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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (29 page)

BOOK: La llave del abismo
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—De modo que no os habéis dado por vencidos...

—No es el estilo del Amo.

—No, claro. Menos aún ahora, que cuenta con la inapreciable ayuda de la Verdad... Me gustaría saber quién es. ¿Tú has llegado a verla?

—Es obvio que no.

—¿Por qué tan obvio?

—No estaría viva si la hubiese visto —respondió Turmaline.

—Ya. —Moon sonrió—. «Quien ve la Verdad, no ve otra cosa», dicen... Se cuentan muchas leyendas sobre ella: que puede imitar cualquier identidad, por ejemplo, o usar cualquier cuerpo como un muñeco bajo su control... —Turmaline lo miraba sin responder—. ¿Sabes lo que estoy pensando? Que tu Amo quería que el plan de esta noche
fracasara.
Porque el verdadero plan es otro. Nosotros solo somos un señuelo. ¿Cómo dijiste? «Piezas secundarias»...

—No entiendo adonde quieres ir a parar, Moon.

—Creo que lo entiendes perfectamente: cometiste un error al hablarme de la Verdad en el club de Tokio. Ella es la clave, ¿no es cierto? Raptar a la hija de Kean y utilizar a Ina White... Todo eso es el decorado. El único protagonista es la Verdad. Siempre lo fue. ¿O acaso no lo sabes?

Hubo una pausa. En el gran salón del vehículo no se escuchaba el menor ruido.

—No sé nada de los planes del Amo —dijo la Rubia al fin alzando distraídamente un pie de uñas rojo sangre y apoyándolo en el asiento sin dejar de mirar a Moon. Su cabello hizo
clinc
cuando su mano lo apartó—. Me limito a cumplir órdenes.

—¿Y por qué das la impresión de que también te sientes tan marginada como yo? —Moon le hizo un guiño, como invitándola a compartir un secreto—. El Amo nos ha utilizado como
distracción,
Turmaline. En realidad, es la Verdad la que hará todo el trabajo. Pero nosotros somos profesionales. ¿No es doloroso que nos traten así?

—Nada de lo que insinúas tiene sentido —afirmó la Rubia pronunciando con lentitud cada palabra.

Moon pareció aceptar aquella conclusión.

—Es posible que me equivoque. Pero ¿y si estoy en lo cierto? ¿Y si podemos sacar más beneficios a todo esto? Trabajas por dinero, igual que yo. Haz esto: habla con el Amo y dile que conocemos su plan, y que es
muy arriesgado,
aunque digno de admiración. Y dile que queremos que él también reconozca que lo hemos
descubierto.

Tras aguardar en vano una reacción de su interlocutora, Moon cogió la botella de licor, observó que estaba vacía, se levantó y desplazó su sinuoso cuerpo hasta un pequeño armario de cristal para coger otra.

—Piénsalo, Turmaline —insistió—. A mí no me importa lo que el Amo busca, y creo que a ti tampoco. Me dan igual todas las llaves de este mundo. Y por mí, Dios puede seguir reinando bajo el agua hasta el fin de la eternidad o ser destruido. No acepté este trabajo por la mística. ¿Quieres saber por qué lo acepté?

—Ardo de impaciencia.

La inusitada ironía de Turmaline hizo que Moon se volviera y la mirara un momento. La Rubia sonreía con una levedad casi imperceptible.

—Lo acepté porque si soy rico tengo menos miedo —confesó Moon—. Y si soy aún más rico, tendré aún menos miedo. Quizá tú puedas llevarte una mano a la cabeza y sentir que tienes todo el oro que quieres ahí colgando, pero me da la impresión de que también deseas más... ¿O acaso tu obediencia te ciega hasta ese punto?

—No —negó la Rubia—. No hasta ese punto.

—Lo sabía. Somos iguales. —Moon retornó a las botellas del armario.

—¿Entonces?

Mientras elegía un licor nuevo, opalescente, Moon siguió hablando.

—Pregúntale al Amo cuánto vale lo que he descubierto. Solo eso.

—Supongamos que me dice que no vale más de lo acordado —replicó la Rubia—. ¿Qué ocurriría?

—Que las cosas podrían complicarse, ¿no? —Moon contempló el licor a través del cristal tallado: su turbia densidad era perfecta—. ¿Qué crees que pasaría, por ejemplo, si Darby, Rowen y los demás supiesen que
los hemos dejado ganar?
¿Qué ocurriría si supieran que «la verdad» está más cerca de lo que ellos sospechan? Lo cual, en este caso, es algo más que un juego de palabras... —Sonrió ante su propio ingenio.

—Sinceramente, Moon, no creo que el Amo acepte tales condiciones —zanjó la Rubia.

—¿Por qué?

—Porque todo ha terminado ya.

A Moon le sorprendió la tajante declaración.

—¿Qué quieres decir con eso? —Se volvió hacia Turmaline y descubrió que la Rubia se había levantado en silencio y se hallaba frente a él. Incluso descalza, Turmaline era muy alta, y su delineada y perfecta figura ensombrecía la de Moon.

—Que todo ha terminado para ti. —La Rubia torció el cuello en un gesto centelleante.

Mientras veía la ola de metal embravecido aproximarse a su rostro, Moon aún tuvo tiempo de recordar el extraño y terrible sueño. El presagio de su muerte.

• •
8.5
• •

El miedo es el hilo de bunraku de la humanidad..
.

Daniel no quería escuchar aquella voz muerta extendiéndose como una enfermedad por todo su cuerpo. Pero no había forma de no escucharla: se hallaba en lo alto de la Torre, frente a ella.

¿Recuerdas el interrogatorio de Olsen, cuando te arrodillaste a suplicar? Me gustó entonces hacerte daño...

Cayó de rodillas frente a esa voz, obligado por ella, y su odio y su rabia lo hicieron temblar más allá del miedo que sentía. Vio a Olsen y a Moon sosteniendo el arma. Vio la mirada de Bijou alejándose.

...
por eso ordené a Olsen que matara a tu esposa.

Máscara y manos... Chillido de pájaros... Trampilla... Escalera de metal...

Escuchaba algo más, como una presencia lejana que lo llamara, pero en aquel momento todo su ser estaba pendiente de los labios blancos de la mujer
bunraku,
de su cuerpo de carne muerta mostrado ante él y sus palabras como plegarias vacías.

Volveré a hacerte daño cuando me apetezca, Daniel Kean, solo por capricho, y tú moverás la cabeza y asentirás...

—Basta, Daniel.

Desde su mesa, el doctor Schaumann separó las piernas hasta colocar los muslos casi paralelos al borde del mueble. Estuvo un rato en esa posición mirando a Daniel, que se debatía en la pesadilla.

—Basta —repitió con suavidad.

Los párpados de Daniel temblaron y abrió los ojos. El doctor Schaumann se levantó y puso las manos en la cintura. Mostraba el pecho sudoroso y jadeante descubierto por la camisa blanca que llevaba, y que constaba solo de cuello y mangas. Su pelo estaba recogido por encima de la nuca.

—Ya te lo dije —murmuró Schaumann con calma, sin sonreír
—,
te advertí que en el examen volverías a
vivir
ciertas experiencias... Es una consecuencia directa de las pruebas, no hay manera de evitarlo. Como te expliqué, nuestro cuerpo también es espacio: tiene ángulos, rincones de sombra y luz... Los gestos que hago imitan esos ángulos y los hacen corresponder con la forma de las paredes, el techo y las mesas donde nos encontramos, y de esa manera puedo ver el entorno, el lugar que nos rodea, la casa, y a ti mismo por dentro... Los creyentes dirían que es pura creencia basada en el Octavo, pero yo lo considero un simple examen científico... No obstante, al hurgar en tus recuerdos, despierto otros sin querer... ¿Cómo te sientes?

Daniel, de rodillas sobre su mesa, demoró en responder. Jadeaba y miraba al doctor y todo lo que le rodeaba con ojos muy grandes.

—Cansado —mintió.

En realidad, la furia lo dominaba, lo abrumaba por completo: revivir su diálogo con la Verdad era —lo comprendió después— revivir su odio y su más feroz deseo de venganza. Miró a Schaumann creyendo que lo percibiría, que su agitación lo delataría, pero observó que, a su modo, el doctor también intentaba vencer una extraña emoción. Su mano derecha se palpaba el pecho a la altura del corazón.

—¿Qué ocurre? —preguntó Daniel.

—Realmente, no lo sé —dijo Schaumann hablando con mucho cuidado—. Entré en tus pensamientos y te llevé al lugar de la revelación, como siempre, pero esta vez... he notado otra cosa.

De pronto sucedió algo. Daniel, que respiraba acompasadamente sin dejar de mirar a Schaumann, se dio cuenta de inmediato del cambio. El rostro del doctor perdió vida, su boca se abrió como una puerta empujada por el viento, los ojos se oscurecieron.

—¿Doctor? ¿Brent?

Sin responder, Brent Schaumann se levantó y subió a la mesa. Permaneció de pie, con su esbelta figura rígida y la mirada perdida en un punto indefinido.

—Hay algo más... —dijo con esfuerzo—. Lo percibo... —Giró de medio lado hasta situarse de perfil, y echó la cabeza hacia atrás. Fijó la vista en el techo respirando entrecortadamente—. ¿Qué es? ¿Por qué no puedo acceder...? Déjame acceder... Los ángulos se cierran... —Pareció realizar un esfuerzo final, y de pronto todo cesó—. Oh, no pongas esa cara —dijo Schaumann aún de pie sobre la mesa—. No eres tú, ni nada que hayas hecho, Daniel, sino algo que... Tengo que meditar sobre el asunto. Te veré luego.

Descendió de la mesa de un ágil salto y salió de la habitación.

Pero Daniel no volvió a ver a Schaumann en todo el día, y a la mañana siguiente tuvo otras cosas en qué pensar, ya que esperaba la llegada de su hermana Lania.

Para entonces ya había tomado una decisión.

• •
8.6
• •

El aéreo privado de Rowen aterrizó puntualmente, y Lania Kean salió por la compuerta con la expresión de quien contempla un mundo mágico. El viaje en sí mismo había sido asombroso, empezando por el aéreo, cuyo interior era tan grande y confortable que Lania se dijo que hubiese podido vivir en él el resto de sus días. Rowen fue a recibirla al aeropuerto personalmente, negándose a que Daniel lo acompañara («para que el encuentro no se produzca de golpe», dijo), y el viaje hasta Sentosa hizo que Lania disfrutara más de los ademanes suaves y la deslumbrante palabra de su anfitrión que del paisaje. Pese a aquella fastuosa bienvenida, un vago sentimiento de inquietud la oprimía. Toda la opulencia de Sentosa y la increíble mansión de Rowen no significaron nada para ella hasta que al fin apareció Daniel, casi tímidamente, en el inmenso balcón de la casa donde se había dispuesto el encuentro. Para ambos hermanos, la presencia del otro era como un espejo: habían sido creados a partir de la misma célula y sus esbeltas figuras eran idénticas.

Se abrazaron, besaron y extinguieron con suaves caricias el miedo que habían sentido aguardando aquel momento. A él le dolió saber que su padre había entrado en contacto con un grupo de creyentes para intentar averiguar su paradero.

—Pero él no es creyente —dijo, un tanto desorientado.

—¿Y le vas a reprochar que acuda a ellos? —Lania hacía esfuerzos por no llorar—. ¿Sabes lo preocupados que hemos estado todos?

Decidió contarle lo sucedido. No le ofreció detalles, solo la versión moderada que había ensayado para ella: en el tren, aquel soñador le había confiado un secreto; ahora otros deseaban saberlo, y para conseguirlo no habían dudado en matar a Bijou. Se sintió bien hablando con Lania. El sufrimiento por el que había pasado pareció atenuarse junto a ella.

Hubo una pausa cuando Daniel acabó de hablar. Al fin, Lania sonrió. Volvieron a abrazarse y ella tomó aire, como si las palabras de Daniel la hubieran liberado de un peso.

—Bueno, pero estás aquí, y todo ha terminado... —le dijo.

Mirándola, Daniel se dio cuenta de que Lania era un confortable regreso a la vida, a las miradas que hablaban, al afecto que no necesitaba hablar. Desde aquella remota mañana en que Klaus Siegel se había dirigido a él en el último asiento de la sección décima del Gran Tren, Daniel se sintió verdaderamente en paz. O casi.
Estamos aquí, pero no todo ha terminado.

Su hermana no era muy dada a mantener las actitudes solemnes durante mucho tiempo, y enseguida lo cogió de la mano.

—Llévame con Yun.

Pese a la alegría que manifestó la niña al ver a Lania, Daniel no podía dejar de percibir el notorio cambio operado en ella. La seriedad de su hija se había convertido en rigidez, como si la ausencia de Bijou, que Daniel había intentado explicarle con sencillas palabras, la estuviese paralizando de algún modo. Lania también pareció darse cuenta. A veces Daniel tenía la terrible sensación de que Yun lo hacía responsable de la muerte de Bijou. Lania, sin embargo, no le concedió importancia a aquella actitud.

—Necesita un poco más de tiempo —le comentó a Daniel—. Cuando regrese a casa contigo se adaptará.

El almuerzo de bienvenida tuvo lugar en un enorme salón redondo, sin muebles. El mullido suelo estaba sembrado de círculos de bandejas que sostenían bebidas y cuencos con viandas. Todos se sentaron o recostaron de manera informal. La presentación «oficial» de Lania Kean corrió a cargo de Rowen, y hasta el siempre seco Yilane le dedicó comentarios amables. Daniel notó que a Lania le llamaba la atención el aspecto de Héctor Darby, que, vestido con una gran túnica negra, alargaba sus velludos brazos para coger uvas de un cuenco, pero su hermana se cuidó de demostrar sorpresa, así como tampoco inquirió nada sobre los ojos cerrados de Maya Müller o la soberana presencia de Anjali Sen y el doctor Schaumann. Parecía aceptar a aquellos personajes como lo que eran, por el simple hecho de que, de alguna forma, habían ayudado a Daniel.

En un momento dado, Rowen alzó su copa al tiempo que tomaba la palabra.

—Hace pocos días nos reuníamos también con Daniel, y también brindamos, pero la ocasión entonces distaba de ser feliz. Ahora todo ha cambiado: Daniel ha recobrado a su hija y mañana retornará con ella y contigo, Lania, a su vida de siempre. En cuanto a nosotros, emprenderemos otros viajes que nos llevarán por fin al destino que hemos soñado... —Se detuvo, como buscando el final apropiado—. Todos tenemos cosas que lamentar, pero también que celebrar. Brindo por eso.

Las conversaciones regresaron, y Lania pareció encantada con las anécdotas que contaba Rowen, y los comentarios de Yilane, Darby y Anjali. Daniel, en cambio, estuvo lacónico. Le agradó que Rowen y los demás se hubiesen encargado de distraer a su hermana, ya que él se sentía incapaz de hacerlo.

Al finalizar la comida hubo como cierta prisa general por abandonar el sitio y reunirse con otros en medio del salón. Daniel vio a Darby hablando con el doctor Schaumann y se acercó a ellos.

—Voy a ir —dijo sin preámbulos.

Ambos lo miraron, aunque Darby pareció manifestar más asombro que el doctor.

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