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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

Luminoso (5 page)

BOOK: Luminoso
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Tuve que esforzarme para apartar la irresistible sensación de asco que sentía. Largo había decido joderse la cabeza. Era problema suyo. Algunos de los adictos a Madre harían lo mismo, pero una nueva hornada de veneno para competir con la basura de los laboratorios clandestinos no era lo que se dice una tragedia nacional.

—He vivido treinta años como alguien a quien despreciaba. Era demasiado débil para poder cambiar, pero nunca perdí de vista lo que quería llegar a ser. Solía preguntarme si habría sido menos despreciable, menos hipócrita, si me hubiese resignado ante mi propia debilidad, ante mi propia corrupción. Pero nunca lo hice.

—¿Y cree que ha borrado su antigua personalidad tan fácilmente como los archivos de su ordenador? ¿Y ahora qué es? ¿Un santo? ¿Un ángel?

—No. Pero soy exactamente quien quiero ser. Con los Caballeros Grises no se puede ser otra cosa.

Exaltado por la rabia me mareé un poco. Me recompuse contra los barrotes de mi jaula.

—Así que se ha hurgado en el cerebro y se siente mejor —dije—. ¿Y va a seguir viviendo en esta selva de pega el resto de su vida, colaborando con traficantes, engañándose con que ha alcanzado la redención?

—¿El resto de mi vida? Podría ser. Pero estaré atento a ver qué pasa en el mundo. A la espera.

Casi me atraganto.

—¿A la espera de qué? ¿Piensa que su conducta se extenderá más allá de un puñado de yonquis con daños cerebrales? ¿Cree que los Caballeros Grises se van a extender por todo el planeta y lo van a transformar en algo irreconocible? ¿O es que me ha mentido y el virus sí es infeccioso?

—No. Pero le da a la gente lo que quiere. Cuando lo hayan entendido, lo buscarán.

Me quedé mirándole con lástima.

—Lo que la gente quiere es comida, sexo y poder. Eso no va a cambiar nunca. ¿Se acuerda del pasaje que subrayó en
El corazón de las tinieblas
? ¿Cómo lo interpretaba? En el fondo, sólo somos animales con unas cuantas motivaciones simples. Todo lo demás no son «más que briznas de paja arrastradas por el viento».

Largo se encogió de hombros, como si tratara de acordarse de la cita, y luego asintió lentamente.

—Sabe de cuántas maneras distintas se puede configurar un cerebro humano normal? No le estoy hablando de una red neuronal arbitraria del mismo tamaño, sino de un cerebro de
Homo sapiens
que funciona de verdad, moldeado por la embriología y la experiencia. Hay unas diez elevado a diez millones de posibilidades. Un numero enorme: da para distintas personalidades, múltiples talentos, más que suficiente para codificar las huellas de muchas vidas.

»¿Pero sabe lo que hacen los Caballeros Grises con ese número? Lo vuelven a multiplicar por la misma cifra. Permiten que la parte de nosotros que estaba fija, atada a la «naturaleza humana», sea tan distinta de una persona a otra como los recuerdos de toda una vida.

»Claro que Conrad tenía razón. Cada palabra de ese pasaje era cierta... cuando fue escrito. Pero ahora se queda corto. Porque ahora es toda la naturaleza humana lo que no es «más que briznas de paja arrastradas por el viento». «El horror», el corazón de las tinieblas, no es «más que briznas de paja arrastradas por el viento». Todas las «verdades eternas», todas las tristes y hermosas revelaciones de todos los grandes escritores, desde Sófocles a Shakespeare, no son «más que briznas de paja arrastradas por el viento».

Tumbado en mi camastro escucho las cigarras y las ranas y me pregunto qué va a hacer Largo conmigo. Si no se veía a sí mismo capaz de matar, no me mataría; aunque sólo fuera para reforzar sus delirios de autocontrol. Tal vez se limitaría a dejarme tirado en el perímetro del centro de investigación. Allí podría explicarle a Madeleine Smith cómo el piloto de las fuerzas aéreas colombianas contrajo un virus de El Nido en pleno vuelo, y cómo yo, con valentía, intenté tomar el control del aparato.

Le di vueltas al incidente en la cabeza, intentando que mi historia fuera convincente. El cuerpo del piloto no se iba a recuperar nunca; los detalles forenses no tenían que cuadrar.

Cerré los ojos y me vi rompiéndole el cuello. La misma punzada de remordimiento me recorrió el cuerpo. Me la quité de encima malhumorado. Lo había matado —y a la chica, unos días antes— y a muchos otros en el pasado. La Compañía prácticamente se había deshecho de mí. Porque era conveniente y porque era posible. Así funcionaba el mundo: el poder siempre se iba a ejercer, las naciones subyugarían a las naciones, los débiles siempre serían masacrados. Todo lo demás era una fantasía piadosa. A unos cien kilómetros, las milicias colombianas así lo demostraban una vez más.

¿Pero y si Largo me había infectado con su propia versión de Madre? ¿Y si todo lo que me había contado sobre ella era cierto?

Los Caballeros Grises sólo se activaban si uno quería. Todo lo que tenía que hacer para permanecer ileso era elegir ese destino. Desear sólo ser exactamente quien era: un asesino que siempre había sabido que se enfrentaba a la verdad más profunda. Que abrazaba el salvajismo y la corrupción, porque, a fin de cuentas, no quedaba otra opción.

Los seguía viendo delante de mí: al piloto, a la chica.

Tenía que no sentir nada —y desear no sentir nada— y tenía que seguir eligiéndolo, una y otra vez.

O todo lo que era se desintegraría como un castillo de arena y desaparecería.

Uno de los guardias eructó y escupió en la oscuridad.

La noche se extendía ante mí como un río que ha extraviado su cauce.

Eva mitocondrial

Con perspectiva, puedo precisar la fecha en que comenzó mi implicación en las Guerras de los Ancestros: el sábado 2 de junio de 2007. Esa fue la noche que Lena me arrastró a los Hijos de Eva para que me mitotipificaran. Habíamos salido a cenar y eran casi las doce, pero las oficinas de secuenciación estaban abiertas las veinticuatro horas del día.

—¿No quieres saber qué lugar ocupas en la familia de la humanidad? —me preguntó, clavando sus ojos verdes en mí, risueña pero seria—. ¿No quieres saber qué sitio ocupas exactamente en el Gran Árbol?

La respuesta sincera hubiera sido: «¿A quién en su sano juicio le podría importar?». Pero sólo nos conocíamos desde hacía unas cinco o seis semanas; todavía no me sentía lo bastante a gusto con la relación para ser tan directo.

—Es muy tarde —dije con tiento—. Y sabes que tengo que trabajar mañana.

Seguía luchando por sacar adelante las asignaturas del posdoctorado de física y me ganaba la vida dando clases particulares a los licenciados y haciendo todas las tareas insignificantes y tediosas que los académicos numerarios solicitan de sus esclavos. Lena era una ingeniero de comunicaciones y a sus veinticinco años, mi misma edad, ya llevaba cuatro años teniendo trabajos serios bien pagados.

—Siempre tienes que trabajar. ¡Venga, Paul! Serán quince minutos.

Habríamos tardado el doble de tiempo en discutirlo. Así que me dije a mí mismo que no podía hacerme daño y la seguí hacía el norte por las relucientes calles de la ciudad.

Era una noche de invierno suave; había parado de llover, el viento estaba en calma. Los Hijos tenían un imponente y elegante edificio en el centro de Sydney, la zona más cara de la ciudad, un despliegue ostentoso de la riqueza del movimiento. UN MUNDO, UNA FAMILIA, decía el cartel luminoso colocado sobre la entrada. Tenían oficinas en más de cien ciudades (aunque el nombre de Eva se adecuaba a la cultura del sitio donde estuviera, desde Sakti en algunas partes de la India a Ele'ele en Samoa) y había oído que los Hijos estaban preparando unos secuenciadores tipo máquina expendedora para conseguir aun más adeptos.

El vestíbulo estaba presidido por un busto holográfico de la mismísima Eva mitocondrial, que montada sobre un pedestal de mármol miraba orgullosa por encima de nuestras cabezas. El artista había creado una versión de nuestra bisabuela número diez mil sorprendentemente hermosa. Una impresión subjetiva, sin duda alguna, pero no me pareció que sus rasgos finos y simétricos, su salud radiante y su mirada resuelta se prestaran mucho a las sutilezas de la interpretación. Los botones estéticos que se pulsaban eran evidentes más allá de toda duda: guerrera, reina, diosa. Y tuve que admitir que sentí una extraña e involuntaria sensación de orgullo al verla... como si su porte regio y sus ojos fieros nos ennoblecieran a mí y a todos sus descendientes de algún modo... como si la «personalidad» de toda la especie, nuestro potencial para la virtud, en cierto sentido dependiera de tener al menos un antepasado capaz de protagonizar un documental de Leni Riefenstahl.

Esta Eva, por supuesto, era negra, pues había vivido en el África subsahariana hace unos 200.000 años, pero casi todo lo demás acerca de ella eran conjeturas. Había oído a algunos paleontólogos quejarse de las facciones demasiado modernas, nada compatibles con ninguna de las escasas evidencias fósiles del aspecto de sus contemporáneos. Pero claro, si los Hijos hubiesen elegido como símbolo de su humanidad universal unos cuantos fragmentos de cráneo fracturado de color marrón del río Orno en Etiopía, seguro que el movimiento habría desaparecido sin dejar rastro. Y puede que pensar en la belleza de su Eva como en un símbolo del fascismo sólo fuera mala fe por mi parte. Los Hijos ya habían convencido a más de dos millones de personas para que reconocieran, de forma explícita, una ascendencia común que trascendía sus propias diferencias superficiales en el físico. Este principio en el que todos teníamos cabida parecía echar por tierra cualquier argumento que conectara su obsesión por el «linaje» con nada indeseable.

—¿Sabes que los mormones la bautizaron a título póstumo el año pasado? —dije girándome hacia Lena.

—¿Qué más da? —dijo indulgente, quitándole hierro a la apropiación—. Esta Eva pertenece a todo el mundo por igual. A cualquier cultura, a cualquier religión o a cualquier filosofía. Todo el mundo puede reclamarla como suya; no la rebaja lo más mínimo.

Se quedó mirando el busto con admiración, casi con reverencia.

«La semana pasada se tragó cuatro horas de películas de los hermanos Marx conmigo; más aburrida que una ostra, pero sin quejarse. Así que puedo hacerlo por ella. ¿No?» Parecía un simple toma y daca, y tampoco es que me estuviera pidiendo que me hiciera un corte de pelo ridículo o un tatuaje.

Llegamos a la sala de secuenciación y entramos.

Estábamos solos, pero una voz incorpórea surgió del ambiente de anfibios en peligro de extinción y nos pidió que esperásemos. La habitación estaba lujosamente enmoquetada, con un sofá circular colocado en el centro. Las paredes estaban decoradas con obras de todo el mundo, desde un cuadro de puntos de la Tierra de Arnhem sin firma a un póster de Francis Bacon. El texto explicativo que había debajo era preocupante: terrible palabrería jungiana acerca de las «imágenes primordiales universales» y el «subconsciente colectivo». Refunfuñé un poco, pero cuando Lena me preguntó qué pasaba me limité a negar con la cabeza y me hice el inocente.

Un hombre que vestía pantalón blanco y una chaqueta corta también blanca salió de una puerta camuflada, empujando un carrito lleno de artilugios increíblemente minimalistas que me hicieron pensar en costosos aparatos de música escandinavos. Nos saludó a los dos utilizando el término «primo», y tuve que aguantarme la risa. La insignia de su chaqueta llevaba su nombre, Primo André, un pequeño holograma reflectante de Eva y una secuencia de letras y números que identificaba su mitotipo. Lena tomó las riendas y le explicó que ella era miembro y que me había traído para que me secuenciaran.

Después de pagar la cuota (cien dólares, lo que acababa con mi presupuesto recreativo para los tres meses siguientes) dejé que Primo André me punzara el pulgar y extrajera una gota de sangre que dejó caer en una almohadilla absorbente de color blanco, que a su vez introdujo en una de las máquinas del carrito. Siguieron una serie de suaves zumbidos que transmitían una tranquilizante sensación de ingeniería de precisión en funcionamiento. Lo que era raro, porque había visto anuncios de aparatos similares en
Nature
que se jactaban de no tener ningún tipo de piezas mecánicas.

Mientras esperábamos los resultados la luz de la habitación se atenuó y apareció un holograma enorme, proyectado desde la pared que teníamos delante: el micrográfico de una única célula viva. ¿De mi propia sangre? Lo más probable es que no fuera de nadie; simplemente una animación fotorrealista convincente.

—Cada célula de su cuerpo —explicaba Primo André— contiene cientos de miles de mitocondrias: diminutas centrales eléctricas que extraen energía de los carbohidratos.

La imagen se acercó hasta un orgánulo traslúcido con forma de varilla y de bordes redondeados, parecido a una cápsula medicinal.

—La mayoría del ADN de cualquier célula se encuentra en el núcleo y proviene de ambos padres, pero también hay ADN en las mitocondrias, que se hereda sólo de la madre. Por lo que es más fácil utilizar ADN mitocondrial para rastrear la ascendencia.

No entró en detalles, pero había oído la teoría completa en varias ocasiones, empezando por la clase de biología de instituto. Gracias a la recombinación —el intercambio aleatorio de fragmentos de ADN entre las parejas de cromosomas previo a la creación del esperma y los óvulos—, todo cromosoma era portador de genes perfectamente enlazados que provenían de decenas de miles de ancestros distintos. Desde una perspectiva paleogenética, analizar el ADN nuclear era como tratar de dar sentido a unos «fósiles» que se hubieran creado a base de pegar fragmentos de hueso escogidos de diez mil personas distintas.

El ADN mitocondrial no se encontraba en parejas de cromosomas sino en diminutos bucles llamados plásmidos. Había cientos de plásmidos en cada célula, pero todos eran idénticos y todos provenían únicamente del óvulo. Descontando las mutaciones —una cada 4.000 años más o menos—, tu ADN mitocondrial era exactamente el mismo que el de tu madre, tu abuela materna, tu bisabuela y así sucesivamente. También era exactamente igual al de tus hermanos, tus primos hermanos maternos, tus primos segundos, tus primos terceros... hasta que las distintas mutaciones que afectaban a los plásmidos al cabo de unas 200 generaciones acababan por imponer algún tipo de variación. Pero teniendo en cuenta que hay 16.000 pares base de ADN en cada plásmido, incluso las cerca de cincuenta mutaciones producidas desde la misma Eva no significaban mucho.

El holograma se disolvió y pasó del micrográfico a un diagrama multicolor de líneas bifurcadas, un árbol familiar gigante que empezaba en un simple vértice etiquetado con la ubicua imagen de Eva. Cada una de las bifurcaciones del árbol indicaba una mutación que separaba la herencia de Eva en dos versiones ligeramente distintas. En la parte inferior, los extremos de los cientos de ramas mostraban una variedad de rostros tanto de hombre como de mujer; no podría decir si eran personas reales o composiciones, pero cada uno se suponía que representaba un grupo diferente de primos maternos en (aproximadamente) el ducentésimo grado, los cuales compartían un mitotipo: su propia y modesta variación del mismo tema común de 200.000 años.

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