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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (8 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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Se miró en el espejo. Llevaba razón Alberto: había vuelto a adelgazar. La campaña de Ligur había supuesto mucho desgaste físico, poca apetencia por las constantes fritangas, aunque apenas ninguna preocupación... a pesar de que Jorge casi llega a convertirse en una. Cerró los ojos y se pasó las manos por los párpados y las mejillas. Abrió los ojos de nuevo sólo para confirmar lo que ya sabía y lo que también sus manos habían percibido: el frío y el viento de las guardias nocturnas en cubierta le habían resecado la piel todavía más. Pediría consejo a Teresa o a Susana. O lo buscaría en algún número de
Mujer Diez
, donde generalmente había varias páginas dedicadas a belleza, aunque, cuando ella echaba un rápido vistazo a la revista, ésas, siempre se las saltaba. ¡Qué pereza le daba untarse la cara con potingues! Se miró más de cerca: arruguitas en los ojos, en la comisura de los labios... pero, por lo menos, ni una cana. Agitó su cabello, peinado igual que a los veinte años, con un corte informal que cubría apenas sus orejas. La verdad era que, sin tener la pinta estupendísima de Susana o de Teresa, tampoco estaba mal. Nadie le daba sus cuarenta y ocho años. Sería, quizás, por su elasticidad y su aspecto sano y nada artificioso. ¿Habría sido eso lo que llamó la atención de Jorge?

Súbitamente lo decidió: Monegal, te lo has ganado. En lugar de ducharse iba a darse un lujo que, en virtud de la escasez de tiempo libre en su particular universo y de la escasez de agua en el planeta, tenía casi proscrito. Vació un buen chorro de gel de baño y abrió al máximo los grifos de la tina para prepararse un baño de espuma. Pronto la habitación estuvo saturada de vaho y perfume de lavanda.

Ya en la bañera, apenas le había dado tiempo a pensar lo muchísimo que le apetecía ese descanso, cuando de sopetón se abrió la puerta.

—¡Mamá!

Olga se incorporó de golpe.

—¡Qué susto, hija! Anda, ven a darme un beso, cariño, que te he echado de menos.

María se acercó a besar a su madre, que le pasó las manos por las mejillas dejando un rastro de burbujitas irisadas.

—La niña barbuda —se burló Olga.

—¿A ver? —María se miró en el espejo y se limpió—. Sí. Ahora que papá se quita la barba, yo me la pongo.

Olga torció el gesto. María se sentó en el retrete.

—¿Qué tal ha ido la campaña, mamá?

—Estupendamente. Hemos podido hacer todas las mediciones previstas. Y tú por aquí, ¿qué tal?

—Bien. Ya sabes. En el cole todo chupado. Con Laura y Espe, guay. Laura dio una fiesta en su casa. Fue la bomba.

—Bueno, ¿y aquí, en casa?

—¿En casa? —María se quedó unos instantes pensativa y, luego, se disparó—: ¡Menudo rollo ha sido!

Olga la observó, asombrada. Esperaba cualquier comentario menos que la ausencia de su madre le hubiera resultado pesada. Pero María no le dio opción a meter baza. Siguió:

—... porque, claro, tú, mucha bandera lila por aquí, mucha bandera lila por allí, que si las mujeres no hemos alcanzado la igualdad real, sólo la legal, o sea, poco aún... Pero, a la hora de la verdad, te rajas, mamá.

María, la feminista, soltando el mitin de las seis. Lo que le faltaba a ella, que se caía de cansancio, que había estado anhelando la paz de su casa. ¡¿Qué paz?!

La niña continuaba:

—... mucha teoría y, luego, eres la primera en claudicar. Te dejas avasallar por papá.

—¿Que yo me dejo avasallar por papá? ¿Pero de qué me hablas, María?

—Te hablo, por ejemplo, del zumo de naranja que le preparas cada mañana.

—Pero ¿qué relación tiene el zumo de naranja con el feminismo? ¿Y todo ello con mi campaña en el Mediterráneo?

—¿Un zumito de naranja para el señor? Y vas tú y se lo preparas como si fueras su esclava y, entonces, pasa lo que pasa...

—¡Ay, María, qué mal entiendes los zumos de naranja! No tienen nada de servil, ¿sabes? Sí tienen mucho de afecto, de hacerle la vida más amable a tu pareja...

—Pero lo mal acostumbras, lo conviertes en un inútil...

—Pero ¡qué inútil ni qué niño muerto!, si él es quien nos prepara el desayuno por las mañanas.

—Entonces, ¿cómo te explicas que la abuela haya estado aquí metida casi todos los días cuando tú no estabas? Desde luego, si es papá el que tiene que irse de viaje, tú te lo montas sola, sin la ayuda de nadie. ¿Sabes lo que es aguantar a la abuela durante tres semanas?

A Olga casi se le escapa una sonrisa que hubiese enfurecido más aún a su hija. Llevaba años sin convivir siquiera dos días con su suegra. Desde que, para no tener que seguir yendo todos los veranos a su estupenda casa de campo, inventó, en aras de la paz familiar, la excusa de su trabajo. Una mentira tácitamente aceptada por Alberto.

—¡Un palo de mucho cuidado, la tía!

—¡María, ese lenguaje!

—¿Te figuras que respetó las listas de menús que colgaste en la nevera? ¡Qué va! Hizo lo que le dio la gana.

Olga levantó la ceja izquierda. ¡Menuda faena! Se preocupaba de dejarlo todo bien organizado para que, luego, la entrometida de su suegra fuese a desbaratarlo. Siempre inmiscuyéndose, tal como venía haciendo desde el principio. Olga no olvidaba la conversación mantenida con Patricia a pocos días de su boda, durante la cual su suegra trató de impedir que se casase con su adorado Alberto.

—Hay que hacerlo todo como ella quiere porque sólo hay una forma posible: la suya. ¿Quién hace los mejores macarrones del mundo, Albertito? La mamá, por supuesto. ¿Quién compra el jamón de Jabugo más rico del universo? Ella, claro. ¿Quién es la más guapa, la más elegante, la que tiene mejor gusto? Patricia, naturalmente... ¡Ay, María, nena!, tendrías que ser un poco más presumida, a ver si vas a salir a tu madre.

Al llegar a ese punto, Olga ya no había podido contener la risa y había estallado en carcajadas, causantes de auténticos tsunamis en la bañera.

—Sí, ríete, pero no sabes lo que ha sido tener que soportarla. Y no te cuento los fines de semana, cuando papá tenía que irse y nos quedábamos solos con ella.

Olga se puso seria de golpe.

—¿Papá tenía que irse?

—Sí. Como anda de cabeza con el proyecto del ciclotrón, se marchaba el sábado por la mañana y no regresaba hasta el domingo por la noche.

—¡Vaya!

Olga estaba confusa. ¿Por qué no se lo había dicho? Con tiempo, hubieran podido organizarlo de otro modo.

—Bueno, basta ya, María. Me estás mareando —dijo Olga, poniéndose en pie para ducharse y lavarse la cabeza—. No esperaba un recibimiento a base de cohetes y bengalas pero, francamente, tampoco este rapapolvo.

María se calló, subió los pies sobre el retrete y cruzó las piernas. Olga observó a su hija. Se parecían muchísimo las dos. A menudo, para hacerla rabiar, Olga le decía que era su clónica: los mismos ojos marrón oscuro, el mismo castaño dorado en el cabello —aunque la niña lo tuviera liso como su padre—, la boca grande —casi demasiado—, el cuerpo menudo y fibroso. Y sin embargo, con un carácter, en buena medida, distinto. Sentido práctico como Olga, por supuesto, pero la cría iba más allá del pragmatismo. Siempre sabía qué quería y cómo obtenerlo. Era capaz de arrollar lo que fuera con tal de alcanzar sus objetivos.

—Dame el albornoz, ¿quieres?

Cuando ya estaban las dos en la habitación de Olga, y ésta se había puesto el pijama y las zapatillas, entró Édgar.

—Hola, mamá.

—Hola, tesoro —dijo Olga, estrechando a su hijo entre sus brazos.

Édgar se tumbó en la cama al lado de su hermana.

—María, guapa...

—¿Qué te pica?

—¿Me cambias tu turno de poner la mesa por el mío?

—Ni hablar, rico. Los sábados por la noche, como en general tú y ellos os largáis de casa, dais menos guerra. Así que prefiero mi turno de sábado.

—¡Simpática!

—Bueno, anda, vete a poner la mesa, Édgar. Y tú, María, ve a ayudar a papá a preparar la ensalada.

—Eso. Un día que llega pronto, que se ocupe él de la cena.

—María...

—Bueno, vale, ya me callo.

—Y calentad la tortilla de patatas que ha preparado Olivia.

Al sentarse a la mesa, les entregó los regalos. Alberto prestó algo de atención a su botella de orujo, menos a los comentarios de los niños y, desde luego, ninguna a la conversación que mantuvieron éstos con Olga. ¿Qué le estaría ocurriendo? A lo peor, el proyecto del ciclotrón había resultado más complicado de lo que él había creído inicialmente. O tal vez la colaboración de Teresa no era tan impecable como cabía imaginar.

Después de cenar se instalaron los dos en el sofá. Olga sabía que no iba a tardar mucho en verse derrotada por el cansancio, pero quería darse el gusto de echarle un vistazo al periódico. ¡Ésa era otra de las torturas de una campaña: el acceso a las noticias! Cada día llegaba por télex un resumen de las tres más destacadas. Quién decidía qué era una noticia destacada y, sobre todo, qué la convertía en sobresaliente resultaba para Olga un misterio indescifrable. Aunque, por otro lado, el sistema se amoldaba al de los telediarios de las cadenas estatales. Alguien seleccionaba las informaciones para acabar convirtiendo ese espacio en un híbrido a caballo entre el
No-Do
,
El Caso
y
Marca
. Eso último era, quizás, lo más bochornoso. El tiempo dedicado al deporte, que, en definitiva, casi siempre se reducía al fútbol, resultaba desproporcionado no ya si se comparaba al invertido en cultura —inexistente— sino en relación a cualquier otra información importante, como las hambrunas en África. Por no citar las inteligentes, instructivas y ponderadas respuestas de los entrevistados.

Efectivamente, no resistió ni un cuarto de hora.

—Me voy a la cama, Alberto.

—Haces bien. Buenas noches, que descanses —contestó él mientras la besaba.

Olga pasó por las habitaciones de los niños.

—¡Édgar!

El chico no la oyó entrar. Olga no sabía si porque llevaba el walkman enchufado a los oídos o porque estaba durmiendo. Le sacudió suavemente un brazo. Édgar abrió los ojos con un ligero sobresalto.

—¡¿Qué haces tumbado en la cama?!

—Pensar, mamá. Pienso el argumento de una novela.

—Pero, bueno ¿no tienes trabajo del instituto?

—Sí... Luego lo hago.

—Luego te habrás quedado frito.

—No, mamá.

—Anda, por favor, ponte en marcha.

—Ahora, mamá.

Cerró la puerta y Édgar seguía en la cama. Estaban en el mismo punto en que ella lo había dejado al embarcar en el
Hespérides
.

 

 

¡Ojalá no hubiese aceptado su ofrecimiento!, se dijo Olga cuando, una vez más, fueron atrapados en esa maraña imposible que era el tráfico. Aunque, por otro lado, había sido agradable que él lo propusiera. Ése era su Alberto de siempre, quizás poco cariñoso, nada apasionado, pero amable y colaborador.

—Es más rápido en metro —no pudo dejar de advertirle, sin embargo, al darle un beso de despedida frente al instituto de Ciencias del Mar.

—Buenos días, Mercedes —saludó a la conserje-telefonista al atravesar el vestíbulo por delante de su garita.

—Buenos días. ¿Ya terminó la campaña?

Asintió con la cabeza mientras pasaba su tarjeta de identificación por la ranura junto a la puerta. Entró y se dirigió a su despacho. Lo había echado de menos, como siempre que se ausentaba más de una semana. Sin embargo, cualquiera hubiera considerado una pérdida de tiempo sentir nostalgia por ese cubículo. Teresa la exquisita opinaba, incluso, que era arriesgado pasar tantas horas al día en un sitio tan horroroso; forzosamente la fealdad embrutecía. Claro que tampoco su despacho en el hospital estaba decorado como un relais et châteaux... El despacho de Olga era una habitación relativamente pequeña, de paredes alicatadas como un baño, y una única y encumbrada ventana. Para ver el panorama, tenía que levantarse, y merecía la pena hacerlo varias veces al día. El mar, con sus cambios de color, su agitación constante, sus brillos y sus sombras, tan pronto amable como furioso... ¡Qué suerte tienes, marrana!, la había increpado Susana, la primera vez que fue a verla allí, recién instalada. Desde luego era una suerte. ¿Cuánta gente en una ciudad marítima como la suya podía trabajar en un despacho con vistas al mar? ¡No lo cambiaba por nada en el mundo!

Se sentó en su butaca funcional de oficina, fea pero cómoda. Encendió el ordenador. Mientras esperaba a que en la pantalla apareciesen los iconos del escritorio, contempló la pared de su derecha. Pegadas a los azulejos, como un reportaje de su vida profesional y de la de otras gentes del instituto, había por lo menos medio centenar de fotografías y tarjetas postales. En la mayoría de esas fotos aparecía ella: en la cubierta del
García del Cid
, en un camarote del
Hespérides
, en una zódiac por el mar de los Sargazos, subiendo a un helicóptero, caminando por un iceberg tabular en el mar de Weddell... Las postales se las habían mandado sus compañeros desde otros puntos del planeta.

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