Read Nick Online

Authors: Inma Chacon

Tags: #prose_contemporary

Nick (10 page)

BOOK: Nick
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

«Si qieres sabr d dónd saqé stos ojos, contsta tods ls correos q t he mandado. Dspués, ya veremos si t lo cuento o no t lo cuento. Vlveré d Lndres muy pronto. ¿Cuánd t vas d vaca- cions?»

La respuesta de Roberto fue inmediata:

«Lo siento, he perdido tu dirección. Soy un desastre».

Y Dafne, sin pensárselo dos veces, escribió la dirección de «Dafne huele a gasolina» en aquella ventanita que acababa de abrirse para que entrase el sol a raudales en el ordenador de Paula.

Al cabo de unos segundos, recibió el primer correo de los muchos que le seguirían.

«No me voy de vacaciones. Dime cuándo y dónde quieres que nos veamos cuando vuelvas. Estoy deseando verte en persona.»

Su corazón era un tren a punto de descarrilar. Paula la miró como si supiera lo que estaba pensado.

—¡Tía, ni se te ocurra volver a citarlo para darle un plantón! ¡Ya le has vacilado bastante! Ahora sí que te digo que deberías terminar de una vez con esta mierda. Te estás buscando problemas tontamente. ¿Tú sabes la cara que se te está quedando? Si pareces un zombi.

Pero Dafne no había llegado hasta allí para volverse atrás. Ahora no.

—¡Cállate, plasta, que pareces una madre!

Y escribió en el chat el último comentario de aquella tarde, que resultaría uno de los mayores errores de su vida.

«Teng q irm. t scribiré mañana un sms xra q t conects a este chat.»

Capítulo 24

Teresa sospechaba que Dafne se conectaba a internet en casa de su prima. Pero no quiso decirle nada. Al fin y al cabo, el castigo sólo se refería a los ordenadores de su propia casa. Hacía tiempo que pensaba que debería supervisar las páginas web que visitaban sus hijas, la televisión no hacía otra cosa que alertar del mal uso de internet en los niños, y del peligro al que se exponían continuamente sin darse cuenta, pero ella tenía demasiadas cosas en la cabeza como para andar controlando qué hacía cada una de sus cuatro hijas; nunca se acordaba de los consejos de la tele cuando podía ponerlos en práctica, y cuando se acordaba no era el momento. Últimamente trabajaba hasta muy tarde. Las niñas crecían muy deprisa, y esto se notaba en los gastos de la casa. No le quedaba otro remedio que hacer las horas extraordinarias a las que se había negado toda su vida. Apenas veía a las niñas. Quizá por eso Dafne estuviera últimamente tan rebelde. Casi no la reconocía. Había sido siempre una niña muy dulce, ordenada, obediente, nunca le había dado un problema. Pero había cambiado mucho desde un tiempo a esta parte. Su cuarto parecía el mercadillo de los sábados, no estudiaba nada y siempre andaba de mal humor. Desde el día que se le encaró como si fuera a lanzarle un puñetazo, no había vuelto a hablar con ella más de dos frases seguidas. Y no lo haría hasta que no le pidiera perdón. Hasta que no se disculpara, no tenía intención de volver a mostrarse cariñosa con ella. Y eso que, desde hacía algún tiempo, mostrarle cariño resultaba tan difícil como conseguir que le tocase un premio de la lotería, a la que por cierto nunca jugaba. Se había vuelto tan arisca y rebelde... Demasiado pronto para empezar con la adolescencia. Todavía no había cumplido trece años y ya comenzaba a comportarse como cuando sus hermanas mayores pasaron por esa enfermedad, que alguien le había dicho alguna vez que sólo se cura con el tiempo, esa frontera que a todos nos ha costado tanto trabajo cruzar. Ella misma había tenido una adolescencia espantosa, pero nunca había tratado a los abuelos como Dafne la trataba a ella. Ni sus hijas mayores tampoco la habían tratado a ella nunca así. Cristina y Lliure tenían otro carácter, los problemas con ellas eran distintos, más reales, más identificables. Se habían hecho mayores y reclamaban su espacio con la rotundidad del que sabe que defiende lo que es sólo suyo. Habían crecido de repente, sin darle tiempo a plantearse cómo establecería con ellas una relación de adultos. Y ahora las dos la miraban como si le exigieran todo aquello que nunca se habrían imaginado. Como si quisieran entender incluso lo que no tiene explicación posible. Sería cosa de los genes, porque Dafne había salido completámente distinta. Como decía el abuelo, era mucho más lista y atrevida que ninguna de las otras tres, aunque éstas eran más inteligentes. Aún no le había llegado la regla y ya parecía que quería comerse el mundo. Y no sólo comérselo, sino enfrentarse a él como se enfrentaba a todos los que pretendían, no ya siquiera compartir un trozo, sino respirar cerca de ella, el perrito incluido. ¡Pobre Trufi! Menos mal que las otras tres lo cuidaban como a uno más de la familia y lo llenaban de mimos. Pero Dafne no lo aguantaba. No soportaba que le mordisqueara los pies, ni que le lamiera las manos cuando le ponía la correa para sacarlo a la calle, ni que ladrase cuando estaba deseando salir. Decía que no soportaba que los animales viviesen encerrados, que nadie tiene derecho a convertirlos en presos dentro de una casa. Ella misma parecía sentirse así desde hacía un tiempo. Se comportaba como un animal enjaulado. Rebosante de adrenalina. Con esa rabia que parecía comerla por dentro. Como si todos le debiesen la vida. Como si hubiera declarado la guerra a un enemigo que no podía identificar, y proyectase sus miedos hacia las personas a las que debería haber pedido socorro, en lugar de atacarlas. ¡Qué sinsentido! ¡Cómo puede caber tanta ira en un cuerpo tan pequeño! Sufría como si pudiera saber el significado de la palabra sufrir. Y no podía saberlo. Pero estaba claro que sufría. Muchas veces la oía llorar en su habitación con tal desesperación que cualquiera habría dicho que realmente tenía motivos para llorar así. Y no podía tenerlos. Claro que no. Ella se lo había dicho muchas veces. No podía convertir en tragedia cualquier contratiempo con el que se encontrase. La vida le había regalado lo que otras personas no podrían tener jamás. Una familia, una casa con todas las comodidades, un buen colegio, amigos, su prima... Todas las necesidades cubiertas. En una época en la que se podía hablar en voz alta, y defender aquello en lo que uno creía. No como en sus tiempos, que había que bajar la voz para hablar de determinadas cosas, y la palabra dictadura había sido sustituida por la de régimen. Menuda diferencia. Ahora sus hijas lo tenían todo. Más que todo, tenían mucho más de lo que iban a necesitar nunca. Y sin embargo parece que hay una etapa en la vida en la que buscamos enemigos a los que poder culpar de nuestra propia desesperación. Y todos los encontramos dentro de nuestra casa.

Capítulo 25

Desde luego, Roberto no podía haber sido el autor de los comentarios del facebook que tanto habían emocionado a Dafne. Continuaba sedado en el hospital y desde que había ingresado, hacía más de tres semanas, nadie había abierto su cuenta de correo electrónico ni leído sus mensajes del móvil.

El día del atropello, sus amigos habían llamado a su padre momentos antes de que una de las personas que presenciaron el accidente marcase el teléfono de emergencias.

Su padre llegó unos minutos antes que la ambulancia. Les hizo a los tres heridos un reconocimiento de urgencia y organizó su traslado, en una UVI móvil, al hospital en el que él trabajaba, situado muy cerca del lugar del accidente.

Los primeros momentos fueron de una tremenda confusión. Roberto prácticamente no recordaba nada. Sólo ráfagas de gritos y de carreras, mucha gente alrededor, y muchas luces. La luz era lo único que podía recordar del accidente. Luces blancas que a veces se apagaban de pronto y otras le cegaban, corno cuando se pasa de la sombra al sol y hay que cerrar los ojos.

-oOo-

Los gemelos le visitaban a diario, pese a que no podían entrar en la Unidad de Cuidados Intensivos en la que él se recuperaba de la intervención, ni subir a la planta donde su hermano Kiko, sus abuelos y sus tíos esperaban para pasar a verle, siempre de dos en dos, bajo la supervisión de su padre o de su madre.

La mayor parte del tiempo estaba dormido. De cuando en cuando se despertaba, pero era cuestión de segundos porque enseguida volvía a dormirse bajo los efectos de los fármacos.

Algunas veces, cuando abría los ojos y conseguía mantenerse consciente durante unos minutos, se encontraba con la cara preocupada de su madre, que le preguntaba con insistencia cómo se sentía.

—¿Cómo estas, cariño? ¿Te encuentras un poquito mejor? ¿Me oyes, cariño? Soy mamá.

Otras veces era su padre el que se acercaba a su cara y le preguntaba si se encontraba mejor.

—¿Qué pasa, machote? ¿Cómo estás hoy?

Pero él no podía contestarles, ni siquiera sabía si todo aquello estaba ocurriendo en realidad.

Odiaba que sus padres le llamasen cariño y machote, no se daban cuenta de que hacía tiempo que resultaba fuera de lugar. Pero en aquellos despertares tan extraños, en los que sólo veía el tubo que le salía de la garganta y los aparatos que marcaban las constantes del enfermo de la cama de enfrente, aquellas palabras le sonaban a salvación, a que sus padres estaban allí para protegerle, para decirles a los médicos lo que tenían que hacer, para avisar a las enfermeras cuando hubiera que cambiarle el goteo y administrarle los calmantes. Aquellos cariño y machote demostraban que sus padres podrían controlar que todo funcionara perfectamente a su alrededor. Y, por encima de todo, significaban que estaban allí para llevárselo. Para sacarle de aquella habitación y devolverle la vida que siempre había vivido. Una vida en la que la palabra hospital sólo significaba el lugar donde trabajaba su padre.

No tenía consciencia del tiempo que había pasado desde que se empeñó en que podría detener un coche que circulaba a más de cien kilómetros por hora en plena ciudad. No imaginaba que hubieran pasado tantos días como los que en realidad habían transcurrido, pero fuesen dos o veinte, en los momentos en los que recobraba el conocimiento, a él le parecían demasiados. Y la ansiedad por salir de aquella habitación, en la que sólo se oía el ruido de los aparatos, se confundía con la sensación de que los tubos que le salían de la boca y del brazo no eran reales, y que aquella pesadilla sólo terminaría si volvía a cerrar los ojos.

En ocasiones, cuando despertaba, recordaba los ojos de Dafne, con sus pupilas de gato y sus pestañas negras, y los últimos sms que le había enviado.

«Por muxo к tempeñes en no cntstar yo no perderé nunka la speranza.»

«K te digo к no la pierdo.»

«К no, к no la pierdo.»

«К no.»

Y no la perdió. Ni siquiera en aquellas circunstancias, en las que no sabía si era de noche o de día, domingo o lunes, sueño o realidad. No. No la había perdido. Por mucho que no pudiera contestar los mensajes que Dafne le estaba enviando, él no había perdido la esperanza.

Y cuando el dolor y los calmantes le dejaban pensar, sólo lo hacía para imaginar cómo enviarle un sms a Dafne en cuanto le sacaran aquel tubo de la boca.

Mientras tanto, alguien a quien Dafne había confundido con él, trataba de aprovechar aquella situación con unas intenciones que ninguno de ellos podía imaginar.

Capítulo 26

Paula, ¿dónde crees que será mejor que nos veamos? ¿En el Chino o en la fuente? Yo creo que en la fuente ¿verdad?

—A mí no me lo preguntes, tía. Ya sabes que no me gusta nada este rollo que te traes!

—¡Venga ya! ¡Paula! ¡No seas tan moñas! ¡No me lo puedo creer!

—¡Qué coño moñas! Lo que soy es más lista que tú. Porque desde luego, con esto que estás haciendo, no parece que tengas más de dos dedos de frente, guapa.

—¡Bueno, pues nada, lo haré yo sola! Le voy a decir que vaya a la plaza y que me espere en la fuente. Así me escondo en los soportales y puedo verlo de lejos y mandarle mensajitos. Como el día de la cancha de baloncesto.

—¡Que te crees tú que va a esperar una hora como el día de la cancha de baloncesto! Al primer mensajito diciéndole que vas a llegar tarde, te manda a tomar por culo. No creo que sea tan panoli como para quedarse a ver venir otro plantón.

—Es que esta vez no le voy a decir que voy a llegar tarde.

¿Sabes? Le voy a llamar media hora después de la cita, y le voy a decir que llevo esperándolo en otra plaza una eternidad, y que me he cansado y me voy.

—No, si eso sí, como dice mi madre, tienes más salidas que el metro. Pero esta vez no te va a salir bien. Te lo digo yo.

—¡Habló la ceniza!

—Que no, colega, que te lo digo en serio. Que esto no puede salir bien. ¿Por qué no le llamas mejor por teléfono?

—¿Por teléfono?

—Claro, tía. Dile que sigues en Londres y que le llamas desde allí. Dale más cancha a lo de la cita, si no, la cagas en cuanto le mandes el mensaje ese de la media hora.

—¡Qué buena idea! ¡Ven aquí que te dé un beso! Que eres más lista que todas las listas juntas. Pero que conste que eso es porque eres mayor que yo.

—¡Sí, vaya! ¡Sólo dos semanas!

—Lo suficiente. En dos semanas pueden pasar muchas cosas. ¡Por cierto! ¿Sabes que me ha venido la regla?

—¡¿Pero serás capulla...? ¡Eso se dice nada más llegar! ¿Cuándo ha sido?

—Esta mañana.

—¿Se lo has dicho a tu madre? ¡Menudo fiestorro te va a hacer! Como el de Cristina y el de Lliure.

—¡Ni hablar! No se lo pienso decir, ¿vale? Y no se te ocurra irte de la lengua tampoco. No se lo digas ni a tu madre.

—Pero, tía, no me seas rara. Tendrás que decirle que te compre compresas y eso ¿no?

—No me hace falta, se las cojo a mis hermanas. ¡A ver! Que en mi casa siempre hay.

—¿Y qué tal?

—Pues lo que me esperaba, un coñazo que duele un huevo. Yo no sé por qué tienes tú tantas ganas.

—Pues está clarísimo. ¡Ya eres mayor! Crecerás... Te saldrán las tetas... ¿Te parece poco?

—¿Y yo para qué quiero tetas?

—¿Para que te mire Roberto?

—¡Bueno! Visto así... Lo que pasa es que él a quien quiere mirar no es a mí, sino a mi hermana.

—Mira, tía, conociéndote, conseguirás que sólo te mire a ti, pero será para tratar de vengarse de tus trucos.

—O para darse cuenta de que también las pipas tenemos nuestro poquito de encanto, y nuestro mucho de astucia.

—Lo dicho, mi madre tiene razón, tienes más salidas que el metro.

-oOo-

No le dijo nada a su madre, pero aquella noche manchó las sábanas y el colchón.

A la mañana siguiente, trató de limpiarlos con una esponja húmeda, pero la mancha se hacía más grande en lugar de quitarse. Al cabo de un rato, no le quedó otro remedio que llamar a Teresa en busca de ayuda. Su madre recibió la noticia tal y como Dafne había supuesto.

BOOK: Nick
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

An Echo of Death by Mark Richard Zubro
Prelude to a Secret by Melissa Schroeder
Trouble Vision by Allison Kingsley
Surrender: Erotic Tales of Female Pleasure and Submission by Bussel, Rachel Kramer, Donna George Storey
The Baker's Daughter by Sarah McCoy
Master by Raven McAllan