Tras el incierto Horizonte (9 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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—Muy bien, Morton, esfúmate.

Me levanté, porque en ese momento estaba absolutamente seguro de que era la hora de comer. De hecho, en ese instante Essie atravesaba la puerta, y para fastidio mío, completamente vestida.

Essie es una mujer hermosa, y uno de los placeres de llevar casado con ella cinco años es que cada año que pasa me parece más bonita que el anterior. Me pasó el brazo en torno al cuello mientras se dirigía al porche para comer, y volvió la cabeza para mirarme.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

—No pasa nada, querida S. Ya., sólo que estaba planeando invitarte a que te ducharas conmigo después de comer.

—Abuelo, eres un viejo verde —me dijo severamente—. ¿Qué tiene de malo ducharse de noche, cuando tendremos naturalmente, e inevitablemente, que ir a la cama?

—Esta noche he de estar en Washington. Y mañana te vas a Tucson por lo de tu conferencia, y este fin de semana tengo mi revisión médica. Pero da igual.

Se sentó a la mesa.

—Y además eres un lamentable mentiroso —observó—. Come deprisa, abuelo. Al fin y al cabo no puede uno tomarse demasiadas duchas.

—¿Sabías, Essie, que eres una criatura enteramente sensual? Es otra de tus características más refinadas.

El balance de cuentas de los
holdings
de las minas de alimentos estaba en el archivador de mi mesa de trabajo, en Washington, antes del desayuno. Era incluso peor de lo que había imaginado; por lo menos dos millones de dólares se habían quemado bajo las montañas de Wyoming, y otros cincuenta mil o más se consumirían diariamente hasta que se consiguiera extinguir el fuego, si es que lo conseguían. No quería decir todo ello que me hallara en dificultades, pero al menos sí que un buen montón de créditos fáciles habían dejado de ser fáciles. Y no solo lo sabía yo, sino que cuando llegué a la sala de audiencias del senado, todo Washington parecía saberlo. Testifiqué rápidamente, en mi línea habitual, y cuando acabé, el senador Praggler suspendió la sesión y me llevó a almorzar.

—No puedo entenderte, Robin. ¿No ha cambiado ese fuego tu parecer?

—No, ¿por qué habría de hacerlo?

Movió la
cabeza
negativamente.

—Hete aquí a alguien con importantes reservas en minas de alimentos —tú— que pide que le aumenten los impuestos de las minas. ¡No tiene sentido!

Se lo volví a explicar de cabo a rabo. En conjunto, las minas de alimentos podían destinar fácilmente, digamos, el diez por ciento de su producto bruto a reconstruir las Rocosas después de haber agotado sus reservas. Pero ninguna compañía podía permitirse el lujo de hacerlo por sí sola. De hacerlo, perderíamos toda posición competitiva y venderíamos menos que los demás.

—Así que si apruebas la enmienda, Tim, todos
tendremos
que hacerlo. Los precios de la comida subirán, pero no mucho. Mis contables calculan que no más de ocho o nueve dólares por persona y año, y además volveremos a tener un paisaje apenas degradado.

Se rió.

—¡Mira que eres raro! Con tu altruismo, y tu dinero, huelga decirlo —asintió mirando mis brazaletes de expedicionario que aún llevaba en mi brazo, uno por cada una de las tres misiones que habían alejado de mí el infierno cuando las gané como prospector de Pórtico—. ¿Por qué no te presentas a senador?

—No quiero, Tim. Además, si me presentara por Nueva York, lo tendría que hacer en contra tuya o en contra de Sheila, y no quiero. No paso tanto tiempo en Hawai como para dejarme las pestañas por ellos, y no me apetece mudarme a Wyoming.

Me palmeó el hombro.

—Sólo por esta vez —me dijo—, voy a usar algo de los viejos métodos políticos. Intentaré llevar adelante la enmienda por ti, Robín, aunque sabe Dios lo que harán tus oponentes para rechazarla.

Después que le dejé anduve deambulando de vuelta al hotel. No había ninguna razón por la que debiera apresurarme por volver a Nueva York estando Essie en Tucson, así que decidí pasar el resto del día en mi suite del hotel, en Washington, decisión que resultó ser una equivocación, si bien yo no podía saberlo entonces. Estaba pensando en si me importaba o no que se me llamara «altruista». Mi antiguo psicoanalista me había ayudado a alcanzar un punto en el que no me importaba atribuirme méritos por cosas por las que creía merecerlo, la mayoría de las cuales, sin embargo, hacía en mí provecho. La enmienda de Reforestación no me iba a costar un céntimo; íbamos a llevar la reforestación a cabo subiendo los precios, como ya he explicado. El dinero que invertía en el espacio podía convertirse en beneficios contados en dólares —probablemente, calculé— pero de todas formas lo destinaba allí porque del espacio había venido mi dinero. Y además tenía un asunto pendiente allá arriba. Me senté frente a la ventana del ático que ocupaba en el hotel, en la cima de cuarenta y cinco pisos, mirando en dirección al Capitolio y el monumento a Washington, y me pregunté si mi asunto pendiente estaba aún vivo. Eso esperaba. Incluso si todavía me odiaba.

El pensar en mi asunto pendiente me hizo pensar en Essie, que a esa hora debía de estar llegando a Tucson, lo que me produjo una momentánea preocupación. Estábamos a punto de sufrir una nueva crisis de fiebre cuatrimestral, y yo no había vuelto a pensar en ello a tiempo. No me agradaba pensar que ella estuviera a tres mil kilómetros de distancia, si se trataba de un caso grave. Y tampoco en el caso de que fuera un acceso leve pero de los lujuriosos y orgiásticos, dado que éstos parecían hacerse más frecuentes cada vez; aunque no soy celoso, prefería realmente que si había de ser lasciva y lujuriosa lo fuera conmigo.

¿Y por qué no? Telefoneé a Harriet y le hice reservarme plaza en un vuelo a Tucson aquella misma tarde. Podía llevar mis negocios tan bien desde allí como desde cualquier otro sitio, si no tan cómodamente. Así pues, me puse manos a la obra. Pero primero, Albert. No sabía nada significativamente nuevo, me dijo, salvo que el muchacho parecía estar padeciendo un fuerte catarro.

—Hemos dado instrucciones al equipo Herter-Hall para que le suministren antibióticos y medicamentos que alivien los síntomas del resfriado, pero no recibirán el mensaje hasta dentro de unas cuantas semanas, claro está.

—¿Es grave?

Frunció el ceño, dando chupadas a la pipa.

—Wan no se había expuesto nunca a virus o bacterias, de manera que no puedo hacer ningún dictamen definitivo. Pero no, creo que no. En cualquier caso, la expedición posee efectos médicos capaces de enfrentarse con la mayoría de patologías.

—¿Sabes algo más de él?

—Sí, un buen montón de cosas más, pero nada que varíe mis estimaciones anteriores, Robin —nueva chupada a la pipa—. Su madre era de ascendencia hispana, y su padre, americano de ascendencia anglosajona, ambos prospectores de Pórtico. O eso parece. De modo que, aparentemente, son ésas las personas a las que se refiere como «Difuntos», aunque sigue sin estar muy claro de qué se trata.

—Albert —le dije—, busca entre las antiguas expediciones de Pórtico, como mínimo de diez años atrás. Mira si puedes encontrar alguna que llevara una hispana y un americano a bordo y que no regresara.

—Seguro que sí, Robin.

He de decirle algún día de éstos que mejore su vocabulario, por más que funcione más que bien con el suyo. Dijo casi inmediatamente:

—No existe tal misión. Sin embargo, había una nave en la que viajaba una hispana encinta, que no volvió. ¿Puedo proyectar las imágenes?

—Seguro que sí, Albert —dije, pero no está preparado para captar este tipo de ironías.

Las imágenes no sirvieron de mucho. No conocía a la mujer, era anterior a mi época. Pero había salido en una Uno después de haber sobrevivido a una misión en una Cinco en la que su marido y los otros tres miembros de la tripulación habían muerto. Y nunca se había vuelto a saber de ella. La misión había sido simplemente un «sal a ver con qué te encuentras». Y con lo que se había encontrado era con un bebé, en algún recóndito lugar.

—Eso no explica necesariamente la paternidad de Wan, ¿no?

—No, Robin, pero tal vez se hallaba en otra misión. Si aceptamos que los Difuntos están relacionados de algún modo con misiones que no han regresado, entonces debe de haber muchos.

—¿Intentas decirme que se trata de prospectores?

—Claro, Robin.

—¿Pero cómo? ¿Quieres decir que sus cerebros pueden haber sido conservados?

—Lo dudo, Robin —dijo volviendo a encender la pipa pensativamente—. No hay datos suficientes, pero aseguraría que el almacenaje de cerebros no tiene más que una probabilidad del 0,1 %.

—¿Cuáles son, entonces, las otras posibilidades?

—Quizás una concentración del almacenaje químico de la memoria; no es una probabilidad muy elevada, pon tal vez del 0,3 %. Que de todas formas es la probabilidad más elevada que tenemos. Otra posibilidad es la de un contacto voluntario por parte de los sujetos, por ejemplo que grabaran de algún modo sus memorias en una cinta; es ciertamente muy poco probable. Como mucho, del 0,0001. Comunicación mental directa, lo que tú llamarías cierta clase de telepatía, más o menos las mismas probabilidades. Medios desconocidos, más del 0,5. Por supuesto —añadió rápidamente—, date cuenta que todas esas estimaciones se basan en datos insuficientes y en hipótesis inadecuadas.

—Supongo que te las arreglarías mejor si pudieras hablar directamente con los Difuntos.

—Seguro que sí, Bob. Y estoy por solicitar una comunicación de ese tipo a través de la computadora de a bordo de los Herter-Hall, pero necesita una cuidadosa programación de antemano. No es una computadora demasiado buena, Robin. —Dudó un instante—. Eh, Robin, hay otra cosa interesante.

—¿De qué se trata?

—Como sabes, había muchas naves de gran tamaño atracadas en la Factoría Alimentaria cuando fue descubierta, y desde entonces ha estado frecuentemente bajo observación, y el número de naves ha sido siempre el mismo, sin contar, por supuesto, la nave de los Herter-Hall, y la que utilizó Wan para llegar a la Factoría hace dos días. Pero lo que no es seguro es que se trate de las mismas naves.

—¡¿Qué?!

—No es seguro, Robín —subrayó—. Todas las naves Heechees se parecen mucho entre sí. Pero un análisis pormenorizado a base de fotos hechas a corta distancia parece demostrar una orientación distinta en, al menos, una de las naves grandes. Posiblemente en todas las Tres. Es como si las naves que había se hubieran ido y hubieran arribado otras nuevas.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal de arriba abajo.

—Albert —le dije, esforzándome por encontrar las palabras—, ¿sabes lo que me sugiere eso?

—Seguro que sí, Robín —dijo únicamente—. Te sugiere que la Factoría Alimentaria sigue en funcionamiento, o sea convirtiendo los gases cometarios en comida CHON. Y enviándolos a algún sitio.

Me costó tragar, pero Albert seguía hablando.

—Hay también una fuerte radiación de iones en el ambiente. He de admitir que no sé de dónde procede.

—¿Es peligroso para los Herter-Hall?

—No, diría, que no. No más de lo que son para ti las radiaciones de la piezovisión, por ejemplo. No es el riesgo lo que me preocupa, sino la fuente de esas radiaciones.

—¿Puedes decirles a los Herter-Hall que lo comprueben?

—Seguro que sí, Robín. Ya lo he hecho. Pero nos llevará cincuenta días recibir la respuesta.

Le ordené retirarse, y me recosté en la silla para pensar en los Heechees y en sus sorprendentes medios...

Y entonces empezó.

Las sillas de mi despacho están diseñadas para procurar el máximo de confort y estabilidad, pero esta vez casi la hice volcar. En menos de un segundo me hallé sumido en el dolor. No solo era dolor, sino también vértigo, desorientación y alucinaciones. Sentía como si la cabeza me fuera a estallar, y los pulmones me quemaban como si me ardieran. Jamás me había sentido tan mal, en cuerpo y alma, y al mismo tiempo me encontré fantaseando con increíbles proezas sexuales.

Intenté levantarme y no pude; me dejé caer de nuevo en la silla, absolutamente incapaz de nada.

—¡Harriet! —rugí— ¡Llama a un médico!

Le llevó tres segundos enteros responderme, y su imagen se desdibujaba peor que la de Morton.

—Señor Broadhead —me dijo, mirándome extrañamente preocupada—, no puedo explicar la razón, pero los circuitos están sobrecargados. Yo... yo... yo.

No era sólo su voz lo que se repetía, toda ella parecía consistir en un salto de la proyección, una y otra vez modulando idénticos inicios de palabra para después chasquear y volver a empezar.

Caí de la silla al suelo, y mi último pensamiento coherente fue: la fiebre.

Volvía a atacar. Peor que nunca antes. Tan grave como para no poder superarla, y tan dolorosa y terrible, tan psicopáticamente extraña, que no estaba muy seguro de poder padecerla.

5
JANINE

La diferencia de edad entre los diez y los catorce años es inmensa. Después de tres años y medio en una nave espacial propulsada por fotones, de camino a la nube Oort, Janine había dejado de ser la niña que partiera. No había por eso dejado de ser una niña. Simplemente había alcanzado ese estadio de madurez temprana durante el cual el individuo se da cuenta de lo mucho que tiene que madurar aún. Janine no tenía ninguna prisa por convertirse en adulto. Se limitaba a procurar que el proceso siguiera adelante. Cada día. Constantemente. Con todas las herramientas al alcance de sus manos.

Cuando se alejó del resto, el día que encontró a Wan, no andaba buscando nada en particular. Sólo quería estar a solas. No porque le guiase un propósito personal. Ni siquiera a causa de que —o no solo por ello— estuviera cansada de su familia. Lo que quería era algo que le perteneciera solamente a ella, una experiencia que no tuviera que compartir, quería hacer una comprobación sin que los omnipresentes adultos la ayudaran; quería ver, tocar y percibir el olor de lo extraño que había en la Factoría, y quería hacerlo por sí misma, sola.

De manera que se puso a deambular a lo largo de los corredores, echando tragos de vez en cuando a una petaca de café. No de algo que a ella le sabía a café. Esa era una costumbre que había aprendido de su padre, aunque si se lo hubiesen preguntado, habría negado que lo hubiese aprendido de nadie.

Todos sus sentidos estaban sedientos de estímulos. Hallarse en la Factoría Alimentaria era la cosa más excitante y deliciosamente estremecedora que jamás le hubiera sucedido. Más incluso que el despegue de la Tierra cuando era aún una niña. Más aún que la mancha en sus shorts que le anunció que ya era una mujer. Más que cualquier otra cosa. Hasta las desnudas paredes de los corredores le resultaban excitantes, porque estaban hechos de metal Heechee, que tenía un millón de años, y que brillaban aún con aquella agradable luz azul que los constructores habían puesto en ellas. (¿Qué clase de ojos habría mirado a través de aquella luz mientras la Factoría era nueva todavía?) Se animó a sí misma a ir de una habitación a otra poco a poco, tocando el suelo apenas con la punta de los pies. En esta habitación había paredes con estantes de aspecto plástico. (¿Qué habrían contenido?) En esta otra se ocultaba una esfera truncada, a la que le faltaban ambos polos, que parecía hecha de cristal cromado, sorprendentemente terrosa al tacto; ¿para qué serviría? Algunas cosas áí podía adivinar qué eran. Aquello que parecía una mesa, era obviamente una mesa. (El reborde que la circundaba servía sin duda para evitar que los objetos se deslizaran hasta caer, dada la ligera gravedad de la Factoría Alimentaria.) Algunos de los artefactos los había ya identificado Vera, después de consultar los bancos de datos de la Tierra donde estaban catalogados los objetos Heechees conocidos hasta la fecha. Se creía que los cubículos cuyas paredes mostraban marañas de trazos finos habían sido dormitorios, ¿pero quién podía confiar en lo que decía la tonta de Vera? Daba igual, los objetos en sí eran ya lo bastante estremecedores. Y lo mismo la presencia del espacio en que daba vueltas. En el que podía perderse. Jamás, ni siquiera una vez en su vida hasta llegar a la Factoría Alimentaria, había tenido la oportunidad de perderse. La idea la hizo estremecerse con un agradable temor, sobre todo porque la parte adulta de su cerebro quinceañero era consciente en todo momento de que no importaba hasta qué punto se extraviara, pues la Factoría no era lo suficientemente grande como para que permaneciera perdida mucho tiempo.

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