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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

La partícula divina (3 page)

BOOK: La partícula divina
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Pero hay tantas palabras. Cuando ahondamos más, nos vemos conducidos a las letras; a las palabras se las puede «cortar en trozos». ¡Ya lo tenemos! Con veintiséis letras se pueden hacer decenas de miles de palabras, con las que a su vez cabe hacer millones (¿miles de millones?) de libros. Ahora tenemos que añadir un conjunto adicional de reglas: la ortografía, para restringir las combinaciones de letras. Sin la intervención de un crítico muy joven, habríamos publicado nuestro descubrimiento prematuramente. El joven crítico diría, presuntuoso sin duda: «No te hacen falta veintiséis letras, abuelete. Con un cero y un uno te basta». Los niños crecen hoy jugando con juguetes digitales, y se sienten a gusto con los algoritmos de ordenador que convierten los ceros y los unos en letras del alfabeto. Si sois demasiado viejos para esto, a lo mejor lo sois lo bastante para recordar el código Morse, compuesto de puntos y rayas. En un caso y en el otro, tenemos la secuencia 0 o 1 (o punto o raya) con un código apropiado para hacer las veintiséis letras; la ortografía para hacer todas las palabras del diccionario; la gramática para componer las palabras en oraciones, párrafos, capítulos y, por último, libros. Y los libros hacen la biblioteca.

Por lo tanto, si no hay razón alguna para fragmentar el cero o el uno, hemos descubierto los componentes primordiales,
a-tómicos
de la biblioteca. En esta metáfora, aun imperfecta como es, el universo es la biblioteca, las fuerzas de la naturaleza la gramática, la ortografía el algoritmo, y el cero y el uno lo que llamamos quarks y leptones, nuestros candidatos hoy a ser los
á-tomos
de Demócrito. Todos estos objetos, por supuesto, son invisibles.

Los quarks y el papa

La señora del público era terca. «¿Ha visto usted alguna vez un átomo?», insistía. Es comprensible que se le haga esta pregunta, por irritante que le resulte, a un científico que ha vivido desde hace mucho con la realidad objetiva de los átomos. Yo puedo visualizar su estructura interna. Puedo hacer que me vengan imágenes mentales de nebulosas de «presencia» de electrón alrededor de la minúscula mota del núcleo que atrae esa bruma de la nube electrónica hacia sí. Esta imagen mental no es nunca exactamente la misma para dos científicos; cada uno construye la suya a partir de las ecuaciones. Estas prescripciones escritas ni son «amistosas con el usuario» ni condescendientes con la necesidad humana de tener imágenes. Sin embargo, podemos «ver» los átomos y los protones y, sí, los quarks.

Cuando quiero responder esa espinosa pregunta empiezo siempre por intentar una generalización de la palabra «ver». ¿«Ve» esta página si usa gafas? ¿Y si mira una copia en microfilm? ¿Y si lo que mira es una fotocopia (robándome, pues, mis derechos de autor)? ¿Y si lee el texto en una pantalla de ordenador? Finalmente, desesperado, pregunto: «¿Ha visto usted alguna vez al papa?».

«Sí, claro» es la respuesta usual. «Lo he visto en televisión.» ¡Ah!, ¿de verdad? Lo que ha visto es un haz de electrones que da en el fósforo pintado en el interior de la pantalla de cristal. Mis pruebas del átomo, o del quark, son igual de buenas.

¿Qué pruebas son esas? Las trazas de las partículas en una cámara de burbujas. En el acelerador del Fermilab, un detector de tres pisos de altura que ha costado sesenta millones de dólares capta electrónicamente los «restos» de la colisión entre un protón y un antiprotón. Aquí la «prueba», el «ver», consiste en que decenas de miles de sensores generen un impulso eléctrico cuando pasa una partícula. Todos esos impulsos son llevados a procesadores electrónicos de datos a través de cientos de miles de cables. Por último, se hace una grabación en carretes de cinta magnética codificada con ceros y unos. La cinta graba las violentas colisiones de los protones y los antiprotones, en las que se generan unas setenta partículas que vuelan en diferentes direcciones dentro de las varias secciones del detector.

La ciencia, en especial la física de partículas, gana confianza en sus conclusiones por duplicación; es decir, un experimento en California se confirma mediante un acelerador de un estilo diferente que funciona en Ginebra; también incluyendo en cada experimento controles y comprobaciones que confirmen que el experimento discurre conforme a lo previsto. Es un proceso largo y complejo, el resultado de muchos años de investigaciones.

Sin embargo, la física de partículas sigue resultando inescrutable a muchas personas. Esa terca señora del público no es la única a quien desconcierta un pelotón de científicos que anda a la caza de unos objetos pequeñísimos e invisibles. Así que probemos con otra metáfora…

El balón de fútbol invisible

Imaginad una raza inteligente de seres procedente del planeta Penumbrio. Son más o menos como nosotros, hablan como nosotros, lo hacen todo como los seres humanos. Todo, menos una cosa. Por una casualidad, su aparato visual es tal que no pueden ver los objetos en los que haya una superposición brusca de blancos y negros. No pueden ver las cebras, por ejemplo. O las camisetas rayadas de los árbitros de la liga de fútbol norteamericano. O los balones de fútbol. No es una chiripa tan rara, dicho sea de paso. Los terráqueos somos aún más extraños. Tenemos, literalmente, dos zonas ciegas en el centro de nuestro campo de visión. No los vemos porque el cerebro extrapola la información contenida en el resto del campo visual para suponer
qué debe
de haber en esos agujeros, y los rellena entonces para nosotros. Los seres humanos conducen de manera rutinaria a ciento sesenta kilómetros por hora por una
autobahn
alemana, practican la cirugía cerebral y hacen malabarismos con antorchas encendidas aun cuando una porción de lo que ven no es más que una buena suposición.

Digamos que un contingente del planeta Penumbrio viene a la Tierra en misión de buena voluntad. Para que se hagan una idea de nuestra cultura, les llevamos a uno de los espectáculos más populares del planeta: un partido del campeonato del mundo de fútbol. No sabemos, claro esta, que no pueden ver el balón blanquinegro. Así que se sientan a ver el partido con una expresión, aunque cortés, confusa. Para los penumbrianos, un puñado de personas en pantalones cortos corre arriba y abajo por el campo, le pegan patadas sin sentido al aire, se dan unos a otros y caen por los suelos. A veces el árbitro sopla un silbato, un jugador corre a la línea lateral, se queda allí de pie y extiende los dos brazos por encima de la cabeza mientras otros jugadores le miran. De vez en cuando —muy de vez en cuando—, el portero cae inexplicablemente al suelo, se elevan unos grandes vítores y se premia con un tanto al equipo opuesto.

Los penumbrianos se tiran unos quince minutos completamente perdidos. Entonces, para pasar el tiempo, intentan comprender el juego. Unos usan técnicas de clasificación. Deducen, en parte por los uniformes, que hay dos equipos que luchan entre sí. Hacen gráficos con los movimientos de los jugadores, y descubren que cada jugador permanece más o menos dentro de ciertas parcelas del campo. Descubren que diferentes jugadores exhiben diferentes movimientos físicos. Los penumbrianos, como haría un ser humano, aclaran su búsqueda del significado del fútbol del campeonato del mundo dándoles nombres a las diferentes posiciones donde juega cada futbolista. Las incluyen en categorías, las comparan y las contrastan. Las cualidades y las limitaciones de cada posición se listan en un diagrama gigante. Un gran avance se produce cuando descubren que actúa una simetría. Para cada posición del equipo A hay una posición análoga en el equipo B.

Para cuando quedan sólo dos minutos de partido, los penumbrianos han compuesto docenas de gráficos, cientos de tablas y de fórmulas y montones de complicadas reglas sobre los partidos de fútbol. Y aunque puede que las reglas sean todas, en un sentido limitado, correctas, ninguna capta realmente la esencia del juego. En ese momento un joven, un don nadie penumbriano, que hasta ese momento había estado callado, dice lo que piensa. «Presupongamos —aventura nerviosamente— la existencia de un balón invisible.»

«¿Qué dices?», le replican los penumbrianos talludos.

Mientras sus mayores se dedicaban a observar lo que parecía ser el núcleo del juego, las idas y venidas de los distintos jugadores y las demarcaciones del campo, el don nadie tenía los ojos puestos en las cosas raras que pasasen. Y encontró una. Justo antes de que el árbitro anunciase un tanto, y una fracción de segundo antes de que el público lo festejara frenéticamente, el joven penumbriano se percató de la momentánea aparición de un abombamiento en la parte de atrás de la red de la portería. El fútbol es un deporte de tanteo corto; se podían observar pocos abombamientos, y cada uno duraba muy poco. Aun así, hubo los suficientes casos para que el don nadie notase que cada abultamiento tenía forma semiesférica. De ahí su extravagante conclusión de que el juego de fútbol depende de la existencia de un balón invisible (invisible, al menos, para los penumbrianos).

El resto de la expedición de Penumbrio escucha esta teoría y, pese a lo débiles que son los indicios empíricos, tras mucho discutir, concluyen que puede que al chico no le falte razón. Un portavoz maduro del grupo —resulta que un físico— apunta que unos cuantos casos raros iluminan a veces más que mil corrientes. Pero lo que de verdad remacha el clavo es el simple hecho de que tiene que haber un balón. Partid de la existencia de un balón, que por alguna razón los penumbrianos no pueden ver, y de golpe todo funciona. El juego adquiere sentido. Y no sólo eso; todas las teorías, gráficos y diagramas compilados a lo largo de la tarde siguen siendo válidos. El balón, simplemente, da significado a las reglas.

Esta extensa metáfora lo es de muchos de los quebraderos de cabeza de la física, y resulta especialmente pertinente para la física de partículas. No podemos entender las reglas (las leyes de la naturaleza) sin conocer los objetos (el balón), y sin creer en un conjunto lógico de leyes nunca deduciríamos la existencia de ninguna de las partículas.

La pirámide de la ciencia

Aquí vamos a hablar de ciencia y de física, así que, antes de ponernos manos a la obra, definamos algunos términos. ¿Qué es un físico? ¿Y dónde encaja la descripción de su oficio en el gran esquema de la ciencia?

Se discierne una jerarquía, pero no tiene que ver con el valor social, ni siquiera con el grado de destreza intelectual. Lo expuso elocuentemente Frederick Turner, humanista de la Universidad de Texas. Hay, decía, una pirámide de la ciencia.

La base son las matemáticas, no porque sean más abstractas o se farde más con ellas, sino porque no descansan en o necesitan otras disciplinas, mientras que la física, el siguiente piso de la pirámide, descansa en las matemáticas. Sobre la física se asienta la química, porque requiere la física; en esta separación, reconocidamente simplista, la física no se preocupa de las leyes de la química. Por ejemplo, a los químicos les interesa cómo se combinan los átomos y forman moléculas, y cómo éstas se comportan cuando están muy juntas. Las fuerzas entre los átomos son complejas, pero en última instancia tienen que ver con la ley de la atracción y la repulsión de las partículas eléctricamente cargadas; en otras palabras, con la física. Luego viene la biología, que se basa tanto en la química como en la física. Los últimos niveles de la pirámide van difuminándose y siendo cada vez menos definibles: cuando llegamos a la fisiología, la medicina, la psicología, la jerarquía antes diáfana se hace más confusa. En las transiciones están las materias de nombre compuesto: la física matemática, la química física, la biofísica. Tengo que meter la astronomía con calzador dentro de la física, claro, y no sé qué hacer con la geofísica o, por lo que a esto respecta, la neurofisiología.

Cabe resumir, poco respetuosamente, el significado de la pirámide con un viejo dicho: los físicos sólo le rinden pleitesía a los matemáticos, y los matemáticos sólo a Dios (si bien quizá os costaría mucho encontrar un matemático tan modesto).

Experimentadores y teóricos: granjeros, cerdos y trufas

Dentro de la disciplina de la física de partículas hay teóricos y experimentadores. Yo soy de los segundos. La física, en general, progresa gracias al juego entrecruzado de esas dos categorías. En la eterna relación de amor y odio entre la teoría y el experimento, hay una especie de marcador. ¿Cuántos descubrimientos experimentales importantes ha predicho la teoría? ¿Cuántos fueron puras sorpresas? La teoría, por ejemplo, previó la existencia del electrón positivo (el positrón), como la del pión, el antiprotón y el neutrino. El muón, el leptón
tau
y las partículas úpsilon fueron sorpresas. Un estudio más completo arroja más o menos un empate en este debate absurdo. Pero ¿quién lleva la cuenta?

Experimentar quiere decir observar y medir. Supone la preparación de condiciones especiales en las que las observaciones y las mediciones sean lo más fructíferas que se pueda. Los antiguos griegos y los astrónomos modernos comparten un problema común. No manejaban, no manejan, los objetos que observan. Los griegos o no podían o no querían; se conformaban con observar meramente. A los astrónomos les encantaría hacer que chocasen dos soles —o, mejor, dos galaxias—, pero aún no han desarrollado esta capacidad y tienen que contentarse con mejorar la calidad de sus observaciones. En cambio, en España tenemos 1.003 formas de estudiar las propiedades de nuestras partículas.

Mediante el uso de aceleradores nos es posible diseñar experimentos que busquen la existencia de nuevas partículas. Podemos organizar las partículas de forma que incidan sobre núcleos atómicos, y leer los detalles de las consiguientes desviaciones de su ruta como los estudiosos del micénico leen el Lineal B: descifrando el código. Producimos partículas, y las observamos para ver lo larga que es su vida.

Se predice una partícula nueva cuando de la síntesis de los datos presentes hecha por un teórico perceptivo se desprende su existencia. Lo más frecuente es que no exista. Esa teoría concreta se resentirá. El que sucumba o no dependerá de la firmeza del teórico. Lo importante es que se efectúan experimentos de los dos tipos: los diseñados para contrastar una teoría y los diseñados para explorar un dominio nuevo. Por supuesto, suele ser mucho más divertido refutar una teoría. Como escribió Thomas Huxley, «la gran tragedia de la ciencia: el exterminio de una hipótesis bella por un hecho feo». Las teorías buenas explican lo que ya se sabe y predicen los resultados de nuevos experimentos. La interacción de la teoría y del experimento es una de las alegrías de la física de partículas.

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