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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Siete años en el Tíbet (28 page)

BOOK: Siete años en el Tíbet
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Las gentes de edad madura fruncen el ceño (lo mismo ocurrió entre nosotros a principios de siglo cuando se puso de moda el vals) y se indignan por parecerles que los bailarines se hallan demasiado cerca el uno del otro; dicen que aquella actitud es indecorosa.

Algunos días después de su llegada a Lhasa, Ford se marchó a ocupar su solitario puesto, a centenares de kilómetros de la ciudad santa, y pronto estableció contacto con Fox. A partir de aquel día, los aficionados a la radio del mundo entero procuraban ponerse en comunicación con los dos operadores, Lo cual les valió una oleada de cartas y paquetes. Desgraciadamente para Ford, las notas que por aquella época tomó estando a la escucha le fueron fatales: a la llegada de las tropas chinas, acusado de espionaje, le llevaron ante un tribunal, el cual le condenó a prisión perpetua so pretexto de haber envenenado a un lama, y en la actualidad, Fox se pudre en una cárcel comunista. Hasta ahora, todos los esfuerzos realizados por el encargado de negocios inglés en Pekín para obtener su liberación han resultado inútiles.

Menciono aquí sólo de pasada a míster Bessac, un norteamericano que encontré en Lhasa, pues tengo intención de hablar largamente de él más adelante.

Una audiencia del Dalai Lama

Por segunda vez desde mi llegada a Lhasa asisto a las ceremonias del Año Nuevo. Como el año precedente, peregrinos y curiosos afluyen a la capital, transformada en una feria. Se celebra el advenimiento del año fuego-cerdo, pero el ritual es el mismo que hace doce meses. Lo que sobre todo me interesa son las manifestaciones a las cuales mi ciática me impidió asistir el año pasado.

Toda mi vida recordare el desfile de los soldados cubiertos con armaduras y cotas de malla, en una parada que rememora un acontecimiento notable de la historia local. Un ejército musulmán que se dirigía hacia Lhasa fue sorprendido por una horrorosa tempestad de nieve al pie de los montes Nien-Tchen-Tang-La y pereció hasta el último soldado. Recogiendo las armaduras, las autoridades tibetanas las llevaron a Lhasa en triunfo. Desde entonces, cada año, un millar de soldados se revisten con ellas y desfilan a través de las calles.

Las antiguas banderas ondean al viento, los hombres pasan entre un chocar de hierros viejos, los cascos adornados con inscripciones en idioma urdu centellean al sol, mientras que por todos lados estallan las salvas disparadas por antiguos trabucos. Aquí en esta ciudad medieval, el espectáculo de los cascos y las armaduras, las picas y las alabardas, no resulta anacrónico; simplemente, el tiempo se ha detenido. Precedida por dos generales nobles, la tropa atraviesa el Parkhor y se sitúa en una amplia explanada. El gentío aguarda formando círculo en torno a un inmenso brasero, cuyas llamas devoran toneladas de manteca y toda clase de productos alimenticios como ofrenda a los dioses, mientras los monjes arrojan al brasero mascarillas y maniquíes representando espíritus nefastos. En la lejanía, el tronar del cañón repercute de montaña en montaña y las salvas se suceden tiradas por viejos morteros. El momento en que el oráculo del Estado, acercándose al brasero, se pone en trance y luego se desploma sin conocimiento, constituye el punto culminante de la ceremonia. Aquello es como una señal. El gentío, hasta entonces silencioso, parece transfigurarse de repente. Se oyen gritos, alaridos y se da rienda suelta al fanatismo. El populacho resulta incontrolable y de el puede esperarse solamente lo peor. En 1939, los miembros de la expedición alemana al Tíbet escaparon por los pelos; estaban tratando de filmar el oráculo en el momento en que se acercaba al brasero, y la multitud se lo impidió tirándoles piedras.

En este caso no se trata en absoluto de una demostración de xenofobia, sino de una reacción instintiva. Más adelante, cuando por orden del pontífice hice otras películas, a pesar de todas mis precauciones no pude impedir que se produjeran algunos desórdenes.

Con motivo de las fiestas que señalan el comienzo del año «fuego-cerdo», el gran chambelán me anuncia que Aufschnaiter y yo seremos recibidos por el Dalai Lama. Ya le hemos visto en varias ocasiones e incluso nos ha dirigido una sonrisa durante el desfile hacia el Norbulingka; no obstante, la perspectiva de presentarnos ante él en su palacio nos impresiona profundamente. Presiento de un modo confuso que nuestro porvenir dependerá de esta confrontación; de hecho, ella fue el principio de una buena amistad.

El día de la ceremonia nos ponemos nuestros abrigos de pieles y vamos a comprar las echarpes más caras que se pueden encontrar, y luego, en compañía de numerosas personas, monjes, notables y mujeres en traje de fiesta, subimos los escalones que conducen al Potala.

El espectáculo que la ciudad presenta es grandioso; desde el lugar donde nos hallamos pueden verse todos los jardines con los edificios que los salpican. Después de enfilarnos en un paseo bordeado por centenares de ruedas de plegarias que los visitantes hacen girar al pasar, cruzamos una gran portalada y penetramos en el palacio.

Unos oscuros pasillos con las paredes adornadas con pinturas al fresco representando a los dioses tutelares atraviesan la planta baja y desembocan en las murallas, cuyo espesor es de ocho a diez metros.

Unas escalerillas conducen a los pisos superiores y por fin al tejado.

Prudentemente, los visitantes ascienden por las rectas escalerillas esforzándose en hacer el menor ruido posible y escapar a las miradas escrutadoras de los dob-dob que, látigo en mano, velan por el orden. Un hormiguero de gente se va reuniendo en la terraza, pues con motivo del Año Nuevo todo tibetano tiene derecho a recibir la bendición del Dalai Lama. Desde allí se descubren unos pequeños edificios con las techumbres recubiertas con laminas de oro: son las habitaciones del pontífice. Los fieles, conducidos por los monjes, se dirigen hacia una puerta ante la cual los Tsedrung celebran su reunión diaria. Aufschnaiter y yo vamos detrás de los monjes que forman la vanguardia de la columna, y en el momento de entrar en la sala de audiencias alzamos la cabeza para ver al Buda Viviente. Olvidando la etiqueta, el también se incorpora para examinar a los dos extranjeros de los que su hermano le ha hablado tan a menudo.

Inclinado hacia delante, sentado a la oriental en un trono cubierto de valiosos brocados, va bendiciendo a los fieles que desfilan incesantemente. A sus pies se amontonan los sacos que contienen ofrendas en especie, bellísimas piezas de seda y centenares de echarpes blancas. Sabedores de que nosotros no podemos entregar directamente al pontífice nuestras echarpes, se las damos al prior que esta en pie a su lado. Disimuladamente le echo una mirada al Dalai: ante mí veo a un muchachito de finas facciones, que me sonríe.

Adelanta la mano y roza mi frente, tal como hace con los monjes que se prosternan ante él. Unos segundos después, nos detenemos ante un trono ligeramente más bajo, el del regente. También él nos da su bendición y luego un monje se acerca, nos pasa una echarpe encarnada alrededor del cuello y nos invita a sentamos en unos almohadones dispuestos al fondo de la sala. Los servidores nos traen té y arroz, del cual, según es costumbre, arrojamos al suelo algunos granos en homenaje a los dioses.

Desde el sitio donde estamos, no perdemos detalle del espectáculo, mientras centenares de tibetanos desfilan ante el Buda Viviente y, doblados por la cintura, le sacan la lengua en señal de respeto.

Ninguno de ellos osará levantar la vista hacia el joven pontífice, y solamente los monjes tienen derecho a la imposición de manos; para bendecir a los paisanos, el Dalai se sirve de un espantamoscas de seda, con el que les roza la mejilla. Sin cesar llegan nuevos peregrinos, seguidos de uno o más criados portadores de las ofrendas.

Un mayordomo va haciendo el inventario de los regalos, que inmediatamente se envían a los almacenes del Potala, donde se guardan en espera de ser utilizados. En cambio, los echarpes entregados como señal de homenaje se venden o bien sirven como recompensa en las competiciones deportivas que señalan el comienzo del año. Los regalos en especie que se amontonan al pie del trono van a aumentar, en el tesoro de palacio, las riquezas fabulosas acumuladas por sus predecesores.

Mucho más que las ofrendas, lo que me asombra es la sumisión, el éxtasis pintado en todos los rostros. Muchos de los peregrinos han recorrido miles de kilómetros para venir hasta aquí; algunos de ellos han medido con sus cuerpos la distancia que separa su pueblo del Potala, y todos han realizado grandes sacrificios para recibir la bendición de su ídolo. Verse la mejilla acariciada por el espantamoscas que el Dalai Lama maneja con cansada mano me parece una pobre compensación a las fatigas y peligros soportados por los peregrinos.

Y, sin embargo, cuando el monje encargado de esta función les pasa en torno al cuello una echarpe de seda blanca, parecen transfigurados. Durante toda su vida la conservaran con veneración encerrada en un cofre, o bien la llevaran como un escapulario. Todos están convencidos de que ese talismán puede alejar de ellos todos los peligros. Las echarpes son de tamaños diferentes según la categoría de aquellos a quienes van destinadas, pero todas tienen los tres nudos de ritual. Los monjes se encargan de anudarlos; el Dalai Lama no lo hace mas que cuando se entregan a los ministros o a las altas jerarquías religiosas.

La atmósfera de la sala está cargada con el humo del incienso y saturada del olor de la manteca que se consume lentamente en las lámparas. El aire y la luz sólo penetran por una abertura que corre a lo largo del techo, y el silencio sólo se ve interrumpido por el roce de los pies sobre las losas. Mi compañero y yo lanzamos un suspiro de alivio cuando se termina el desfile. Desde luego, no somos los únicos en asistir a la ceremonia; los altos dignatarios que rodean el trono del dios-rey están de pie desde hace cuatro horas. Esto forma parte de sus funciones, y, para un tibetano, el ser admitido a acompañar al Dalai Lama constituye un honor insigne.

Cuando el último visitante ha abandonado la estancia, el pontífice se levanta; sostenido por dos monjes-servidores, regresa a sus habitaciones y nosotros nos inclinamos a su paso. En el momento en que también nosotros nos disponemos a salir, se acerca un monje que nos entrega a cada uno un billete de cien sangs y declara:


Gialpo Rimpoché ki söre re
(es un obsequio que os hace el noble rey).

Ese gesto nos llena de asombro y de alborozo, pues somos los primeros que reciben semejante muestra de favor. Antes de que hayamos tenido tiempo de participarlo a nuestros amigos, ya todo Lhasa está enterada. Hemos conservado siempre devotamente aquellos billetes, que consideramos como portadores de buena suerte.

Visita al Potala

Una vez terminada la audiencia, aprovecho la ocasión para recorrer el palacio y visitar los templos y capillas que encierra.

El Potala es uno de los castillos más imponentes del mundo. Fue edificado hace trescientos años por el quinto Dalai Lama sobre el emplazamiento de una fortaleza construida por los antiguos reyes del Tíbet y destruida por los mongoles. Durante muchos años, millares de hombres y mujeres acarrearon las piedras para construir ese enorme y macizo edificio, cuyos cimientos se apoyan directamente sobre la roca. La muerte del quinto Dalai pareció amenazar la terminación de las obras; por lo que, puesto de acuerdo con un pequeño grupo de íntimos colaboradores, el regente logró ocultar el fallecimiento del pontífice: unas veces, el Dalai estaba enfermo y no podía presentarse en público; otras, se hallaba abismado en profundas meditaciones. Por espacio de diez años, los conjurados lograron ocultar la verdad, hasta el día que el Potala quedó terminado.

Encima del palacio, unos monumentos funerarios encierran los restos de los pontífices. Siete
chörten
alzan sus dorados techos y ante las puertas los monjes salmodian sus plegarias al son de los tamboriles. Para llegar a los sepulcros hay que subir por unas escalerillas verticales, y la mugre que cubre los escalones hace de esta ascensión una empresa bastante arriesgada. El sepulcro más grande encierra los despojos mortales del decimotercer Dalai, que se hunde hacia el interior del Potala en una profundidad de varios pisos.

Para la ornamentación del campanil que lo corona se necesitó una tonelada de oro; por todas partes centellean los adornos y arabescos realzados por perlas y otras piedras preciosas, ofrenda de los fieles a su difunto señor. Semejantes riquezas confunden la imaginación pero esa ostentación corresponde a un rasgo característico de la mentalidad tibetana.

Después de recorrer varios templos, visitamos el ala occidental del palacio, donde viven doscientos cincuenta monjes. Esta parte del edificio, conocida con el nombre de Namgyetrachang, es un verdadero laberinto de oscuros corredores y pasadizos carentes de belleza.

No obstante, basta asomarse a las ventanas para olvidar la mugre y la oscuridad que nos rodean. Desde aquí se abarca un magnífico panorama: el Chagpori y su escuela de medicina, y el valle del Kyitchu. Debajo de nosotros y en línea vertical se hallan las casas del barrio de Cho, y un poco más allá una sucesión de tejados planos de los cuadrados edificios de Lhasa. ¡Por fortuna, desde el Potala no se distinguen las inmundicias que invaden las calles!

Nos llama la atención una puerta cerrada de dimensiones desacostumbradas: es la del garaje construido por orden del decimotercer Dalai para encerrar sus tres automóviles. Después de su muerte, nadie los ha usado.

En esta primera visita dejamos de recorrer el ala oriental, aquella que alberga el seminario de los Tsedrung y los diversos ministerios y oficinas. El gran chambelán nos ha enviado una invitación para almorzar con el; sus habitaciones se hallan debajo de las que ocupa el Dalai Lama.

A primeras horas de la tarde, y deslumbrados por el nuevo y extraño espectáculo que han contemplado nuestros ojos, salimos del palacio para regresar a nuestros respectivos domicilios.

A partir de entonces volví varias veces al Potala, e incluso pase varios días en casa de amigos a los que iba a visitar a menudo.

Los señores de la Edad Media deban de llevar una vida semejante a la de estos modernos ocupantes de la fortaleza; allí, todas las cosas evocan el pasado. Cada atardecer, a la misma hora, los guardianes cierran las puertas en presencia del gran tesorero de palacio y durante toda la noche las rondas recorren el interior del edificio, y los gritos de alerta, resonando a través de salas y corredores, son lo único que interrumpe el profundo silencio del Potala. Las tumbas de los Dalai convierten el palacio en un sepulcro; en sus inmensas estancias no se oye jamás una carcajada, y allí no se da ninguna fiesta.

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