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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

La Sombra Del KASHA (12 page)

BOOK: La Sombra Del KASHA
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—Y si Shoko le había echado el ojo a ese dinero… —continuó Isaka.

—No, no es sólo eso —dijo Honma, apartando la silla de la mesa y poniéndose de pie—. No hizo esto únicamente por cuestiones de dinero. La familia Sekine se limitaba a una madre y una hija. Una vez que la madre murió, no hubo nadie que pudiera estar pendiente de Shoko.

Una chica cuyo rasgo más característico era la ausencia total de vínculos con otras personas. Una chica que podía desaparecer sin que nadie la echara en falta.

Hisae parecía sugerir que era demasiada casualidad. El mismo presentimiento que había turbado a Honma durante toda la noche anterior. Quitados de en medio. Primero la familia que la rodeaba, después ella misma. El objetivo.

Cuando Hisae se puso de pie, le dijo a su marido:

—Será mejor que acabes de limpiar. Luego comemos juntos, ¿vale? Entretanto, lo llevaré a la estación. —El color vivo que iluminaba la cara de Hisae cuando había entrado en la cocina había desaparecido hacía mucho.

Capítulo 9

La Cooperativa Kawaguchi era un viejo edificio de cuatro pisos. En la planta baja, había dos pequeños negocios cuyos nombres destacaban en los carteles que colgaban de sus respectivas entradas. El primero era una tienda de ultramarinos recién reformada, tal y como denotaba su reluciente aspecto; el segundo, una cafetería llamada Bacchus que se abría al mundo a través de unas deslucidas ventanas ahumadas.

Honma lograría ahorrar tiempo si conseguía hablar con el conserje del inmueble. El chico que había tras la caja registradora de la tienda de ultramarinos parecía listo, pero Honma decidió empezar por el Bacchus. Los empleados de las tiendas de comestibles suelen mantenerse al margen; son criaturas nocturnas y solitarias que normalmente no proporcionan información relevante, y aún menos cuando se les pregunta acerca de los asuntos del barrio. Hacía años, en un caso de robo a mano armada, Honma se pasó por unos cuantos locales de la zona para indagar. De poco le sirvió porque los empleados eran incapaces de recordar las caras de sus propios clientes, o sea, que ni hablar de lo que pasaba fuera, en la calle.

El cartel de CERRADO colgaba aún de la puerta del Bacchus, a pesar de que estaba abierta. Honma anunció a voces su entrada. Una joven y un hombre de mediana edad estaban tras la barra. Entre carcajadas, alzaron la vista. Tenían los brazos cubiertos de espuma hasta el codo.

—Lo siento, no hemos abierto aún —dijo el hombre en un tono chillón, enjugándose la cara con el puño y dejando una línea de espuma blanca sobre su bigote acicalado.

Honma se detuvo en el umbral y explicó la razón de su visita: buscaba a alguien que conociera a una mujer que había vivido en aquel edificio. Les preguntó si podrían darle algún dato acerca de dónde encontrar al arrendador o al agente inmobiliario.

—Yo soy el arrendador —anunció el hombre, secándose las manos con un trapo. Salió de la barra, dejando que la chica se encargara de fregar—. «Una mujer que vivía aquí…» ¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Un par de años, en 1990. Estoy seguro de que se mudó aquí en abril de ese mismo año. Vivía en el número 401. Su nombre era Shoko Sekine y trabajaba en un bar.

—Hum. —El hombre miró a Honma con los ojos entrecerrados, con suma cautela—. Sabe mucho sobre ella. ¿Es usted pariente de la señora Sekine?

Honma procedió como había hecho hasta aquel momento. El hombre asintió y, después, se volvió hacia la chica que estaba lavando los platos.

—Akemi, ve a por tu madre, ¿quieres? Dile que traiga los expedientes de los apartamentos. Date prisa.

—Sí, ya voy —dijo la chica, saliendo desde detrás de la barra. Una minifalda escandalosamente corta revelaba un par de piernas no menos escandalosas. Si Honma no hubiera deducido ya que aquellos dos eran padre e hija, se habría llevado una impresión muy equivocada.

—Siéntese. —El hombre tomó asiento, y señaló una silla que quedaba cerca. Se sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. Honma le enseñó su tarjeta de visita. El hombre quiso corresponder el gesto pero por más que rebuscara en sus bolsillos no conseguía dar con la suya propia—. Supongo que ya no me quedan. Me llamo Konno —dijo, con el cigarrillo colgándole de los labios.

—Siento haberlo molestado. Debe de estar a punto de abrir. —Ya eran casi las 11 de la mañana.

Konno sonrió y negó con la cabeza.

—Somos el típico local de copas. Tenemos karaoke y esas cosas. —Lo cierto es que la minúscula cafetería parecía más bien un bar. Había estantes de cristal atestados de todo tipo de objetos y la barra era de color negro azabache. Uno de los rincones, probablemente destinado a albergar el equipo de música, quedaba cubierto por una cortina.

—¿Recuerda algo de esa mujer, Shoko Sekine?

—Vamos a ver… No suelo relacionarme con la gente que vive en los apartamentos. Mi mujer, sí. Estará aquí enseguida.

Su hija Akemi regresó justo entonces, como si acabaran de invitarla a escena. Asomó la cabeza por la puerta que daba a la trastienda, gritando:

—¡Papááá! Mamá dice que le hagas pasar. Casi se pone a saltar de alegría cuando le he dicho que era pariente de la señorita Sekine.

Nobuko Konno esperaba rodeada de libros de contabilidad, en una oficina minúscula. Aparte de aquella, la familia poseía dos pisos más que también alquilaban. La señora Konno se encargaba de esos asuntos.

Konno, en un derroche de respeto, hizo las presentaciones antes de marcharse. Un tipo tranquilo, algo retraído.

Poco después de que se pusieran a charlar, Nobuko sacó un cartón del tamaño de una caja de zapatos. Llevaba impreso el nombre de la empresa Roseline junto a su logotipo en forma de rosa. Ambos en tonos rosados.

—Ha estado cogiendo polvo en el almacén todo este tiempo. No sabía qué hacer con esto. —Dio un golpecito en la parte superior de la caja—. La señora Sekine olvidó estas cosas cuando se mudó. No podía tirar a la basura los efectos de otra persona.

—¿Qué tipo de cosas contiene la caja?

Nobuko enarcó ambas cejas, unas cejas bonitas, sin pintar.

—En realidad, dejó todas sus pertenencias cuando se marchó. Todo.

—¿Se marchó sin avisar? —preguntó Honma, inclinándose hacia delante.

Nobuko asintió, con manifiesta segundad.

—Dejó una nota. Decía que estaba cansada de su mala suerte y que se marchaba a Tokio para empezar de cero. Me pidió que me encargara de deshacerme de sus cosas. Llevamos mucho tiempo en este negocio, pero es la primera vez que un inquilino hace algo así.

—Entonces, ¿sólo cogió una maleta?

—Supongo. No lo sé.

—Entonces, no la vio.

—No. No vivimos en el edificio. Pero por la mañana encontré un sobre en el buzón del local. Junto con la llave de su apartamento.

—¿Cuándo ocurrió eso?

Nobuko sacó una carpeta abultada que contenía demasiados papeles y sobre la que había escrito a lápiz: «Cooperativa Kawaguchi, Alquileres».

—Son los expedientes de 1990, hace dos años. Vaya, me cuesta creer que haya pasado tanto tiempo.

Shoko Sekine había ido a ver a su abogado el 25 de enero. Su «sustituta» se había dejado caer por Imai Office Machines y había alquilado el apartamento de Honancho en abril. El nuevo registro familiar fue redactado el 1 de abril. Con lo cual, sólo había dos opciones: o bien las dos mujeres habían intercambiado los papeles, o bien la verdadera Shoko había desaparecido… Y eso debió de suceder en:

—Marzo, ¿no es así?

Nobuko hojeó el expediente y asintió con la cabeza.

—Así es. El 18 de marzo. Un domingo. Aquella misma mañana, como ya le he dicho, encontramos la nota.

Se había marchado de aquel lugar en sábado. Había dejado atrás sus muebles y pertenencias, y había abandonado el apartamento sin decirle nada a su casera…

—¿Podría echarle un vistazo a la nota que dejó?

—Lo siento, no caí en guardarla.

Bueno, no se le podía reprochar nada, pensó Honma.

—¿Había esperado algo así de una inquilina como ella? ¿Era algo descuidada o… ?

Nobuko ladeó la cabeza, como escarbando en sus recuerdos.

—No, no especialmente. Por eso me sorprendió tanto. Bueno, a veces sacaba la basura en mitad de la noche o llegaba a altas horas de la madrugada y hacía mucho ruido al subir la escalera. Nada importante.

—¿Solía ser puntual con el pago del alquiler?

—Sí. El día uno de cada mes. Sin falta.

—Trabajaba en un bar, o eso creo. ¿Supuso algún problema para la comunidad cuando se mudó aquí?

Nobuko sonrió. Las arrugas que se le formaban alrededor de los ojos sólo añadían más encanto a su rostro.

—Si armara un escándalo por cosas como esas, no tendría inquilinos. Pedimos tres meses de fianza y les hacemos firmar un contrato cuyas cláusulas son rigurosas. Así que, siempre y cuando no se pasen de la raya, no nos importa lo que los arrendatarios hagan en su casa o en su trabajo.

La señora Konno era toda una mujer de negocios. No llevaba maquillaje; parecía no ser consciente de su atractivo.

—No, no daba problemas. En realidad, creo que era una inquilina modelo. Cuando nos cruzábamos, siempre me saludaba.

Pero se había marchado sin previo aviso, dejando atrás todas sus pertenencias. Aquello no podía presagiar nada bueno, pensó Honma. Si la verdadera Shoko había vendido su registro familiar, ¿por qué desaparecer sin dejar rastro? Como mínimo, podía haberle dado una explicación a su casera.

La última vez que se había visto a Shoko en aquel lugar se remontaba al 17 de marzo. Un mes más tarde, otra mujer empezaba una nueva vida en Honancho bajo el mismo nombre. A Honma empezaba a darle vueltas la cabeza. Reparó en la mirada de Nobuko y decidió preguntar por la caja de cartón.

—¿Podría echar un vistazo?

—Sí, por supuesto. —La colocó sobre la mesa y la abrió—. Vendí algunos de los muebles y el resto lo saqué para que se lo llevaran. Pero estas cosas, en fin…

No había mucho. Tres cintas de casete, cinco pares de pendientes baratos. Una cajita que contenía un broche con una perla engastada.

Una libreta amarilla en la que llevaba las cuentas de la casa, con sólo una hoja escrita. Una tarjeta del Servicio Nacional Sanitario que llevaba aquella misma dirección y con fecha de expiración a día 31 de marzo de 1990. Una tarjeta de fidelidad de un salón de belleza. Dos libros en rústica, ambos novelas históricas. Un escueto inventario en conjunto.

—¿Y las cintas?

—Música, supongo. Mi hija intentó escucharlas una vez. Pero según me dijo, estaban grabadas de la radio.

Aparte de eso, había unos cuantos papeles algo peculiares. Un folleto con el título «Para nuestros pacientes», de un hospital de Tokio. Dentro había una factura con fecha del 7 de julio de 1988 a nombre de Shoko Sekine: «Consulta de paciente externo». Poco relevante, excepto por el número de teléfono escrito a bolígrafo en uno de los márgenes.

—Este número —dijo, señalándolo—. ¿Intentó usted llamar? Nobuko asintió.

—Le confieso que sí. Pensé que quizás fuera de algún amigo suyo. —¿Y?

—Esto es todo lo que averigüé —dijo, dándole un ligero golpe a la caja. —¿Cómo dice?

—Roseline. Es una compañía de venta por correo. Supongo que la señora Sekine lo vio en algún cartel de publicidad en el hospital y copió el número. Puede que llamara para que le mandaran un catálogo.

Honma echó otro vistazo a la caja de cartón.

—¿Es el nombre de una compañía de venta por catálogo?

—Sí, pero dudo que sea de interés para un hombre. Venden picardías, medias y ese tipo de cosas.

—¿Picardías?

—Ya sabe, ropa interior —matizó entre risas.

Bajo el folleto del hospital había otro, que pese al llamativo color, anunciaba un cementerio. El Green Grove Mortuary, en Utsunomiya.

—Quizás pensaba comprar una parcela para su madre —dijo Nobuko, dándole voz a los pensamientos de Honma.

—¿Estaba al corriente de la muerte de su madre?

—Desde luego. Cuando Shoko se mudó aquí, su madre firmó el contrato, como aval. Así que a la señora Sekine le pareció buena idea contarme que su madre había fallecido.

—Un accidente si no recuerdo mal.

Ella parecía ligeramente preocupada.

—Al parecer, se cayó por la escalera, cerca de su casa.

—¿En Utsunomiya?

—Sí. Su madre vivía allí, sola. Aún seguía trabajando. Tenía una salud de hierro, o al menos, a mí me lo pareció.

—Y a la señora Sekine, ¿le afectó mucho la muerte de su madre?

—Bueno, todo ocurrió muy rápido, fue un verdadero trauma. Y para colmo, no tenían muy buena relación.

Aquello no tenía sentido, pensó Honma. Si la verdadera Shoko Sekine no estaba muy unida a su madre y no tenía intención alguna de regresar a casa, ¿por qué elegir vivir ahí, en Kawaguchi, donde bastaba con coger un tren para llegar a Utsunomiya? Jun había comentado que a Shoko no le gustaba hablar de su ciudad natal, pero claro, se refería a la otra Shoko, a la impostora. Era ésta la que no quería acercarse a Utsunomiya.

Honma metió todos los efectos en la caja y preguntó:

—¿Podría guardar estas cosas? Sólo serán unos días más.

—Claro. Pero le agradecería que me avisara si logra dar con ella.

—Por supuesto.

—¿Eso es todo? —Nobuko echó un rápido vistazo para asegurarse de que todos los contenidos estaban en la caja.

Tras pensárselo bien, Honma añadió:

—En realidad, quería preguntarle si podría quedarme con las cintas.

—Adelante. Quizá merezca la pena escucharlas.

A Honma le pareció buena idea preguntar, sólo por si acaso:

—¿Encontró alguna vieja fotografía en su apartamento? ¿O algo parecido a un anuario de instituto?

Nobuko negó con la cabeza.

—No. Si hubiera encontrado algo, lo habría guardado. Pero supongo que las fotos es lo primero que se lleva uno si se marcha apresuradamente, no importa bajo qué circunstancias. ¿No cree?

—Supongo. —Dicho esto, pidió que le dejara anotar la dirección que aparecía en el expediente, la de la madre de Shoko.

—Por cierto, ¿no tendrá por casualidad una foto de la señora Sekine?

—Me temo que no. Nuestra relación con los inquilinos no llega hasta ese punto.

—¿Sabe si hay algún otro residente con el que ella tuviera relación?

—Hum… —Nobuko reflexionó—. No creo que la gente que ahora vive aquí ya estuviera por aquel entonces. Hemos tenido bastante movimiento de arrendatarios. —Sin duda, gracias a sus habilidades empresariales: cuántos más inquilinos nuevos, más dinero se sacaba de la fianza.

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