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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (66 page)

BOOK: La hija del Nilo
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72

Acompañada por su pequeña escolta, Cleopatra se dirigió hacia los aposentos de César. Después de lo que le había dicho su hermano la víspera —«Le voy a enviar a César un regalo especial»—, era consciente de que tenía que actuar cuanto antes.

Durante la noche anterior no había dejado de cavilar preguntándose cuál podría ser el asunto que César quería abordar con Potino en privado. Al final había llegado a la conclusión de que únicamente podía tratarse de la deuda que su padre había contraído con Rabirio y otros banqueros romanos. A diferencia de su hermano, ella conocía a la perfección las finanzas de su reino. Por eso sabía que el débito pendiente ascendía a tres mil talentos, la mitad de los ingresos anuales que recibía la corona merced a impuestos y aranceles.

Una suma enorme con la que César podría proseguir su guerra contra los hijos y partidarios de Pompeyo, que tal como le había explicado Sexto no pensaban rendirse. Por la mañana Cleopatra se había reunido con varios banqueros judíos y fenicios del sector Delta de la ciudad, y tras varias horas de regateo consiguió que le prometieran un préstamo para pagar íntegra la deuda. Con los intereses, los tres mil talentos se acabarían convirtiendo en casi cuatro mil; pero Cleopatra estaba convencida de que reinando en solitario iba a devolver la prosperidad al reino y conseguiría reunir esa suma en poco tiempo.

Pues eso era lo que le iba a exigir a César a cambio de aquella fabulosa suma de dinero: que eliminase o desterrase a Ptolomeo y Arsínoe, y de paso a toda su camarilla. Seguro que el romano, hombre práctico, no se iba a negar. Si hacía falta, Cleopatra se ofrecería personalmente como rúbrica para aquel pacto. «Pero sólo si no hay otro remedio», se insistía a sí misma, con los nervios cosquilleándole el estómago.

A unos pasos de la puerta de César montaban guardia sus lictores, reforzados por un pelotón de germanos. El jefe de los lictores se acercó a Cleopatra, la saludó con una inclinación y luego se dirigió a Furio en latín.

—Habla conmigo directamente —dijo Cleopatra—. Entiendo tu idioma y soy la reina de este palacio.

—Perdóname, señora —contestó el lictor, ruborizándose un poco—. Siento tener que decirte esto, pero el cónsul me ha dado órdenes expresas de que no os deje pasar ni a ti ni a tu hermano.

—Cuando le digas al cónsul qué negocio voy a proponerle, seguro que cambia de opinión.

—Te escucho, señora.

En ese momento se abrió la puerta y salió Arsínoe, colocándose el vestido sin ningún disimulo. El modelo carmesí que llevaba era de por sí muy poco recatado; con aquel escote tan exagerado, cualquier movimiento de más podía dejar a la vista sus pechos.

«La muy ramera se me ha adelantado», pensó Cleopatra con desaliento, y sintió que el suelo se abría bajo sus pies para tragarla en las aguas de la Estigia.

Arsínoe y ella no se habían vuelto a hablar. A decir verdad, Cleopatra no parecía existir para el resto de sus hermanos; ni siquiera para Maidíon, que al verla había agachado la cabeza como un buey castrado.

Pero ahora Arsínoe le sonrió y levantó la barbilla. Su gesto era palmario y decía: «He ganado, hermana».

¡Cuánta razón llevaba Apolodoro! Mejor llegar antes con la mitad de hombres que después con el doble. Para colmo, si en lugar de soldados se trataba de guerrear recurriendo a encantos femeninos, su hermana ya partía con mucha ventaja sobre ella.

Sin decir nada más, Cleopatra se dio la vuelta y se alejó taconeando furiosa por el corredor. Tras ella oyó las botas claveteadas de Furio y sus soldados, que se apresuraban a seguirla. El rostro le ardía de vergüenza. Su hermana era tan impúdica y resultaba tan evidente lo que César y ella habían hecho en aquella habitación que ahora todos esos hombres pensarían que Cleopatra había venido a lo mismo y el rumor no tardaría en propagarse por el palacio.

«Malditos hombres, todos piensan con la entrepierna». Cleopatra acarició el escarabeo casi sin querer. ¡Pensar que había concebido fantasías en las que César se convertía en el elegido que profetizó su abuela! ¡Qué decepción! Alguien incapaz de resistirse a los coqueteos de una zorra tan descarada como Arsínoe no podía ser considerado el hombre más poderoso del mundo, y mucho menos un dios entre los humanos.

Los aposentos de Cleopatra estaban situados en un ábside que sobresalía del extremo norte del palacio. Tenía en ellos una terraza desde la que se dominaba todo el promontorio de Loquias. Apoyada en la barandilla de bronce, Cleopatra contemplaba cómo los carpinteros trabajaban en la Anfítrite, el barco que se suponía iba a ser el orgullo de su reinado y el símbolo del renacer de Egipto.

Trató de animarse pensando: «Todavía no me han derrotado ni Ptolomeo ni Arsínoe». Fue en vano. En ese momento, mientras el sol se dejaba caer lánguidamente hacia el horizonte, Cleopatra no se sentía capaz de pensar en más intrigas. Se sentía agotada. Demasiados esfuerzos, demasiados sinsabores y traiciones. Quería dejar de ser reina y sentirse tan sólo una mujer, incluso una niña por un rato. Dejarse abrazar y proteger por alguien que no escondiera en la mano una daga para acuchillarla.

César no podía ser. ¿Cómo había llegado a pensarlo? Era arrogante, violento, lujurioso. Un romano, en suma. Primero la había humillado en público plantando esa absurda silla plegable al lado de su trono y después se había negado a recibirla. ¡En su propio palacio! En cambio, le había faltado tiempo para fornicar con Arsínoe.

Sólo se le ocurría una persona con quien podría sentirse únicamente Cleopatra, sin epítetos ni apellidos, sin nombres de Horus ni de las Dos Diosas.

Salió a la puerta que daba al patio. Furio, que estaba charlando con sus hombres —Cleopatra habría apostado a que gastaban bromas obscenas sobre su general y Arsínoe—, se acercó solícito y se cuadró ante ella.

—¿Qué deseas, señora?

—La cena empezará dentro de poco —dijo Cleopatra—. Pero yo no acudiré hasta que hayan pasado al menos tres horas.

—Mi señora, César nos ha dicho que nos aseguremos de tu asistencia.

—Eso da igual, Furio. —Cleopatra le tomó la mano entre las suyas y lo miró a los ojos—. Se trata de una cuestión de protocolo. La forma de quedar por encima de mi hermano es hacer que él llegue mucho antes y me espere, ¿entiendes?

—Sí, señora —contestó él, ruborizándose un poco y apartando la mirada.

Saltaba a la vista que Furio no sentía ninguna simpatía por Ptolomeo. Lo mismo les sucedía a sus soldados. En apenas dos días, todos ellos habían sufrido una peculiar transformación. César les había encomendado protegerla, ciertamente; pero ellos, por su cuenta, se habían tomado tan a pecho su papel de escoltas de la reina que ahora contemplaban a sus demás camaradas por encima del hombro.

Cleopatra, incluso, sospechaba que Furio se había enamorado un poco de ella. Una ventaja como ésa había que aprovecharla.

—¿Te avisamos a la hora segunda de la noche, señora? —preguntó el optio.

—No será necesario, Furio. A esa hora me verás aquí y nos presentaremos en el banquete. Tu general no tendrá ninguna queja de ti.

—Como tú ordenes, señora.

Cleopatra entró de nuevo en sus aposentos. Antes de cerrar la puerta, puesto que ya estaba vestida, maquillada y peinada, despidió a las criadas enviándolas a los cuartos que había al otro lado del patio interior. Después echó la llave y se volvió hacia Apolodoro, que aguardaba en silencio en el centro de la estancia.

—Vamos a salir de palacio.

—¿Por esa puerta, señora?

—Evidentemente no, Apolodoro.

—Es arriesgado salir a la calle sin escolta, señora.

—Por eso te llevo a ti. Además, no llegaremos a pisar las calles.

—Pero el banquete va a empezar enseguida.

—No tengo la menor intención de asistir.

—Señora, César dijo que debías ir.

Cleopatra se acercó al eunuco y tiró de su barbilla para obligarle a desenterrarla del pecho y mirarla a los ojos.

—¿A quién eres leal, Apolodoro? ¿A César o a mí?

Él no dijo nada durante unos segundos. Como solía ocurrirle con aquel hombre, Cleopatra se preguntó qué pensamientos albergaría su cerebro y qué sentimientos su corazón. Su rostro, como siempre, semejaba una esfinge tallada en granito. Por fin respondió.

—Serví a César, señora. Ahora te sirvo a ti.

Eso era lo que quería oír Cleopatra. Sonrió al escucharlo, y su gesto debió de ser tan cálido que se contagió a los labios de Apolodoro, que se curvaron ligeramente.

—Está bien, Apolodoro. Necesitaremos un par de antorchas y algo para encender fuego.

73

Su huida del templo de Ptah, aunque finalmente resultara frustrada y también innecesaria por la llegada de Aquilas y Marco Antonio, había convencido a Cleopatra de que siempre debía disponer de alguna vía de escape. Por eso, apenas regresó a Alejandría como reina consorte de su padre, había contratado a una cuadrilla de albañiles y canteros para que perforasen un túnel que discurría desde sus aposentos hasta el gran depósito de agua excavado bajo el palacio. Una vez terminada la obra, que los obreros llevaron a cabo muy despacio para evitar que los golpes llamaran la atención, les pagó el finiquito y los envió fuera de Egipto tal como habían estipulado para que no pudieran revelar a nadie el secreto.

Con un gruñido de esfuerzo, Apolodoro empujó el lecho de Cleopatra, una gran armazón de roble reforzada por dentro con chapas de hierro que al mismo tiempo servía como arcón para sus ropas. Las patas de bronce rechinaron sobre la tarima; el suelo de la alcoba era de madera, porque cuando estaba sola a Cleopatra le gustaba caminar descalza y le agradaba más el tacto de las tablas que el de la piedra desnuda.

Ella misma iba a introducir su cuchillo por la ranura casi invisible que marcaba el escotillón. Pero Apolodoro sacó su propio puñal, la hoja fina y oscura con la que había salvado la vida de Cleopatra en Menfis.

—Tu daga es demasiado bonita para estropearla, señora.

Apolodoro levantó un poco la tabla con la punta del cuchillo, metió los dedos y luego la levantó sin apenas esfuerzo. Debajo había una tapa de metal con un asa. Aunque pesaba bastante, Cleopatra se había asegurado de que pudiera moverla ella sola con ambas manos. Apolodoro necesitó una nada más para levantarla.

Desde allí bajaba un pozo. En la pared había varias barras de bronce clavadas a modo de peldaños. Cuando Cleopatra se disponía a bajar primero, Apolodoro insistió en hacerlo él por si había algún peligro.

Tres metros más abajo llegaron al suelo de una angosta galería que descendía en una suave pendiente. Era únicamente una salida de emergencia, de modo que Cleopatra no había insistido en que pulieran las paredes y en la roca caliza se apreciaban las marcas de los picos.

Aquel tosco pasadizo no tardó en desembocar en un túnel igualmente estrecho y de paredes más lisas. Se trataba de uno de los conductos que utilizaban los inspectores de aguas para revisar el sistema de tuberías y cisternas de la ciudad.

Cleopatra consultó el mapa que le había copiado Zenódoto años antes. Bajaron por otro pozo con escala de metal y llegaron a una gran cisterna que abastecía de agua al palacio. La antorcha de Apolodoro se reflejaba en el agua, a dos metros bajo sus pies. Pese a que su superficie se veía oscura como la noche, Cleopatra sabía que el fondo se hallaba a quince metros de profundidad.

Caminaban por la parte superior de un arco lo bastante ancho para no tener que hacer equilibrios. Cada vez que se encontraban con las pilastras que sostenían el techo, las rodeaban agarrándolas con los brazos para no resbalar y caer al agua. Cuando llegara la inundación y la canalizaran desde la boca Canópica, las cisternas se llenarían más o menos dependiendo de lo abundante de la crecida. Mientras tanto, Cleopatra confiaba en que podrían llegar a su destino sin necesidad de mojarse.

Siguieron avanzando entre túneles, escaleras y grandes depósitos subterráneos. Pese a que se trataba del sistema de aguas potables y no residuales, de cuando en cuando se cruzaban con alguna rata; en otra ocasión en que Cleopatra visitó aquel laberinto, Rom había cazado una casi tan grande como él.

Cuando llegaron a una nueva cisterna que, según el plano, se encontraba bajo el templo de Poseidón, oyeron voces ahogadas y pisadas.

—Apaga la antorcha y agáchate —susurró Cleopatra.

El siciliano sumergió la tea en el agua y se tumbó sobre la parte superior del arco. Cleopatra lo imitó.

Poco después presenciaron a dos arcadas de distancia el paso de una procesión fantasmal. Eran decenas de hombres vestidos con mantos oscuros que caminaban en fila de uno, alumbrados por antorchas. Hablaban entre sí en susurros, y de vez en cuando alguien chistaba para conminar a los demás a callar.

El desfile se hizo interminable. ¿Cuántos podían haber pasado ya? ¿Doscientos, trescientos hombres? ¿Tal vez más? Cleopatra notó un inoportuno picor en la nariz que amenazaba convertirse en estornudo, pero logró contenerlo.

«Deben de ser tropas de Aquilas infiltrándose en la ciudad», pensó. De modo que no era ella la única que recurría al laberinto de túneles y cisternas para pasar desapercibida. ¿Hacia dónde se dirigían? Si hubiesen pretendido entrar en el palacio, lo lógico habría sido que caminaran en sentido contrario.

Se dijo que debería desandar el camino para avisar a César. Luego se arrepintió. Todavía ignoraba si se trataba de un aliado o de un enemigo. Después de haberse acostado con Arsínoe, lo más probable era que César se hubiese convertido en lo segundo.

Por fin, el último miembro de aquel espectral cortejo se perdió de vista. Se habían quedado a oscuras, en medio de una negrura tan espesa que Cleopatra no intuía ni siquiera la sombra de su propia mano agitándola delante de la cara. Después oyó el golpe del hierro contra el pedernal y vio la chispa del yesquero. Apolodoro no tardó en encender la antorcha de repuesto y ayudó a Cleopatra a levantarse.

—Vayamos con cuidado —dijo ella—. No sabemos si podemos encontrarnos con alguien más.

—Lo más prudente sería darnos la vuelta —repuso él.

—Ahora mismo no sabría qué decirte. ¡Continuemos!

Un rato después Cleopatra volvió a consultar el mapa. Si no se habían desorientado, debían de encontrarse debajo del Museo, su destino.

—Vamos por aquí —le dijo a Apolodoro.

Subieron otra escala de metal hasta toparse con una tapa de bronce que les cerraba el paso. Cleopatra se alegró de haber llevado al eunuco, porque ella seguramente no habría sido capaz de levantarla.

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