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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Q (78 page)

BOOK: Q
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—Tras el saco de Roma, en el veintisiete, Carafa se vio favorecido más allá de sus propias previsiones, nadie se atrevió a llevarle la contraria, pues había visto con acierto las cosas desde un principio: los luteranos eran gente descreída, a la que le daba una higa las excomuniones y que saqueaba la ciudad papal. Comenzó a acumular poder, escaló la jerarquía eclesiástica y siguió teniendo muy buenas premoniciones.

Las palabras me salen solas:

—Una red de espías en cada estado.

Asiente:

—Siempre conseguía tener las noticias antes que los demás, gracias a los muchos pares de ojos que mantenía en todo lugar clave. Por todas partes por donde sucediera algo relevante, podías apostar a que el viejo tenía allí a uno de los suyos.

Le insisto:

—¿Por qué te ordenó joder a los anabaptistas en Münster? ¿Qué tenían ellos que ver con Roma?

—Roma está en todas partes, Gert. En vosotros sobrevivía el espíritu de la rebelión contra los poderosos. Lutero había predicado la obediencia incondicional. Era suficiente: con los soberanos siempre es posible negociar. Con vosotros no, vosotros queríais sacudiros de encima su yugo, predicabais la libertad y la desobediencia, Carafa no podía permitirse que ideas de aquel tipo se extendieran. Gracias a mis pormenorizados informes había podido conocer la fuerza de una masa que marchaba compacta, había visto también lo que podía hacer un solo predicador como Thomas Müntzer. Los anabaptistas tenían que sucumbir antes de que pudieran convertirse en una seria amenaza.

—Carafa volvió a convocar a todos sus espías a fines de los años treinta. El convento de los teatinos fue el centro de reunión.

Parece asombrado:

—Fuiste valiente. —Un estremecimiento le sacude los hombros, pero continúa hablando—: Se nos necesitaba en Italia. Carafa estaba a punto de obtener del Papa la aprobación de su proyecto: la constitución del Santo Oficio. Las motivaciones eran de lo más noble: contrarrestrar la difusión de la herejía con nuevos medios. En realidad, esos medios los había utilizado el viejo ya contra sus adversarios en la misma Roma. Lo que había en juego era lo más alto.

—El solio pontificio.

El estremecimiento llega hasta mí.

—Y la aniquilación de todos sus adversarios. El inglés, Pole, lo había puesto en muchos aprietos, a su manera era un hueso duro de roer, pero Carafa jugó bien sus bazas. Y lo venció. Por un pelo, pero se salió con la suya.


El beneficio de Cristo
.

—En efecto. Yo me encargué de toda la operación. Al menos hasta que Carafa consideró que me necesitaba. Desde el principio sabía que detrás de Fontanini y de su libro estaba el círculo de Pole y de sus amigos. Sabíamos que los cardenales espirituales habían leído el libro y lo tomarían como punto de partida para su acción de acercamiento a los luteranos. De haberlo conseguido, Carlos Quinto habría reunido a la Cristiandad bajo su bandera en una cruzada contra los turcos y actualmente ya no tendría adversarios. Pero Pole no salió Papa y ahora los espirituales caen uno tras otro bajo los golpes de la Inquisición. El viejo teatino ha sido una vez más el más listo: ha vuelto el arma de sus adversarios contra ellos.

El sol ha despuntado en la laguna, un círculo rojo sangre que arroja su estela sobre el agua. Los pensamientos se agolpan en la mente, pero tengo que esforzarme por refrenarlos, debo saber, el tiempo resulta precioso.

—¿Qué tienen que ver los judíos en todo esto? Carafa ha establecido un acuerdo con los venecianos, ¿no es cierto?

Un nuevo gesto de asentimiento, los ojos cada vez más diminutos y hundidos por el cansancio:

—Los judíos no son más que una moneda de cambio. Todos tienen algún interés en su ruina: si los marranos son reconocidos culpables de practicar en secreto el judaísmo, los venecianos podrán requisar todos sus bienes. Carafa se los sirve en bandeja de plata y a cambio planta el estandarte de la Inquisición en Venecia, lanzando una operación a gran escala en el estado que es famoso ya por su independencia de Roma. Serán varios los soberanos en Europa a quienes les entre un sudor frío ante una noticia de este género. También esta vez te encuentras en el otro bando, capitán.

Me quedo en silencio, bajo el lento espumar de la marea y el chillido de una gaviota.

—¿Es esta tu tarea? ¿Mandar a la sombra a los judíos?

Una sombra atraviesa su mirada, como si tratara de hablar, la voz es un murmullo:

—Para eso fui mandado a Venecia.

El cansancio invade cada resquicio del cuerpo, el dolor de cabeza ha aumentado, me aprieto con un dedo la sien y me apoyo también yo en una lápida para aliviar mis piernas.

Heinrich Gresbeck escruta el horizonte, luego vuelve a mirarme a mí: los años no lo han perdonado, la noche ha sido larga e insomne para ambos.

—¿Cuál es la recompensa esta vez?

Sonríe:

—Un rápido fin, probablemente.

—¿Es esta la recompensa para el servidor más fiel?

Se encoge de hombros:

—Soy el único que conoce toda la historia desde el principio: Carafa no puede correr el riesgo de tenerme aún en circulación. No ahora que se dispone a asumir él todo el poder.

Dejo que mi mirada recorra las tumbas. En cada una podría leer el nombre de un compañero, volver a recorrer las etapas que me han traído hasta aquí. Pero no consigo sentir odio. No tengo ya fuerzas para despreciar. Miro a Gresbeck y no veo más que a un viejo.

Capítulo 42

Venecia, 3 de noviembre de 1551

La embarcación pone proa mar adentro. Bernardo y Duarte reman a la vez, Sebastiano a popa, listo para evitar los bajíos con la pértiga o para virar. João a proa, a mi lado. El hombre encapuchado se sienta enfrente de mí.

Nos espera una de las naves de transporte de los Miquez, anclada a una milla de la ciudad, en el silencio roto tan solo por los golpes de remo en el agua y por los chillidos de las gaviotas.

¿Es así como termina un duelo que ha durado toda una vida?

Desde la carraca de Miquez nos lanzan una maroma y una escala de cuerda. Desde lo profundo, oigo a Gresbeck estallar en una carcajada, que suena lúgubre a mis oídos, como un presagio de muerte. Y también a los de João, porque, por un instante tan solo, pierde su proverbial sonrisa y gruñe en español:


¿Por qué coño te ríes?

—Señores, sé que debería deciros muchas cosas. Pero por desgracia la situación no permite abandonarse a los recuerdos.

Mira fijamente a Gresbeck a la cara:

—Como habrá comprendido, Excelencia, soy João Miquez. El hombre al que estáis tratando de joder.

Gresbeck ni se inmuta, callado.

Para João no es este un día de sonrisas.

—El alcance de vuestro acuerdo con las diez carroñas del Concilio ha de ser tal, y tan explícito para ambos, que debe haceros pensar que basta con las más ridículas patrañas. Como esa que se os ha ocurrido sobre las confesiones de… ¿cómo se llama? Tanusin Bey, me parece, que acusa a mi familia de estar a la cabeza de la red de espías del Sultán en la Serenísima. Me pregunto de qué inmundo lugar lo habéis sacado. Me imagino que no os habrá sido difícil convencer a cualquier matachín para que se preste a vuestros fines.

Gresbeck permanece mudo, impasible.

Miquez continúa:

—¿Y qué decir de los procesos por prácticas judaizantes? Primero nos obligasteis a besar la cruz con los haces de ramas de la hoguera ya encendidos y ahora nos venís a decir que lo hicimos por simple conveniencia y que en realidad somos los mismos de siempre. —Asiente para sí—. Está bien. Os han mandado aquí desde Roma para quitarnos de en medio. Y los venecianos os dejarán actuar, mejor dicho, os ayudarán en la tarea. Son unos locos y acabarán en la ruina. Vos y yo lo sabemos. No hay uno solo de los mercaderes de aquí que en cinco años no haya hecho negocios con mi familia. No hay uno solo de los chacales que se sientan en el Consejo que no haya contraído préstamos con nosotros. Sin los judíos Venecia hará aguas, el Sultán se aprovechará de ello y los negocios se acabarán, esta ciudad volverá a ser un simple escupitajo en los mapas, aplastado entre los imperios. Estos aristócratas tan llenos de vanagloria están condenándose a convertirse en pequeños hidalgos de campo.

Suspira:

—Pero da lo mismo. Si así lo han decidido, sabed, Excelencia, que no nos dejaremos encarcelar sin replicar. Los mercaderes que dependen de los cordones de mi bolsa han anunciado ya que suspenderán todo comercio con Oriente si las autoridades no ponen fin a esta indiscriminada caza de judíos. Y por lo que se refiere a vos, si lo que dice vuestro viejo conocido aquí presente es cierto, creo que el cardenal Carafa deberá prescindir en esta ocasión de su primer agente.

Gresbeck continúa mirando sin pestañear, con expresión inofensiva y el cansancio pintado en el rostro, la respiración pesada.

João se levanta y pasea arriba y abajo pensativo.

—No es precisamente agudeza lo que os falta, señor mío, y sois capaz de comprender sin duda lo que me interesa.

Vuelve a sentarse. Silencio. Solo el chapaleo de las olas y pasos amortiguados por la cubierta. La luz del día entra por dos grandes ventanas laterales iluminando el camarote del capitán: una mesa, dos sillones y un catre.

Levantarme me cuesta un inmenso esfuerzo. Gresbeck me dirige una serena mirada. Me siento en un borde del escritorio, apartando el pedazo del mapa del Adriático. Me toca a mí.

—La ventaja de haber llegado hasta aquí es que no tenemos ya ninguna necesidad de engaños mutuos. A los cincuenta años no tengo ya el fuego sagrado de la revuelta en las venas, y hace dos noches que no pego ojo. El cansancio me ayudará a ser claro, a ahorrarme las palabras. —Me aprieto las sienes con los dedos para aliviar la jaqueca—. Tu jodido amo tiene setenta y cinco años. Una edad que la mayor parte de los hombres pasa bajo tierra. Lo que yo me pregunto es qué pretende ese viejo inmundo de sí mismo, de sus hombres y de nosotros. Me pregunto cuál es el verdadero móvil que lo ha impulsado todos estos años. ¿Derrotar la herejía? ¿Castigar los intentos de liberación de los pobres miserables? ¿Crear los tribunales de la conciencia para controlar el pensamiento de los hombres? Me pregunto de qué ha servido acumular todo ese poder. Y más ahora que las cabezas de los cardenales espirituales caen una tras otra y que en Venecia avanza la reacción contra los judíos, me pregunto por qué. No es el dinero de los sefarditas, ni los negocios de la Serenísima, ni el ajuste de cuentas con los enemigos espirituales. Y tampoco el solio pontificio, Heinrich. A los setenta y cinco años no. Hasta ahora Carafa no se ha propuesto como papable. La apuesta es algo más alta que todo esto junto. Algo que pende sobre nuestras cabezas. Para comprender lo que está sucediendo aquí, qué nos espera, tenemos que conocer sus designios hasta el fondo.

Bajo los bigotes de Gresbeck una sonrisa sin arrogancia.

Respira ronco, voz profunda:

—El Plan. Ese en el que lleva trabajando Carafa toda la vida. Lo que llena la boca del más modesto clérigo de campo, que campea en los estandartes de los ejércitos, en las espadas de los conquistadores del Nuevo Mundo, en los frontones de las parroquias y de las catedrales. —Deja caer las palabras como si fueran piedras—. A la mayor gloria de Dios.

Apenas menea la cabeza:

—Imponer un orden en el mundo. Permitir a la Iglesia de Pedro el seguir siendo el árbitro indiscutido del destino de los hombres y de los pueblos. Más que nadie, Carafa ha comprendido en qué se basa un poder milenario. Un mensaje sencillo: el temor de Dios. Un aparato gigantesco y complejo que lo inculque en las costumbres y en las conciencias. Difundir el mensaje, manejar el saber, observar y cribar el espíritu de los hombres, perseguir todo impulso que ose rebasar ese temor. Carafa se ha arrogado la inmensa tarea de poner al día los fundamentos de ese poder, a la luz de los nuevos tiempos. La ambición que él encarna ha bebido de toda debilidad del cuerpo de la Iglesia, consiguiendo transformarla en un punto fuerte. Lutero fue su primer enemigo acérrimo y su mejor aliado. Sin hacer mella en el temor de Dios, el fraile agustino puso a todos frente a la necesidad de un cambio. Fueron los hombres más inteligentes los primeros en reparar en ello, como Carafa, como Pole, como los fundadores de las nuevas órdenes monásticas. A más de treinta años de distancia, los únicos que han quedado aún en el juego. Era preciso responder con armas adecuadas al desafío lanzado por Lutero. Y de esto surge el conflicto: Pole y los espirituales estaban dispuestos a mediar con tal de mantener unida a la Cristiandad. Carafa no, prefería librar a los protestantes a su suerte antes que ceder aunque fuera el menor resquicio de la autoridad absoluta de la Iglesia: era preciso rebatir a los luteranos devolviendo golpe por golpe, hacer limpieza en la propia casa y dotarse de aparatos nuevos que aceptaran el desafío. De haberse impuesto los espirituales, ello habría supuesto para Roma la pérdida de su primacía. Si a un fraile cualquiera o incluso a un laico como Calvino le hubiera estado permitido discutir de igual a igual con el descendiente de Pedro, ¿qué habría sido del orden milenario? ¿Qué habría sido de la Iglesia de Roma? ¿Qué habría sido del Plan?

Gresbeck se detiene, exhausto.

Miquez no puede contenerse más:

—En el punto en que estamos, señor mío, la pregunta que hay que hacerse es más bien otra. ¿Qué será de nosotros?

El mismo tono calmo:

—Seréis sacrificados.

Lo miro a los ojos:

—A la mayor gloria de Dios.

—Por supuesto. Y esta vez, micer Miquez, no será como en Portugal, o en España o en los Países Bajos. Esta vez será para siempre. El proceso abierto contra doña Beatrice ha sido puesto ya en marcha; se resolverá en un par de días. Lo único que a los venecianos les interesa es vuestro dinero. Carafa busca una demostración de fuerza de la Inquisición. Quiere reduciros a la impotencia, hacer el vacío en torno a vosotros y aplastaros. Y que la lección sirva de aviso para todos. No podéis comprar vuestra salvación tal como hicisteis en el pasado: los hombres de Carafa son incorruptibles, tienen una misión que cumplir y conocen muy bien cuál es su trabajo. No hay paro de mercaderes que pueda espantarlos, les importa un rábano. Tenéis razón, Venecia sufrirá por ello un daño irreparable, pero quien no sepa adaptarse a los nuevos tiempos, está destinado a perecer.

BOOK: Q
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