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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (16 page)

BOOK: La torre de la golondrina
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Sucedió así que un equipo de arqueólogos de la Universidad de Castell Graupian, que realizaban excavaciones en Beauclair, halló bajo una capa de carbón de leña, lo que indicaba un fuego enorme, una capa todavía más antigua, datada en el siglo XIII. En aquella capa desenterraron una caverna creada por restos de muros y rellena de barro y roca caliza y, dentro de ella, para grande excitación de los científicos, descubrieron dos esqueletos humanos perfectamente conservados: un hombre y una mujer. Junto a los esqueletos —aparte de las armas y una incontable cifra de otros pequeños artefactos— encontraron un tubo de treinta pulgadas realizado en piel endurecida. Sobre la piel estaba grabado un escudo de desvaídos colores que mostraba un león y un rombo. El director del equipo, el profesor Schliemann, famoso especialista en sigilografía de los Siglos Oscuros, identificó aquel escudo como las armas de Rivia, un reino prehistórico de localización indeterminada.

La excitación de los arqueólogos alcanzó su punto álgido, puesto que en tales tubos en los Siglos Oscuros solían conservarse manuscritos, y el peso del recipiente permitía sospechar que en el interior había bastantes papeles o pergaminos. El estupendo estado del tubo permitía albergar la esperanza de que los documentos serían legibles y arrojarían algo de luz al pasado sumido en las tinieblas. ¡Habrían de hablar los siglos! Era aquél un increíble regalo del destino, una victoria de la ciencia, que no hubiera estado bien destruir. A toda prisa se llamó a Castell Graupian a lingüistas y estudiosos de las lenguas muertas y también a especialistas que supieran abrir el tubo sin el mínimo riesgo de que se deteriorara su precioso contenido.

Entre los miembros del equipo del profesor Schliemann se extendieron en aquel momento rumores acerca de un «tesoro». Quiso la mala suerte que tal palabra llegara a los oídos de tres personajes contratados para trabajos de zapa conocidos como Zdyb, Cap y Kamil Ronstetter. Convencidos de que el tubo estaba literalmente relleno de oro y joyas, los tres mencionados zapadores se agenciaron por la noche el inestimable artefacto y huyeron con él hacia el bosque. Allí prendieron un pequeño fuego y se sentaron a su alrededor.

—¿A qué ezperaz? —dijo Cap a Zdyb—. ¡Abre er puto tubo!

—No ze deha, el cabrón —se quejó Zdyb a Cap—. ¡Cómo ze zuheta el hihodeputa!

—¡Poz dale con loz zapatoz, al hodido hihodeputa!

La tapadera del inestimable hallazgo cedió bajo los tacones de Zdyb y su contenido cayó al suelo.

—¡Poz vaya una putada puta! —gritó Cap asombrado—. ¿Y ezto qué ez?

La pregunta era más bien tonta, porque al primer golpe de vista se veía que eran unas resmas de papel. Por eso, Zdyb, en vez de responder, cogió uno de los pliegos con la mano y se lo acercó a la nariz. Durante un largo instante contempló aquellos símbolos de extraño aspecto.

—Eztá ezcrito —afirmó por fin con autoridad—. ¡Ezto zon letraz!

—¿Letraz? —aulló Kamil Ronstetter, palideciendo de miedo—. ¿Letraz ezcritaz? ¡Oh, puta putada!

—¡Letraz ezcritaz quié decir que zon bruheríaz! —balbució Cap, con los dientes tintineándole de miedo—. ¡Laz letraz dan mar de oho! ¡No le toqueh, la puta putada de zu puta mare! ¡Que te puez contagia!

Zbyd no dejó que lo repitiera dos veces, tiró el pliego de papel al fuego y se limpió nerviosamente la mano temblorosa al pantalón. Kamil Ronstetter, de una patada, lanzó el resto de papeles al fuego, al fin y al cabo, cualquier niño podía toparse con aquella guarrería. Luego el trío calaveras se alejó a toda prisa de aquel lugar.

Aquel inestimable monumento de la literatura de los Siglos Oscuros ardió con una llama clara y alta. Durante algunos instantes los siglos hablaron con el suave susurro del papel ennegreciéndose en el fuego. Y luego las llamas se apagaron y una oscuridad impenetrable cubrió la tierra.

Capítulo cuarto

Houvenaghel, Bominik Bombastus
, *1239, se enriqueció en Ebbing comerciando a gran escala y se asentó en Nilfgaard. Estimado por los anteriores emperadores, fue nombrado burgrave y alcabalero de la sal venedaciano durante el gobierno del emperador Jan Calveit, y en recompensa por los servicios prestados se le concedió la estarostía de Neweugen. Fiel consejero del emperador, gozaba H. de sus favores y tomó parte en cuantiosos asuntos públicos. fl301. Estando aún en Ebbing, H. llevó a cabo una amplia actividad caritativa, apoyando a los desposeídas y necesitados, fundó orfanatos, hospitales y hospicios, aportó a ellos sumas no escasas. Gran amante de las bellas artes y los deportes, fundó en la capital un teatro cómico y un estadio, los cuales ambos llevaban su nombre. Se le considera como modelo proverbial de honradez, rectitud y decencia de mercader.

Effenberg y Talbot,
Encyclopaedia Máxima Mundi,
tomo VII

 

—¿Nombre y apellido de la testigo?

—Selborne, Kenna. Es decir, perdón: Joanna.

—¿Profesión?

—Prestación de diversos servicios.

—¿Se permite la testigo hacer bromas? ¡Se le recuerda a la testigo que se halla ante un tribunal imperial en un proceso por traición al estado! ¡De la declaración de la testigo depende la vida de muchas personas, dado que la pena por traición es la muerte! Se le recuerda a la testigo que ella misma no está ante el tribunal de propia voluntad, sino que ha sido traída desde la ciudadela, de un lugar de reclusión, y el que vuelva allá o salga en libertad depende entre otras cosas de sus declaraciones. El tribunal se ha permitido esta larga diatriba para hacer ver a la testigo cuan poco adecuados son en esta sala los sainetes y los hocicos. No es que sólo sean poco agradables, sino que también les amenazan consecuencias muy graves. A la testigo se le da medio minuto para pensarse lo dicho. Después de ello el tribunal repetirá la pregunta.

—Ya, señor juez.

—Diríjase a nos como «noble tribunal». ¿Profesión de la testigo?

—Soy sentidora, noble tribunal. Más sobre todo acostumbro a estar al servicio de los secretas de su majestad imperial, o sea...

—Por favor, denos respuestas cortas y concretas. Si el tribunal desea aclaraciones de mayor calado ya las pedirá él mismo. El tribunal está al tanto del hecho de la colaboración de la testigo con los servicios secretos imperiales. Pero para el protocolo proceda a explicar lo que significa la expresión «sentidora» que la testigo ha usado para referirse a su profesión.

—Poseo un pe-pe-es puro, o sea, psi de primer tipo, sin posibilidad de psiquin. Dicho sea más a lo concreto, puedo hacer tales cosas: ascudriñar pensamientos ajenos, platicar de lejos con hechiceros, elfos u otra sentidora. Y despachar órdenes con la mente. Oseasé, forzar a alguno a hacer lo que me venga en gana. Puedo también hacer precog, pero sólo dormida.

—Pido que conste en acta que la testigo Joanna Selborne es psiónica, posee la capacidad de percepción extrasensorial. Es telépata y teleémpata, con la capacidad de precognición bajo hipnosis pero no tiene capacidades telequinéticas. Se le recuerda a la testigo que el uso de la magia y las fuerzas extrasensoriales está completamente prohibido en esta sala. Continuemos el interrogatorio. ¿Cuándo, dónde y en qué circunstancias tuvo la testigo contacto con el asunto de Cirilla, la princesa de Cintra?

—De que era no sé qué Cirilla sólo me enteré en la trena... O sea, en el lugar de reclusión, alteza tribunal. Durante la investigación. Entonces me hicieron caer al cabo que se trataba de la misma que llamaban Falka o Cintriana. Y las circunstancias fueron tales que tengo que desembucharlas, para que esté todo claro, se entiende. Fue así: me entró en la taberna de Etolia Dacre Silifant, oh, ése, el que está allá sentado...

—Pido que conste en acta que la testigo Joanna Selborne ha señalado al acusado Silifant sin serle requerido. Continúe.

—Dacre, alteza tribunal, andaba reclutando a una cuadrilla... O sea, un destacamento armado. Todos mozos y mozas de armas tomar... Dufficey Kriel, Neratin Ceka, Chloe Stitz, Andrés Fyel, Til Echrade... Todos han muerto, señor tribunal... Y de los que sobrevivieron, la mayor parte están aquí sentados, eh, bajo guardia...

—Por favor, diga cuándo exactamente la testigo conoció al acusado Silifant.

—El año pasado fue, en el mes de agosto, hacia el final del mes, no me acuerdo bien. En cualquier caso, no fue en septiembre, porque septiembre se me quedó bien grabadito en la memoria. Dacre, que no sé dónde había oído hablar de mí, dijo que le hacía falta para la cuadrilla una sentidora, pero una que no tuviera canguelo de los hechiceros, pues habría que vérselas con ellos. El trabajo, dijo, es para el emperador y el imperio, y a más, bien pagado, y el mando de la cuadrilla lo tomaría el propio Antillo y neutro.

—¿Al hablar del Antillo se refiere la testigo a Stefan Skellen, coronel imperial?

—¡A él me refiero, y cómo!

—Pido que conste en acta. ¿Cuándo y dónde se encontró la testigo con el coronel Skellen?

—Ya en septiembre, el catorce, en el fuerte de Rocayne. Rocayne, alteza tribunal, es una estación fronteriza que guarda la ruta de mercaderes que conduce de Maecht a Ebbing, Geso y Metinna. Allá, justamente, llevó nuestra cuadrilla Dacre Silifant, con quince caballos. Así que éramos todos veinte y dos, puesto que el resto ya estaban listos y a la espera en Rocayne, comandados por Ola Harsheim y Bert Brigden.

El suelo de madera resonó bajo las pesadas botas, las espuelas tintinearon, entrechocaron las hebillas.

—¡Hola, don Stefan!

Autillo no sólo no se levantó, sino que ni siquiera bajó los pies de la mesa. Tan sólo agitó la mano, en un gesto muy señorial.

—Por fin —dijo en tono acre—. Mucho nos has hecho esperarte, Silifant.

—¿Mucho? —sonrió Dacre Silifant—. ¡Qué donaire! Me disteis, don Stefan, cuatro semanas para que os juntara y trajera hasta vos a una tropa de los más mejores hampones que el imperio ha dado con diferencia. ¡Para que os trajera una cuadrilla para la que reuniría en un año sería poco! Y yo me las compuse en veintidós días. Se merece un cumplido, ¿no?

—Guardaremos los cumplidos —repuso frío Skellen— hasta que vea a vuestra cuadrilla.

—Pues ya mismo. Éstos son mis tenientes y ahora vuestros, don Stefan: Neratin Ceka y Dufficey Kriel.

—Vamos, vamos. —Antillo por fin se decidió a levantarse, se levantaron también sus adjuntos—. Señores, os presento a Bert Brigden, Ola Harsheim...

—Nosotros ya nos conocemos. —Dacre Silifant apretó con fuerza la derecha de Ola Harsheim—. Aplastamos la rebelión de Nazair junto con el viejo Braibant. ¡Vaya un donaire fue aquello, eh, Ola! ¡Ah, donaire! ¡Más arriba de las cuartillas les llegaba la sangre a los caballos! Y el señor Brigden, si no yerro, es de Gemmer. ¿De los Pacificadores? ¡Ah, encontrará conocencias en el destacamento! Tengo unos cuantos Pacificadores allá.

—Ardo en deseos de verlo —cortó Antillo—. ¿Podemos ir?

—Un momentillo —dijo Dacre—. Neratin, ve y pon a los hermanos en su sitio, para que a los ojos del noble coronel se vean donosos.

—¿Éste o ésta, Neratin Ceka? —Antillo entrecerró los ojos, mirando cómo se iba el oficial—. ¿Es macho o hembra?

—Señor Skellen. —Dacre Silifant carraspeó, pero cuando habló tenía la voz firme y la mirada fría—. Yo eso no lo sé de seguro. Parece ser un hombre, mas certidumbre de ello no tengo. A cambio albergo la certeza de que Neratin Ceka es un oficial. Aquello que juzgasteis conveniente preguntar, alcance tendría si yo abrigara intenciones de pedir su mano. Y no las abrigo. Por lo que colijo, vos tampoco.

—Tienes razón —reconoció Skellen tras pensarlo un instante—. No hay más que hablar. Vamos a ver esa tu mesnada, Silifant.

Neratin Ceka, personaje de sexo indefinido, no había perdido el tiempo. Cuando Skellen y los oficiales salieron al patio del fuerte, el destacamento estaba listo para pasar revista, formando una línea de tal modo que la testa de ningún caballo sobresaliera más de una cuarta. Antillo tosió, satisfecho. No es una mala banda, pensó. Eh, si no fuera por la política, agarraría a esta cuadrilla y me iría a la frontera, a robar, violar, matar y quemar... Otra vez uno se sentiría joven... ¡Ay, si no fuera por la política!

—Bueno, ¿y qué tal, don Stefan? —preguntó Dacre Silifant, ruborizándose con una excitación contenida—. ¿Cómo los puntuáis a estos mis donosos gavilancillos?

Antillo paseó la mirada de un rostro al otro, de una silueta a la otra. A alguno lo conocía personalmente, mejor o peor. A otros a los que reconoció los conocía de oídas. Por su reputación.

Til Echrade, un elfo rubio, batidor de los Pacificadores gemmerianos. Rispat La Pointe, maestro de guardias de esa misma formación. Y otro gemmeriano: Cyprian Fripp el Joven. Skellen había estado presente en la ejecución de El Viejo. Ambos hermanos eran famosos por su inclinaciones sádicas.

Más allá, inclinada libremente en la silla de su yegua pía, estaba Chloe Stitz, ladrona, a veces contratada y usada por los servicios secretos. La mirada de Antillo huyó rauda de sus ojos descarados y sonrisa malvada.

Andrés Fyel, un norteño de Redania, un carnicero. Stigward, pirata, renegado de Skeilige. Dede Vargas, procedente del diablo sabe dónde, asesino profesional. Kabernik Turent, asesino por gusto.

Y otros. Parecidos. Todos ellos se parecen, pensó Skellen. Una hermandad, una cofradía en la que después de matar a las primeras cinco personas todos se hacían iguales. Los mismos gestos, los mismos movimientos, la misma forma de hablar, de moverse y vestirse.

Los mismos ojos. Impasibles y fríos, planos e inmóviles como los de una culebra, unos ojos cuya expresión nada, ni siquiera lo más horrible, es capaz de cambiar.

—¿Y qué? ¿Don Stefan?

—No está mal. No es mala cuadrilla, Silifant.

Dacre todavía enrojeció más, saludó en gemmeriano, con el puño apretado contra el yelmo.

—Deseaba especialmente —le recordó Skellen— algunos a los que la magia no les sea ajena. Que no teman ni a los hechizos ni a los hechiceros.

—No lo olvidé. ¡Al cabo está Til Echrade! Y aparte dello, ah, esa alta moza de la donosa castaña, junto a Chloe Stitz.

—Luego me llevarás ante ella.

Antillo se apoyó en la balaustrada, golpeó en ella con la punta roma del guincho.

—¡Presente, compañía!

—¡Presente, señor coronel!

—Muchos de vosotros —siguió Skellen cuando se apagó el eco del grito coral de la banda— habéis trabajado ya conmigo, me conocéis y también mis exigencias. Aclaradles a los que no me conozcan qué es lo que espero de los subordinados, y qué es lo que no tolero a los subordinados. Yo no me voy a cansar la lengua en balde.

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