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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (124 page)

BOOK: Las benévolas
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Me despertó un fuerte golpe en una bota. Todavía era de noche. Varias siluetas nos rodeaban y veía relucir el acero de las metralletas. Una voz cuchicheaba en tono brusco:
«Deutsche? Deutsche?».
Me senté y la silueta retrocedió: «Perdón, Herr Offizier», dijo una voz con fuerte acento. Me puse de pie; Thomas ya se había levantado. «¿Sois soldados alemanes?», preguntó, también en voz baja.—
«Jawohl,
Herr Offizier». Se me iban haciendo poco a poco los ojos a la oscuridad: distinguí en los gabanes de aquellos hombres distintivos SS y placas azules, blancas y rojas. «Soy un Obersturmbannführer de las SS», dije en francés. Una voz exclamó: «¿Has visto, Roger? ¡Si habla francés!». El primer soldado me contestó: «Lo sentimos, Herr Obersturmbannführer. No los habíamos visto bien en la oscuridad y los habíamos tomado por desertores».. —«Somos del SD -dijo Thomas, también en francés, pero con acento austríaco-. Nos cortaron el camino los rusos y estamos intentando llegar a nuestras líneas. ¿Y vosotros?». —«Oberschütze Lanquenoy, 3ª compañía 1ª, sección,
zu Befehl,
Herr Standartenführer. Estamos con la división "Carlomagno". Nos hemos quedado separados del regimiento». Eran alrededor de diez. Lanquenoy, que parecía estar al frente, nos explicó la situación en pocas palabras: les habían ordenado que abandonaran sus posiciones varias horas antes, y que se replegasen hacia el sur. El grueso del regimiento, con el que estaban intentando reunirse, debía de encontrarse algo más al este, hacia el Persante. «Al mando está el Oberführer Puaud. Todavía hay gente de la Wehrmacht en Belgard, pero la cosa está que arde».. —«¿Por qué no vais hacia el norte? -preguntó secamente Thomas-. Hacia Kolberg».. —«No sabemos, Herr Standartenführer -dijo Lanquenoy-. No sabemos nada. Hay
ruskis
por todos lados».. —«La carretera debe de estar cortada», dijo otra voz. —«¿Körlin sigue en manos de nuestras tropas?», preguntó Thomas.. —«No sabemos», dijo Lanquenoy.. —«¿Y Kolberg sigue siendo nuestro?». —«No sabemos, Herr Standartenführer. No sabemos nada». Thomas pidió una linterna e hizo que Lanquenoy y otro soldado le indicaran la zona en el mapa. «Vamos a intentar pasar por el norte y llegar a Körlin o, si no es posible, a Kolberg -dijo por fin Thomas-. ¿Queréis venir con nosotros? Si somos un grupo pequeño, podremos cruzar las líneas rusas, si se tercia. Sólo deben de estar en las carreteras y, quizá, en unos pocos pueblos». —«No es que no queramos, Herr Standartenführer. Nosotros estaríamos encantados, me parece. Pero tenemos que reunimos con los compañeros».. —«Como queráis». Thomas les pidió un arma y municiones, y se las dio a Piontek. El cielo iba blanqueando poco a poco y una espesa capa de niebla llenaba las hondonadas de la llanura, por el lado del río. Los soldados franceses nos saludaron y se alejaron por el bosque. Thomas me dijo: «Vamos a aprovechar la niebla para rodear Belgard, rápido. En la otra orilla del Persante, entre la curva del río y la carretera, hay un bosque. Iremos por ahí hasta Körlin. Luego, ya veremos». No dije nada, no me sentía con voluntad para nada. Dimos marcha atrás siguiendo la vía férrea. Las explosiones retumbaban entre la niebla, delante y a la derecha, y nos acompañaban mientras andábamos. Cuando la vía cruzaba una carretera, nos escondíamos y esperábamos unos minutos; luego, cruzábamos corriendo. A veces, oíamos también ruido metálico de correajes, de cantinas, de cantimploras que repiqueteaban: nos cruzábamos en la niebla con hombres armados, y esperábamos agazapados y al acecho, a que se alejaran, sin saber nunca si eran de los nuestros. Al sur, a espaldas nuestras, empezaba a oírse también un cañoneo; de frente, los ruidos se iban concretando, pero eran disparos y ráfagas aislados, sólo unas cuantas detonaciones, los combates debían de estar terminando. En el tiempo que tardamos en llegar al Persante, se levantó viento y empezó a levantarse la niebla. Nos alejamos de la vía y nos ocultamos entre los juncos, para observar. Habían dinamitado el puente metálico del ferrocarril y estaba caído entre las aguas grises y densas del río. Estuvimos alrededor de un cuarto de hora observándolo. Ahora ya se había levantado la niebla casi del todo, un sol frío brillaba en un cielo gris; detrás, a la derecha, Belgard ardía. No parecía haber guardia en el puente caído. «Si tenemos cuidado, podemos pasar por las vigas», dijo Thomas. Se incorporó, y Piontek lo siguió, apuntando con la pistola ametralladora que le habían dado los franceses. Desde la orilla, parecía fácil pasar, pero, una vez en el puente, resultó que las viguetas eran traidoras, húmedas y resbaladizas. Había que agarrarse al tablero por fuera, exactamente por encima del nivel del agua. Thomas y Piontek pasaron sin contratiempos. A pocos metros de la orilla, me llamó la atención mi reflejo, los movimientos de la superficie del agua lo enturbiaban y lo deformaban; me incliné para verlo mejor, me resbaló un pie y me fui a su encuentro. Me entorpecía los movimientos el largo gabán y, durante unos instantes, me hundí en el agua fría. Di con la mano en una barra metálica, me agarré a ella y me icé hasta la superficie. Piontek dio marcha atrás y me tiró de la mano para sacarme a la orilla en donde me quedé tendido, chorreando, tosiendo, rabioso. Thomas se reía y aquella risa me enfurecía más aún. La gorra, que me había metido en el cinturón antes de cruzar, estaba sana y salva; tuve que quitarme las botas para vaciarlas de agua y Piontek me ayudó a escurrir más o menos el gabán. «Daos prisa -cuchicheaba Thomas, que seguía muerto de risa-. No debemos quedarnos aquí». Me palpé los bolsillos y me topé con el libro que me había llevado y del que ya no me acordaba. Al ver las páginas empapadas y abarquilladas se me revolvió el estómago. Pero ya no tenía remedio. Thomas me estaba metiendo prisa, me lo volví a guardar en el bolsillo, me eché el gabán mojado por los hombros y seguí andando.

El frío calaba por la ropa húmeda y estaba tiritando; pero andábamos deprisa y entré un poco en calor. A nuestra espalda, chisporroteaban los incendios de la ciudad, un humo denso ennegrecía la neblina gris del cielo y velaba el sol. Durante un rato, alrededor de diez perros hambrientos y desatinados nos acosaron; nos perseguían ladrando con furia. Piontek tuvo que cortar una rama y zurrarlos para que retrocedieran. Cerca del río, el suelo estaba pantanoso, la nieve se había derretido ya y sólo unas cuantas placas indicaban cuáles eran las partes secas. Se nos hundían las botas hasta los tobillos. Se había formado un largo dique cubierto de hierba y espolvoreado de nieve, que corría a lo largo del Persante; a la derecha, al pie del talud, había zonas más pantanosas, y, luego, empezaban unos bosques, pantanosos también, y no tardamos en quedarnos bloqueados en ese dique, pero no se veía a nadie, ni a alemanes ni a rusos. Y, no obstante, había pasado gente por allí antes de nosotros; acá y acullá, caído en el bosque, con un pie o una mano enganchados en las ramas, o tendido con la cabeza colgando en la pendiente del dique, se veía algún cadáver, un soldado, o un civil que se había arrastrado hasta allí para morir. El cielo se iba aclarando, el sol pálido de finales de invierno disipaba poco a poco la neblina. Era fácil caminar por el dique y avanzábamos deprisa. Belgard había desaparecido ya. En las aguas pardas del Persante flotaban unos cuantos patos, algunos de cabeza verde, otros negros, o blancos; se ponían en movimiento de forma brusca cuando nos acercábamos, lanzando quejumbrosos trompetazos, y
alzaban
el vuelo para alejarse un poco. Enfrente, en la otra orilla del río, se extendía un bosque grande de pinos muy elevados y sombríos; a la derecha, tras el riachuelo que aislaba el dique, se veían sobre todo abedules y algunos robles. Oí un zumbido lejano: por encima de nuestras cabezas, a gran altura en el cielo verde claro, daba vueltas un avión solitario. Al ver ese aparato, Thomas se preocupó y nos condujo hacia el estrecho canal; un árbol caído nos permitió cruzarlo y llegar bajo los árboles, pero allí la tierra firme desaparecía bajo el agua. Cruzamos un prado pequeño que cubría una hierba larga y prieta, empapada y acamada; más allá, había más extensiones de agua y una cabañita de cazador, cerrada con candado, metida también en el agua. No quedaba nieve. No valía de nada ir pegados a los árboles, se nos hundían las botas en el agua y el barro, el suelo anegado estaba cubierto de hojas podridas que ocultaban zanjas. De vez en cuando, un islote de tierra firme volvía a darnos ánimos. Pero, poco después, todo era otra vez imposible, los árboles crecían en terrones aislados o en la propia agua; las lenguas de tierra entre los estanques también estaban inundadas, chapoteábamos de forma lamentable y hubo que renunciar y regresar al dique, que, por fin, fue a dar a unos campos húmedos y cubiertos de nieve blanda, pero por los que se podía andar. Volvimos a pasar a continuación por un bosque de pinos de tala, delgados, rectos y altos, con troncos rojos. El sol se colaba entre los árboles, sembrando manchas de luz por el suelo negro, casi desnudo y salpicado de placas de nieve o de musgo verde y frío. Troncos caídos y abandonados y ramas rotas estorbaban el paso entre los árboles, pero resultaba aún más difícil caminar por el barro negro de los senderos de leñador que serpeaban por el pinar, porque lo habían removido las ruedas de los carros. Iba sin resuello y, además, tenía hambre. Thomas accedió por fin a hacer un alto. Gracias al acaloramiento de la caminata, la ropa interior ya se me había secado casi del todo; me quité la guerrera, las botas y el pantalón y los puse a secar al sol, junto con el gabán, encima de un apilamiento cúbico de rollizos de pino muy bien colocados, a la orilla del camino. Puse también el Flaubert abierto, para que se secaran las hojas abarquilladas. Me encaramé, luego, a la pila de al lado, grotesco con aquella ropa interior larga; al cabo de unos minutos tenía frío otra vez y Thomas, riéndose, me dio su gabán. Piontek nos repartió unos cuantos víveres y comí. Estaba exhausto y quería echarme encima del gabán, a la pálida luz del sol, y dormir. Pero Thomas exigía que llegásemos a Körlin, porque seguía albergando esperanzas de estar en Kolberg ese mismo día. Volví a ponerme la ropa húmeda, me metí el Flaubert en el bolsillo y eché a andar detrás de él. Poco después de pasar el bosque, apareció una aldea, acurrucada en una curva del río. Nos quedamos un rato mirándola; para circunvalarla habría que haber dado un rodeo muy largo; oía ladrar a los perros, relinchar a los caballos, mugir a las vacas con ese grito largo y doloroso que lanzan cuando no las han ordeñado y tienen las ubres llenas. Pero nada más. Thomas se decidió a avanzar. Había viejas casas de labor de ladrillo, ruinosas, con tejados anchos que techaban desvanes de dimensiones generosas; habían derribado las puertas y el camino estaba cubierto de carretas volcadas, de muebles rotos, de sábanas rasgadas; de tanto en tanto, había que pasar por encima del cadáver de algún granjero o de una anciana, con disparos a quemarropa; una tormenta en miniatura muy peculiar soplaba por las callejuelas, ráfagas de plumón que se alzaban de los edredones y de los colchones destripados y que se llevaba el viento; Thomas envió a Piontek a buscar comida a las casas y, mientras lo esperábamos, me tradujo un cartel en ruso, pintado deprisa y corriendo que le colgaba del cuello a un labriego atado a media altura de un roble, con las tripas, que le habían arrancado a medias los perros, chorreándole fuera del vientre rajado:
Tenías una casa, vacas, latas de conserva. ¿Qué carajo viniste a hacer a nuestra tierra, pridurok?
El olor de las tripas me daba náuseas; tenía sed y bebí de la bomba de un pozo que aún funcionaba. Piontek volvió: había encontrado tocino, cebollas, manzanas y algunas conservas que nos repartimos por los bolsillos, pero estaba lívido y le temblaba la barbilla; no quería decirnos lo que había visto en la casa y la mirada le iba, con expresión de angustia, desde el hombre destripado a los perros que se acercaban, gruñendo, cruzando entre las volutas de plumón. Salimos de la aldea lo más deprisa que pudimos. Más allá, había extensos campos ondulados, amarillo pálido y beige bajo la nieve, seca aún. El camino circunvalaba un afluente pequeño, subía una cuesta, pasaba, a un nivel más bajo, por una opulenta granja abandonada, que tenía un bosque a las espaldas. Bajaba, luego, hacia el Persante. íbamos siguiendo la orilla, bastante escarpada; en la otra orilla, más bosques. Un afluente nos cortó el camino; tuvimos que quitarnos las botas y los calcetines y vadear, el agua estaba helada, bebí y me rocié el cuello antes de seguir. Luego venían más campos de nieve y lejos, a la derecha y en alto, las lindes de un bosque; en el mismo centro se alzaba, vacía, una torre de madera gris para la caza de patos, o quizá para disparar a las cornejas en época de cosecha. Thomas quiso cruzar a campo traviesa; enfrente, el bosque iba cuesta abajo hasta llegar al río, pero no era fácil prescindir de los caminos, el suelo se volvía traidor, había que cruzar cercas de alambre de espino, y regresamos hacia el río, que nos encontramos algo más allá. Dos cisnes discurrían por el agua y nuestra presencia no pareció espantarles en absoluto; se pararon junto a un islote y enderezaron y estiraron con un gesto prolongado y armonioso los desmesurados cuellos, luego, comenzaron a acicalarse. Volvían a empezar los bosques. Aquí había sobre todo pinos, árboles jóvenes, un bosque con el apeo de los árboles muy bien planificado, poco tupido y ventilado. Los caminos hacían que la caminata resultara más fácil. En dos ocasiones, el ruido de nuestros pasos hizo huir a unos gamos jóvenes, a los que vimos brincar entre los árboles. Thomas nos extraviaba por diversos senderos, bajo la bóveda apacible y elevada, y volvía a encontrar a intervalos regulares el Persante, nuestro hilo conductor. Un camino atajaba por un bosque pequeño de robles de poca altura, un trenzado prieto y gris de brotes y de ramas desnudas. El suelo, bajo la nieve, estaba alfombrado de hojas secas y pardas. Cuando me volvía la sed, me llegaba hasta el Persante, pero muchas veces el agua de la orilla estaba estancada. Nos íbamos acercando a Körlin; me pesaban las piernas, me dolía la espalda, pero también por esta zona eran fáciles de transitar los caminos.

En Körlin el combate estaba en todo su apogeo. Agazapados en la linde del bosque, mirábamos cómo unos carros de combate rusos, dispersos por una carretera que pasaba a un nivel algo más alto, cañoneaban las posiciones alemanas. Alrededor de los carros, corrían unos soldados de infantería y se tumbaban en las cunetas. Había muchos cadáveres, manchas marrones desperdigadas por la nieve o por el suelo negruzco. Retrocedimos y volvimos a meternos prudentemente en el bosque. Algo más arriba, habíamos localizado un puentecillo de piedra intacto que cruzaba el Persante; regresamos y pasamos por él, luego, ocultos en un hayedo, nos escurrimos hacia la carretera general que iba a Plathe. También en aquellos bosques había cuerpos por todas partes, rusos y alemanes, mezclados, debían de haber luchado ferozmente; la mayoría de los soldados alemanes llevaba la placa francesa; ahora, todo estaba en calma. Les registramos los bolsillos y encontramos algunos objetos útiles: navajas, un compás, pescado seco en el morral de un ruso. A un nivel más alto, por la carretera, pasaban a toda velocidad hacia Körlin blindados rusos. Thomas había decidido que esperaríamos a la noche y que, luego, intentaríamos cruzar para ver quién controlaba la carretera de Kolberg, si los rusos o los nuestros. Me senté detrás de un matorral, de espaldas a la carretera, y me comí una cebolla, pasándola a fuerza de aguardiente; luego me saqué del bolsillo
L'éducation sentimentale
que tenía las tapas de cuero abultadas y deformadas, despegué con cuidado unas cuantas páginas y me puse a leer. No tardó en arrastrarme la ola amplia y quieta de la prosa; dejé de oír el repiqueteo de las orugas y el rugido de los motores, y los gritos incongruentes en ruso,
«¡Davai! ¡Davai»,
y las explosiones, algo más allá; lo único que me estorbaba la lectura era que las páginas estuvieran abarquilladas y se pegaran entre sí. La llegada del crepúsculo me obligó a cerrar el libro y a guardarlo. Dormí un rato. También Piontek dormía; Thomas estaba sentado y miraba el bosque. Cuando me desperté, me cubría una capa de nieve muy suelta; caía, prieta, en copos gruesos que revoloteaban entre los árboles antes de posarse. Por la carretera, pasaba de vez en cuando un carro de combate, todo lo demás estaba silencioso. Nos acercamos a la carretera y esperamos. Seguían los disparos del lado de Körlin. Llegaron dos carros y detrás un camión, un Studebaker con la estrella roja pintada: en cuanto hubieron pasado, cruzamos corriendo el asfalto para meternos a toda prisa en un bosque. Pocos kilómetros después hubo que repetir la operación para cruzar la estrecha carretera que llevaba a Gross-Jestin, un pueblo vecino; también allí estaba la carretera atascada de carros y de vehículos. La densa nevada nos ocultó mientras cruzábamos por los campos; no hacía viento y la nieve caía casi en vertical, apagando los sonidos, las detonaciones, los motores, los gritos. De vez en cuando, oíamos ruidos metálicos o voces en ruso y nos ocultábamos en el acto, de bruces, en una zanja o detrás de un matorral; una patrulla nos pasó delante de las narices sin vernos. El Persante volvía a cortarnos el camino. La carretera de Kolberg estaba del otro lado; fuimos siguiendo la orilla, hacia el norte, y Thomas acabó por encontrar una barca oculta entre unos juncos. No tenía remos. Piontek cortó unas ramas largas para maniobrar y la travesía resultó bastante fácil. En la calzada había mucha circulación en ambas direcciones: los blindados rusos y los camiones iban con los faros encendidos como en una autopista. Una larga columna de carros de combate se dirigía hacia Kolberg, era un espectáculo de cuento de hadas, todos y cada uno de los artefactos aquellos iba envuelto en encaje, en grandes piezas blancas, sujetas a los cañones y a las torretas, que ondulaban en los costados, y, entre los torbellinos de nieve que iluminaban los faros, esas máquinas oscuras y atronadoras adquirían una apariencia liviana, casi aérea; parecía que iban flotando por encima de la carretera, a través de la nieve que se confundía con aquellos velos. Retrocedimos despacio para meternos en el bosque. «Vamos a cruzar el Persante otra vez -cuchicheó la voz tensa de Thomas, sin cuerpo en la oscuridad y la nieve-. Lo de ir a Kolberg se ha jodido. Seguramente tendremos que llegar hasta el Oder». Pero la barca había desaparecido y tuvimos que andar un rato hasta que encontramos un vado, que señalaban unas estacas y algo así como una pasarela sumergida, en la que estaba enganchado por un pie el cadáver de un Waffen-SS francés. El agua fría nos llegó a los muslos; llevaba el libro en la mano para ahorrarle otro remojón; caían en el agua gruesos copos y desaparecían al instante. Nos habíamos quitado las botas, pero tuvimos los pantalones mojados y fríos toda la noche, y seguían húmedos por la mañana, cuando nos quedamos dormidos los tres, sin dejar a nadie de guardia, en una cabañita de guardabosques, en lo hondo de un bosque. Llevábamos casi treinta y seis horas andando, estábamos exhaustos, y ahora íbamos a tener que andar más aún.

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