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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Oceánico (15 page)

BOOK: Oceánico
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El tráfico estaba pesado para ser tarde de domingo y llegaron a los estudios en Shepherd’s Bush sólo quince minutos antes de la emisión. Hamilton había sido recogido por otro automóvil, en su casa familiar cerca de Oxford. Cuando se cruzaron en el estudio Robert le reconoció conversando animadamente con un hombre joven de pelo oscuro.

—¿Sabes quién es ése, el que está con Hamilton? Ella siguió su mirada y sonrió crípticamente.

—¿Qué? —dijo Robert— ¿Lo reconoces de algún lado?

—Si, pero te lo contaré más tarde.

Mientras la mujer de maquillaje le aplicaba polvos, Helen recorrió otra vez su larga lista de reglas.

—No mires directamente a la cámara o parecerá que estás vendiendo jabón en polvo. Pero no apartes los ojos. No debes parecer esquivo.

—Toda una experta —susurró la maquilladora a Robert.

—Un fastidio, ¿no? —confió él.

Michael Polanyi, un filósofo académico que era bien conocido para el público tras un ciclo de charlas radiofónicas, había aceptado moderar el debate. Polanyi apareció en la sala de maquillaje acompañado por el productor; charlaron con Robert durante un par de minutos, tranquilizándolo y recordándole los procedimientos que iban a seguir.

Sólo se fueron cuando apareció la directora del piso.

—Le necesitamos ahora en el estudio, por favor, profesor. —Robert la siguió y Helen lo acompañó parte del camino.

—Respira lenta y profundamente —instó ella.

—Como si supieras —dijo bruscamente.

Robert le estrechó la mano a Hamilton y luego se sentó a un lado del podio. El joven ayudante de Hamilton se había retirado a la sombras; Robert miró hacia atrás para ver a Helen observándolo desde una posición similar. Era como un duelo: ambos tenían padrinos. La directora de piso señaló el monitor del estudio y, mientras Robert lo observaba, cambió pasando por la visión de dos cámaras: una toma amplia del escenario entero y una visión más cercana del podio, incluyendo una pequeña pizarra sobre un atril, a un lado. En una ocasión le había preguntado a Helen si la televisión había progresado a mayores grados de sofisticación en su rama del futuro, una vez que los días pioneros quedaron atrás, pero la pregunta la había dejado extrañamente callada.

La directora de piso se retiró detrás de cámaras, pidió silencio, luego contó hacia atrás desde diez, gesticulando los últimos números.

El programa comenzó con una introducción de Polanyi: concisa, ingeniosa y sin tomar partido. Luego Hamilton se dirigió hacia el podio. Robert lo miró directamente mientras se transmitía una visión en plano abierto, para no parecer descortés o distraído. Sólo se volvió hacia el monitor cuando ya no era visible.

—¿Puede pensar una máquina? —comenzó Harrison—. Mi intuición me dice:
no.
Estoy seguro de que la mayor parte de ustedes piensa igual. Pero eso no es suficiente. En este día y en esta época, no podemos confiar en nuestros corazones para nada. Necesitamos algo científico. Necesitamos algún tipo de prueba.

»Hace algunos años tomé parte en un debate en la Universidad de Oxford. Entonces el tema no fue si las máquinas podrían comportarse como personas, sino si las personas podrían
ser
simples máquinas. Los materialistas, saben, afirman que somos sólo un conjunto de átomos sin propósito que chocan al azar. Todo lo que hacemos, todo lo que sentimos, todo lo que decimos, es trasmitido por una secuencia de hechos que también podrían ser la rotación de los dientes de una rueda o la apertura y el cierre de relés eléctricos.

«Para mí, esto era evidentemente falso. ¿Con que fin, argumenté, podría conversar con un materialista? Según él admite, ¡las palabras que salen de su boca no son otra cosa que el resultado de un proceso mecánico, involuntario! Según su propia teoría, ¡podría no tener motivo para pensar en que esas palabras serían veraces! Sólo los que creen en una trascendencia del alma humana pueden reclamar algún interés en la verdad».

Hamilton asintió lentamente, el gesto de un arrepentido.

—Yo estaba equivocado, y me pusieron en mi lugar. Esto podría ser evidente
para mí
y podría ser evidente
para ustedes
, pero por cierto no es lo que los filósofos llaman una «verdad analítica»: no es realmente una insensatez, una contradicción, creer que podemos ser simples máquinas. Podría, sólo
podría,
haber alguna razón por la cual estas palabras que emergen de la boca de un materialista sean verdad, a pesar de que sus orígenes descansan por completo en materia irreflexiva.

»Podría —Hamilton sonrió pensativo—. Tuve que conceder esa posibilidad porque sólo tenía mi instinto, mi sensación interior, para contradecirlo.

«Pero el motivo por el que yo sólo tenía mi instinto como guía fue porque fracasé en aprender de un hecho que tuvo lugar muchos años atrás. Un descubrimiento hecho en 1930 por un matemático austriaco llamado Kurt Gödel».

Robert sintió que un escalofrío de excitación recorría su columna vertebral. Había temido que la discusión degenerara hacia la teología, con Hamilton invocando a Aquino toda la noche o, en el mejor de los casos, a Aristóteles. Pero en apariencia su misterioso consejero lo había traído nuevamente al siglo veinte, y después de todo iban a tener una oportunidad de debatir las cuestiones de fondo.

—¿Qué es lo que
sabemos
que pueden hacer los computadores del profesor Stoney, y hacer bien? —continuó Hamilton—. ¡Aritmética! En una fracción de segundo, pueden sumar un millón de números. Una vez les hemos dicho, con mucha precisión, qué cálculos ejecutar, los realizan en un parpadeo… incluso si estos cálculos nos tomarían, a usted o a mí, toda una vida.

»Pero, ¿estas máquinas
comprenden
lo que están haciendo? El profesor Stoney dice: «Todavía no. Ahora no. Denles tiempo. Roma no se construyó en un día». —Hamilton asintió pensativo—. Tal vez eso sea justo. Sus computadores tienen sólo unos pocos años. Son sólo bebés. ¿Por qué deberían comprenderlo todo tan pronto?

»Pero detengámonos y pensemos en esto con un poco más de cuidado. Un computador, como se los conoce hoy, es simplemente una máquina que hace aritmética, y el profesor Stoney no está afirmando que van a brotar nuevos tipos de cerebros en ellas. Ni está proponiendo darles algo realmente nuevo. Ya puede hacerles ver el mundo con cámaras de televisión, convirtiendo las imágenes en un fluir de números que describen el brillo de los diferentes puntos de la pantalla… sobre los cuales el computador puede realizar
aritmética.
Ya puede hacerlas hablar con nosotros con un tipo especial de parlante, el cual el computador alimenta con una corriente de números para describir cuan potente debe ser el sonido… una corriente de números producida por más
aritmética.

«Así que el mundo puede entrar en el computador, como números, y pueden salir palabras, también como números. Todo lo que espera poder agregar el profesor Stoney a sus computadores es una forma «más inteligente» para ejecutar la aritmética a partir del primer conjunto de números y producir el segundo. Eso es «aritmética más inteligente», nos dice, y hará que estas máquinas piensen».

Hamilton cruzó sus brazos y realizó una pausa.

—¿Qué hacemos con esto? ¿Que pueda
hacer aritmética
, y nada más, será suficiente para permitir que la máquina
comprenda
algo? Por cierto, mi instinto me dice que no, pero ¿quién soy yo para que ustedes deban confiar en mi instinto?

»Entonces, limitemos la pregunta de comprensión y, para ser escrupulosamente justos, demos la luz más favorable posible al profesor Stoney. Si hay una cosa que un computador
tiene
que ser capaz de comprender tanto como nosotros, sino aún mejor, es la aritmética misma. Si un computador tiene la más mínima capacidad de pensar, seguramente será capaz de comprender la naturaleza de su mejor talento.

»La pregunta, entonces, se reduce a esto: ¿se puede
describir
la aritmética completa
usando
nada más que aritmética? Treinta años atrás, mucho antes de que aparecieran el profesor Stoney y sus computadores, el profesor Gödel se preguntó exactamente lo mismo.

»Ahora, uno podría preguntarse cómo alguien podría siquiera
comenzar
a describir las normas de la aritmética usando sólo la aritmética misma. —Hamilton se volvió hacia la pizarra, tomó la tiza y escribió dos líneas:

Si x + z = y + z

entonces x = y

—Esta es una regla importante, pero está escrita en símbolos, no números, porque debe ser verdadera para
todo
número, cada «
x
», «
y
» y «
z
». Pero el profesor Gödel tuvo una idea inteligente: ¿por qué no usar un código, como usan los espías, donde a cada símbolo se le asigna un número? —Hamilton escribió:

El código para «a» es 1.

El código para «b» es 2.

—Y así sucesivamente. Se puede tener un código para cada letra del alfabeto y para todos los símbolos que necesita la aritmética: signos de sumatoria, de igualdad, ese tipo de cosas. Todos los días se envían telegramas de esta manera, con un código llamado código de Baudot, así que no hay nada extraño ni siniestro en esto.

«Todas las reglas de la aritmética que aprendimos en la escuela pueden ser escritas con un conjunto cuidadosamente elegido de símbolos, los cuales pueden ser traducidos en números. Cualquier pregunta en cuanto a qué puede derivarse y que no de estas reglas entonces puede ser vista de una manera distinta, como una pregunta sobre números. Si
esta
línea es seguida de
ésta
—Hamilton señaló las dos líneas de la regla de cancelación—, podemos verlo en la relación entre sus números de código. Podemos juzgar cada inferencia, y declararla válida o no, simplemente al hacer aritmética».

»Entonces, dada
cualquier
proposición sobre aritmética, como la afirmación «hay infinitos números primos», podemos reformular la noción de que tenemos una prueba de esa afirmación en términos de números de código. Si el número de código para nuestra afirmación es x, podemos decir «hay un número p, terminando con el número de código x, que pasó nuestra prueba de ser el número de código de una prueba válida».

Hamilton tomó aliento visiblemente.

—En 1930, el profesor Gödel empleó este esquema para hacer algo bastante ingenioso —escribió en la pizarra:

NO EXISTE un número p que cumpla la siguiente condición:

p es el número de código de una prueba válida de esta afirmación.

—Aquí hay una afirmación sobre aritmética, sobre números. Tiene que ser verdadera o falsa. Así que comencemos suponiendo que es verdadera. Entonces
no
hay un número p que sea número de código para una prueba de esta afirmación. Entonces es una declaración verdadera sobre aritmética, pero ¡no puede ser probada simplemente al
hacer
aritmética!

Hamilton sonrió.

—Si no lo entienden inmediatamente, no se preocupen, cuando escuché este argumento de un joven amigo mío, me tomó un rato razonar para reconocer su significado. Pero recuerden que la única posibilidad que tiene un computador para comprender
todo
es haciendo aritmética, y hemos descubierto una declaración que
no
puede ser demostrada con la simple aritmética.

«¿Es verdadera esta declaración? No debemos saltar a conclusiones, no debemos maldecir a las máquinas demasiado apresuradamente. ¡Supongamos que esta afirmación es falsa! Dado que señala que no hay número p que sea número de código de su propia prueba, al ser falsa tendría que existir tal número, después de todo. ¡Y ese número incluirá la «prueba» de una falsedad reconocida!»

Hamilton extendió los brazos triunfalmente.

—Ustedes y yo, como cualquier escolar, sabemos que no se puede demostrar algo falso a partir de premisas sólidas… y si las premisas de la aritmética no son sólidas, ¿qué son? Así que
nosotros
sabemos, a ciencia cierta, que esta declaración es verdad.

»El profesor Gödel fue el primero en ver esto, pero con un poco de ayuda y perseverancia, cualquier persona educada puede seguir sus pasos.
Una máquina no podría hacer eso nunca.
Podríamos comunicar a una máquina nuestro propio conocimiento de este hecho, ofreciéndolo como algo en lo que se puede confiar, pero la máquina nunca podría arribar a esta verdad por sí misma, ni llegar a una auténtica comprensión si se la ofrecemos como un regalo.

»Ustedes y yo
comprendemos
la aritmética, de una manera que ninguna calculadora electrónica jamás hará. ¿Qué esperanza tiene una máquina, entonces, de ir más allá de su propio medio, que la favorece, y aprehender una verdad más amplia?

«Ni la más mínima, damas y caballeros. Aunque esta digresión en el ámbito de las matemáticas podría parecer arcana, ha servido a un propósito muy práctico. Ha demostrado, más allá de cualquier refutación realizada por el materialista más ardiente o el filósofo más pedante, lo que nosotros, las personas comunes, siempre supimos: que ninguna máquina pensará jamás».

Hamilton tomó asiento. Durante un momento, Robert simplemente sintió regocijo; entrenado o no, Hamilton había comprendido los rasgos esenciales de la prueba de la incompletitud, y los presentó a una audiencia lega. Lo que podría haber sido una noche de boxeo con su propia sombra —sin intercambio de golpes, y ninguna cosa que le sirviera a la audiencia para juzgar salvo dos interpretaciones solitarias en arenas separadas— había terminado siendo un auténtico choque de ideas.

Mientras Polanyi lo presentaba y él se dirigía hacia el podio, Robert se dio cuenta que su timidez usual se había evaporado. Estaba cargado con un tipo distinto de tensión: se sentía más seguro que nunca de lo que estaba en juego.

Cuando alcanzó el podio, adoptó la postura de alguien que comenzaba un discurso preparado, pero se contenía, como si olvidara algo.

—Acompáñenme durante un momento. —Caminó hasta el lado de atrás de la pizarra y escribió rápidamente unas pocas palabras, de arriba hacia abajo. Luego retornó a su lugar.

—¿Puede pensar una máquina? Al profesor Hamilton le gustaría que creamos que ha resuelto la cuestión de una vez y para siempre, al llegar a una declaración que nosotros sabemos que es verdad, pero una máquina en particular, programada para explorar los teoremas de aritmética en una forma rígida, nunca sería capaz de producir. Bien… todos tenemos nuestras limitaciones. —Movió rápidamente la pizarra al revés para revelar lo que había escrito en el lado opuesto:

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