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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

Me llamo Rojo (3 page)

BOOK: Me llamo Rojo
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—La única razón de la carestía, de la peste y de las derrotas es que hayamos olvidado el Islam de tiempos de nuestro Santo Profeta y que nos hayamos creído ciertas mentiras y otros libros aparte del Corán que aseguran ser musulmanes. ¿Se recitaban responsos en tiempos de Nuestro Señor Mahoma? ¿Se le hacían cuarenta ceremonias a los muertos y se repartían dulces y buñuelos por su alma? ¿Se recitaba melódicamente el Corán en tiempos de Mahoma como si fuera una canción? ¿Se subía a los alminares presumiendo, qué bonita es mi voz, mi árabe es como el de los mismos árabes, y se llamaba a la oración canturreando y coqueteando como una mujerzuela? Las gentes van a los cementerios a implorar, piden ayuda a los muertos, van a los mausoleos y adoran piedras, anudan cintas y ofrecen sacrificios como si fueran idólatras. ¿Había en tiempos de Mahoma cofradías que fueran las que fomentaran todo eso? El gran inspirador de las cofradías, Ibn Arabi, se convirtió en pecador al jurar que el Faraón murió abrazando la fe. Los derviches, los mevlevíes, los halvetíes, los kalenderis, leen el Corán tocando instrumentos musicales, hacen bailar a niños y jóvenes con la excusa de que rezan en común, son todos unos infieles. Hay que derribar los monasterios, hay que cavar sus cimientos siete varas y arrojar al mar la tierra y sólo así podréis rezar allí.

Este maestro Husret se enrabió hasta el punto de afirmar arrojando espuma por la boca, oh fieles, que tomar café era pecado. Nuestro Profeta no había tomado café porque sabía que entorpecía la mente, que ulceraba el estómago, que producía hernias y esterilidad y porque había comprendido que el café era un producto del Diablo. Además, los cafés son lugares donde los concupiscentes y los ricos que buscan el placer se sientan codo con codo y donde se realizan todo tipo de inmoralidades, así que habría que cerrar los cafés antes incluso que los monasterios. ¿Tiene el pobre dinero para pagarse un café? La gente va a los cafés, se embriaga con café, pierde la medida de tal manera que escucha a perros creyendo en serio lo que dicen; pero perro es el que blasfema contra mí y nuestra religión. Todo eso decía el maestro Husret.

Con vuestro permiso, me gustaría responder a esta última afirmación de ese señor predicador. Por supuesto, todos sabéis que los perros no somos del agrado de todos esos peregrinos—maestros—predicadores—imanes. En mi opinión, todo se relaciona con el hecho de que Nuestro Señor Mahoma se cortara los faldones de la túnica para no despertar al gato que se había dormido a sus pies. Recordando la delicadeza mostrada con el gato, que se nos negó a nosotros, y a causa de nuestra enconada enemistad con esa criatura, que hasta el más estúpido de los hombres admitiría que es ingrata, se pretende deducir que el Enviado de Dios detestaba a los perros. No se nos permite entrar en las mezquitas porque supuestamente mancillamos el estado de pureza necesaria y el resultado de esta errónea interpretación, hecha con malas intenciones, han sido las palizas que durante siglos nos han dado en los patios de las mezquitas los encargados de la limpieza con los palos de sus escobas.

Me gustaría recordaros una de las más hermosas azoras del Sagrado Corán, la de la Caverna. No porque en este bonito café haya entre nosotros ignorantes que no hayan leído el Sagrado Libro, sino para refrescar la memoria. Esta azora nos habla de siete jóvenes hartos de vivir entre paganos. Se refugian en una caverna y se duermen. Dios les sella los oídos y les hace dormir exactamente trescientosnueve años. Cuando se despiertan comprenden que ha pasado todo ese tiempo gracias a que uno de los siete se mezcla con la gente y ve que la moneda que posee ya no es válida; se quedan estupefactos.;Quiero recordaros, aunque no me corresponda a mí hacerlo, que en la decimoctava aleya de esta azora que habla de la dependencia del hombre de Dios, de la fugacidad del tiempo y de las delicias del sueño, se menciona que un perro estaba acostado a la entrada de la caverna donde dormían estos siete jóvenes, la llamada Caverna de los Siete Durmientes. Por supuesto, cualquiera se enorgullecería de que su nombre aparezca en el Sagrado Corán. Yo, como perro, presumo de esta azora y me digo que ojalá les dé un poco de seso a esos erzurumíes que llaman perros asquerosos a sus enemigos.

Entonces, ¿cuáles son los fundamentos de esa enemistad que se les tiene a los perros? ¿Por qué decís que los perros son impuros y por qué si un perro entra en vuestras casas lo limpiáis todo de arriba abajo y lo purificáis? ¿Por qué el que nos toca pierde su estado de pureza? ¿Por qué si un perro roza con su pelo húmedo el extremo de vuestro caftán os veis obligados a lavarlo siete veces como si fuerais mujeres enajenadas? La mentira de que si un perro ha lamido una cazuela hay que tirarla o restañarla sólo sirve de provecho a los quincalleros. Quizá también a los gatos.

Cada vez que los hombres han abandonado las aldeas, el campo y el nomadismo y se han asentado en las grandes ciudades, los perros pastores se han quedado en el pueblo y nos hemos convertido en impuros. Antes del Islam uno de los doce meses era el mes del Perro. Ahora, en cambio, los perros traen mala suerte. No quiero abrumaros con mis propios problemas, amigos que habéis venido esta noche a entreteneros con alguna historia y, de paso, extraer una moraleja. Mi furia se debe a los insultos que ese señor predicador dedica a nuestros cafés.

¿Qué pensaríais si os dijera que no se sabe quién fue el padre de este Husret de Erzurum? A veces me han dicho «Pero ¿qué tipo de perro eres tú que para proteger a tu amo, que no es más que un narrador que cuelga pinturas y cuenta cuentos en un café, te atreves a difamar a nuestro señor predicador? ¡Chist! ¡Largo de aquí!». Dios me libre de difamar a nadie. Pero me gustan mucho nuestros cafés. ¿Sabéis? No lamento que mi imagen esté dibujada en un papel tan barato ni ser un perro pero me entristece no poder sentarme con vosotros como un hombre y tomarme un café. Moriríamos por nuestros cafés y por tomar café... Pero ¿qué es esto?... Mira, mi maestro me está sirviendo café de una cafetera. No digáis que cuándo se ha visto que un dibujo tome café; mirad, mirad, el perro está tomando café a lengüetazos.

¡Ah! Qué bien me ha venido, me ha calentado el corazón, me ha agudizado la vista, ha abierto mi mente y mirad lo que se me ha venido a la cabeza. ¿Sabéis qué fue lo que el Dux de Venecia le mandó como regalo a Nurhayat Sultán, la hija de Nuestro Exaltado Sultán, aparte de balas de seda china y cerámica china decorada con flores azules? Una coqueta perrita franca de pelo de terciopelo y más suave que una marta. Esta perrita era tan delicada que hasta tenía un vestido de seda roja. Lo sé porque un amigo mío se la cepilló: la perra ni siquiera podía follar sin su vestidito. De hecho, en el país de los francos todos los perros llevan vestidos parecidos. Por ejemplo, cuentan que una mujer franca de lo más melindrosa vio un perro desnudo, o quizá le viera su cosa, no lo sé, y gritó «¡Ay, un perro desnudo!» y se cayó sin sentido.

De hecho, en el país de los infieles francos todos los perros tienen dueño. Al parecer los pasean por las calles arrastrándolos con cadenas al cuello como si fueran los más miserables de los esclavos. Dicen que además introducen a esos pobres perros en sus casas y que incluso los meten en sus camas. Y no es ya que no les permitan olfatearse y aparearse, sino ni siquiera pasear en parejas. Si se cruzan por la calle, lo único que pueden hacer esos pobres encadenados es mirarse de lejos con ojos tristes, eso es todo. No son cosas que los francos puedan comprender el que los perros paseemos en manadas y gavillas por las calles de nuestro Estambul, que cortemos el paso a placer sin conocer dueño ni amo, que nos acurruquemos en el rincón caliente que más nos apetezca, que durmamos como troncos a la sombra, que caguemos donde queramos y que mordamos a quien queramos. Quizá por eso los admiradores del predicador de Erzurum se oponen a que se les dé carne a los perros en las calles de Estambul y se rece por ellos por pura caridad y al establecimiento de fundaciones que se dedican a eso. Si su intención es convertir a los perros, además de en enemigos, en infieles, tendré que recordarles que el hecho de ser enemigo de los perros es en sí ser infiel. Cuando llegue el momento de las ejecuciones de estos canallas, momento que espero no muy lejano, quizá nuestros amigos los verdugos nos inviten a comer un pedazo de ellos como hacen a veces a modo de ejemplo.

Por último quiero contar lo siguiente: mi dueño anterior era un hombre muy justo. De noche salíamos a robar y nos repartíamos el trabajo. Cuando yo comenzaba a ladrar, él aprovechaba para cortarle la garganta a la víctima y así no se oían sus gritos. A cambio de mis servicios, troceaba a los criminales que ejecutaba, los hervía, me los daba y yo me los comía. No me gusta la carne cruda. Ojalá piense de igual manera el verdugo del predicador de Erzurum y así yo no me vea obligado a comerme cruda la carne de ese asqueroso y a estropearme el estómago.

4. Me llamarán Asesino

Si me hubieran dicho que iba a quitarle la vida a alguien, incluso en el instante inmediatamente anterior a matar a ese imbécil, no me lo habría creído. Por eso, lo que hice a vecesme parece tan lejano de mí como un galeón extranjero que se pierde en el horizonte. También a veces me siento como si no hubiera cometido ningún asesinato. Han pasado cuatro días desde que maté sin la menor intención a mi pobre hermano Donoso y ya me he acostumbrado un poco al hecho.

Me habría gustado poder solucionar la catástrofe que me había caído encima de repente sin tener que matar a nadie, pero comprendí de inmediato que no había otra solución. Lo resolví allí mismo, asumí toda la responsabilidad. No permití que se pusiera en peligro a toda la comunidad de ilustradores a causa de las calumnias de un inconsciente.

No obstante, es difícil acostumbrarse al hecho de ser un asesino. Me resulta imposible permanecer tranquilo en casa, salgo a la calle pero tampoco puedo quedarme allí, camino hasta otra y luego hasta la siguiente y al mirar las caras de la gente veo que muchos se creen inocentes sólo porque no han tenido la oportunidad de cometer un asesinato. Resulta difícil creer que la mayoría de la gente sea más moral o mejor que yo sólo por una pequeña cuestión de azar y de destino. Como mucho, el no haber cometido todavía un crimen les da un aspecto más bobo y, como todos los bobos, parecen bienintencionados. Me bastaron cuatro días paseando por las calles de Estambul después de matar a ese pobrecillo para comprender que cualquiera con un brillo de inteligencia en la mirada o la sombra de su espíritu reflejándose en su rostro era un asesino en secreto. Sólo los bobos son inocentes.

Por ejemplo, esta noche. Estaba en un café en una callejuela detrás del mercado de esclavos dedicado a calentarme con mi café y a mirar la imagen de un perro que había en la parte de atrás riéndome con lo que contaba como todos los demás, cuando me poseyó la sensación de que el tipo que se sentaba a mi lado era un asesino, como yo. El también se reía con lo que contaba el narrador, pero quizá fuera porque su brazo estaba fraternalmente junto al mío o por la agitación nerviosa de sus dedos sosteniendo la taza, no lo sé, el caso es que decidí que se trataba de alguien de mi calaña y me volví de repente y le miré fijamente a la cara. Se asustó al instante y pareció presa de la confusión. Cuando la gente ya se iba, un conocido le cogió del brazo y le dijo:

—La gente del maestro Nusret no tardará en atacar esto.

El otro le ordenó silencio con la mirada y un movimiento de las cejas. Su miedo se me contagió. Nadie confía en nadie, todo el mundo espera alguna bajeza del prójimo.

El tiempo había refrescado mucho más y la nieve había cuajado bastante elevándose en las esquinas y al pie de los muros. En la negra oscuridad mi cuerpo sólo podía encontrar su camino a tientas por las estrechas calles. A veces se filtraba al exterior la pálida luz de algún candil todavía encendido en algún lugar en el interior de casas de postigos bien cerrados y ventanas cubiertas con maderas negras y se reflejaba en la nieve, pero en general no había la menor luz, no veía nada y sólo podía orientarme prestando atención a los golpes que los serenos daban con sus bastones en los adoquines, a los aullidos de enloquecidas manadas de perros y a los gemidos que surgían de las casas. A veces, en mitad de la noche, las estrechas y terribles calles de la ciudad se iluminaban con una luz prodigiosa que parecía surgir de la misma nieve y yo creía ver en la oscuridad, entre los escombros y los árboles, los fantasmas que han convertido Estambul en una ciudad funesta desde hace siglos. A veces surgía de las casas el ruido de sus infelices habitantes, o tosían sin cesar, o se sorbían los mocos, o chillaban gimiendo en sueños, o maridos y mujeres intentaban estrangularse mientras sus hijos lloraban a su lado.

Había ido a ese café un par de noches para entretenerme escuchando al cuentista y para recordar lo feliz que era antes de convertirme en asesino. La mayoría de mis hermanos ilustradores, con los que me he pasado la vida, va todas las noches. Pero desde que me he cargado a ese imbécil con el que pintaba desde que éramos niños ya no quiero ver a ninguno de ellos. Hay muchas cosas que me avergüenzan en las vidas de mis hermanos, que no pueden estar sin verse ni sobrevivir sin sus cotilleos, y en el ambiente de diversión infame de este lugar. Incluso le hice un par de pinturas al cuentista para que no pensara que le miraba por encima del hombro y me hiciera blanco de sus pullas, pero no creo que eso baste para refrenar su envidia.

Tienen razón en sentir envidia. Nadie supera mi maestría mezclando colores, trazando márgenes, en la composición de la página, en la selección de temas, en dibujar rostros, en situar multitudinarias escenas de guerra y caza, en representar animales, sultanes, bajeles, caballos, guerreros y amantes, en verter en la pintura la poesía del alma, e, incluso, en los dorados. No os lo cuento por presumir, sino para que me comprendáis. Con el tiempo la envidia se convierte en un elemento tan imprescindible de la vida de un maestro ilustrador como la pintura.

A veces,a mitad de una de mis caminatas, que se van alargando a causa de mi inquietud, mi mirada se cruza con la de algún correligionario puro e inocente y de repente se me ocurre una extraña idea: si en ese momento pensara que soy un asesino, el otro podría leérmelo en la cara.

Y así me obligo rápidamente a pensar en otras cosas; de la misma manera que en los años de mi primera juventud me esforzaba en no pensar en mujeres mientras rezaba retorciéndome de vergüenza. Pero al contrario de lo que ocurría en aquellas crisis de adolescencia en que no me era posible apartar de mi cabeza la idea de la copulación, ahora puedo olvidar el crimen que he cometido.

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