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Authors: Ken Follett

Papel moneda (4 page)

BOOK: Papel moneda
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—Redacción.

—Tengo algo para su gacetilla. —Era una voz masculina, con marcado acento cockney.

Al instante Cole se sintió escéptico. No era la voz de un hombre que pudiera conseguir información íntima sobrelas vidas amorosas de la aristocracia. Así que contestó:

—Bien. ¿Le importaría darme su nombre?

—No se preocupe por eso. ¿Sabe usted quién es Tim Fitzpeterson?

—Naturalmente.

—Bueno, pues está haciendo el imbécil con una pelirroja veinte años más joven que él. ¿Quiere usted su número de teléfono?

—Por favor. —Cole lo anotó. Ahora ya estaba interesado. Si se había roto el matrimonio de un ministro, ésa sí que era una buena historia, y no solamente una noticia de gacetilla.—. ¿Quién es la chica? —preguntó.

—Ella dice que es actriz. La verdad es que es una fulana. Llámele en seguida y pregúntele sobre Dizi Disney. La línea quedó muda.

Cole frunció el ceño. Eso era algo raro; la mayoría de los informantes querían dinero, especialmente por noticias de ese tipo. Se encogió de hombros. Valía la pena comprobarlo. Más tarde se lo pasaría a un periodista.

Después cambió de idea. Muchísimas historias se habían perdido para siempre por haber quedado marginadas unos minutos. Fitzpeterson podía salir para ir a la Cámara o a su despacho en Whitehall. Y el informador había dicho: «Llámele en seguida.»

Cole miró el número anotado en su libreta y lo marcó.

SIETE DE LA MAÑANA
4

—Te has visto alguna vez en el espejo mientras lo hacías? —le había preguntado ella; y cuando Tim admitió que no, ella insistió en que lo probasen.

Estaban en pie, delante del espejo de cuerpo entero, en el cuarto de baño, cuando sonó el teléfono. El ruido sobresaltó a Tim y ella exclamó:

—¡Uf! Cuidado.

Tim quiso ignorar la llamada, pero la intrusión del mundo exterior eliminó su deseo. La dejó y fue al dormitorio. El teléfono estaba en una silla, debajo del montón de ropas de ella. Lo buscó y levantó el receptor:

—¿Diga?

—¿Mr. Fitzpeterson? —Era la voz de un hombre de mediana edad, con acento londinense. Parecía ligeramente asmático.

—Sí. ¿Con quién hablo?

—Aquí el Evening Post. Siento llamarle tan temprano. Tengo que preguntarle si es cierto que piensa usted divorciarse.

Tim se dejó caer sentado pesadamente. Por un momento se quedó sin habla.

—¿Está usted ahí, señor?

—¿Quién demonios le ha dicho eso?

—Mi informante mencionó a una mujer llamada Dizi Disney. ¿La conoce usted?

—En mi vida he oído ese nombre. —Tim estaba recuperando la compostura—. No me moleste despertándome por la mañana con rumores ociosos. —Colgó el teléfono.

La chica entró en el dormitorio.

—Pareces pálido —dijo—. ¿Quién era?

—¿Cómo te llamas? —le preguntó él con brusquedad. —Dizi Disney.

—¡Dios mío! —Le temblaban las manos. Apretó los puños y se levantó—. ¡Los periódicos han oído rumores de que voy a divorciarme!

—Seguramente oyen continuamente cosas así sobre la gente importante.

—¡Han mencionado tu nombre! —Se golpeó con el puño la palma de la otra mano—. ¿Cómo han podido descubrirlo tan pronto? ¿Qué voy a hacer?

Ella se puso de espaldas a él y empezó a ponerse los panties.

Tim se quedó mirando por la ventana. El «Rolls» de color gris seguía ahí fuera pero ahora no había nadie. Se preguntó dónde habría ido el conductor. Ese pensamiento aislado le molestó. Intentaba examinar fríamente la situación. Alguien le había visto salir del club con la chica y había dado la información por teléfono a un periodista. El informador había aderezado el incidente para darle un efecto dramático. Pero Tim estaba seguro de que nadie les había visto entrar juntos en el piso.

—Escucha —dijo—. La noche pasada me dijiste que no te encontrabas bien. Yo te saqué del club y llamé un taxi. El taxi me dejó a mí y después te llevó a casa. ¿De acuerdo?

—Lo que tú digas —respondió ella con indiferencia.

La actitud de ella le enfureció.

—Por el amor de Dios, ¡eso también te concierne!

—Creo que mi parte en el asunto ha terminado.

—¿Qué quieres decir con eso?

Hubo una llamada en la puerta.

Tim dijo:

—Oh, Dios mío, no.

La chica se subió la cremallera del vestido.

—Me marcho.

—Maldita estúpida. —La cogió del brazo—. No deben verte aquí, ¿no lo entiendes? Quédate en el dormitorio. Yo abriré. Si tengo que hacerles entrar, quédate quieta hasta que se marchen.

Se puso los calzoncillos y se enfundó nerviosamente el la bata mientras cruzaba la sala de estar. Había un pequeño recibidor y una puerta de entrada con una mirilla. Tim apartó a un lado la plaquita y acercó un ojo al cristal.

El hombre que estaba fuera le pareció vagamente familiar. Tenía cara de boxeador hombros anchos y buen, complexión, hubiera podido ser un peso pesado. Llevaba un abrigo gris con cuello de terciopelo. Tim le calculó cerca de la treintena. No tenía aspecto de periodista.

Tim desatrancó la puerta y la abrió.

—¿Qué quiere usted? —dijo.

Sin decir palabra, el hombre empujó a Tim a un lado entró y cerró la puerta. Después se dirigió a la sala de estar.

Tim aspiró profundamente y trató de no asustarse. Siguió al hombre.

—Voy a llamar a la Policía —dijo.

El hombre se sentó. Dio una voz:

—¿Estás ahí, Dizi?

La chica asomó por la puerta del dormitorio.

—Prepáranos una taza de té, chica —le dijo el hombre

—¿Le conoces? —le preguntó Tim a la chica con acento de incredulidad.

Ella le ignoró y se fue a la cocina.

El hombre se echó a reír.

—¿Conocerme? Trabaja para mí.

Tim se sentó.

—¿Qué es todo esto? —preguntó débilmente.

—Todo en su momento. —El hombre miró a su alrededor—. No puedo decir que tenga usted un piso bonito, porque no lo es. Esperaba que tuviera algo más lujoso, ¿comprende lo que quiero decir? A propósito, por si no me ha reconocido usted, soy Tony Cox. —Alargó la mano. Tim no le tendió la suya. Cox prosiguió—: Como quiera.

Tim estaba recordando… el rostro y el nombre le resultaban familiares. Pensó que Cox era un hombre de negocios bastante rico, pero no podía recordar cuáles eran sus negocios. Le pareció que había visto el retrato de aquel hombre en un periódico, algo que tenía que ver con recoger dinero para los clubes de muchachos del East End.

Cox hizo un gesto con la cabeza en dirección a la cocina.

—¿Ha disfrutado con ella?

—Por el amor de Dios —dijo Tim.

La chica entró con dos tazas en una bandeja. Cox le preguntó;

—¿Lo disfrutó?

—¿A ti qué te parece? —respondió ella malhumorada. Cox sacó la cartera y contó algunos billetes.

—Aquí tienes —le dijo a la chica—. Has hecho un buen trabajo. Ahora ya puedes largarte.

Ella cogió el dinero y lo metió en el bolso. Añadió después:

—Sabes, Tim, creo que lo que más me gusta de ti son tus hermosos modales. —Y salió sin mirar a Tim.

He cometido el mayor error de mi vida, pensó Tim. La chica salió, dando un portazo.

—Es una buena chica —dijo Cox guiñando un ojo.

—Es la forma más baja de vida humana —escupió Tim.

—Bueno, no sea usted así. Sencillamente es una buena actriz. Hubiera podido hacer películas si yo no la hubiese encontrado primero.

—Supongo que es usted un chulo de putas.

En los ojos de Cox centelleó la ira, pero se controló en seguida.

—Lamentará usted esa bromita —dijo suavemente—. Todo lo que debe usted saber sobre mí y sobre Dizi es que ella hace lo que yo le mando. Y si yo le digo «no abras la boca», ella se calla. Y si yo le digo «cuéntale a ese hombre amable del News of the World cómo te sedujo Mr. Fitzpeterson», ella lo hará. ¿Comprende lo que le digo?

—Supongo que ha sido usted quien ha llamado al Evening Post —dijo Tim.

—¡No se preocupe! Sin confirmación, no pueden hacer nada. Y únicamente tres personas pueden confirmar la noticia: usted, Dizi y yo. Usted no irá a contar nada. Dizi no tiene voluntad propia, y yo sé guardar un secreto.

Tim encendió un cigarrillo. Estaba recuperando nuevamente la confianza. Cox era simplemente un sinvergüenza: de la clase obrera a pesar de su cuello de terciopelo y su «Rolls-Royce» gris. Tim tenía el presentimiento que sabría manejar a aquel hombre. Así que dijo:

—Si se trata de extorsión, va usted por mal camino. No tengo dinero.

—Hace mucho calor aquí dentro, ¿no cree? —Cox se levantó y se quitó el abrigo—. Bueno —concluyó—, si no tiene dinero, tendremos que pensar en alguna otra cosa que pueda usted darme.

Tim frunció el ceñó. Estaba nuevamente perdido. Cox continuó:

—En los últimos meses, media docena de empresas, más o menos, han solicitado permisos para perforar en un nuevo campo petrolífero llamado Shield, ¿no es cierto?

Tim estaba sorprendido. Aquel delincuente seguramente no podía estar relacionado con ninguna de aquellas respetables empresas.

—Sí —le respondió—. Pero ya es demasiado tarde para que yo pueda influir en el resultado… La decisión ya se h tomado. Esta tarde se anunciará.

—No se apresure en sacar conclusiones. Ya sé que es demasiado tarde para cambiarlo. Pero usted podrá decirme quién ha ganado la concesión.

Tim se quedó mirándole. ¿Eso era todo lo que aquel hombre quería? ¡Demasiado bueno para ser verdad!

—¿Y para qué puede servirle a usted —dijo— esa clase de información?

—Para nada, realmente. Voy a cambiarla por otra información, eso sí. Tengo un trato con ese caballero, ¿sabe usted? Él ignora cómo consigo mi información privada y tampoco sabe lo que yo hago con lo que él me cuenta. De esa manera no se mete en líos. ¿Comprende usted lo que quiero decir? Bueno, pues al grano: ¿quién ha conseguido el permiso?

Era tan fácil, pensó Tim. Dos palabras y la pesadilla habría terminado. Una indiscreción como ésa podía arruinar su carrera, pero si no lo hacia su carrera terminaría de todos modos.

—Si no está usted seguro de lo que tiene que hacer —dijo Cox—, piense usted en los titulares. «El secretario y la actriz. No ha querido hacer de mi una mujer decente, lloriquea la corista.» ¿Se acuerda usted del pobre Tony Lambton?

—Cállese —dijo Tim—. Es Hamilton Foldings.

Cox sonrió,

—Mi amigo estará contento —dijo— . ¿Dónde está teléfono?

Tim señaló con el dedo pulgar.

—Dormitorio —dijo con mal humor

Cox entró en el dormitorio y Tim cerró los ojos. Qué ingenuo había sido, pensar que una chica joven como Dizi se había enamorado perdidamente de alguien como él. El era solamente el bobo de un plan cuidadosamente elaborado mucho más importante que una pequeña extorsión.

Oía a Cox que hablaba por teléfono:

—¿Laski? Soy yo. Hamilton Holdings. ¿Entendido? Esta tarde se anunciará. ¿Qué hay a cambio? —Hubo una pausa—. ¿Hoy? Formidable. Este es mi día, amigo. ¿Y la ruta?

—Otra pausa—. ¿Qué quiere usted decir con que cree que será la de costumbre? Usted lo cree.., bueno, bueno. Adiós.

Tim sabía quién era Laski, un conocido mago financiero de la City, pero estaba demasiado exhausto emocionalmente para sentirse adecuadamente asombrado. En ese momento hubiera podido creer cualquier cosa de cualquier persona.

Cox volvió a entrar. Tim se levantó.

—Bueno —dijo Cox—, una mañanita bien aprovechada, por ambos lados. Y no se preocupe usted demasiado. Después de todo, ha sido la mejor noche de juerguecita que haya tenido en su vida.

—¿Quiere usted, marcharse ahora, por favor? —pidió Tim.

—Bueno, queda un pequeño asunto por discutir. Deme su bata.

—¿Por qué?

—En seguida lo sabrá. Vamos.

Tim estaba demasiado aturdido para discutir. Se quitó la bata y se la dio. Se Quedó en calzoncilios, esperando. Cox arrojó la bata a un lado.

—Quiero que recuerde usted esas palabrejas, «chulo de putas» —dijo. Y le dio un puñetazo a Tim en el estómago.

Tim se volvió y se dobló por el dolor agónico. Cox alargó la mano, le agarró los genitales con su manaza y apretó. Tim intentó gritar, pero no tenía aliento. Abrió mucho la boca en un aullido silencioso mientras intentaba desesperadamente aspirar aire.

Cox le soltó y le dio un puntapié. Tim cayó al suelo. Allí quedó, encogido, con los ojos llenos de lágrimas. No le quedaba orgullo ni dignidad. Dijo solamente:

—Por favor, no me pegue más.

Tony Cox sonrió y se puso el abrigo:

—No, todavía no —dijo. Y se marchó.

5

El Honorable Derek Hamilton se despertó sintiendo un dolor. Siguió tumbado en la cama con los ojos cerrados mientras descubría la causa en su abdomen, lo examinó, pensó que era malo pero no le incapacitaba. Entonces recordó la cena de la noche anterior. La crema de espárragos era inofensiva; había rechazado los pastelitos de marisco; el bistec estaba bien cocido; había preferido el queso a la tarta de manzana. Un vino blanco ligero, café cortado, brandy…

Brandy. Maldita sea, hubiera debido limitarse al oporto.

Sabía cómo iba a ser el día. No desayunaría, y a media mañana tendría un hambre tan insoportable como el dolor de la úlcera, de modo que comería alguna cosa. A la hora del almuerzo volvería a tener apetito y la úlcera estaría peor. Durante la tarde cualquier cosa trivial le irritaría más allá de todo razonamiento, les gritaría a sus subordinados y el estómago se le contraería en un nudo de dolor que le incapacitaría para pensar en nada. Regresaría a casa y se tomaría una cantidad excesiva de calmantes. Dormiría, despertaría con dolor de cabeza, cenaría, tomaría píldoras para dormir, y se iría a la cama.

Por lo menos podía esperar el momento de acostarse.

Se dio vuelta en la cama, abrió el cajón de la mesita de noche, encontró una tableta y se la puso en la boca. Después se sentó y cogió su taza de té. Bebió a pequeños sorbos y dijo:

—Buenos días, querida.

—Buenos días.

Ellen Hamilton estaba sentada al borde de la cama gemela, envuelta en una bata de seda con su taza sobre una rodilla delgada. Ya se había cepillado el cabello. Su ropa para dormir era tan elegante como el resto de su vestuario, a pesar del hecho de que solamente la veía él y a él no le interesaba. Eso no importaba, suponía él: ella no quería realmente que los hombres la desearan, solamente quería poder pensar en sí misma como deseable.

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