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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (9 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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El ordenador había terminado el programa de escaneado de virus y Olga entró en el buzón electrónico. ¡Ciento cincuenta y cinco mensajes para responder! Ésa era una de las tareas más tediosas al regresar de una campaña o de un congreso. Repasó, de un vistazo rapidísimo, los remitentes. Al terminar se sintió decepcionada. Era absurdo, claro, pero había estado esperando uno con la referencia Jorge Ramírez.

Monegal, eres tonta; si fuiste tú misma quien se encargó de desbaratar el posible interés de Jorge... ¿Y qué otra cosa podía haber hecho? Olga suspiró y apartó de su mente al jefe de la campaña. Decidió mandarles un mensaje a Susana y a Teresa. Sus amigas del alma se alegrarían de saberla nuevamente en la ciudad.

Acababa de hacerlo cuando la puerta de su despacho se abrió y, antes de que le diera tiempo a darse la vuelta, oyó la voz de Silvia:

—¿Olga?

—Adelante, adelante —dijo al tiempo que se levantaba.

—¿Qué tal, guapa? ¿Cómo ha resultado la campaña?

—Bien. Estupendamente. Al final, con muchas ganas de terminar y de perder de vista la draga.

Silvia se echó a reír.

—Te comprendo. Bueno, menos mal que estás de vuelta. Te hemos echado de menos.

Olga sonrió y le agradeció el recibimiento.

—Pero no he entrado a adularte, sino a decirte que tienes a Cloe esperando en el almacén. Con todo el material desparramado, las muestras, las cajas...

—¡Ay! —se quejó ella, hasta entonces convencida de que la becaria se presentaría a trabajar más tarde de lo normal, considerando el tute de la campaña...

Casi una hora se entretuvieron Olga y Cloe clasificando y colocando, en las estanterías, cuerdas, cables, cajas, cubos, trajes y botas de aguas, bidones y botes con muestras... ¡Había que ver la cantidad de material utilizado en cada campaña!

—Bueno, listas —dijo Olga frotándose las manos—. Subimos al laboratorio dos de estos bidones y ...

—¡A por un café! —exclamó la becaria.

—Ve tú. Yo quiero adelantar con el correo electrónico.

Durante su ausencia había recibido varios mensajes nuevos, entre ellos, uno de Susana y otro de Teresa. ¡Ninguno de Jorge! Teresa había respondido en su tono habitual: frío, mesurado, aséptico. Olga se preguntaba si su amiga era realmente incapaz de identificar y de expresar sus emociones o sólo tenía su sistema emocional metido en cintura para poder sobrevivir a las constantes vilezas de Carlos. El mensaje de Susana era también como ella misma: cálido, exuberante, cargado de emoción. En él, aparecían dos preguntas que, por supuesto, en el de Teresa, no. La primera cuestión, ¿qué tal, Jorge?, dejó a Olga casi sin aliento. Pero, bueno, ¿cómo era posible que su amiga hubiera intuido su interés hacia el geofísico? ¡Qué bruja, Susana! Luego se dijo que quizás la aliviaría hablar de Jorge con ella. Aunque ¿hablar de qué? La segunda cuestión hacía referencia al trabajo de Olga. Susana era de una curiosidad sin límites para todo.

Olga redactó en un momento unas frases para ambas preguntas. A la primera respondió: no sé, no contesto, aun a riesgo de excitarle más la curiosidad. Para la segunda tecleó: El buque oceanográfico va equipado con un GPS. ¿Sabes qué es, analfabeta tecnológica? Seguro que no y, sin embargo, ya se están anunciando coches que lo llevan. Son los coches del futuro, pensados para personas como tú, incapaces de orientaros, incapaces de leer un mapa o un plano. El GPS es un sistema de navegación a través de satélite. Para ponértelo fácil: el coche se orienta sin necesidad de nuestra ayuda. ¿Te imaginas qué gozada un coche capaz de llevarte él solito a tu destino? Gracias a ello, el buque se posiciona y permanece lo más quieto posible, próximo a la zona donde hicimos las perturbaciones al principio. ¿Recuerdas los dos recorridos A-A´ y B-B´, determinados a profundidades no autorizadas para la flota de arrastre? Bien. Al llegar ahí, tiramos al agua un aparatito parecido a un submarino, al que llamamos vulgarmente el pez y técnicamente, SSS o side-scan-sonar. El barco va siguiendo meticulosamente el transecto de las líneas de pesca con la ayuda del GPS, y ese radar de barrido lateral pasa por encima del recorrido prefijado, va «leyendo» las marcas dejadas por el arte de arrastre y las envía al receptor del barco, donde se van dibujando sobre papel, además de almacenarse en zips.

Olga había tenido tiempo de clasificar los mensajes, eliminar los que pensaba dejar sin respuesta y contestar los cinco más urgentes, cuando Marina, la jefa del departamento, entró en el despacho.

Ambas llevaban dieciséis años colaborando. Casi somos un matrimonio, bromeaba la jefa, que, en realidad, parecía casada sólo con su trabajo, tal era la dedicación —por no decir la obsesión— con que se entregaba a él; nada había en su existencia —ni un compañero, ni hijos, ni aficiones, apenas amigos— que pudiera apartarla o distraerla de su pasión. Las dos compartían la misma habilidad para mantener los pies pegados a la tierra, ocurriera lo que ocurriese. Su capacidad de organización —la de Marina, espontánea; la de Olga, autoimpuesta— minimizaba cualquier entorpecimiento. Además, el espíritu pacífico de Olga, su pasmoso control sobre su propia ira y su talento para crear equipo y mantener a las gentes unidas la convertían en una compañera de trabajo muy valiosa. Por otro lado, Marina, aun siendo una mujer dura, era compasiva, lo que resultaba beneficioso para sus colaboradores.

Sin embargo, pese a verle esas cualidades, a Olga no le pasaban desapercibidos los aspectos negativos de Marina. Si se ponía nerviosa por alguna causa, si vivía bajo presión, si la adrenalina la desbordaba, su jefa tenía una vertiente paranoica casi delirante. O eso le parecía a Olga. Mientras el estrés se mantenía dentro de límites soportables, Marina dejaba traslucir poco de su personalidad ligeramente paranoica. A lo sumo, proyectaba sus propias miserias cuando interpretaba las motivaciones o las conductas de los demás.

Hablaron por espacio de una hora. Olga la puso al día de los detalles de la campaña, puesto que lo esencial se lo había ido contando desde el barco. Luego, Marina le explicó lo muy satisfecha que se sentía porque, ¡finalmente!, había conseguido terminar la redacción de un artículo. Estaba basado en las conclusiones obtenidas en su proyecto sobre producción de poblaciones de rodaballo formadas exclusivamente por hembras. Marina, al contrario que muchos de ellos, no tenía ninguna dificultad para escribir en inglés, idioma que dominaba gracias a una prolongada estancia en Estados Unidos al finalizar el doctorado. No. El inglés no representaba un escollo para ella. Su problema residía simplemente en redactar. Si una frase de unas catorce palabras podía originarle una jaqueca dolorosísima, un artículo de cinco páginas derivaba en una auténtica enfermedad que amargaba su vida de bióloga. Sin embargo, a pesar de lo mucho que le costaba, nunca se daba por vencida.

Olga la felicitó con calor al saber que lo había mandado a una revista de gran impacto mundial en biología marina: el
Journal of Science
.

—¿Cuándo crees que sabrás algo?

Marina se encogió de hombros para añadir:

—¿A finales del mes próximo, quizás? ¿O para abril? —movió la cabeza. Su alborotado pelo negro pareció reír—. Bueno, en cualquier caso no me voy a preocupar hasta saber algo.

Olga estaba segura de que eso no era cierto. Marina estaría intranquila cada minuto hasta que llegase el veredicto.

Miguel entró a buscarlas para ir a comer a uno de los chiringuitos cercanos al instituto. Después de comer, Olga dijo que ya no regresaba al despacho. Se iba a casa porque estaba rendida. Aprovecharía para leer unos artículos.

Antes de coger el metro, pasó por el quiosco del hospital. Como tantas veces, se cruzó en él con una mujer joven, que Olga suponía trabajadora del hospital o del hotel cercanos. Llevaban tantos años encontrándose dos o tres veces por semana que se percibían como vagamente familiares y se saludaban con un gesto de la cabeza y un murmullo ininteligible, probablemente un buenastardes. Porque siempre coincidían después de la hora de comer, entre tres y tres y cuarto. Quizás la otra aprovechaba el rato de descanso para acercarse al quiosco. O bien terminaba el turno a esa hora y, antes de irse para casa, se compraba algunas revistas del corazón. ¡Había que ver lo que le gustaban a esa mujer! Se las compra todas, todas, le había soplado Pepe, el quiosquero, un tipo descarado pero interesante. Con montones de ideas en la cabeza. En realidad, el quiosco parecía otro desde que había pasado a sus manos. Había reverdecido.

La mujer la saludó con el cabezazo de costumbre. Era mona, desde luego, pero resultaba un poco bobalicona. Tenía un cierto aire de niña recién salida de un colegio de monjas, aunque estaba claro que, de niña, nada. Seguro que andaba por los treinta. Larga, lacia y rubia melena. Con unos ojos grandes muy azules. Unos labios carnosos. Un cuerpo bien formado. Bastante cursi en el vestir; con tendencia a parecer una caja de bombones. Demasiado maquillada para el gusto de Olga; parecía una máscara veneciana. Mona pero boba, seguro.

—Hola, Pepe. ¿Tienes la revista de mi hijo?

—¿El futuro escritor?

—Futuro algo, probablemente. Lo de escritor, no lo veo yo muy claro.

Pepe le dio la revista literaria y se echó las manos a la nuca. En un instante, había soltado su melena y la había recogido de nuevo en una cola. Tenía una habilidad femenina arreglándose el pelo y, sin embargo, cabello recogido y pendientes aparte, Pepe era muy masculino. En realidad, tuvo que reconocer Olga, casi olía a macho. ¡Ay, Monegal, quién lo pillara! Luego se amonestó sin mucha convicción. Los acontecimientos en el
Hespérides
y la falta de contacto físico con Alberto la mantenían sobreexcitada.

Llegó a casa cansadísima, con pocas ganas de leer artículos científicos, pero su inoportuno sentido de la responsabilidad la obligó a dedicarles una hora. Luego se tumbó en el sofá a echarle un vistazo a
Mujer Diez
. Como cada mes, Susana se empeñaría en conocer su opinión.

Se quedó dormida antes de poder leer los titulares. Algo más tarde, la despertó el timbre de la puerta.

—¿Quién es?

—Yo, Teresa.

Olga ahogó un bostezo, después de abrir el portal de la calle a su amiga. A pesar del cansancio, le apetecía charlar con ella. Rara era la semana que, por lo menos una tarde, al acabar su entrenamiento en el gimnasio, no pasaba a verla.

 

 

Olga se apoyó en una farola, se quitó el zapato y lo sacudió hasta hacer saltar la piedrecita. Se lo puso de nuevo y oteó el horizonte. ¡Caramba!, con lo tarde que era, la familia esperando y ningún autobús a la vista. Sólo cerraban el final de la calle, recortándose sobre el negro del cielo, las letras alternativamente menguantes y crecientes de un anuncio luminoso. ¡Las noches en la ciudad no valían nada! Una ni siquiera tenía conciencia de que el sol estaba declinando y de que la oscuridad debía de estar cayendo... Demasiada polución luminosa. Tanta contaminación de vatios impedía vivir la noche como se hacía en el mar. Aquello sí era una verdadera noche. Oscura, cerrada, profunda, casi pavorosa, aunque hermosísima... ¡Cuántas veces no se habría sentido sobrecogida en la cubierta de un barco, bajo las estrellas! Sí, ciertamente impresionada por vivirla con tal intensidad. La negrura profunda, el fulgor de las estrellas, el halo fantasmagórico de la luna. Todo ello puesto también de manifiesto por el evidente silencio. En un barco en mitad del Meditérraneo, apenas se escuchaban sonidos. Si acaso, el crujir de la estructura, el beso del oleaje contra el casco, el chasquido de un cabo, el murmullo sordo del motor... Como en la primera guardia de su campaña.

Entró en el laboratorio cuando el gran reloj de la pared marcaba las cuatro y un minuto. Maite, la otra bióloga, había llegado ya. Jorge se reunió con ellas pocos segundos después. A pesar de que no hubiera sido necesario, el geofísico, como jefe de campaña, casi había impuesto su presencia. Con sus francas carcajadas, habituales ya en la vida del
Hespérides
, había avisado de que nadie le iba a quitar el placer de aquella primera guardia de madrugada. ¿Placer?, pensaron todos mirándolo como si fuera digno de ser ingresado en el frenopático sin perder un instante. ¿Se chuta o qué este tío?, había soltado en voz baja Álex, incapaz de comprender ese buen humor casi permanente. Olga se había encogido de hombros, sin dejar de preguntarse si la insistencia de Jorge hubiera existido de no haber formado parte ella misma de ese grupo. No supo determinar si esa idea la hacía feliz, la inquietaba o ambas cosas a la vez.

El geólogo, el cuarto componente del equipo de guardia, no había aparecido.

—Nuestra posición es cuarenta y un grados, quince minutos, latitud norte. Y dos grados, un minuto, longitud este. ¡Perfecto! Nos hallamos sobre la primera estación de la perturbación, en el punto M1 —avisó Jorge, al cabo de un rato.

Luego propuso que en sustitución del geólogo, probablemente sordo al despertador, Olga saliera a cubierta con él para ayudarle con la draga, el pez y la recogida de muestras.

Maite se sentó frente a la pantalla para controlar el recorrido del side-scan-sonar, mientras Olga y Jorge se ponían los trajes y las botas de aguas.

Olga salió delante de Jorge. La recibió no una ligera brisa marina sino un frío vendaval que, de no aminorar, iba a dificultarles la tarea.

En la segunda cubierta, el marinero encargado de soltar cable se preparaba junto al vidali y el torno. Olga y Jorge lo saludaron levantando las manos.

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