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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

La música del azar (3 page)

BOOK: La música del azar
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Se registraba en un motel de cualquier parte, cenaba, y luego volvía a su habitación y leía durante dos o tres horas. Antes de acostarse, se sentaba ante su mapa de carreteras y planeaba el itinerario del día siguiente, eligiendo un destino y trazando cuidadosamente la ruta. Sabía que no era más que un pretexto, que los lugares no significaban nada en sí mismos, pero siguió este sistema hasta el final, aunque no fuera más que una forma de puntuar sus movimientos, de darse una razón para detenerse antes de continuar de nuevo. En septiembre visitó la tumba de su padre en California, viajando a Riggs una tarde abrasadora sólo para verla con sus propios ojos. Quería dar cuerpo a sus sentimientos con una imagen de algún tipo, aunque esa imagen no fuera más que unas palabras y unos números grabados en una lápida. El abogado que le había llamado para hablarle del dinero aceptó su invitación a almorzar y después le enseñó la casa donde había vivido su padre y la ferretería que regentó durante veintiséis años. Nashe compró allí algunas herramientas para su coche (una llave inglesa, una linterna y un indicador de la presión de los neumáticos), pero nunca fue capaz de usarlos y durante el resto del año el paquete permaneció sin abrir en un remoto rincón del maletero. En otra ocasión, se encontró repentinamente cansado de conducir y, en lugar de continuar sin objetivo, tomó una habitación en un pequeño hotel de Miami Beach y se pasó nueve días seguidos sentado al borde de la piscina leyendo libros. En noviembre se entregó al juego en Las Vegas y milagrosamente salió de allí sin ganar ni perder tras cuatro días de
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y ruleta. Poco después de eso, pasó medio mes recorriendo muy lentamente el profundo Sur, parándose en varios pueblos del delta en Louisiana, visitando a un amigo que ahora vivía en Atlanta y dando un paseo en barco por los Everglades. Algunas de estas paradas eran inevitables, pero una vez que se encontraba en algún sitio, generalmente trataba de aprovechar la oportunidad para curiosear un poco. El Saab necesitaba cuidados, después de todo, y con el odómetro funcionando muchos cientos de kilómetros al día, había mucho que hacer: cambiar el aceite, engrasarlo, alinear las ruedas, todos los delicados ajustes y reparaciones que eran necesarios para mantenerlo en condiciones. A veces se sentía frustrado por tener que hacer estas paradas, pero con el coche en manos de un mecánico durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas, no le quedaba más remedio que esperar a que estuviese listo para partir otra vez.

Había alquilado un apartado de correos en la oficina de Northfield, y al comienzo de cada mes Nashe pasaba por allí para recoger las facturas de su tarjeta de crédito y estar unos días con su hija. Esa era la única parte de su vida que no había cambiado, el único compromiso que mantenía. Hizo una visita especial con motivo del cumpleaños de Juliette a mediados de octubre (llegó con los brazos cargados de regalos), y la Navidad resultó una bulliciosa celebración de tres días durante la cual Nashe se disfrazó de Papá Noel y divirtió a todo el mundo tocando el piano y cantando. Menos de un mes después se le abrió inesperadamente una segunda puerta. Eso fue en Berkeley, California, y, como la mayoría de las cosas que le sucedieron aquel año, ocurrió por pura casualidad. Había entrado en una librería una tarde a comprar libros para la próxima etapa del viaje y de pronto se encontró con una mujer que había conocido en Boston. Su nombre era Fiona Wells y le vio delante de la estantería de Shakespeare tratando de decidir cuál de las ediciones de un solo volumen debía llevarse. No se habían visto desde hacía dos años, pero en lugar de saludarle de un modo convencional, se puso a su lado, tocó con el dedo una de las ediciones de Shakespeare y dijo:

—Llévate éste, Jim. Tiene las mejores notas y el tipo de impresión más legible.

Fiona era una periodista que había escrito una vez un reportaje sobre él para el Globe, «Una semana en la vida de un bombero de Boston». Era la típica faramalla de suplemento dominical, con fotos y comentarios de sus amigos, pero a Nashe le había hecho gracia ella, en realidad le había gustado mucho, y después de que le acompañara a todas partes durante dos o tres días, había tenido la sensación de que Fiona empezaba a sentirse atraída por él. Se habían cruzado miradas, se habían producido roces accidentales de los dedos con alguna frecuencia, pero por aquel entonces Nashe era un hombre casado y lo que podía haber sucedido entre ellos no llegó a ocurrir. Unos meses después de que se publicara el articulo, Fiona aceptó un puesto con la agencia AP en San Francisco y él le perdió la pista.

Ella vivía en una casita cerca de la librería, y cuando le invitó para charlar sobre los viejos tiempos en Boston, Nashe comprendió que no tenía pareja. No eran aún las cuatro de la tarde cuando llegaron, pero empezaron ya con bebida dura, abriendo una botella nueva de Jack Daniel’s para acompañar su conversación en el cuarto de estar. Al cabo de una hora Nashe se había acercado a Fiona en el sofá y poco después le estaba metiendo la mano por debajo de la falda. Había una extraña inevitabilidad en ello, pensó él, como si su afortunado encuentro requiriese una respuesta extravagante, un espíritu de anarquía y celebración. No estaban creando un suceso sino más bien tratando de mantenerse a la altura de algo sucedido, y cuando Nashe rodeó con sus brazos el cuerpo desnudo de Fiona, su deseo era tan intenso que rayaba ya en un sentimiento de pérdida, porque sabía que inevitablemente acabaría decepcionándola, que antes o después llegaría un momento en que desearía volver al coche.

Pasó cuatro noches con ella y poco a poco descubrió que era mucho más valiente y lista de lo que él había imaginado.

—No creas que yo no quería que sucediera esto —le dijo la última noche—. Sé que no me quieres, pero eso no significa que yo no sea la chica adecuada para ti. Eres un caso patológico, Nashe, y si tienes que marcharte, está bien, tienes que hacerlo. Pero recuerda que estoy aquí. Si vuelves a sentir la necesidad de meterte en la cama de alguien otra vez, piensa primero en la mía.

No pudo remediar sentir pena por ella, pero ese sentimiento estaba mezclado con admiración, tal vez con algo más: la sospecha de que quizá ella fuese, después de todo, alguien a quien podría amar. Por un instante estuvo tentado de pedirle que se casara con él, imaginando repentinamente una vida de bromas y tierna sexualidad con Fiona, a Juliette creciendo con hermanos y hermanas, pero no fue capaz de pronunciar las palabras.

—Me iré sólo por poco tiempo —dijo al fin—. Es el momento de mi visita a Northfield. Me encantaría que vinieras conmigo si quieres, Fiona.

—Ya. ¿Y qué hago con mi trabajo? Tres días seguidos enferma es un poco demasiado, ¿no crees?

—Tengo que ir por Juliette, ya lo sabes. Es importante.

—Hay muchas cosas que son importantes. Pero no desaparezcas para siempre, es todo lo que te pido.

—No te preocupes, volveré. Ahora soy un hombre libre y puedo hacer exactamente lo que me dé la gana.

—Estamos en América, Nashe. La maldita patria de la gente libre, ¿recuerdas? Todos podemos hacer lo que queramos.

—No sabía que fueras tan patriótica.

—Puedes apostar tu último dólar, amigo. Mi país por encima de todo. Por eso voy a esperar a que vuelvas a aparecer. Porque soy libre de hacer el imbécil.

—Te he dicho que volveré. Acabo de prometértelo.

—Lo sé. Pero eso no quiere decir que lo cumplas.

Había habido otras mujeres antes que ella, una serie de breves ligues y aventuras de una noche, pero nadie a quien le hubiera hecho promesas. La divorciada de Florida, por ejemplo, la maestra con la que Donna había intentado que ligase en Northfield y la joven camarera de Reno, todas se habían desvanecido. Fiona era la única que significaba algo para él, y desde su primer encuentro casual en enero hasta finales de julio raras veces pasó más de tres semanas sin ir a visitarla. A veces la llamaba desde la carretera y, si ella no estaba, le dejaba mensajes graciosos en el contestador automático, sólo para recordarle que pensaba en ella. A medida que pasaban los meses, el rollizo y algo desgarbado cuerpo de Fiona se volvió cada vez más precioso para él: los grandes, casi incómodos pechos; los dientes delanteros ligeramente torcidos; el excesivo cabello rubio que crecía alocadamente en multitud de rizos y ondas. Un cabello prerrafaelita, lo llamó ella una vez, y aunque Nashe no había entendido la referencia, la expresión parecía captar algo de ella, definir una cualidad interior que convertía su desgarbo en belleza. Era muy diferente de Thérèse —la morena y lánguida Thérèse, la joven Thérèse con su vientre plano y sus largos y exquisitos miembros—, pero las imperfecciones de Fiona continuaban excitándole, porque hacían que el acto amoroso le pareciese algo más que simple sexo, algo más que el casual acoplamiento de dos cuerpos. Le resultaba cada vez más difícil poner fin a sus visitas, y las primeras horas de vuelta a la carretera estaban siempre llenas de dudas. ¿Adónde iba, después de todo? ¿Qué trataba de probar? Parecía absurdo que estuviera alejándose de ella, y todo con el fin de pasar la noche en la incómoda cama de un motel al borde de ninguna parte.

Sin embargo, continuó viajando, moviéndose incansablemente por el continente, sintiéndose cada vez más en paz consigo mismo a medida que transcurría el tiempo. Si había un inconveniente, era únicamente que aquello tendría que terminar, que no podría seguir haciendo aquella vida para siempre. Al principio le había parecido que el dinero era inagotable, pero cuando llevaba cinco o seis meses viajando ya había gastado más de la mitad. Lenta pero inevitablemente, la aventura se iba convirtiendo en una paradoja. El dinero le daba la libertad, pero cada vez que lo utilizaba para comprar otra porción de libertad, al mismo tiempo se negaba una porción igual. El dinero le mantenía en marcha, pero era también una válvula de retroceso, que inexorablemente le conducía al lugar de donde había partido. A mediados de la primavera Nashe comprendió finalmente que no podía seguir ignorando el problema. Su futuro era precario y, a menos que tomase una decisión respecto a cuándo parar, prácticamente no tendría futuro.

Al principio había gastado de forma muy imprudente, permitiéndose visitas a gran número de restaurantes y hoteles de primera clase, bebiendo vinos buenos y comprando complicados juguetes para Juliette y sus primos, pero la verdad era que Nashe no tenía una excesiva ansia de lujos. Había vivido siempre demasiado preocupado por las necesidades esenciales para pensar mucho en ellos, y una vez pasada la novedad de la herencia, volvió a sus antiguas costumbres modestas: comer alimentos sencillos, dormir en moteles y no gastar prácticamente nada en ropa. De vez en cuando despilfarraba en cintas de música y libros, pero eso era todo. La verdadera ventaja del dinero no era poder comprar cosas: era el hecho de que le había permitido dejar de pensar en el dinero. Ahora que se veía obligado a pensar en él de nuevo, decidió hacer un trato consigo mismo. Seguiría viajando hasta que le quedaran veinte mil dólares y luego regresaría a Berkeley y le pediría a Fiona que se casara con él. No vacilaría; esta vez lo haría de verdad.

Consiguió estirarlo hasta finales de julio. Justo cuando todo había encajado, sin embargo, su suerte empezó a abandonarle. El ex novio de Fiona, que había salido de su vida unos meses antes de que Nashe entrase en ella, al parecer había regresado después de cambiar de opinión, y en lugar de saltar de alegría ante la proposición de Nashe, Fiona lloró sin cesar durante más de una hora mientras le explicaba por qué tenía que dejar de verle. No puedo contar contigo, Jim repetía. Sencillamente, no puedo contar contigo.

En el fondo, Nashe sabía que ella tenía razón, pero eso no hacia que le resultara más fácil encajar el golpe. Después de marcharse de Berkeley, la amargura y la cólera que se apoderaron de él le dejaron aturdido. Esos fuegos ardieron durante muchos días, e incluso cuando comenzaron a disminuir, más que recobrar terreno lo perdió, cayendo en un segundo y más prolongado período de sufrimiento. La melancolía suplantó a la ira y ya no podía sentir nada más que una sombría e indefinida tristeza, como si todo lo que veía estuviera siendo privado lentamente de su color. Muy brevemente, jugó con la idea de quedarse en Minnesota y buscar trabajo allí. Consideró incluso la posibilidad de volver a Boston y solicitar su antiguo puesto, pero no lo deseaba realmente y pronto abandonó estos pensamientos. Durante el resto del mes de julio continuó vagando y pasó más tiempo en el coche que nunca, incluso desafiándose a sí mismo algunos días a traspasar el umbral del agotamiento: conducía dieciséis o diecisiete horas seguidas, como si se propusiera castigarse conquistando nuevas cotas de aguante. Gradualmente se iba dando cuenta de que estaba en un callejón sin salida, de que si no sucedía algo pronto, seguiría conduciendo hasta que se le acabara el dinero. Cuando estuvo en Northfield a principios de agosto fue al banco y retiró lo que le quedaba de la herencia, convirtiendo todo el saldo en efectivo: un hermoso montoncito de billetes de cien dólares que guardó en la guantera del coche. Le hacia sentir que controlaba más la crisis, como si el montón de dinero que iba reduciéndose fuese una réplica exacta de su estado interior. Durante las siguientes dos semanas durmió en el coche, obligándose a las más rigurosas economías, pero en última instancia los ahorros eran insignificantes y acabó sintiéndose sucio y deprimido. Llegó a la conclusión de que no tenía sentido rendirse de ese modo, era una actitud equivocada. Decidido a levantar el ánimo, Nashe se fue a Saratoga y tomó una habitación en el Hotel Adelphi. Era la temporada de las carreras y durante una semana pasó todas las tardes en el hipódromo, apostando a los caballos en un esfuerzo por aumentar de nuevo su capital. Estaba seguro de que la suerte le acompañaría, pero aparte de unos pocos éxitos deslumbrantes, perdió más veces de las que ganó, y cuando por fin logró arrancarse de allí, había desaparecido otra buena cantidad de su fortuna. Llevaba un año y dos días en la carretera y le quedaban poco más de catorce mil dólares.

Nashe no estaba totalmente desesperado, pero intuía que le faltaba poco para estarlo, que un mes o dos más serían suficientes para empujarle a un pánico absoluto. Decidió irse a Nueva York, pero en lugar de viajar por la autopista prefirió tomarse tiempo y vagar por las carreteras comarcales. El verdadero problema eran los nervios, se dijo, y quiso ver si ir despacio podía ayudarle a relajarse. Partió después de un temprano desayuno en el restaurante Spa City y a las diez se encontraba en algún lugar en medio del condado de Dutchess. Había estado perdido buena parte del tiempo hasta entonces, pero como no parecía que importase dónde estaba, no se había molestado en consultar un mapa. No lejos del pueblo de Millbrook redujo la velocidad a cuarenta o cincuenta kilómetros. Estaba en una carretera estrecha de dos carriles flanqueada por granjas de caballos y praderas y no había visto ningún otro coche desde hacia más de diez minutos. Al llegar a lo alto de una ligera pendiente, que ofrecía una vista despejada de varios cientos de metros, distinguió de pronto una figura que avanzaba por el borde de la carretera. Era una visión discordante en aquel bucólico panorama: un hombre delgado y desastrado que caminaba con movimientos espasmódicos, retorciéndose y tambaleándose como si estuviera a punto de caer de bruces. Al principio Nashe le tomó por un borracho, pero luego pensó que era demasiado temprano para que nadie estuviese en ese estado. Aunque generalmente se negaba a coger autoestopistas, no pudo resistir la tentación de disminuir la velocidad para verle mejor. El ruido del cambio de marchas alertó al desconocido y cuando Nashe le vio darse la vuelta comprendió inmediatamente que el hombre estaba en apuros. Era mucho más joven de lo que le había parecido de espaldas, no tendría más de veintidós o veintitrés años, y parecía casi seguro que le habían dado una paliza. Tenía la ropa desgarrada, la cara cubierta de verdugones y cardenales y, por la forma en que se quedó allí parado mientras el coche se acercaba, apenas sabía dónde se encontraba. El instinto de Nashe le aconsejó seguir adelante, pero no fue capaz de hacer caso omiso de la angustiosa situación del joven. Antes de ser consciente de lo que hacía ya había parado el coche, había bajado la ventanilla del lado del pasajero y se inclinaba para preguntarle al desconocido si necesitaba ayuda. Así fue como Jack Pozzi entró en la vida de Nashe. Para bien o para mal, así fue como empezó todo el asunto, una hermosa mañana a finales de verano.

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