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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Pachucha tirando a mal (5 page)

BOOK: Pachucha tirando a mal
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—Lo he sabido hace dos minutos, porque me ha llamado el doctor Bermejo. Y Marisol me lo ha confirmado, al informarme de que este mes no ha tenido el período.

—¿El queeeé?

—El período, Mamá, la regla.

—Mira, hijo. Ninguna marquesa de Sotoancho, y yo soy la séptima, ha tenido el detalle de ordinariez de hablar con su marido del período, la regla y esas porquerías.

Siempre dispuesta a humillar a Marisol, que es natural hablando como una fuente de agua clara. Segunda embestida de mi madre.

—Aunque no me haga ilusión, lo lógico es que yo sea la madrina de ese ser mestizo.

—No es mestizo, Mamá. Marisol es blanca y yo también.

—Es mestizo de clase. Tú eres noble y ella es de familia pobre.

—Lo tuyo no tiene nombre, Mamá. Ha sido Marisol la que me ha dicho que te informara inmediatamente. Y sí, tú serás la madrina de Obdulio o de Vanessa, depende de si es niño o niña.

—¿Cómo has dicho?

—Obdulio o Vanessa. Se lo he prometido en el lecho del dolor.

—Cristian, tengo que hablar muy seriamente contigo. Como comprenderás, el futuro marqués de Sotoancho no puede llamarse Obdulio. Y lo de Vanessa es para fusilarla por sucia.

—Mamá, no te acepto ni un insulto más a mi mujer.

—Es una definición. Hablar del período y querer llamar a su hija Vanessa, no deja lugar a la duda. No seré la madrina. Y me iré de casa antes del bautizo. España entera se va a tronchar de risa cuando se entere de que el marqués de Sotoancho tiene un hijo llamado Obdulio o una hija bautizada como Vanessa. Ingresaré en un convento de clausura.

—No te aceptarán por pecadora.

—No te consiento…

—Por pecadora, Mamá, le olvidas que lo sé todo. Lo de Arturas Markulonis no es recomendable para una novicia.

Golpe en la boca del estómago. Silencio agobiante. Una lágrima a punto de cauce.

—Nunca pude figurarme que me hablarías así, Cristian.

—Ni yo que fueras tan cruel con una mujer que es tu nuera y que no te ha hecho nada.

—Ha usurpado mi lugar.

—Yo soy el que se lo he dado.

—Es muy ordinaria.

—A mí me parece maravillosa.

—Se viste con un descaro intolerable.

—Cosas de los tiempos.

—Y quiere llamar al futuro marqués de Sotoancho, Obdulio.

Ahí he tenido que callarme, porque yo tampoco estoy muy convencido de la conveniencia de llamar así a una criatura inocente, que no tiene culpa de nada y que viene al mundo sin conocer que existe el ridículo. Pero Marisol está empeñada en recordar a su abuelo materno.

—Veo que no puedes rebatir mis argumentos, hijo. Siempre miste bastante lento y muy tontito.

Juicio hiriente. Jamás me lo había dicho. Ya sé que no soy Ortega y Gasset, pero oído en boca de una madre, la cosa duele.

—Mejor ser lento y tontito, que rápido y perverso. Y mejor ser un tímido inexperto que una mujer con más horas de vuelo que la KLM.

—Acércate, que te voy a dar una bofetada.

—Me voy, Mamá, espero que recapacites.

* * *

Mamá es insufrible, pero tiene razón en lo de Obdulio y Vanessa. A mí me encantaría, de tener un hijo, ponerle el nombre de Papá, o sea, Ildefonso, y de ser niña, el de Marisol. Marisol o Soledad, para distinguirlas. Esa Soledad de los versos de tío José María Pemán.

Soledad sabe una copla

que tiene su mismo nombre:

Soledad.

Tres renglones nada más;

tres arroyos de agua amarga

que van, cantando, a la mar.

Copla tronchada,

tu verso primero,

¿dónde estará?

¿Qué jardinerito loco,

con sus tijeras de plata

le cortó al ciprés la punta,

Soledad?

¿Qué ventolera de polvo

se te llevó la veleta,

Soledad?

¿O es que por llegar más pronto,

te viniste sin sombrero,

Soledad?

Y total;

¿Qué más da?

Tres versos. ¿Para qué más?

Si con tres sílabas basta

para decir el vacío

del alma que está sin alma…

¡Soledad!

¡Qué fácil dormir a mi hija con estos versos de agua clara! ¡Qué difícil hacerlo si se llama Vanessa! Tengo que hablar con Tomás, que casi todo lo puede, y pedirle que haga de embajador de la causa. Porque lo de Obdulio es peor que lo de Vanessa. Aquí le sobra razón a mi madre. Un marqués no puede llamarse Obdulio, igual que un rey no duraría ni tres días en el trono con el nombre de Agapito I. Tomás es la solución. Por ahí viene, con el empaque adquirido durante sus años de servicio en esta Casa.

—Tomás…

—Diga el señor.

—Tomás, que no está bien lo que propone la marquesa y me ha hecho jurar ante ti y ante Flora.

—¿Se refiere a lo de Obdulio y Vanessa, señor?

—Me refiero.

—Un juramento es sagrado, señor. La única solución es la de hacer ver a la señora marquesa que bautizar así a unos hijos, no les favorece para la vida.

—Lo malo es que está muy susceptible. Y yo no puedo decirle nada.

—Yo lo intentaría, señor marqués, pero sinceramente, no lo voy a hacer. Gano lo mismo que hace dos años.

—El pasado año te aumenté el sueldo considerablemente, Tomás.

—Puedo intentarlo con algún incentivo económico, señor.

—¿Cuánto, Tomás?

—Lo dejo a su albedrío, señor marqués. También lo haría si el incentivo fuera en especie. Por ejemplo, siempre he soñado con tener un Mercedes.

—Eso no es un incentivo, Tomás. Eso es un chantaje, y si me lo permites, una cabronada como un piano.

—Si usted lo toma por ese lado, señor marqués, retiro lo dicho. Creo que voy a dejar este trabajo. Me han ofrecido el cargo de primer
maître
del Hotel Real de Santander. Si no ordena nada más…

Me ha dejado con la boca abierta. No he sabido reaccionar. Se puede perder a una madre, y a una mujer, y a un hijo, pero no a Tomás. No sabría enfrentarme a la vida sin el apoyo de mi querido mayordomo, tan pedigüeño y aprovechado, tan golfo, pero tan eficiente y leal. Ya viene de vuelta, seco y frío.

—¿Un Mercedes de segunda mano, Tomás?

—A estrenar, señor marqués.

—¿Modelo?

—Gama intermedia. Y con chorraditas.

—Los coches japoneses son muy buenos, Tomás.

—Pero un Mercedes es un Mercedes. No hay negociación, señor. O un «Merche» gama intermedia y con chorraditas, o el próximo marqués de Sotoancho se llamará Obdulio.

—Tomás, eres un delincuente.

—Me temo que así es, señor marqués. Pero tengo la sartén por el mango.

—Déjame pensarlo, chorizo.

—Tiene veinticuatro horas, señor. ¿Una ginebrita?

—Sí, Tomás, muy cargada y con bastante hielo.

—Ahora mismo se la preparo, señor marqués.

El Mercedes

La marquesa viuda de Sotoancho se recluyó en su habitación. Llamó a Flora con siete timbrazos, señal inequívoca de temporal inmediato. Flora que se hallaba en aquel instante cotilleando de amores y requiebros con Ramona, sintió que la sangre se le hacía puré.

—¡Siete timbrazos! Tiene que estar de muy mal humor, Ramona.

—Leche mala con seguridad. Mal le ha sentado lo de Marisol.

—Lo malo, Ramona, es que no tiene arreglo. El señor marqués nos ha dado instrucciones precisas. A partir de ahora, ella es la marquesa dos.

—Sólo muerte arregla.

—¡Tampoco seas así, Ramona!

—Te digo y repito, Flora. Sólo la muerte arregla el cacao este. En Zumárraga decimos que cuando vaca odia a ternera sólo arregla matadero.

—A ver qué quiere…

—Ya puedes llevar casco, por si acaso.

Flora se ajustó el uniforme. También en el uniforme de Flora se apreciaba, sutilmente, que las cosas en La Jaralera habían cambiado. La marquesa viuda tenía establecido que las faldas de las mujeres del servicio no podían dejar ver las rodillas. Pero Flora, que andaba últimamente de hembra depredadora de corazones solitarios, se había atrevido a contravenir las normas. No sólo se le veían las rodillas, sino también el nacimiento redondo y roquídeo de sus muslos. En el corredor de las buganvillas, se topó con Tomás.

—¿Adónde va la causa de mis sufrimientos?

—Déjate de bromas, Tomás. Me ha llamado la señora marquesa con siete timbrazos.

—Querrás decir, la señora marquesa viuda.

—Sí… ésa.

—Pues cuando salgas de su cuarto, si es que aún vives, me buscas, que tengo que decirte algo.

—Ya me lo figuro. Y mi respuesta, por ahora, es «no».

—Ya caerás, morena.

—Tomás, no me agobies.

Flora, temblando como un flan, golpeó suavemente la puerta de la habitación temida. La voz que se oyó no era humana.

—¡¡¡Adelante!!!

Con más miedo que recelo, asomó la cabeza.

—¿Desea algo, señora marquesa viuda?

—Yo no soy ésa. Soy la de siempre.

—El señor marqués nos ha prohibido que la tratemos como antes. Nos ha dicho que usted es ahora la marquesa dos.

—Para ti, y muy pronto para todos los demás, soy la de siempre. No te olvides de esto, Flora. Si no me obedeces, te vas a la calle, y lo sentiría mucho. A pesar de tu falta de moral eres una doncella estupenda.

—Dígame, señora…

—Te digo que, aprovechando el embarazo de la impostora, de la presunta marquesa, de la pobre, tienes que vaciar su armario y regalar su ropa a los menesterosos. Va vestida como una guarra.

—Señora, eso no se lo puedo consentir. Es mi señora también, y mi amiga.

—Pues tienes una amiga que se viste como una cerda.

—Se lo voy a contar, señora.

—Y si no cumples con mis órdenes, te relevo de tu responsabilidad. Que a partir de ahora, Elena te supla en el cometido de servirme.

—No sabe el peso que me quita de encima.

—Ya veo que lo malo contagia. Se te ven los muslos, pecadora.

—Yo nunca he tenido relaciones con hombres casados.

La marquesa midió, una vez más, mal sus fuerzas. El escándalo de Alturas Markulonis no se borraba de la memoria de sus sirvientes. Pero su carácter era más fuerte que su pasado.

—Flora, no quiero verte ni un minuto más en esta casa.

A Flora no le impresionó nada la tajante frase de la marquesa viuda. Y se aprovechó de las circunstancias.

—En esta casa mandan el señor marqués y la señora marquesa. ¡Tururú!

Jamás nadie había osado hacerle burlas. La marquesa viuda se incorporó para arrearle a Flora un bastonazo.

—Como me pegue con el bastón, señora marquesa viuda, la descuajeringo.

Aquello no podía ser cierto. La marquesa viuda de Sotoancho, Cristina Belvís de los Gazules Hendings, temida en toda la Baja Andalucía, nunca había padecido de sordera. Y lo que tenía recién oído, superaba con creces lo que su dignidad podía aguantar.

—¡Sal inmediatamente de aquí, blasfema!

Flora abandonó el cuarto de la marquesa viuda con el temor vencido, el recelo olvidado y el orgullo naciente. A renglón seguido, se presentó en el cuarto de los marqueses. Marisol dormitaba.

—Marisol, me acaba de despedir tu suegra.

—Mi suegra manda menos que un gorrión.

—Quería que vaciara tu armario y regalara tu ropa.

—¿Y tú que le has dicho?

—Que tururú.

—¿Tururú?

—Sí, que tururú tururú.

—¿Y cómo ha reaccionado?

—Ha intentado darme un bastonazo, y yo le he advertido que si lo hacía, la machacaba. Con estas palabras.

—¡Qué maravilla, Flora!

—Lo malo es que puede enfadarse el señor marqués.

—El señor marqués daría la mitad de su vida por decirle a su madre lo que tú le has dicho. A partir de ahora, Florilla, estarás conmigo.

—¡Marisol!

Las dos amigas se abrazaron con fuerza. El marqués entró en la habitación y se encontró con el espectáculo.

—¿Qué pasa aquí?

—Siéntate, Cristian. Desde ahora, Flora será mi doncella.

—¿Y Mamá?

—Siéntate, mi amor, que te lo voy a contar todo.

—¿Delante de Flora?

—Por supuesto.

—Pues dale a la húmeda, mi vida.

—Que tu madre llamó a Flora con siete timbrazos y que…

* * *

Me informa Modesto, el nuevo guarda de La Manchona, que se han establecido en el Guadalmecín dos parejas de cisnes negros, procedentes de Australia. El mundo está tan loco que todo es posible. No creo que hayan volado desde tan lejos. Más probable es que vengan de Inglaterra, que para un cisne más o menos entrenado, está a dos golpes de ala. En el Serpentine de Hyde Park los hay a manta, y son preciosos, arrogantes, malvados y egoístas. Mis patos y garzas deben de estar pasando momentos malos, pero la naturaleza manda. Si han venido, por algo será. Otra cosa es que me traiga de Australia un cargamento de canguros y koalas para despistar a los venados y los cochinos. Los canguros, lo ignoro, pero los koalas vivirían a cuerpo de rey en el eucaliptal de la Marismilla. Eucaliptos enormes, grandiosos. Los plantó mi abuelo para sacar un buen dinero con su madera, pero nunca los taló. Papá tampoco lo hizo, y yo no pienso destruir tanta vida vigorosa y mentolada. No me gustan los eucaliptos, pero así de grandes, resultan fantásticos. Los expertos aseguran que es tanta la clorofila que almacenan sus bosques, que los pájaros, empachados, rehuyen su fronda. El bosque silencioso, verde, sombrío y sin vida. Si me sale bien la remolacha este año, me traigo una decena de koalas. Lo malo es que se mueran del susto si se topan con Mamá. Claro, que hace más de treinta años que Mamá no pasea por la Marismilla, a Dios gracias para la Marismilla.

Bueno, los cisnes negros. Que quiero verlos. Modesto me ha dicho que la mejor hora es durante la amanecida, lo que supone un grave inconveniente. La última vez que madrugué, si mal no recuerdo, fue con motivo de la muerte de Franco, que para Mamá supuso un golpe tremendo cuando se enteró quince años después. Organizó un funeral en la capilla a las nueve de la mañana, en pleno mes de noviembre, con un frío que se metía hasta en las uñas de los pies. Después de aquello prometí no volver a madrugar, y lo he cumplido con creces. Así que voy a bajar al Guadalmecín en el atardecer, y si no veo a los cisnes negros, allá ellos.

—Nada, Modesto. A las siete de la tarde o no hay cisnes.

—Lo que usted mande, señor marqués.

Educado Modesto. Siempre en su sitio, conocedor del campo y casado con la Maruja, que es igual a Sara Montiel sin puro. Vienen de la sierra de Córdoba, donde nacieron y sirvieron en casa de Gamero-Cívico. Me los recomendó Tomás Osborne, y estoy encantado con ellos. Prudentes, secos y poco dados a la charlita. Bastante charlita tengo ya con mi mayordomo.

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