité la ropa a Paige Marshall. Con su estetoscopio colgando del cuello, balanceándose entre sus pechos, la empujé sobre el altar. Ni siquiera le quité la bata.

Con el estetoscopio colgando sobre el pecho, me dijo:

—Vaya rápido —dijo—. Quiero que sincronice sus movimientos con mi corazón.

No es justo que las mujeres no tengan que pensar cosas para no correrse enseguida.

Y yo no pude. Aquella idea de Jesucristo fulminó mi erección.

Denny me pasa la cerveza y yo bebo. Denny escupe una babosa muerta y me dice:

—Es mejor que bebas con los dientes cerrados, tío.

Ni siquiera en una iglesia, ni siquiera tumbada sobre un altar y sin ropa, no quise que Paige Marshall, la doctora Paige Marshall, se convirtiera en un polvo más.

Porque nada es tan perfecto como lo que uno imagina.

Porque nada es tan excitante como tu fantasía.

Inspire. Espire.

—Tío —dice Denny—, esta es la última para mí. Cojamos la piedra y volvamos a casa.

Y yo digo: Una manzana más, ¿vale? Una ronda de jardines más. No estoy lo bastante borracho para olvidar el día que he tenido.

Este es un vecindario con clase. Salto la verja del siguiente jardín y aterrizo de cabeza sobre un rosal. En alguna parte ladra un perro.

Todo el tiempo que pasamos encima del altar, yo intentando que el rabo se me pusiera duro, aquella cruz de madera clara y barnizada nos estuvo mirando. Sin hombre torturado. Sin corona de espinas. Sin moscas volando alrededor ni sudor. Sin hedor. Nada de sangre ni sufrimiento, no en aquella iglesia. Nada de lluvia de sangre. Nada de plaga de langostas.

Sin quitarse el estetoscopio de las orejas, Paige escuchaba los latidos de su corazón.

Los ángeles del techo estaban tapados con pintura. La luz que entraba por la vidriera coloreada era densa, dorada e inundada de polvo. La luz entraba en un haz denso, un haz cálido y espeso que nos enfocaba a nosotros.

Atención, por favor, que el doctor Freud haga el favor de coger el teléfono blanco de las visitas.

Un mundo de símbolos, no un mundo real.

Denny me ve enredado y sangrando por culpa de las espinas, con la ropa rasgada y caído encima del rosal, y dice:

—Vale, lo digo en serio —dice—. Dejémoslo estar por hoy.

El olor a rosas, el olor a incontinencia en Saint Anthony.

Un perro ladra y rasca con las uñas en la puerta trasera de la casa. Una luz se enciende en la cocina y alguien aparece en la ventana. Luego se enciende la luz del porche trasero y es asombroso lo deprisa que desprendo el culo del rosal y corro hasta la calle.

En la dirección opuesta por la acera viene una pareja, arrimados y rodeándose con el brazo mientras caminan. La mujer frota la mejilla en la solapa del hombre y el hombre le da un beso en la coronilla.

Denny empuja el carrito tan deprisa que las ruedas delanteras se quedan encalladas en un agujero de la acera y la cabeza de goma del bebé sale despedida. Mirándolo todo con los ojos de cristal muy abiertos, la cabeza rosácea rebota al lado de la pareja feliz y cae en la alcantarilla.

Denny me dice:

—¿Tío, me la puedes coger?

Con la ropa hecha jirones y pringosa de sangre y la cara llena de espinas clavadas, paso al lado de la pareja y pesco la cabeza de entre las hojas y la porquería.

El hombre da un grito y retrocede.

Y la mujer dice:

—¿Victor? Victor Mancini. Oh, Dios mío.

Debe de haberme salvado la vida, porque no sé quién coño es.

En la capilla, después de haber renunciado, mientras nos estábamos abrochando los botones de la ropa, le dije a Paige:

—Olvídese del tejido fetal. Olvídese del resentimiento hacia las mujeres fuertes —le digo—, ¿Quiere saber la verdadera razón por la que no quiero follar con usted?

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