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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (46 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Con el mismo ritmo pausado de los últimos minutos, él posó sus carnosos labios sobre los suyos y la besó con una cálida y blanda succión mientras apretaba sus brazos alrededor de su cintura. Clarence necesitaba aire y entreabrió los labios, permitiéndole que él los mordisqueara antes de que su experta lengua se apoderara de su boca.

Estaban tan juntos que, a pesar del ruido de la cascada, ella pudo percibir los rápidos latidos de su corazón. Deslizó sus manos por los fuertes hombros y la amplia espalda de Iniko hasta su cintura para acariciarle la piel bajo la camisa húmeda pegada sobre los músculos.

Iniko se separó unos centímetros, se quitó la prenda y su torso quedó desnudo. Clarence contempló la firmeza de su musculatura y corroboró lo que las yemas de sus dedos habían comprobado: como si fuese un guerrero escarificado, varias cicatrices le surcaban la piel. Ella no hizo ningún comentario; apoyó las manos sobre las heridas y las acarició. Luego acercó sus labios y las besó.

Al igual que él había disfrutado de su pecho, ella quiso saborear el suyo mientras unos fuertes dedos mimaban su nuca y jugaban con su pelo hasta que lograron liberar la trenza que lo ataba. Entonces, Iniko puso las manos a ambos lados de su cara para sujetarla con fuerza, levantarla hacia él y besarla de nuevo, esta vez con mayor intensidad. Clarence sintió una oleada de excitación y respondió a sus besos con una avidez desconocida para ella.

Iniko le besaba los labios, la frente, la oreja, el cuello… Ella lo oía jadear junto a su oído. Con un susurro, él sugirió que se tumbaran en la arena y sus respiraciones comenzaron a acompasar al murmullo de las olas que lamían la orilla antes de retirarse perezosamente para volver y retirarse de nuevo.

Clarence no podía dejar de acariciarlo. Sus manos solo deseaban leer y grabar cada pliegue de su piel para cuando no lo tuviera junto a ella, en Pasolobino. Allí siempre hacía frío. No habría arena. Ni dos cuerpos desnudos junto al mar. Ese momento con Iniko se convertiría en uno de los recuerdos más hermosos de su vida. Al recordarlo, sonreiría y rememoraría los escalofríos de deseo que le hacían arquear la espalda para recibirlo con toda su energía. Tal vez encontrara a alguien con quien compartir el resto de su vida, consiguió pensar en un breve lapso de lucidez, pero difícilmente superaría esa extraña conexión que se había establecido entre ellos. Sin promesas. Sin reproches. Una conexión surgida de una misteriosa afinidad a pesar de la distancia cultural y geográfica. Cada vez que oyera la palabra África, en su mente se dibujaría el apuesto rostro y la sonrisa triste de Iniko.

Y, por su forma de apoderarse de ella, percibía que Iniko sentía lo mismo.

Siempre sabrían ambos que en algún lugar del mundo existía alguien cuyo olor había impregnado de forma embriagadora sus sentidos; un cuerpo cuyo sudor había empapado su piel sedienta; un cuerpo cuyo sabor había saciado su necesidad de placer justo entonces: en plena madurez, cuando la distancia recorrida ya era larga y la que faltaba por recorrer, incierta.

Cuando tomaron el camino de regreso al poblado, Clarence se detuvo unos minutos para observar el horizonte desde la parte superior del acantilado. El mar se mostraba ante sus ojos en todo su esplendor, y la luna llena, enmarcada por hojas de palmeras, producía miles de reflejos plateados sobre la superficie del agua.

Le parecía que llevaba en ese lugar una eternidad. Se sentía cómoda, tranquila y relajada. Sin embargo, una repentina sensación de soledad la sobrecogió. No sabía exactamente qué era, pero comenzaba a tener la inquietante sensación de que Iniko quería apoderarse de su cuerpo y de su alma. «No te olvides», parecía querer decirle. «No te olvides de estos nombres, ni de estos lugares. No te olvides de mí. Regresa a tu país y recuerda la huella que yo dejé en ti.» Bajo aquella cascada, había creído distinguir en sus ojos una expresión confusa de deseo y tenues pinceladas de resentimiento. «No te olvides de que, por unos días, yo te poseí.»

—Estás muy callada, Clarence. —Iniko interrumpió sus pensamientos—. ¿La subida te ha dejado sin aliento? ¿Es que en Pasolobino es todo llano?

—¡No me puedo creer que haya estado en este lugar! —exclamó ella con voz alegre para que no percibiese su confusión.

Iniko extendió la mano y acarició su cabello.

—A partir de ahora —murmuró—, cada vez que oiga el nombre de tu país, es posible que sienta algo diferente. Pensaré en ti, Clarence.

Clarence cerró los ojos.

—A mí me sucederá lo mismo cuando oiga hablar de este trocito de África. Lo cual, por cierto, ocurre con mucha frecuencia en mi casa. —Suspiró antes de retomar el camino de vuelta—. En fin, creo que estoy condenada a no olvidarte…

Regresaron al coche, sacaron las mochilas del maletero y entraron en el poblado de Ureka, formado por casas de techos de bambú cubiertos de hojas de palma y rodeadas de un seto verde, pero edificadas sobre altos pivotes para guarecerse de la lluvia.

Había una treintena de casas organizadas a lo largo de una avenida de tierra bordeada por árboles y troncos clavados de los cuales colgaban cráneos de mono y antílope y esqueletos de serpientes para ahuyentar a los malos espíritus. Ese lugar no había evolucionado apenas en las últimas décadas. Si Jacobo y Kilian estuviesen allí, probablemente experimentarían una regresión en el tiempo. No tenía nada que ver ni con la capital ni con la zona norte de la isla.

En uno de los extremos de la avenida se veía un edificio sin paredes. A cierta distancia, varias personas reconocieron a Iniko y saludaron con la mano.

—¿Qué es este edificio? —preguntó Clarence.

—Es la Casa del Pueblo. Es un lugar muy importante para nosotros. Se utiliza para reunirse y explicar historias y para discutir problemas de la vida cotidiana o solucionar conflictos. Todo lo que yo sé sobre mi pueblo lo he escuchado aquí. Por cierto… —hizo un gesto hacia las personas que se acercaban para saludar—, a partir de ahora tú también formarás parte de la tradición oral de todos los lugares que hemos recorrido.

—¿Ah, sí? —Clarence lo miró con curiosidad—. ¿Y cuál habrá sido mi hazaña? ¿Ser blanca?

—Los blancos no nos sorprendéis tanto como os pensáis. Pasarás a la historia por ser
la novia de Iniko
. ¡Aunque te vayas dentro de unas horas! —Sonrió maliciosamente—. Ya no hay nada que puedas hacer.

Se dio la vuelta y anduvo hacia el grupo de vecinos que caminaban en su dirección. Se saludaron efusivamente, intercambiaron varias frases, y una mujer señaló una de las casas.

—Ven, Clarence —dijo Iniko—. Dejaremos las cosas en nuestro
hotel
.

Clarence arqueó las cejas, intrigada y divertida. Al entrar en la casa, emitió un silbido de sorpresa.

El suelo de la sencilla vivienda era de tierra apisonada y apenas había enseres domésticos, pero la estancia no podía ser más romántica y acogedora. En el centro había un círculo de piedras con leña preparada para encender fuego. Cerca del rudimentario hogar había un amplio lecho de bambú levantado del suelo a modo de cama. Sobre una pequeña mesa alguien había preparado un cuenco de frutas cuyo aspecto era de lo más apetitoso.

—Dormiremos aquí —explicó Iniko mientras dejaba las mochilas en el suelo—. Ahora tenemos que aceptar la invitación del jefe. Es hora de cenar. Todos juntos.

Clarence sintió un hormigueo en el estómago. ¿Iba a conocer a los habitantes del pueblo? ¿Qué mejor ocasión para preguntar por los supuestos amigos de su padre?

Siguió a Iniko, nerviosa y expectante, hasta la Casa del Pueblo, que poco a poco se iba llenando de gente.

El jefe se llamaba Dimas. Era un hombre recio y bajo de cabello canoso ensortijado y rasgos muy marcados. Dos profundas arrugas surcaban sus mejillas encuadrando la ancha nariz y los gruesos labios. Por cómo saludó a Iniko, con el mismo afecto que la mayoría de los hombres, Clarence dedujo que Iniko era una persona muy apreciada allí.

Se sentaron en el suelo formando un amplio círculo. Clarence e Iniko ocuparon un lugar preferente cerca de Dimas. Algunos hombres lanzaron miradas curiosas a la acompañante de Iniko y varios niños se sentaron a su alrededor. Era inevitable que esa noche ella fuera el centro de atención, así que durante la copiosa cena, que consistió en pescado, plátano frito, yuca y rodajas asadas del fruto del árbol del pan, respondió a muchas preguntas sobre la vida en España. Los hombres permanecían cómodamente sentados y las mujeres entraban y salían con los cuencos de comida y bebida —sobre todo bebida— intentando esquivar a los chiquillos que revoloteaban entre la mujer blanca y las viandas. Cuando salió el inevitable tema de la nieve y del esquí, en parte por la novedad y en parte por los efectos del vino de palma que probaba por primera vez esa noche, Clarence se contagió de la risa de todos los demás.

—¿Cómo hacéis esto tan fuerte? —quiso saber. Los ojos se le habían llenado de lágrimas y la garganta le ardía.

Al lado del jefe, un hombre tan flaco que se le marcaban todos los huesos llamado Gabriel y que tendría la edad de Dimas, respondió:

—Lo hacemos a la manera tradicional. Trepamos a las palmeras ayudados de arcos de lianas y finas cuerdas. Cortamos los pedúnculos de las flores masculinas —hizo el gesto moviendo una mano horizontalmente— y recogemos el líquido con una calabaza o con una garrafa. Luego dejamos que el líquido repose varios días para que coja alcohol —extendió las manos con las palmas hacia el suelo— muy muy lentamente. Sí. Tiene que reposar para coger fuerza.

—Como los bubis —apuntó Iniko, y todos se rieron asintiendo con la cabeza.

Terminaron de comer y el jefe adoptó una actitud seria. Todos se callaron y Dimas comenzó a narrar en castellano la historia de su pueblo, que seguramente habrían escuchado cientos de veces, pensó Clarence, pero nadie mostró ningún signo de impaciencia. Al contrario, asentían con frecuencia a las palabras de Dimas con las que relató la llegada de los primeros bubis a la isla, miles de años atrás; las guerras entre las diferentes tribus para quedarse con las mejores tierras; la lista de reyes y sus hazañas; la suerte de que la ubicación de Ureka dificultase su hallazgo en tiempos de trata de esclavos; la llegada de los primeros colonizadores y los enfrentamientos con ellos; y la vida con los españoles.

La voz de Dimas adquirió un tono grave al pronunciar los nombres de los reyes:

—Mölambo, Löriíte, Löpóa, Möadyabitá, Sëpaókó, Möókata, A Löbari, Óríityé…

Clarence cerró los ojos para escuchar la narración de la historia de la tierra bubi y su mente se desplazó a la época de la esclavitud y enfrentamientos entre bubis y españoles que tuvieron lugar antes de la total pacificación de los bubis.

—Los coloniales hicieron desaparecer la figura del rey —murmuró Iniko—, pero nosotros mantuvimos nuestro símbolo nacional. Yo conocí a Francisco Malabo Beösá. Era como nuestro padre espiritual. Fíjate, nació en 1896 y murió hace un par de años, a la edad de ciento cinco años.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Clarence en voz baja—. Se cargó la media nacional de esperanza de vida…

—Escucha —la interrumpió él—. Ahora viene la parte que más me gusta, la que cuenta las hazañas de Esáasi Eweera.

Dimas contó la vida del lugarteniente del rey Moka que se proclamó rey en Riaba antes de Malabo. Describió a Esáasi Eweera como un joven fuerte, valiente y decidido, que detestaba tanto al colonizador que atacaba con furia tanto a los pobladores que venían de fuera para apropiarse de las tierras cultivables como a los propios bubis que mostraran simpatías hacia los blancos. Al final, él y sus hombres fueron capturados por las fuerzas coloniales y llevados a la prisión de Black Beach junto con las esposas de aquel, que fueron maltratadas y violadas bárbaramente por los guardias coloniales y en presencia de su esposo y rey, que se declaró en huelga de hambre.

Se hizo un profundo silencio cuando Dimas narró el final de Esáasi Eweera, quien fue, según los colonizadores, convertido, bautizado y enterrado con el nombre de Pablo Sas-Ebuera, y según los bubis, asesinado por los colonizadores y enterrado en las tierras altas de Moka, sentado, según las costumbres bubis para el entierro de un rey.

Dimas terminó su repaso a la historia de los reyes y comenzó a hablar de su propia vida. Al cabo de un rato, Iniko, en tono irónico, susurró:

—Y ahora viene cuando Dimas admite lo bien que se vivía con tu gente.

En efecto, el jefe repasó con añoranza la vida en Santa Isabel durante su juventud; lo cómodo que vivía en la ciudad en una casita junto a su mujer y sus hijos; el dinero que ganaba como capataz de
batas
—o trabajadores— de una finca de cacao llamada Constancia, que le permitía tener hasta un pequeño coche, y la suerte de que sus hijos hubieran podido ir a la escuela. Clarence observó por el rabillo del ojo como Iniko mantenía la vista fija en algún punto del suelo. Era evidente que esa parte de la narración no le gustaba nada.

Dimas hizo una pausa para beber de su cuenco y Clarence aprovechó para intervenir:

—Y esa finca, Constancia… ¿Estaba cerca de Sampaka?

—Oh, sí, muy cerca. No iba mucho, pero conocía a gente que trabajaba allí. Había un médico… —Dimas entrecerró los ojos— llamado Manuel. Un hombre muy bueno. Una vez me ayudó. Más tarde yo le devolví el favor. Me pregunto qué habrá sido de su vida.

A Clarence, el corazón le dio un vuelco. ¿Un médico llamado Manuel? Por la edad de Dimas, calculó que las fechas podrían encajar. ¿Qué favor sería ese? ¿Se referiría a los envíos de dinero? ¿A ese poblado recóndito? No tenía sentido…

—¿Sabe si ese Manuel estaba casado con una tal Julia?

Dimas abrió los ojos sorprendido.

—Sí, así se llamaba su mujer. Era hija de don Emilio… —Su voz se debilitó—. ¿Es posible que los conozcas?

—Manuel murió hace poco. Yo conozco mucho a Julia… —Intentó no parecer demasiado ansiosa—. Es que estuvieron aquí con mi padre Jacobo y mi tío Kilian. —Observó el rostro del hombre, pero no percibió ninguna variación—. No sé si los recordará…

Dimas sacudió la cabeza mientras murmuraba unas palabras.

—Sus nombres me resultan familiares —respondió—, pero sus rostros se han borrado de mi mente. Es posible que los conociera, pero hace tantos años…

Clarence decidió dar un paso más. Tenía que saber si existía la remota posibilidad de que Dimas fuera uno de esos amigos de Ureka a través de quien enviaba supuestamente el dinero su padre. Pero ¿a quién? ¿Por qué?

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