Memorias de una pulga (20 page)

BOOK: Memorias de una pulga
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Clemente suspiró.

—¡Qué deliciosa criatura eres! —dijo, mirándola con ojos centelleantes—. Tengo que joderte enseguida o lo arrojaré todo sobre ti.

—¡No, no debéis desperdiciar ni una gota! —exclamó Bella—. Debéis estar muy excitado para querer veniros tan pronto.

—No puedo evitarlo. Por favor estate quieta un momento me vendré.

—¡Qué cosa tan grande! ¿Cuánta leche dará?

Clemente se detuvo y susurró al oído de la muchacha algo que no pude oír.

— ¡Verdaderamente delicioso, pero es increíble!

—Es cierto, dame una oportunidad de probártelo. Estoy ansioso de hacerlo, lindura. ¡Míralo! ¡Tengo que joderte!

Blandió su monstruoso pene colocándolo frente a ella. Después lo inclinó hacia abajo, para después soltarlo de repente. Saltó hacia arriba como un resorte, y al hacerlo se descubrió espontáneamente, dejando paso a la roja nuez, que exudaba una gota de semen por la uretra.

Todo esto sucedió cerca de la cara de Bella, que sintió un sensual olorcillo emanado del miembro, el que vino a incrementar el trastorno de sus sentidos. Continuó jugando con el pene, y acariciándolo.

—Basta, te lo ruego, querida, o lo desperdiciaré todo en el aire.

Bella se estuvo quieta unos segundos, aunque asida con toda la fuerza de su mano al carajo de Clemente.

Entretanto él se divertía en moldear con una de sus manos los juveniles senos de la muchacha, mientras con los dedos de la otra recorría en toda su extensión su húmedo coño. El jugueteo la enloqueció. Su clítoris se hinchó y devino caliente, se aceleró su respiración, y las llamas del deseo encendieron su lindo rostro.

La nuez se endurecía cada vez más: brillaba ya como fruta en sazón. Al observar a hurtadillas el feo y desnudo vientre del hombre, lleno de pelos rojos, y sus parduscos muslos, velludos como los de un mono, Bella devino carmesí de lujuria. El gran pene, cada vez más grueso, amenazaba los cielos y provocaba en su ser las más indescriptibles emociones.

Excitada sobremanera, enlazó con sus brazos el vigoroso cuerpo del gran bruto y lo cubrió de sensuales besos. Su misma fealdad incrementaba sus sensaciones libidinosas.

—No, no debéis desperdiciarlo; no permitiré que lo desperdiciéis.

Después, deteniéndose por un instante, gimió con un peculiar acento de placer, y bajando su complaciente cabeza abrió sus rosados labios para recibir de inmediato lo más que pudo del lascivo manjar.

—¡Oh, qué delicia! ¡Cómo cosquilleas! ¡Qué… qué gusto me das!

—No os permitiré desperdiciarlo: beberé hasta la última gota —susurró Bella apartando por un momento su cabeza de la reluciente nuez.

Después, bajándola de nuevo, posó sus labios, proyectados hacia adelante, sobre la gran cabeza, y abriéndolos con delicadeza recibió entre ellos el orificio de la ancha uretra.

—¡Madre santa! —exclamó Clemente—. ¡Esto es el cielo! ¡Cómo voy a venirme! ¡Dios mío, cómo lames y chupas!

Bella aplicó su puntiaguda lengua al orificio, y dio de lengüetazas a todos sus contornos.

—¡Qué bien sabe! Tenéis que darme todavía una o dos gotas más.

—No puedo seguir, no puedo —murmuraba el sacerdote, empujando hacia adelante al mismo tiempo que con sus dedos cosquilleaba el endurecido clítoris de Bella, puesto al alcance de su mano.

Después Bella tomó de nuevo entre sus labios la cabeza de aquella gran verga, mas no pudo conseguir que la nuez entrara en su boca por completo, tan monstruosamente ancho era.

Lamiendo y succionando, deslizando con lentos y deliciosos movimientos la piel que rodeaba el rojo y sensible lomo de la tremenda verga, Bella estaba provocando unos resultados que ella sabía no iban a dilatar mucho en producirse.

—¡Ah, madre santa! ¡Casi me estoy viniendo! Siento.,. ¡Oh chupa ahora! ¡Vas a recibirlo!

Clemente alzó sus brazos al aire, su cabeza cayó hacía atrás, abrió las piernas, se retorcieron convulsivamente sus manos, quedaron en blanco sus ojos, y Bella sintió que un fuerte espasmo recorría el monstruoso pene.

Momentos después fue casi derribada de espaldas por el chorro continuo que como un torrente arrojaban los órganos genitales del cura y le corrían garganta abajo.

No obstante todos sus deseos y esfuerzos, la voraz muchacha no pudo evitar que un chorro escapara por la comisura de sus labios cuando Clemente, fuera de sí por efecto del placer, empujaba hacia adelante con sacudidas sucesivas, con cada una de las cuales enviaba a la garganta de ella un nuevo chorro de leche. Bella resistió todos sus empellones, y se mantuvo asida al arma de la que manaban aquellos borbotones, hasta que todo hubo terminado.

—¿Cuánto dijisteis? —musitó ella—. ¿Una taza de té llena? Fueron dos.

—¡Adorable criatura! —exclamó Clemente cuando al fin pudo recuperar el aliento—. ¡Qué placer tan divino me proporcionaste! Ahora me toca a mí, y tienes que permitirme examinar todas estas cositas tuyas que tanto adoro.

—¡Ah, qué delicioso fue! Estoy casi ahogada —comentó Bella—. ¡Cuán viscosa era! ¡Dios mío, qué cantidad!

—Sí, lindura. Te la prometí toda, y me excitaste de tal modo que de seguro recibiste una buena dosis. Fluía a borbotones.

—Sí, efectivamente así fue.

—Ahora verás qué buena lamida te doy, y cuán deliciosamente te joderé después.

Uniendo la acción a la palabra, el sensual cura se colocó entre los muslos de Bella, blancos como la leche, y adelantando su cara hacia ellos introdujo su lengua entre los labios de la roja grieta. Después, moviéndola en torno al endurecido clítoris, la obsequió con un cosquilleo tan exquisito, que la muchacha difícilmente podía contener sus gritos.

—¡Oh, Dios mío! ¡Me chupas la vida! ¡Oh…! Estoy… ¡Voy a venirme! ¡Me vengo! Y con un repentino movimiento de avance hacia la activa lengua, Bella se vino abundantemente en el rostro de Clemente, el que recibió lo más que pudo dentro de su boca, con epicúreo deleite.

Después el cura se alzó. Su enorme pene, que se había apenas reblandecido, se encontraba otra vez en tensión viril, y emergía ante él en estado de terrible erección. Literalmente resoplaba de lujuria a la vista de la bella y bien dispuesta muchacha.

—Ahora tengo que joderte —le dijo al tiempo que la empujaba hacia la cama—. Tengo que poseerte y darte una probada de esta verga en tu cuerpecito. ¡Ah, qué jodida te voy a dar!

Despojándose rápidamente de su sotana y sus prendas interiores, el gran bruto, cuyo cuerpo estaba totalmente cubierto de pelo y de piel tan morena como la de un mulato, tomó el frágil cuerpo de la hermosa Bella en sus musculosos brazos y lo depositó suavemente sobre la cama. Clemente contempló por unos instantes su cuerpo tendido y palpitante, mitad por efecto del deseo y mitad a causa del terror que le causaba la furiosa embestida. Luego contempló con aire satisfecho su tremendo pene, erecto de lujuria, y subiéndose presto al lecho se arrojó sobre ella y se cubrió con las ropas de la cama.

Bella, medio ahogada debajo del gran bruto peludo, sintió el tieso pene entre sus piernas, y bajó la mano para tentarlo de nuevo.

—¡Cielos, qué tamaño! ¡Nunca me cabrá!

—Sí, claro que sí: lo tendrás todo: entrará hasta los testículos, sólo que tendrás que cooperar para que no te lastime.

Bella se ahorró la molestia de contestar, porque enseguida una lengua ansiosa penetró en su boca hasta casi sofocarla.

Después pudo darse cuenta de que el sacerdote se había levantado poco a poco, y de que la caliente cabeza de su gigantesco pene estaba tratando de abrirse paso a través de los húmedos labios de su rosada rendija.

No puedo seguir adelante con el relato detallado de los actos preliminares. Se llevaron diez minutos, pero al término de ellos el torpe Clemente estaba enterrado hasta los testículos en el lindo cuerpo de la joven, que, con sus suaves piernas enlazadas sobre la espalda del moreno sacerdote, recibía las caricias de éste, que se solazaba sobre su víctima, y daba comienzo a los lascivos movimientos que habían de conducirle a desembarazarse de su ardiente fluido.

Veinticinco centímetros, cuando menos, de endurecido músculo habían calado las partes íntimas de la jovencita, y palpitaban en el interior de ellas, al propio tiempo que una mata de pelos hirsutos frotaba el delicado monte de la infeliz Bella.

—¡Oh, Dios mío! ¡Cómo me lastimáis! —se quejó ella—. ¡Cielos! ¡Me estáis descuartizando!

Clemente inició un movimiento.

—¡No lo puedo aguantar! ¡Realmente está demasiado grande! ¡Oh! ¡Sacadlo! ¡Ay, qué embestidas!

Clemente empujó sin piedad dos o tres veces.

—Aguarda un momento, diablita; sólo hasta que te ahogue con mi leche. ¡Oh, cuán estrecha eres! ¡Parece que me estás sorbiendo la verga! ¡Al fin! ahora está dentro, ya es todo tuvo.

—¡Piedad, por favor!

Clemente embistió duro y rápido, empujón tras empujón al mismo tiempo que giraba y se contorsionaba sobre el muelle cuerpo de la muchacha, y sufría un verdadero ataque de lujuria. Su enorme pene amenazaba estallar por la intensidad de su placer y el enloquecedor deleite del momento.

—Ahora por fin te estoy jodiendo.

— ¡Jodedme! —Murmuró Bella, abriéndose todavía más de piernas, a medida que la intensidad de las sensaciones se iban posesionando de su persona—. ¡Jodedme bien! ¡Más duro!

Y con un hondo gemido de placer inundó a su brutal violador con una copiosa descarga, al propio tiempo que se arrojaba hacia adelante para recibir una formidable embestida del hombre.

Las piernas de Bella se flexionaban espasmódicamente cuando Clemente se lanzó entre ellas, siguió metiendo y sacando su largo y ardiente miembro entre las mismas, con movimientos lujuriosos. Algunos suspiros mezclados con besos de los apretados labios del lascivo invasor; unos quejidos de pacer y las rápidas vibraciones del armazón de la cama, todo ello denunciaba la excitación de la escena.

Clemente no necesitaba incentivos. La eyaculación de su complaciente compañera le había proporcionado el húmedo medio que deseaba, y se aprovechó del mismo para iniciar una serie de movimientos de entrada y salida que causaron a Bella tanto placer como dolor.

La muchacha lo secundó con todas sus fuerzas. Atiborrada por completo, suspiraba hondo y se estremecía bajo sus firmes embestidas. Su respiración se convirtió en un estertor; se cerraron sus ojos por efecto del brutal placer que experimentaba en un casi ininterrumpido espasmo de la emisión. Las posaderas de su rudo amante se abrían y cerraban a cada nuevo esfuerzo que hacia para asestar estocadas en el cuerpo de la linda chiquilla.

Después de mucho batallar se detuvo un momento.

— Ya no puedo aguantar más, me voy a venir. Toma mi leche, Bella. Vas a recibir torrentes de ella, ricura.

Bella lo sabía. Todas las venas de su monstruoso carajo estaban henchidas a su máxima tensión. Resultaba insoportablemente grande. Parecía el gigantesco miembro de un asno.

Clemente empezó a moverse de nuevo. De sus labios caía la saliva. Con una sensación de éxtasis, Bella esperaba la corriente seminal.

Clemente asestó uno o dos golpes cortos, pero profundos, lanzó un gemido y se quedó rígido, estremeciéndose sólo ligeramente de pies a cabeza, y a continuación salió de su verga un tremendo chorro de semen que inundó la matriz de la jovencita. El gran bruto enterró su cabeza en las almohadas, hizo un postrer esfuerzo para adentrarse más en ella, apoyándose con los pies en el pie de la cama.

—¡Oh, la leche! —chilló Bella—. ¡La siento! ¡Qué torrente! ¡Oh, dádmela! ¡Padre santo, qué placer!

—¡Ahí está! ¡Tómala! —gritó el cura mientras, tras el primer chorro arrojado en el interior de ella, embestía de nuevo salvajemente hacia adentro, enviando con cada empujón un nuevo torrente de cálida leche.

—¡Oh, qué placer!

Aun cuando Bella había anticipado lo peor, no tuvo idea de la inmensa cantidad de semen que aquel hombre era capaz de emitir. La arrojaba hacia fuera en espesos borbotones que iban a estrellarse contra su misma matriz.

—¡Oh, me estoy viniendo otra vez!

Y Bella se hundió semidesfallecida bajo el robusto hombre, mientras su ardiente fluido seguía inundándola con sus chorros viscosos.

Otras cinco veces, aquella misma noche, Bella recibió el contenido de los grandes testículos de Clemente, y de no haber sido porque la claridad del día les advirtió que era tiempo de que él se marchara, hubieran empezado de nuevo.

Cuando el astuto Clemente abandonó la casa y se apresuró a retirarse a su humilde celda, amaneciendo ya, se vio forzado a admitir que había llenado su vientre de satisfacción, de la misma manera que Bella vio inundadas de leche sus entrañas. Y suerte tuvo la jovencita de que sus dos protectores estuvieran incapacitados, porque de otra manera habrían descubierto, por el lastimoso estado en que se encontraban sus juveniles partes intimas, que un intruso había traspasado los umbrales de las mismas.

La juventud es elástica, todo el mundo lo sabe. Y Bella era muy joven y muy elástica. Si vosotros hubieseis visto la inmensa máquina de Clemente, lo habríais aseverado conmigo Su elasticidad natural le permitió admitir no sólo la introducción de aquel ariete, sino también dejar de sentir la menor molestia al cabo de un par de días.

Tres días después de este interesante episodio regresó el padre Ambrosio. Una de sus primeras preocupaciones fue buscar a Bella. Al encontrarla la invitó a entrar en un boudoir.

—¡Vela! —gritó, mostrándole su instrumento, inflamado y en actitud de presentar armas—. No he tenido distracción alguna durante una semana, y mi verga está que arde, querida Bella.

Dos minutos después, la cabeza de Bella reposaba sobre la mesa del departamento mientras que, con la ropa recogida sobre su espalda, dejaba al descubierto sus turgentes nalgas, las que el lascivo cura golpeó vigorosamente con su largo miembro, después de haber solazado su vista en la contemplación de sus rollizas nalgas.

Tras otro minuto ya su instrumento se había introducido en el coño por detrás, hasta aplastar contra las posaderas el negro y rizado pelo de la base. Tras sólo unas cuantas embestidas arrojó borbotones de leche hasta la cintura de ella.

El buen padre estaba demasiado excitado por la larga abstinencia para que con sólo esto perdiera rigidez su miembro, por lo que retiró aquel instrumento propio de un semental, todavía resbaladizo y vaporoso, para llevarlo al pequeño orificio situado entre el par de deliciosas nalgas de su amiga. Bella le ayudó y, dado lo bien aceitado como estaba, se deslizó hacia adentro, para no tardar en obsequiar a la muchacha con otra tremenda dosis procedente de sus prolíficos testículos. Bella sintió la ardiente descarga, y recibió gustosa la cálida leche proyectada contra sus entrañas. Después la puso de espaldas sobre la mesa y le succionó el clítoris por espacio de un cuarto de hora, obligándola a venirse dos veces en su boca. A continuación la jodió en la forma natural.

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