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Authors: Julio Cortázar

Tags: #Cuentos y Relatos

La Otra Orilla (4 page)

BOOK: La Otra Orilla
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¿Por qué no charlar con Morella? Disco el número, sintiendo que le quedaba aún el mal gusto de las siestas y eso que no había dormido, solamente imaginado la muerte como tantas veces de chico. Cuando descolgaron el tubo del otro lado, a Remi le pareció que el «Haló!» no lo decía Morella sino una voz de hombre y que había un sofocado cuchicheo al contestar él: «¿Morella?», y después su voz fresca y aguda, con el saludo de siempre sólo que algo menos espontáneo precisamente porque a Remi le llegaba con una espontaneidad desconocida.

De la calle Greene a lo de Morella diez cuadras justas. Con un auto dos minutos. ¿Pero no le había dicho él: «Te veré a las ocho en lo de la señora Belkis»? Cuando llegó, casi tirándose del taxi, eran las cuatro y cuarto. Entró a la carrera por el living, trepó al primer piso, se detuvo ante la puerta de caoba (la de la derecha viniendo de la escalera), la abrió sin llamar. Oyó el grito de Morella antes de verla. Estaban Morella y el teniente Dawson, pero solamente Morella gritó al ver el revólver. A Remi le pareció como si el grito fuera suyo, alarido quebrándose de golpe en su garganta contraída.

El cuerpo cesaba de temblar. La mano del ejecutor buscó el pulso en los tobillos. Ya se iban los testigos.

1939

V
Puzzle

A Rufus King

Usted había hecho las cosas con tanta limpieza que nadie, ni siquiera el muerto, hubiese podido culparlo del asesinato.

En la noche, cuando las sustancias se sumergen en una identidad de aristas y de planos que sólo la luz podría romper, usted vino armado de un cuchillo curvo, de hoja vibrante y sonora, y se detuvo junto a la habitación. Escuchó, y al no hallar más réplica que la del silencio, empujó la puerta; no con la lentitud sistemática del personaje de Poe, aquel que le tenía odio a un ojo, sino con alegre decisión, como cuando se entra en casa de la novia o se acude a recibir un aumento de sueldo. Usted empujó la puerta, y sólo un motivo de elemental precaución pudo disuadirlo de silbar una tonada. Que, no está de más decirlo, hubiera sido
Gimiendo por ti
.

Ralph solía dormir de costado, ofreciendo un flanco a las miradas o los cuchillos. Usted se acercó despacio, calculando la distancia que lo separaba del lecho; cuando estuvo a un metro, hizo alto. La ventana, que Ralph dejaba abierta para recibir la brisa del amanecer (y levantarse a cerrarla por el mero placer de dormir nuevamente hasta las diez), permitía el acceso a los letreros luminosos. Nueva York estaba rumorosa y llena de caprichos esa noche, y a usted le causó gracia observar la competencia entablada, sin cuartel, entre las marcas de cigarrillos y los distintos tipos de neumáticos.

Pero ése no era momento para ideas humorísticas. Había que concluir una tarea iniciada con alegre decisión y usted, hundiéndose los dedos en el cabello y echando ese cabello hacia atrás, se resolvió a dar una puñalada a Ralph, ahorrando todo preliminar y toda
mise en scène
.

Acorde con tal principio, usted puso el pie derecho en la alfombrita roja que señalaba el emplazamiento justo del lecho de Ralph (claro está que un paso hacia delante); olvidándose de los carteles luminosos, giró el torso hacia la izquierda y, moviendo el brazo como si estuviera por lanzar un tiro de golf, enterró el cuchillo en el costado de Ralph, algunos centímetros por debajo del sobaco.

Ralph se despertó en el preciso instante de morir, y tuvo conciencia de su muerte. Eso no dejó de agradarle a usted. Prefería que Ralph comprendiera su muerte, y que la cesación de tan odiada vida tuviera otro espectador directamente interesado en ello.

Ralph dejó huir un suspiro, y luego un quejido, y después otro suspiro, y después un borborigmo, y nada quedó en el aire que pudiese hacer dudar de que la muerte había entrado junto con el cuchillo y se abrazaba a su nueva conquista.

Usted desenterró la hoja, la limpió en su pañuelo, acarició suavemente el cabello de Ralph —lo cual era una ofensa premeditada— y fue hacia la ventana. Estuvo largo rato inclinado sobre el abismo, mirando Nueva York. La miraba atentamente, con gesto de descubridor que se adelanta visualmente a la proa de su navío. La noche era antipoética y calva. Allá abajo, siluetas de automóviles regresaban a condición de escarabajos y luciérnagas por el imperio del color y la hora y la distancia.

Usted abrió la puerta, la cerró otra vez, y se fue por el corredor, con una dulce sonrisa de ángel perdida fuera de los dientes.

—Buen día.

—Buen día.

—¿Dormiste bien?

—Bien. ¿Y tú?

—Bien.

—¿Tomas el desayuno?

—Sí, hermanita.

—¿Café?

—Bueno, hermanita.

—¿Bizcochos?

—Gracias, hermanita.

—Aquí tienes el diario.

—Lo leeré, hermanita.

—Es raro que Ralph no se haya levantado aún.

—Es muy raro, hermanita.

Rebeca estaba frente al espejo, empolvándose. La policía observaba sus movimientos desde la puerta de la habitación. El agente con rostro de pajarera celeste tenía un modo sospechoso de mirar, presumiendo culpabilidades desde lejos.

El polvo cubría las mejillas de Rebeca. Se maquillaba de manera mecánica, pensando todo el tiempo en Ralph. En las piernas de Ralph, en sus muslos lisos y blancos. En las clavículas de Ralph, tan personales. En la manera de vestirse de Ralph, su artístico desaliño.

Usted estaba en su habitación, rodeado por el inspector y varios detectives. Le hacían preguntas, y usted las contestaba, hundiéndose la mano izquierda en el cabello.

—No sé nada, señores. Ayer a la tarde lo vi por última vez.

—¿Cree en un suicidio?

—Lo creería si viese el cadáver.

—Quizá lo encontremos hoy.

—¿No había huellas de violencia en la habitación?

Los agentes se maravillaron de que usted se pusiera a interrogar al inspector, y eso le produjo a usted una inmensa gracia. El inspector, por su parte, no salía de su asombro.

—No, no hay huellas de violencia.

—Ah. Pensé que podrían haber encontrado sangre en el lecho, en la almohada.

—Quién sabe.

—¿Por qué lo dices?

—Aún falta algo por hacer.

—¿Qué cosa, hermanita?

—Cenar.

—¡Bah!

—Y esperar la llegada de Ralph.

—Ojalá llegue.

—Llegará.

—Hablas con firmeza, hermanita.

—Llegará.

—Me convences.

—Te convencerás.

Fue entonces que usted pasó revista a algunos acontecimientos. Lo hizo aprovechando un alto en el asedio policial.

Usted recordó cómo pesaba. Usted se dijo que la destreza había sido un factor importante en la obtención del resultado. El corredor, al amanecer. Y el cielo plomizo, cargado de perros ambulantes color manteca.

Habría que dar pintura a alguna jaula de pájaros, pronto. Comprar una pintura carmesí, o mejor bermellón, o mejor aún púrpura, aunque quizá el color por excelencia fuese el violado. Pintar la jaula de violado, utilizando el pantalón y la camisa que ahora reposaban junto a una cosa.

Segundo: Usted pensó en la necesidad de comprar arena, fraccionarla en gran cantidad de paquetes de cinco kilos, y llevarla a la casa. La arena serviría para contrarrestar derivaciones de orden sensorial.

Tercero: Usted pensó que la tranquilidad de Rebeca debía tener orígenes neuróticos, y empezó a preguntarse si, después de todo, no le habría hecho un señalado favor.

Pero, claro está, esas cosas no podían averiguarse claramente.

—Adiós, sargento. —Adiós, señor.

—Feliz Nochebuena, sargento.

—Lo mismo le digo, señor.

La casa sola, y sus dos ocupantes.

Rebeca puso la tapa a la olla de la sopa. La puso despaciosamente. Usted estaba en el comedor, oyendo radio, a la espera de la cena. Rebeca miró la olla, luego la fuente de ensalada, y después el vino. Usted criticaba mentalmente a Ruddy Vallée.

Rebeca entró con la bandeja, y fue a sentarse en su sitio mientras usted cerraba el receptor y ocupaba la silla de la cabecera.

—No ha vuelto.

—Volverá.

—Puede ser, hermanita.

—¿Es que acaso lo dudas?

—No. Es decir, quisiera no dudarlo.

—Te digo que volverá.

Usted se sintió arrastrado hacia la ironía. Era peligroso, pero usted no se arredraba.

—Me pregunto si alguien que no se ha ido… puede volver.

Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.

—Eso es lo que yo me pregunto.

A usted no le gustó nada esa respuesta.

—¿Por qué te lo preguntas, hermanita?

Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.

—¿Por qué suponer que él no se ha ido?

A usted se le estaban empezando a erizar los cabellos de la nuca.

—¿Por qué? ¿Por qué, hermanita?

Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.

—Sirve la sopa.

—¿Por qué he de servirla yo, hermanita?

—Sírvela tú, esta noche.

—Bueno, hermanita.

Rebeca le alcanzó la olla de la sopa, y usted la puso a su lado. No sentía ningún apetito, cosa que usted mismo había previsto.

Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.

Entonces, usted levantó la tapa de la olla. La fue levantando despacio, tan despacio como Rebeca la había puesto. Usted sentía un extraño miedo de descubrir la olla de la sopa, pero comprendía que se trataba una mala jugada de sus nervios. Usted pensó en lo bueno que sería estar lejos, en la planta baja, y no en el último de los treinta pisos, a solas con ella.

Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.

Y cuando la tapa de la olla quedó enteramente levantada, y usted miró el interior, y después miró a Rebeca, y Rebeca lo miró a usted con una fijeza increíble, y miró después el interior de la olla, y sonrió, y usted se puso a gemir, y todo decidió bailarle delante de los ojos, las cosas fueron perdiendo relieve, y sólo quedó la visión de la tapa, levantándose despacio, el líquido en la olla, y… y…

Usted no había esperado eso. Usted era demasiado inteligente como para esperar eso. A usted le sobraba de tal manera la inteligencia que el excedente se sintió incapacitado para seguir viviendo en el interior de su cerebro y decidió buscar una escapatoria. Ahora, usted hace números y más números, sentado en el camastro. Nadie consigue arrancarle una sola palabra, pero usted suele mirar hacia la ventana, como si esperara ver avisos luminosos, y después adelanta el pie derecho, gira el torso a la manera de quien se dispone a dar un golpe de golf, y entierra la mano vacía en el vacío aire de la celda.

1938

Historias de Gabriel Medrano

A Jorge D'Urbano Viau

I
Retorno de la noche

Uno se duerme; eso es todo. Nadie dirá jamás el instante en que las puertas se abren a los sueños. Aquella noche me dormí como siempre, y tuve como siempre un sueño. Sólo que…
1

Aquella noche soñé que me sentía muy mal. Que me moría despacio, con cada fibra. Un horrible dolor en el pecho; y cuando respiraba, la cama se convertía en espadas y vidrios. Estaba cubierto de sudor frío, sentía ese espantoso temblor de las piernas que ya una vez, años atrás… Quise gritar, para que me oyeran. Tenía sed, miedo, fiebre; una fiebre de serpiente, viscosa y helada. A lo lejos se oía el canto de un gallo y alguien, desgarradoramente, silbaba en el camino.

Debí soñar mucho tiempo, pero sé que mis ideas se tornaron súbitamente claras y que me incorporé en la oscuridad, temblando todavía bajo la pesadilla. Es inexplicable cómo la vigilia y el ensueño siguen entrelazados en los primeros momentos de un despertar, negándose a separar sus aguas. Me sentía muy mal; no estaba seguro de que aquello me hubiera ocurrido, pero tampoco me era posible suspirar, aliviado, y volver a un sueño ya libre de espantos. Busqué el velador y creo que lo encendí porque los cortinados y el gran armario se anunciaron bruscamente a mis ojos. Tenía la impresión de estar muy pálido. Casi sin saber cómo, me hallé de pie, yendo hacia el espejo del armario con un deseo de mirarme la cara, de alejar el inmediato horror de la pesadilla.

Cuando estuve ante el armario pasaron unos segundos hasta comprender que mi cuerpo no se reflejaba en el espejo. Bien despierto, habría sentido erizárseme el cabello, pero en ese automatismo de todas mis actitudes me pareció simple explicación el hecho de que la puerta del armario estaba cerrada y que, por lo tanto, el ángulo del espejo no alcanzaba a incluirme. Con la mano derecha abrí rápidamente la puerta.

Y entonces me vi, pero no a mí mismo. Es decir, no me vi ante el espejo. Ante el espejo no había nada. Iluminado crudamente por el velador estaba el lecho y mi cuerpo yacía en él, con un brazo desnudo colgando hasta el suelo y la cara blanca, sin sangre.

Creo que grité. Pero mis propias manos ahogaron el alarido. No me atrevía a darme vuelta, a despertar de una vez. Ni siquiera se afirmaba en mi atonía la absurda irrealidad de aquello. De pie frente al espejo que no devolvía mi imagen, seguí mirando lo que había a mi espalda.

Comprendiendo, poco a poco, que yo estaba en la cama y que acababa de morir.

La pesadilla… No, no había sido eso. La realidad de la muerte. Pero cómo…

—¿Cómo…?

No llegué a formular la pregunta. Una asombrosa sensación de cosa inevitable, consumada, entró en mi conciencia. Creí ver claro, me pareció que todo quedaba explicado. Pero no sabía qué era lo que veía claro y cómo podía explicarse todo. Despacio me aparté del espejo y miré el lecho.

Era tan natural. Vi que yacía un poco de costado, que tenía un comienzo de rigidez en la cara y en los músculos del brazo. Mi cabello derramado y brillante estaba húmedo de una agonía que yo había creído soñar, de desesperada agonía antes de la anulación total. Me acerqué a mi cadáver. Toqué una mano y me rechazó su frío. En la boca había un hilo de espuma y gotas de sangre se encendían en la almohada informe, torcida, casi debajo de la espalda. La nariz, repentinamente afilada, mostraba venas que yo había desconocido hasta ahora. Comprendí todo lo que había sufrido antes de morir. Mis labios estaban apretados, malvadamente duros, y por entre los párpados entreabiertos me miraban mis ojos verde-azules, con un reproche fijo.

Pasé de la calma al estupor, brutalmente. Un segundo después estaba refugiado en el ángulo opuesto al que ocupaba la cama, convulso y tiritante. Mi severa tranquilidad, allí en el lecho, era casi un ejemplo, pero no sentía sobre mí los latigazos de la locura y me aferraba al miedo como a un reparo. Que eso fuera posible, que yo estuviese ahí, a tres metros de mi cuerpo retraído en su muerte, que la noche y la pesadilla y el espejo y el miedo y el reloj marcando las tres y diecinueve, y el silencio…

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