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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (11 page)

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Y, sin embargo, había sido una primavera espléndida. Más allá de las ruinosas murallas moriscas del pueblo, las tierras bajas del Guadalquivir extendían hasta el horizonte las ricas olas verdes de sus mieses, encamados ya los jóvenes tallos del trigo por los primeros soplos cálidos del viento africano. A quince kilómetros al Este, las torres medievales del castillo de Almodóvar se erguían en un montículo sobre la llanura, guardando la entrada del valle sobre el cual se inclinaba Palma del Río. Hacia el Norte, las estribaciones de Sierra Morena se detenían a orillas de la carretera de Sevilla a Córdoba, fijadas para siempre en las formas toscas y brutales que les diera algún glaciar prehistórico.

A sus pies, entre la carretera y la vía férrea, discurría el Guadalquivir, fangosa corriente de color de chocolate con leche, con tanta lentitud que parecía no moverse, dando la impresión de que una hoja arrojada a sus aguas tardaría un siglo en llegar a Sevilla. De trecho en trecho, surgía en sus orillas un grupo de mimbres que destacaban sus esbeltas siluetas sobre el llano, como tallos de hierba sobre un cuidado prado.

Al otro lado del valle del río, a lo lejos, las crestas de Sierra Morena se elevaban en el cielo, marcando el límite de Andalucía y su frontera con las llanuras de La Mancha barridas por el viento. Junto a las colinas, a ambos lados del valle, se extendían kilómetros y kilómetros de olivares. Vistos desde lejos, sus limpias siluetas sobre las yermas colinas les daban el aspecto de borlas de algodón adornando una colcha. En líneas rectas y regulares, se extendían al pie de las colinas, como eternos centinelas que velaran durante siglos por las primaveras de Palma del Río.

Y, efectivamente, durante dos mil años se habían erguido al pie de aquellos montes andaluces, desde el día en que los plantaran las legiones de Aurelio Cornelio Palma. El general romano había dado también al pueblo su nombre y su símbolo: una palmera flanqueada por dos lobos, simbolizando su emplazamiento en la confluencia de los ríos Guadalquivir y Genil.

En los siglos que siguieron, Palma vivió la ocupación árabe y la reconquista cristiana, las cuales dejaron en ella su señal. Los árabes, la muralla de la ciudad, ahora medio arruinada, con sus baluartes cubiertos por el musgo, los hierbajos y los brillantes jaramagos amarillos. La reconquista, su profesión de iglesias barrocas, sus campanarios, donde los tañidos de las campanas tenían un eco en el seco graznido de las cigüeñas que anidaban en aquéllos.

En cuanto al pueblo en sí, era un laberinto de sinuosos callejones, apenas lo bastante anchos para que pasaran los carritos tirados por asnos. Las casas se levantaban rectas sobre las aceras, y, de detrás de las celosías de las ventanas, brotaban todos los ruidos del pueblo: el llanto de un niño, los chasquidos de la manteca al freírse en la sartén, las dolientes notas del cante bajo. En lo alto, el implacable sol caía sobre el pueblo, dividiendo cada uno de los callejones de Palma en una zona de luz y otra de sombra, perpetuando incluso en sus pobres y polvorientos pedruscos la eterna división en sol y sombra de la propia España.

Doce mil personas vivían en Palma del Río. Sus antepasados se habían recluido en el recinto de la ciudad amurallada huyendo de los riesgos de la frontera árabe-cristiana, siempre en guerra. Su retirada de los campos sembró la semilla de todos los males económicos que ahora afligían a Palma del Río. Habían dejado atrás sus pequeñas tierras familiares. Con la Reconquista, la Iglesia y unos cuantos nobles conquistadores se habían apoderado de todas las tierras de fuera del recinto de la ciudad. Más tarde, a mediados del siglo
XIX
, al ser despojada la Iglesia de sus propiedades, los pobres campesinos andaluces se vieron en la imposibilidad de reivindicarlas. En cambio, una nueva oleada de familias bajó de Castilla y de Galicia a comprar los enormes latifundios en que ahora se hallaba dividida Andalucía.

Así había impuesto la historia el cruel desequilibrio en que vivía ahora Palma del Río, una sociedad compuesta por tres familias terratenientes, apoyadas por una pequeña clase media, y por la amorfa multitud representada por José Benítez El Renco, padre de El Cordobés, que cultivaba todos los campos a extramuros de Palma, sin tener siquiera un huertecillo de propiedad particular. El ámbito de sus mezquinas vidas estaba marcado por el hambre, el miedo y, en último término, la desesperación.

En 1936, la clase media de Palma estaba compuesta por un notario, un abogado, una señora farmacéutica, cuatro médicos, una comadrona, dos veterinarios, seis dueños de cafés, un puñado de tenderos, cinco funcionarios del Ayuntamiento, ocho guardias civiles y dos conductores de taxi apodados El Zurdo y El Sordito. El pueblo tenía también un párroco, don Juan Navas, y una docena de curas y monjas al servicio de la escuela y del hospital. Por último, había tres prostitutas, una para cada uno de los bares populares. La más conocida tenía un raro defecto óptico que le había válido el apodo de La Vaca Tuerta.

La vida discurría en una cadena de días siempre iguales, marcado su paso únicamente por los cambios de estación y por alguna ocasional fiesta religiosa. En Palma del Río no había forasteros. Todo el mundo se conocía. Incluso la muerte era vecina del pueblo. Aquí, como en toda Andalucía, la campana de la iglesia seguía tocando a muerto cuando fallecía un feligrés. Al extinguirse las notas funerales, don Juan Navas salía invariablemente de la sacristía y, cubierto con blanco sobrepelliz e inclinada la cabeza en oración, se encaminaba a la casa del difunto. Un monaguillo, portando un crucifijo cubierto con un paño negro, le precedía por los callejones llenos de gente. A su paso, los hombres se descubrían, y las mujeres de negros pañuelos se echaban atrás, santiguándose rápidamente, en mudo reconocimiento de que aquel crucifijo tendría que visitar forzosamente todas las chozas del pueblo.

Aquella primavera, había en Palma, además de los dos taxis y de los coches de los terratenientes, otros dos automóviles particulares y una docena escasa de motocicletas. Los médicos del pueblo iban a visitar a sus clientes en bicicleta. El viaje en tren a Córdoba y Sevilla era tan costoso para los pobres del pueblo, que muchos nunca lo hicieron. El pueblo contaba con media docena de teléfonos y con un número no mayor de aparatos de radio. Rebasado el primer tercio del siglo
XX
, el pueblo parecía aislado del mundo, petrificado en su pasado, de la misma manera que los riscos de Sierra Nevada habían quedado inmovilizados en las actitudes que les impusiera su prehistórico glaciar.

Sin embargo, Palma del Río no estaba tan aislado del mundo como parecía. Como centenares de otros pueblos y villas de España, mostraría muy pronto su afinidad con el mundo de allende los Pirineos.

Incapaz de resolver de forma razonable los males políticos y sociales que afligían a todos en Palma del Río, España se preparó para olvidarlos en el horror de la guerra civil y, al hacerlo así, abandonó sus campos y pueblos a su destino de terreno de pruebas del más terrible conflicto de la historia.

Los primeros brotes de violencia se produjeron en Palma del Río en la confusión que siguió a la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Tenían que ser éstas la culminación de cinco tumultuosos años de República.

En el ámbito nacional, el Frente Popular no logró, por muy poco, obtener la mayoría absoluta. Pero, en los míseros pueblos de Andalucía, sus partidarios obtuvieron un sesenta o setenta por ciento de los votos, y los pueblos fueron cayendo uno tras otro en manos de socialistas y anarquistas.

Esta victoria hizo que los pobres de Palma se arrojaran a la calle de la misma manera desordenada con que habían saludado, cinco años antes, el advenimiento de la República. El café de Niño Vallés donde trabajaba El Renco, padre de El Cordobés, bullía de jubilosos y vocingleros trabajadores, lo mismo que un lustro antes. Sin embargo, esta vez su alegría estaba empañada por una corriente subterránea de odio. La noche de las elecciones, una multitud de excitados trabajadores invadió el Círculo Republicano, club político, conservador, de don Félix Moreno y sus colegas terratenientes. Mientras sus mujeres e hijos miraban y aplaudían, los trabajadores incendiaron este símbolo de sus desdichas.

Noche tras noche, la misma jubilosa y desordenada multitud recorrió el pueblo, haciendo retumbar en sus oscuras calles las notas de
Bandera Roja
y de
La Internacional
. Y, noche tras noche, se arrodillaba don Juan Navas ante el altar de la iglesia de la Asunción y escuchaba el lejano estruendo de los alborotadores. El viejo cura conocía muy bien las tradiciones que imperaban en la venganza de sus míseros conciudadanos en un país que, durante generaciones, ha oscilado entre el fervor religioso y la violencia anticlerical.

Esta venganza se produjo el 20 de febrero, bajo la mirada indiferente de las autoridades. En ruidosa procesión, y empuñando antorchas encendidas, la multitud cayó sobre la iglesia de la Asunción. Desde allí, se trasladó a las otras iglesias de Palma: Santo Domingo, San Francisco y Santa Clara, y a los conventos de Santa Clara y de La Coronada. En cada parada, los curas y las monjas eran sacados a rastras de las capillas en que se habían refugiado, temerosos, a rezar. Se destrozaban las imágenes, se rasgaban las pinturas, se amontonaban los muebles rotos ante los altares para que sirvieran de combustible a las hogueras que pronto iluminarían el negro cielo de Palma.

Sólo en una de sus paradas fue burlada la turba. En la puerta del hospital de San Sebastián, la madre superiora, sor María de la Encarnación, hizo saber a los incendiarios que ella y sus monjas abandonarían a los enfermos a quienes cuidaban de balde, si prendían fuego a la capilla del hospital. Cabizbajos, los amotinados siguieron su camino.

En toda España se produjeron desórdenes parecidos a los de Palma del Río. Huelgas, luchas callejeras, quema de iglesias y asesinatos políticos azotaron al país y aceleraron su división en extrema derecha y extrema izquierda.

Los nuevos gobernantes del Frente Popular luchaban por mantener la disciplina entre sus partidarios, sin dejar de proclamar en sus tribunas que el triunfo electoral había dado realidad a los
slogans
con que habían arengado a sus masas.

En Extremadura, los campesinos invadieron las grandes haciendas, las dividieron en lotes y se repartieron éstos al grito de «¡Viva la República!». Los aterrorizados terratenientes huyeron a las ciudades, apresurando así el despojo de tierras que querían evitar. La economía de la nación quedó paralizada por las huelgas y por la negativa de los terratenientes y de los capitalistas a aceptar las nuevas normas que el Frente Popular quería imponerles.

En varias ocasiones, Madrid fue sacudido por las huelgas de sus camareros, conductores de autobús, basureros, albañiles e incluso mozos de la plaza de toros. Sólo en el mes de abril, Sevilla sufrió ciento setenta y cinco huelgas infructuosas. Grupos callejeros de anarquistas levantaron barricadas en las ciudades de España, exigiendo «tasas» de veinticinco pesetas a los coches que pasaban. Algunos trabajadores, convencidos de que aquello era Jauja, se empeñaban en viajar de balde en los trenes y autobuses.

Los municipios, en manos de los nuevos alcaldes socialistas, derrocharon sus fondos para sufragar las reformas sociales. Al propio tiempo, los ricos se negaban a pagar los nuevos impuestos decretados por los gobernantes socialistas. Los Bancos rehusaban hacer empréstitos a los quebrados municipios. Y, entretanto, los capitales se evadían de España.

Ciento sesenta iglesias incendiadas, diez periódicos y sesenta y nueve centros políticos asaltados, doscientos sesenta y nueve asesinatos políticos, mil doscientos ochenta y siete atracos de igual inspiración y quince mil huelgas conmovieron a España durante aquellos meses de desenfreno
[4]
.

El 4 de mayo de 1936, día en que nació Manuel Benítez, Palma del Río fue a la huelga general. Como en toda España, los dirigentes del Frente Popular de Palma se habían visto obligados a ceder el mando a sus hombres más jóvenes… y más extremistas. En Palma, dos manos ambiciosas e inmaduras asieron las riendas de la población. Eran las manos de un muchacho de veinticuatro años, hijo del colchonero del pueblo. Su nombre era tan ilustre como humilde era su condición. Se llamaba Juan de España, y su lengua viva y rencorosa traducía todo el odio acumulado por los pobres de Palma en años de miseria y de esclavitud.

En su primera acción política independiente, Juan de España condujo a sus partidarios a las fincas próximas a Palma y, a punta de pistola, hizo salir de las propiedades a todos los trabajadores y a los jóvenes sirvientes. Quizá por simpatía hacia aquella huelga, José Benítez
El Renco
no se preocupó de inscribir el nacimiento de su segundo hijo varón en el Registro Civil del pueblo. Este nacimiento sólo se inscribió oficialmente al cabo de cuatro días, cuando un amanuense, avisado por la comadrona, se presentó en la casa del recién nacido.

En el pueblo, los seguidores de Juan de España extendieron la huelga a la apropiación de cuantos artículos pudieron encontrar en las tiendas de Palma. Otros atacaron por esquiroles a los trabajadores permanentes de las fincas cuando volvían a casa con su hato a cuestas: un saco de garbanzos al mes y unos cuantos litros de aceite de oliva que les eran entregados como parte de su salario.

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