Read Out Online

Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Out (3 page)

BOOK: Out
6.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Jugando. Al bacará.

—Creía que tu marido era un tipo normal —dijo Yoshie incrédula—. ¿Por qué tendría que jugar?

—Y yo qué sé —respondió Yayoi negando con la cabeza—. Creo que va siempre al mismo sitio.

—¿Y cuánto teníais? —preguntó Kuniko sin disimular su curiosidad.

—Unos cinco millones
[1]
—respondió Yayoi en voz baja.

Kuniko tragó saliva y, durante un instante, incluso pareció estar celosa.

—Menudo sinvergüenza —dijo finalmente.

—Y, para colmo, ayer me pegó —añadió Yayoi con la misma expresión de rabia que Masako había visto unas horas antes.

Entonces se levantó la camiseta y les enseñó el morado. Yoshie y Kuniko se miraron.

—A estas horas ya estará arrepentido —intervino Yoshie—. Mi marido y yo nos peleábamos a menudo. Era un bruto. Pero el tuyo es diferente, ¿no?

—No estoy tan segura —repuso Yayoi mientras se acariciaba el estómago por encima de la camiseta.

Afuera ya había amanecido. Parecía que el día iba a ser igual al anterior, húmedo y caluroso. Yoshie y Yayoi, que iban en bicicleta, se despidieron a la entrada de la fábrica; Masako y Kuliko se dirigieron al parking.

—Parece que este año no tendremos estación de lluvias —comentó Masako.

—Pues va a faltar agua —se quejó Kuniko mirando el cielo plomizo.

Su rostro estaba cubierto por una fina capa grasienta.

—A este paso, seguro.

—Por cierto, Masako, ¿qué crees que va a hacer Yayoi? —Masako se encogió de hombros—. Yo, en su lugar, me divorciaría —prosiguió Kuniko en medio de un bostezo—. Si mi marido se puliera todos nuestros ahorros, te aseguro que no me quedaría de brazos cruzados.

—Tienes razón —convino Masako.

Sin embargo, recordó que Yayoi tenía dos hijos pequeños, de cinco y tres años. Dar ese paso no era tan fácil. Al parecer, ella no era la única que no sabía qué camino tomar.

Masako y Kuniko llegaron al aparcamiento y abrieron la puerta de sus respectivos vehículos.

—Que descanses.

—Tú también.

Mientras subía a su Corolla, Masako pensó en lo extraño que era decir a alguien «que descanses» a primera hora de la mañana. De repente se sintió cansada y, al levantar la cabeza, el sol la deslumbró.

Capítulo 2

Kuniko giró la llave de contacto y el motor del Golf se puso en marcha a la primera, emitiendo un estruendo que resonó por todo el parking. Se alegró al comprobar que el coche funcionaba. El año anterior se había gastado más de doscientos mil yenes en reparaciones.

—Nos vemos —le dijo Masako haciendo un breve gesto con la mano justo antes de salir del aparcamiento.

Kuniko le correspondió con una inclinación de cabeza. Masako la incomodaba; cuando ésta se marchó, se permitió relajarse un poco. Tras despedirse de sus compañeras, sentía como si cayera un espeso envoltorio que dejaba al descubierto su verdadero yo.

Kuniko vio que el Corolla de Masako se detenía en el semáforo emplazado a la salida del parking. Al observar las abolladuras de la parte trasera, pensó que hacía falta valor para conducir semejante cacharro. La pintura roja desteñida era un signo inequívoco de que llevaba más de cien mil kilómetros conducidos, y la pegatina a favor de la seguridad al volante era demasiado chillona. No había nada malo en tener un coche usado —su Golf lo era—, pero como mínimo había que mantenerlo en buen estado, decidió Kuniko. De lo contrario, era mejor pedir un préstamo y comprarse uno.

Kuniko creía que Masako no estaba mal para su edad; además, había que reconocerle cierta elegancia natural, aunque sin duda debería prestar más atención a su aspecto.

Al subir al coche, puso una cinta de su compañero en el radiocasete y al instante empezó a sonar una voz femenina cantando con estridencia una melodía pop. Se abochornó y sacó la cinta de inmediato. A decir verdad, no le gustaba la música. La había puesto únicamente para sentir que por fin se había liberado del trabajo y para comprobar el perfecto funcionamiento de los accesorios.

Después de encarar hacia ella las salidas del aire acondicionado, replegó el techo de lona, que fue bajando lentamente, como si se tratase de una piel de serpiente. A Kuniko le encantaban los momentos en que las cosas más sencillas podían parecer dramáticas y extraordinarias. «Ojalá la vida fuera siempre así», pensó.

Con todo, sus pensamientos volvieron a Masako. Siempre vestía unos vaqueros gastados y camisetas y polos de su hijo. En invierno añadía una sudadera o un simple jersey a su indumentaria y, lo que era aún peor, una vieja parka con tiras de celo en los agujeros para evitar que salieran los plumones. Eso era el colmo.

La estampa de Masako le recordaba a la de un árbol en pleno invierno: la piel ligeramente oscura, el cuerpo delgado y sin excesos, la mirada penetrante, la nariz afilada y los labios finos. Sólo con maquillarse un poco y vestir ropa más cara, como hacía ella misma, podría quitarse cinco o seis años de encima. Era una verdadera lástima. Los sentimientos de Kuniko hacia su compañera eran complicados, una mezcla de envidia y desprecio.

«Pero el verdadero problema —pensó Kuniko— es que yo soy fea. Fea y gorda.» Al mirarse en el retrovisor, tuvo una sensación de desamparo que le era muy familiar.

Su cara ancha y mofletuda contrastaba con unos ojos minúsculos. La nariz, prominente, destacaba encima de una boca de piñón. «Nada está proporcionado —pensó—, y se nota aún más después de una noche de trabajo.» Sacó una toallita facial de su bolso Prada y se la pasó por el rostro.

Era consciente de que al ser una mujer sin cualidades especiales, y poco atractiva, no podía aspirar a un trabajo mejor. Por eso tenía que conformarse con su puesto en el turno de noche en la fábrica, lo que le producía estrés, lo que a su vez le hacía comer más. Y cuanto más comía, más engordaba.

De repente, furiosa contra el mundo, puso primera bruscamente, pisó el acelerador a fondo y soltó el pedal del freno. El Golf salió disparado del parking. Al ver en el retrovisor la nube de humo y polvo que dejaba detrás, se sintió satisfecha.

Cogió la autopista Shin Oume en dirección al centro de la ciudad, para desviarse a la derecha al cabo de unos minutos, a la altura de Kunitachi. Más allá del campo de perales que se extendía a su izquierda, vio el viejo bloque de apartamentos donde vivía.

No soportaba vivir allí. Sin embargo, con lo que ganaban ella y su compañero eso era lo máximo a lo que podían aspirar. «Ojalá fuera una mujer distinta, en un lugar distinto, llevando una vida distinta y viviendo con un hombre distinto», pensó. Por supuesto, distinto quería decir mejor, varios peldaños por encima en la escala social. A veces, Kuniko se preguntaba si era normal pensar tanto en esas cosas, si estaba bien soñar en mejorar.

Aparcó el Golf en su plaza de parking, al lado de los coches pequeños o de fabricación nacional que tenían el resto de vecinos. Orgullosa de su modelo de importación, cerró dando un portazo. Si despertaba a alguien, mejor. Sin embargo, era consciente de que si ese alguien se quejaba no le quedaría más remedio que disculparse mansamente. Le gustara o no, tenía que seguir viviendo en ese lugar.

Subió al cuarto piso en el ascensor pintarrajeado de grafitos, avanzó por el pasillo lleno de triciclos y cajas de plástico y llegó a su apartamento. Al abrir la puerta y entrar en el piso oscuro, oyó un ronquido animal proveniente de la habitación; como ya estaba acostumbrada no le prestó mayor atención. Extendió el periódico que había encontrado en el buzón sobre la mesa de chapa, adquirida no hacía mucho en una tienda de oportunidades.

Ella se limitaba a consultar la programación televisiva, y a su compañero sólo le interesaban las secciones de sociedad y deportes, de modo que a menudo se había planteado cancelar la suscripción. No obstante, necesitaba los clasificados. Cogió los relativos a «Relax» y los separó del periódico con la intención de echarles un vistazo más tarde.

En el piso hacía un calor sofocante. Puso en marcha el aire acondicionado y abrió la nevera. Con el hambre que tenía le sería imposible dormirse, pero no encontró nada que llevarse a la boca. Tetsuya se había comido la ensalada de patatas y las bolas de arroz que ella había comprado el día anterior.

Enojada, tiró de la lengüeta de una lata de cerveza con todas sus fuerzas y, mientras se la bebía, abrió una bolsa de snacks y puso la tele. Se quedó en un canal donde emitían un programa de cotilleo y esperó a que la cerveza le hiciera efecto mientras se ponía al día de los últimos escándalos de los famosos.

—¡Baja la tele! —gritó Tetsuya desde la habitación.

—¿Por qué? Ya tienes que levantarte.

—Aún me quedan diez minutos —respondió Tetsuya.

Algo salió volando de la habitación y chocó contra el brazo de Kuniko. Era un mechero barato. El punto en el que había recibido el impacto se enrojeció. Kuniko recogió el encendedor y se acercó a la cama donde yacía Tetsuya.

—¡Imbécil! —le espetó—. No sabes lo cansada que estoy, ¿verdad?

—No me agobies —respondió Tetsuya con los ojos abiertos y cara de asustado—. Yo también estoy cansado.

—¿Y eso te da derecho a tirarme lo que te venga en gana? —dijo Kuniko encendiendo el mechero delante de su cara.

—¡Para! —gritó él apartándolo con la mano.

El encendedor cayó rodando sobre el tatami, mientras Kuniko le golpeaba en la mano.

—Pero ¿qué te has creído? ¡Estoy harta! Mírame cuando te hable.

—Venga, no empieces.

—Eres un jeta. Te has comido mi ensalada, ¿verdad?

—No me hables así —dijo él frunciendo el ceño.

Tetsuya era más menudo y estaba más delgado que Kuniko. El año anterior, cuando por fin encontró un trabajo estable en un laboratorio farmacéutico, se había visto obligado a cortarse la melena, lo que realzaba su físico esmirriado. A Kuniko no le gustó el cambio. Cuando lo conoció, pululando por las calles de Shibuya, Tetsuya no era más listo pero sí más guapo. En esa época, Kuniko trabajaba en una sala recreativa de ese barrio. Era mucho más delgada y podía atraer fácilmente a un chico como Tetsuya, si bien las deudas que había contraído para comprarse ropa y complementos eran el principal motivo de que ahora vivieran con el agua al cuello.

—Te la has comido, ¿verdad? —insistió Kuniko, encaramándose a la cama e inmovilizándolo—. Confiésalo y pídeme perdón.

—¡Suéltame!

—Si confiesas te perdono.

—Me la he comido —admitió Tetsuya—. Lo siento. Pero es que no había otra cosa.

—Haberte comprado algo.

—Vale...

Cuando Tetsuya giró la cabeza, Kuniko le palpó la entrepierna, pero no encontró lo que buscaba.

—¡Menudo impotente! —exclamó—. Ya no se te pone tiesa ni por las mañanas.

—Déjame —masculló él, un poco harto—. Que me dejes —insistió—. ¿Tú sabes lo que pesas?

—¿Cómo te atreves? —respondió Kuniko apretando sus muslos alrededor del fino cuello de Tetsuya.

Éste intentó pedir perdón, pero su garganta no logró emitir ningún sonido.

Kuniko gruñó y se apartó con brusquedad de encima de su compañero. Últimamente, su vida sexual no era sino un sinfín de decepciones. «Y eso que es más joven que yo —pensó—. Menudo inútil.»

De vuelta al comedor, vio que Tetsuya empezaba a incorporarse.

—¡Vas a llegar tarde! —le gritó al tiempo que encendía un cigarrillo.

Tetsuya apareció en el comedor vestido con una camiseta y unos calzoncillos chillones. Mientras se frotaba el cuello, cogió un cigarrillo mentolado de la mesa.

—Son míos —le avisó Kuniko—. Ni se te ocurra tocarlos.

—Sólo uno. Se me han acabado.

—Pues son veinte yenes —dijo Kuniko tendiendo la mano.

Tetsuya suspiró, consciente de que Kuniko no bromeaba. Siguió mirando la tele, sin ni siquiera girarse.

Un cuarto de hora más tarde, Tetsuya se fue al trabajo sin decir nada. Kuniko se acostó, acomodando su cuerpo en el pequeño hueco que él había dejado en la cama.

Se despertó poco antes de las dos.

Puso la tele y, mientras miraba un programa de cotilleo, encendió un cigarrillo, a la espera de que su cuerpo se desperezase. El talk show trataba de los mismos temas que el que había visto por la mañana, pero le resultaba indiferente.

Tenía hambre, así que salió a comprar algo sin ni tan siquiera lavarse la cara. Cerca de su bloque había un supermercado abierto las veinticuatro horas donde vendían la comida preparada de su fábrica.

Cogió un envase especial y leyó la etiqueta: «Miyoshi Foods, Fábrica de Higashi Yamato. Expedido: 7.00». Sin duda, había sido preparada en su planta. La noche anterior había desempeñado el trabajo más fácil —añadir el huevo revuelto—, si bien Nakayama le había llamado la atención por ser demasiado generoso. Era un imbécil. Le hubiera gustado estamparle el huevo en toda la cara. Aun así, había tenido un turno muy tranquilo. Sólo con ponerse al lado de Yoshie y Masako, se había podido ocupar de las tareas más sencillas. Que era lo que tenía pensado hacer a partir de ese día, pensó mientras soltaba una risita.

Al volver al piso, acompañó la comida con la tele y un té Oolong. Al llevarse un trozo de filete a la boca, bañado de salsa marrón, pensó en Yayoi y en su tropiezo con el puchero. Estaba hecha polvo, pensó Kuniko chascando la lengua. Estaba tan despistada que había sido incapaz de ayudar en nada. De hecho, había sido un estorbo. Que su marido la pegara no era más que una excusa; lo que tenía que hacer era plantarle cara.

Después de terminarse el filete, Kuniko vertió salsa de soja sobre unas albóndigas chinas congeladas y, mientras se las comía con un poco de mostaza, siguió pensando en Yayoi. Le resultaba extraño que una mujer tan guapa hiciera el turno de noche de la fábrica. Si fuera ella, pensó Kuniko, buscaría empleo en algún pub. Mientras pagaran bien, a ella no le importaría desempeñar el trabajo de señorita de compañía. El único problema era que no tenía confianza ni en su aspecto ni en su estilo.

En ese preciso momento, en la tele empezó un programa especial sobre chicas de instituto. Kuniko dejó los palillos y se concentró en la pantalla. Hablaba una chica con el pelo largo y teñido de castaño. Su cara estaba desdibujada digitalmente, pero aun así se podía intuir su belleza.

—Los hombres no son más que su cartera —decía la chica—. ¿A mí? ¿Que qué me han comprado? Pues un vestido de cuatrocientos cincuenta mil yenes.

BOOK: Out
6.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Headlong by Michael Frayn
Floors #2: 3 Below by Patrick Carman
Saving Cole Turner by Carrole, Anne
Fortune is a Woman by Elizabeth Adler
The Wizard's Map by Jane Yolen
The Devil's Acolyte (2002) by Jecks, Michael
Inshore Squadron by Kent, Alexander
The Guardians by Ashley, Katie