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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Llévame a casa (9 page)

BOOK: Llévame a casa
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Y por las noches, las dos acuden a mi mente. Se conjuran, se pelean por acaparar mis pensamientos. La primera y la última. Las únicas mujeres que han entrado en mi vida y en mi cama. Sus voces resuenan con ecos en mi cabeza. Sus miradas, sus cuerpos, sus sexos. Todo vuelve para martirizarme.

Los días pasan. Las noches son crueles. Cada vez más largas. Mi cabeza no puede más. Creo que estallará de un momento a otro. Igual que mi pecho inflado de angustia. Los turnos van cambiando, fomentando mi insomnio. Las ojeras crecen bajo mis ojos, sus órbitas enrojecen. Pierdo peso y mis costillas dibujan un bajorrelieve en la piel de mi torso. Quince años después vuelvo a perder el rumbo. También entre pasillos de hospital. Pero ahora nadie pensaría que yo puedo ser la enferma. Siempre soy yo la que cura las heridas pero, ¿quién sanará las mías?

Tumbada en la cama, la habitación en penumbra, las luces de las farolas se cuelan por entre las rendijas de la persiana. Juanjo sigue abajo, encerrado en su despacho. Desearía que pasase toda la noche en él, que no viniera a esta cama, que no tuviera que sentir su contacto, su piel, su respiración. Desearía desaparecer, desintegrarme, que no quedase ningún rastro de mí sobre esta cama, ni en la vida de quienes me conocen. Me gustaría desaparecer y que nadie recordarse que alguna vez existí en el mismo mundo que ellos. Rota mi memoria, ahogado mi dolor. Flotar en un limbo de olvido. No ser. No sentir.

Oigo que Juanjo sale del despacho. Escucho sus pasos subiendo cada peldaño de la escalera y lo hago con temor, con el miedo de que el peligro acecha, se acerca, me atrapa. Asesino de mi vida emocional tanto como yo. Verdugo de un castigo que yo misma me impuse. Le veo entrar en la habitación. Finjo dormir. Él entra en el cuarto de baño. Orina, se lava los dientes, la cara, siempre tan insoportablemente metódico. Sale apagando la luz. Enciende la lamparita de la mesita de noche que hay en su lado de la cama. Coge el pijama y se lo pone con lentitud y parsimonia. Se mete en la cama y apaga la lamparita. Pero esta noche no me da la espalda como todas las noches. Esta noche no.

Se pega a mí. Rodea mi cintura con su brazo, introduce la mano por debajo del elástico de mis bragas. Noto su sexo duro creciendo contra mis nalgas. Continúo intentando fingir que estoy profundamente dormida. Pero él sigue avanzando. Le rechazo sin convicción, como entre sueños. No sirve de nada.

Empieza a intentar quitarme la ropa. Dejo de fingir que duermo y me revuelvo violentamente en la cama. El corazón me late a mil. Él se sorprende, casi se asusta.

¿Qué coño te pasa? ¡No me toques!, le chillo. ¡Suéltame! ¡No me toques! ¡Pero bueno, soy tu marido, tengo derecho a follar contigo! ¡Fóllate a alguna de tus zorras! ¡A mí déjame en paz! ¡No me toques! Me levanto de la cama y enciendo la luz. ¡No me toques más! ¡No quiero que me toques más! Juanjo me mira incrédulo, ridículo con el pene erecto emergiéndole por la abertura del pantalón del pijama. Luego se vuelve cruel. ¿Pero qué te pasa? ¿Te has vuelto loca? Mírate, eres una histérica, una desquiciada. Se levanta de la cama. El miedo me hace salir de la habitación y correr escaleras abajo.

Me encierro con llave en el despacho. Me siento en el suelo, tras la enorme mesa, abrazándome las piernas. Oigo sus gritos cada vez más lejanos, sus golpes en la puerta resuenan muy débiles en mi cabeza. Sin embargo, mis lágrimas salen con más fuerza. Me siento morir con cada una de ellas. Creo que estoy gritando.

Los golpes cesan, los gritos también. Mi llanto no. No puedo parar. No puedo moverme. Sé que Juanjo sigue al otro lado de la puerta. Tengo miedo. No quiero salir. No quiero salir. No quiero salir.

Me incorporo casi a rastras. Dejo caer mi cuerpo agarrotado sobre el sillón de cuero. Alargo mi mano hasta que alcanzo la caja de kleenex que hay en una esquina de la mesa. Seco mis ojos, mis mejillas, mi boca. Descargo mi nariz. Miro a mi alrededor sin acabar de reconocer lo que veo. Todo me resulta tan extraño… Esta no es mi casa. Esta no es mi casa.

Veo mi mano descolgar el auricular del teléfono. La veo pulsar un número tras otro. Las nueve cifras memorizadas a golpes de recuerdo y ansiedad. Mientras oigo como suena cada llamada vuelvo a llorar, más desesperada, más cansada, más desgarrada que nunca…

Al otro lado descuelgan. Su voz somnolienta pero asustada por lo extraño de la hora contesta: ¿Sí? Dígame. ¿Quién es?

Y yo sólo lloro.

¿Quién es? vuelve a preguntar.

Y mi llanto desconsolado por toda respuesta.

¿Quién es? ¿Quién es? ¿Quién es? La pregunta resuena, se amplifica, me culpabiliza más todavía.

¿Quién es? ¿Quién es? ¿Quién es? Ojalá lo supieras. Ojalá pudieras adivinarlo. Ojalá pudieras recibirme de nuevo en tu vida.

Cuelgo el teléfono sin dejar de llorar. Soy yo, cariño. Te quiero.

Aún te quiero.

III
Flores en la ventana
JOSE

Jose barría el suelo de la tienda con desidia. Tenía ganas de salir ya, quitarse aquella maldita bata blanca y no volver hasta el lunes. Esperaba que a su jefe no le diese por hacerle quedarse más tiempo. Ya había echado comida en todos los acuarios, alpiste en los comederos de las jaulas, pienso para perros, gatos y conejos, agua en los recipientes. Todo estaba en perfecto orden.

Unos golpes sonaron en el cristal. Tras él le esperaba Chus. Una abierta sonrisa de blancos dientes decoraba su rostro. El casco le colgaba del brazo. La moto esperaba tras él, junto a uno de los árboles de la calle. Asintió con la cabeza y le correspondió con otra sonrisa. Ahora mismo salía. Recogió la basura y guardó cepillo y recogedor en el almacén. Se quitó la bata, se puso su cazadora y se acercó al cuartito que hacía las veces de despacho. Su jefe estaba inclinado sobre la mesa, mirando absorto unos papeles. La única luz que iluminaba la estancia, proveniente de un pequeño flexo, se reflejaba en su calva haciéndola brillar.

—Hilario, que me voy —anunció tras dar un par de golpes en el marco de la puerta abierta.

Su jefe miró el reloj de pulsera como si no creyera que fuese ya la hora de irse, cuando en realidad hacía rato que la habían sobrepasado con creces.

—Ah, vale —le dijo en tono indiferente—. Mañana tú no vienes, ¿no? —le preguntó, a sabiendas de que la respuesta sería negativa. Parecía que los jefes siempre se olvidaban de los días libres que concedían cuanto más se acercaban.

—Bien —dijo ya sin mirarle, volviendo a fijar la vista en sus importantes papeles—. Hasta el lunes.

—Hasta luego —respondió Jose dándose la vuelta. Salió por la puerta del almacén. Al otro lado estaba Chus, que le recibió con un fuerte abrazo.

—Feliz aniversario —le dijo con su cara de niño bueno y su franca sonrisa mirándole a los ojos con dulzura.

—Dos años —respondió él.

—Sí, dos años —suspiró sin dejar de mirarle.

Se quedaron así unos instantes, disfrutando del momento. Dos años juntos. Los mejores de su vida.

—Bueno, vamos —dijo Chus moviéndose hacia la moto, conteniendo a duras penas la emoción mientras se ponía el casco.

Jose se puso el otro y arrancaron. En diez minutos llegaron a su casa. Brando les recibió con sus habituales saltitos. Enfilaron el pasillo en dirección al salón, Jose delante, Chus detrás haciéndole cucamonas al perro, que estaba cada vez más entusiasmado de que alguien le prestase atención.

Encontraron a Silvia cenando frente al televisor. Chus se acercó a ella a darle un cariñoso beso en la mejilla mientras le revolvía el pelo.

—¡Buenas! —saludó—. ¿Qué tal tu primera semana de curro? ¿Cómo sienta eso de volver al tajo después de estos meses de asueto? —preguntó sentándose en el brazo del sofá. Silvia resopló divertida.

—¡Horrible! Creo que he perdido la costumbre de madrugar. Pero vamos, en general bien. Y será mejor cuando cobre el primer sueldo —rio—. ¿Vosotros qué tal?

—Bien, bien. Ya te ha dicho Jose que nos vamos a una casa rural de la sierra a pasar el finde, ¿no?

—Sí, sí. ¿Lleváis vosotros el champán o habéis llamado para que os lo vayan metiendo en un cubo de hielo?

—Seguro que lo compramos por el camino, conociendo su despiste… —gritó Jose desde el pasillo. Chus asintió con la cabeza riendo por lo bajo.

—¿Y el pedazo de mujer que tienes por novia dónde anda? —preguntó a continuación.

—Debe de estar al llegar. Hemos quedado para tomarnos una copa con Inma y Marga.

—Pues nosotros sólo venimos a por las cosas de este capullín, que ha olvidado llevárselas esta mañana al trabajo.

—Otro despistado. No, si al final va a ser cierto lo de que sois tal para cual —bromeó.

—¡Niña! ¿Acaso lo dudabas? —le siguió el juego Chus poniéndose en pie y fingiendo ofenderse.

—Yo ya estoy —anunció Jose desde la puerta—. ¿Nos vamos?

—Sí, venga —Chus se inclinó a darle un beso a Silvia, Jose se acercó para hacer lo mismo—. Pásalo bien.

—Eso. Y no hagas nada que yo no hiciera —añadió Jose.

—O sea, que tengo vía libre, ¿no? —soltó ella junto a una gran carcajada.

—Claro, cielo —le contestó—. Venga, muévete —apremió a Chus—. ¡Ciao!

—Adiós.

Salieron del piso y comenzaron a bajar las escaleras.

—Oye, ¿tú cómo ves a Silvia? —le preguntó Jose a su novio.

—Bien, ¿por qué? —respondió Chus sin entenderle.

—Es que estoy un poco preocupado por ella.

—¿Y eso?

—No sé, toda su historia con Ángela… No sé si te lo conté, el viernes pasado salió con ella, bueno, como siempre. Yo pensé que no vendría a dormir y a eso de la una llega a casa con cara de haber llorado. Creí que había pasado algo entre ellas, que lo habían dejado o algo así…

—¿Y qué pasaba?

—Pues nada, resulta que venía pedo. Se sentó a mi lado y me abrazó llorando. Le pregunté qué pasaba y lo único que decía era: «No quiero enamorarme, Jose, no quiero enamorarme».

—Buenooo —respondió Chus alargando la o—. Eso es que ya lo está.

—Eso pensé, que ya son muchos años con ella… —Abrió la puerta del portal—. El caso es que no sé yo cómo acabará esto. Conociendo a Silvia sé que terminará explotando tarde o temprano.

—Estará asustada. A la gente le pasa. Cuando ven que no pueden controlar sus sentimientos les da el ataque de pánico. Y teniendo en cuenta cómo lo pasó por culpa de la otra zorra es normal que tenga miedo. Ha sido mucho tiempo de estar muy jodida…

Alguien venía hacia ellos. Era Ángela. Los dos se sorprendieron y se miraron el uno al otro, no muy seguros de cuánto podía haber escuchado.

—Hola, chicos —les saludó y se acercó para darles un par de besos a cada uno—. ¿Qué tal? ¿Os vais ya de celebración?

—Sí —le respondió Chus—, a ver si no llegamos muy tarde.

—Vas a subir, ¿no? Espera que te abro —repuso Jose sacando las llaves del bolsillo y acercándose al portal.

—Gracias, Jose —le respondió Ángela adelantándose hasta él y entrando—. Bueno, pues nada, no os entretengo más. Pasadlo bien. Ya nos vemos otro día.

Ángela penetró en el portal encendiendo la luz. Ambos la observaron mientras se perdía escaleras arriba.

—Joder, la verdad es que entiendo a Silvia —apuntó Chus—. Si yo fuera lesbiana también me enamoraría de ella.

Jose se rio y le dio una colleja.

—Anda, vámonos, que no vamos a llegar nunca.

Tardaron un par de horas en llegar a su destino. Cuando se bajaron de la moto les dolían los riñones y las piernas de haber estado manteniendo el equilibrio sobre ella durante tanto tiempo. No obstante el dolor desapareció en cuanto entraron en la casita que habían alquilado. La mesa estaba puesta y dos candelabros enarbolaban sus correspondientes velas a la espera de ser encendidas. Jose miró a su novio sin poder ocultar la sorpresa de su rostro.

—He venido esta tarde antes de ir a buscarte —anunció. Luego se acercó hasta una cubitera metálica y sacó una botella que goteó irremisiblemente—. El hielo se ha derretido pero el champán aún está frío. Y tomaremos una cena fría también, lo siento, pero no se me ocurría qué otra cosa hacer —le explicó algo compungido.

Jose se acercó a él pegando los labios de Chus a los suyos con fuerza.

—Te quiero —fue lo único que dijo.

Unas horas después, ya en la cama, se miraban con ojos tiernos. Chus, tumbado sobre el costado, se apoyaba en su brazo para poder ver mejor a Jose. Las velas aún estaban a medio consumir y les quedaba por delante todo el fin de semana para disfrutar el uno del otro.

—Aún no te he dado tu regalo —anunció Chus con una sonrisa.

—¿Nos los damos ahora? —preguntó Jose con apuro haciendo ademán de levantarse—. El tuyo lo tengo en la mochila.

Chus le cogió de la muñeca y le retuvo en la cama.

—Espera, luego —dijo conciliador—. Yo lo tengo aquí. Se giró hacia la mesita de noche y abrió el cajón. Jose se maravilló de nuevo. Lo había preparado todo hasta el más mínimo detalle. Cuando Chus se volvió hacia él, vio que sostenía un pequeño estuche de terciopelo negro en la mano. Por el tamaño pensó que podría ser un reloj. Lo cogió con ilusión y curiosidad. Al abrirlo y ver lo que había dentro no supo cómo reaccionar. A decir verdad, durante un momento casi no pudo creer que aquello significara lo que parecía. El estuche contenía un juego de llaves prendidas en un llavero con dos símbolos masculinos entrelazados. Miró a Chus esperando que dijera algo. Éste sonreía con timidez.

—Sabes lo que quiere decir, ¿no? —le preguntó.

—Sí… —respondió nervioso—. Yo… Imagino que tú…

—Jose, quiero que te vengas a vivir conmigo —dijo Chus solemnemente. Al ver que no decía nada, prosiguió—. No espero que me contestes ahora mismo. Ya sé que es algo que tienes que pensar. Tómate tu tiempo. Mientras, quiero que te quedes con las llaves. Así no tendrás que esperar en la calle cuando vengas a casa y yo me retrase…

Jose asintió y tragó saliva.

—No sé qué decir… No me lo esperaba… —balbuceó visiblemente emocionado cogiendo el manojo de llaves.

—Me lo imagino —sonrió—. Piénsatelo, no hace falta que me des una respuesta ahora. Quiero que estés seguro. A mí no me importa esperar el tiempo que haga falta.

Aún con las llaves en la mano, Jose le abrazó con fuerza. La emoción le oprimía el pecho y se sabía a punto de llorar.

—Eres lo mejor que me ha pasado nunca —le susurró al oído.

El domingo por la noche volvieron a la ciudad. No habían vuelto a hablar del tema de vivir juntos. Chus, como dijo, no quería presionarle, y Jose aún estaba digiriendo la proposición. Se sentía como en las nubes. Tenía veintiocho años y un trabajo en el que cada vez estaba más a disgusto y que sólo aguantaba porque estaba fijo, situación cada vez más difícil de encontrar en el mercado laboral. Su vida no difería mucho de la de la gente de su edad, de la de muchos de sus amigos. Tenía un trabajo, compartía piso y tenía pareja. Todo normal. Y ahora, de repente, se le planteaba la posibilidad de completar esa normalidad con la convivencia en pareja.

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