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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (17 page)

BOOK: Vive y deja morir
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—Tengo que ir a arreglarme —anunció—. Supongo que vosotros dos tendréis muchísimas cosas que hablar.

—Por supuesto —respondió Leiter, que se levantó de un salto—. ¡Qué desastre soy! Tiene que estar muerta de cansancio. Creo que será mejor que ocupe la habitación de James, y que él duerma conmigo.

Solitaire lo siguió al pequeño recibidor y Bond oyó que Leiter le explicaba la disposición de las habitaciones.

Al cabo de un momento, el agente de la CIA regresó con una botella de Haig and Haig y cubitos de hielo.

—Estoy perdiendo los buenos modales —dijo—. A los dos nos vendrá bien una copa. ¡Junto al cuarto de baño hay una pequeña despensa y la he aprovisionado de todo lo que es probable que necesitemos!

Fue a buscar soda y ambos se sirvieron bebida abundante.

—Oigamos los detalles —pidió Bond al tiempo que se recostaba en el sillón—. Tiene que haber sido un trabajo condenadamente bien hecho.

—Ya lo creo que sí —asintió Leiter—, si se exceptúa que se quedaron cortos de cadáveres.

Puso los pies sobre la mesa y encendió un cigarrillo.

—El
Phantom
salió de Jacksonville a eso de las cinco —comenzó—. Llegó a Waldo en torno a las seis. Justo después de que saliera de Waldo, y aquí estoy haciendo conjeturas, el hombre de Big fue hasta vuestro coche, entró en el compartimiento contiguo al que vosotros ocupabais y colgó una toalla entre las cortinillas echadas y el cristal de la ventanilla, que significaba…, y tiene que haber hecho un montón de llamadas telefónicas en las estaciones por las que pasasteis…, que significaba «es la ventanilla que está a la derecha de esta toalla».

»Entre Waldo y Ocala hay un largo tramo de vía recta —continuó Leiter— que atraviesa tierras boscosas y pantanosas. La carretera nacional corre a lo largo de la vía, por la derecha. A unos veinte minutos de Waldo, ¡bum!, estalla una de las señales explosivas de emergencia que hay debajo de la locomotora diesel que va en cabeza. El maquinista reduce a sesenta. ¡Bum! Y otro ¡bum! ¡Tres, uno detrás de otro! ¡Emergencia! ¡Detenerse de inmediato! Detiene el tren preguntándose qué diablos pasa. Vía recta. La última señal está verde. No hay nada a la vista. Hay un sedán, "afanado", supongo. —Bond alzó una ceja.— Robado —explicó Leiter—, de color gris, creen que era un Buick, sin luces, con el motor en marcha, detenido en la carretera frente a la parte central del tren. Salen tres hombres. De color. Probablemente negros. Avanzan lentamente en hilera, uno al lado del otro, por la franja de hierba que separa la carretera de las vías. Los dos de fuera llevan "tartamudas"…, ametralladoras ligeras. El hombre del centro tiene algo en la mano. Recorren veinte metros y se paran junto al coche 245. Los hombres de las tartamudas disparan dos ráfagas contra vuestra ventanilla. Rompen el cristal para que entre la bomba. El hombre del centro arroja la bomba y los tres regresan corriendo al coche. Una mecha de dos minutos. Cuando llegan al coche, estalla. Picadillo de compartimiento H. Picadillo, se supone, del señor y la señora Bryce. De hecho, picadillo de tu señor Baldwin, que sale corriendo y se agacha en el pasillo en cuanto ve que los hombres se acercan a su coche. No se produjeron otras bajas excepto las conmociones y ataques de histeria que se apoderaron de todo el tren. El automóvil sale disparado y desaparece en el limbo, donde sin duda aún está y donde con toda probabilidad va a permanecer. Se hace el silencio, mezclado con gritos. La gente corre de un lado a otro. El maltrecho tren avanza delicadamente hasta llegar a Ocala. Deja allí el coche 245. Le permiten proseguir tres horas más tarde. Escena II: Leiter sentado a solas en el chalé, deseando no haber dicho jamás una palabra desatenta a su amigo James, mientras se pregunta cómo se hará servir el señor Hoovera Leiter para la cena de esta noche. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Bond se echó a reír.

—¡Qué organización! —exclamó—. Estoy seguro de que han cubierto todas las pistas y de que todos tienen coartadas. ¡Qué hombre! Desde luego, parece tener el gobierno de este país. Eso te demuestra cómo es posible dar la vuelta a una democracia, entre el
habeas corpus
, los derechos humanos y todo lo demás. Me alegro de que no lo tengamos en nuestras manos en Inglaterra. Las cachiporras de madera no le harían ni cosquillas. Bueno —concluyó—, ya son tres las ocasiones en que he conseguido salir con vida. La cosa empieza a calentarse.

—Sí —asintió Leiter, pensativo—. Antes de que tú llegaras aquí, los errores que había cometido el señor Big se contaban con un solo dedo. Ahora ha cometido tres seguidos. Eso no va a gustarle. Tenemos que atizarle el siguiente golpe mientras aún está atontado y luego largarnos, y rápido. Te diré lo que he pensado. No hay duda alguna de que el oro entra en el país a través de este puerto. Hemos seguido la pista del
Secatur
una y otra vez, y siempre navega directamente de Jamaica a St. Petersburg y atraca en los muelles de la factoría de gusanos y cebos… Rubberus o comoquiera que se llame.

—Ourobouros —lo corrigió Bond—. El gran gusano de la mitología. Buen nombre para una factoría de gusanos y cebos. —De repente lo asaltó un pensamiento. Dio un golpe en el cristal de la mesa con la mano plana.— ¡Félix! Por supuesto. Ourobouros, el
Robber

[24]
, ¿no lo ves? El hombre de Big en este lugar. Tiene que ser el mismo.

El rostro de Leiter se iluminó.

—¡Cristo todopoderoso! —exclamó—. Por supuesto que sí. Ese griego que se supone que es el dueño, el hombre de Tarpon Springs que figura en los informes que nos enseñó Binswanger, aquel zoquete de Nueva York. Tal vez no sea más que un testaferro. Probablemente ni siquiera sabe que hay algo sospechoso en todo esto. Su agente aquí, y tenemos que ir tras él. El
Robber
. Por supuesto que es ése.

Leiter se levantó de un salto.

—Venga. Pongámonos en marcha. Nos acercaremos a echar un vistazo por el lugar. De todas formas, iba a sugerírtelo, en vista de que el
Secatur
atraca siempre en sus muelles. Por cierto, ahora la embarcación está en Cuba —añadió—. En La Habana. Zarpó de aquí hace una semana. La registraron de punta a punta cuando llegó y cuando se marchó. No encontraron nada de nada, por supuesto. Pensaron que quizá tuviera una quilla falsa. Casi se la arrancaron. Necesitaron meterla en dique seco antes de zarpar otra vez. Nada. Ni rastro de que hubiese algo raro. Y mucho menos un montón de monedas de oro. De todas formas iremos hasta allí y husmearemos por los alrededores. A ver si podemos echar una mirada a nuestro amigo el
Robber
. Sólo déjame hablar con Orlando y Washington. Debo contarles cuanto sabemos. Tienen que dar alcance pronto a los tipos de Big que atacaron el tren. Probablemente ya sea demasiado tarde. Tú ve a ver cómo se las arregla Solitaire. Dile que no debe moverse de aquí hasta que regresemos. La encerraremos con llave. Más tarde la llevaremos a Tampa a cenar. Tienen el mejor restaurante de toda la costa, uno cubano, «Las Novedades». De camino pasaremos por el aeropuerto y reservaremos plaza para ella en el vuelo de mañana para Miami.

Leiter cogió el teléfono y pidió que le pusieran con conferencias interurbanas. Bond lo dejó solo.

Diez minutos más tarde iban hacia los muelles.

Solitaire, que no quería que la dejaran sola en el motel, se había aferrado a Bond.

—Necesito largarme de aquí —dijo, con una expresión de miedo en los ojos—. Tengo un presentimiento…

No acabó la frase. Bond le dio un beso.

—Estarás bien —le aseguró—. Regresaremos dentro de una hora, más o menos. Aquí no puede sucederte nada. Después no te dejaré sola hasta que subas al avión. Incluso nos quedaremos a dormir en Tampa para que salgas a primera hora.

—Sí, por favor —respondió Solitaire, ansiosa—. Prefiero hacer eso. Aquí tengo miedo. Me siento en peligro. —Le rodeó el cuello con los brazos.— No creas que soy una histérica. —Lo besó.— Ya puedes irte. Sólo quería verte. Vuelve pronto.

Leiter lo había llamado y él había cerrado la puerta, echando luego la llave.

Con una leve sensación de inquietud, siguió al agente de la CIA hasta el coche que tenía en el aparcamiento. Era inimaginable que a la muchacha le sobreviniera algún mal en aquel plácido lugar respetuoso de la ley, ni que Big le hubiera seguido la pista hasta las Cabañas Everglades, que era sólo uno entre el centenar de establecimientos de playa similares de Treasure Island. No obstante, respetaba el extraordinario poder de la intuición de la joven, y el ataque de nervios que tenía provocaba una sensación de intranquilidad en él.

La vista del coche de Leiter apartó esos pensamientos de su mente. Le gustaban los coches veloces y le encantaba conducirlos. Casi todos los coches estadounidenses le parecían aburridos. Carecían de personalidad y del toque de artesanía individual que caracteriza a los automóviles europeos. Eran sólo «vehículos», similares en forma y color, e incluso en el tono de sus cláxones. Estaban diseñados para ser usados durante un año y convertirlos luego en parte del pago del modelo del año siguiente. Les habían despojado de toda la diversión que tiene la conducción al quitarles el cambio de marchas y dotarlos de dirección hidráulica asistida y suspensión esponjosa. Todo esfuerzo había quedado suavizado, al igual que ese contacto directo con el coche y la carretera que hace aflorar la destreza y el nervio en el conductor europeo. Para Bond, los automóviles estadounidenses eran sólo coches de choque en forma de escarabajo que uno conducía con una mano en el volante, la radio a todo volumen y las ventanillas con elevalunas eléctrico cerradas para evitar las corrientes de aire.

Pero Leiter se había hecho con un viejo Cod, uno de los pocos coches estadounidenses que tenían personalidad, y a Bond le levantó el ánimo sentarse en el sedán bajo y oír el sólido engranar de las velocidades y el tono masculino del ancho tubo de escape. Aunque tenía quince años de antigüedad, reflexionó, continuaba siendo uno de los automóviles de aspecto más moderno del mundo.

Giraron hacia el viaducto y cruzaron la ancha extensión de aguas calmas que separan la estrecha isla de treinta y dos kilómetros de la ancha península sobre la que se extienden St. Petersburg y sus suburbios.

Ya en el momento de subir lentamente por la avenida, atravesando la ciudad camino de la dársena para embarcaciones deportivas, el puerto principal y los grandes hoteles, Bond captó la atmósfera que hace de esa población el «Hogar de ancianos» de Estados Unidos. Todas las personas que había en las aceras tenían el cabello blanco o blanco azulado, y los famosos Sidewalk Devenports de que Solitaire le había hablado estaban atestados de «vejetes» sentados en hilera como los estorninos pintos en la plaza de Trafalgar de Londres.

Bond reparó en las pequeñas bocas resentidas de las mujeres, con la luz del sol reflejada en sus quevedos; en los fibrosos pechos hundidos y los brazos de los hombres que tomaban el sol, ataviados con camisas Traman
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. Las ralas bolas de cabello ahuecado de las mujeres que dejaban ver el cráneo rosa. Las huesudas cabezas calvas de los hombres. Y por todas partes, la parloteante camaradería, el intercambio de noticias y chismorreos, las citas amistosas ante las mesas de tejo y de bridge, las cartas de hijos y nietos que se mostraban unos a otros, los chasquidos de lengua al hablar de los precios de tiendas y moteles.

No hacía falta encontrarse entre ellos para enterarse de lo que hablaban. Lo expresaban todo con los asentimientos de cabeza y la agitación de los mechones de cabello azulado ahuecado, las palmadas en la espalda y los carraspeos y escupitajos de las pequeñas cabezas calvas.

—Hace que uno sienta ganas de meterse en la tumba sin más y poner la losa sobre ella —comentó Leiter al oír la exclamación de horror de Bond—. Espera a que salgamos a caminar. Si ven que tu sombra avanza por la acera detrás de ellos, saltan a un lado como si fueses el cajero jefe que se acerca para mirar por encima de su hombro en el banco. Es horrible. Me hace pensar en el empleado de banco que regresó inesperadamente a casa a mediodía y se encontró al presidente del banco en la cama con su mujer. Volvió al banco, se lo contó a sus colegas del departamento de contabilidad y dijo: «¡Dios, compañeros, ha estado a punto de pillarme!»

Bond se echó a reír.

—Puedes oír todos los relojes de oro que les regalaron al retirarse, haciendo tictac en sus bolsillos —continuó Leiter—. Este lugar está lleno de empresas de pompas fúnebres y de casas de empeño repletas de relojes de oro, anillos de la masonería, piedras de azabache y camafeos conteniendo cabellos. Resulta estremecedor pensar en todo eso. Espera hasta que vayas a «Aunt Milly's Place» y los veas a todos reunidos en grupos mascullando sobre la carne picada enlatada y las hamburguesas con queso, intentando mantenerse vivos hasta los noventa años.

Te quitará las ganas de vivir. Pero no todos son viejos por aquí. Échale una mirada a ese anuncio de allí.

Señaló una valla publicitaria situada en un terreno baldío. Era un anuncio de ropa maternal: «stutzheimer & block. ¡nuevo! ¡nuestro departamento maternal y para después! ropa para pequeñines (1-4 años) y para grandecitos (4-8 años).»

Bond lanzó un gemido.

—Larguémonos de aquí —pidió—. Realmente esto supera las exigencias del deber.

Cuando llegaron al mar, giraron a la derecha y continuaron hasta encontrarse en una base de hidroaviones y un puesto de la guardia costera. Las calles estaban libres de «vejetes», y en la zona se desarrollaba la vida normal de un puerto: muelles, almacenes, un abastecedor de barcos, algunas barcas vueltas del revés, redes puestas a secar, el grito de las gaviotas, el olor más bien pútrido que llegaba de la bahía… Después del concurrido camposanto que era la ciudad, el cartel que había sobre un garaje —«Conduzcamos nosotros mismos. Pat Grady. El risueño irlandés. Coches usados»— constituía un recordatorio de la existencia de un mundo más vital y bullicioso.

—Será mejor que bajemos y continuemos a pie —dijo Leiter—. El local del
Robber
está en la manzana siguiente.

Dejaron el coche junto al puerto y pasaron caminando sin prisas por delante del almacén de madera y algunos tanques de combustible. Luego giraron otra vez a la derecha, en dirección al mar.

La calle lateral acababa en un pequeño embarcadero de madera, maltratado por la intemperie, que se adentraba unos seis metros en las aguas de la bahía, sustentado por pilares cubiertos de percebes. Contra su verja abierta había un almacén largo y bajo de chapa de hierro acanalada. Sobre sus anchas puertas dobles, en negro sobre blanco, se leía: «Compañía Ourobouros. Comerciantes de gusanos y cebo vivo. Coral, conchas, peces tropicales. Sólo venta al por mayor». En una de las puertas dobles había otra más pequeña con una reluciente cerradura Yale. Sobre ella había otro letrero: «Privado. Prohibida la entrada».

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