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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (39 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—¿Adónde vas? —preguntó su marido extrañado—. Son más de las nueve.

—Tú vas a acostarte —respondió ella con cierta rudeza—. Estás indispuesto, descansarás. Duerme mientras me esperas; te despertaré si hace falta, y conversaremos.

Salió, con su paso ligero, y corrió al edificio de correos. Entró bruscamente en el despacho donde Vuillet trabajaba aún. Él tuvo, al verla, un marcado gesto de contrariedad.

Nunca Vuillet había sido tan dichoso. Desde que podía deslizar sus flacos dedos en el correo, disfrutaba de profundas voluptuosidades, voluptuosidades de sacerdote curioso, que se dispone a saborear las confesiones de sus penitentes. Todas las indiscreciones taimadas, todas las vagas habladurías de las sacristías cantaban en sus oídos. Acercaba su larga nariz lívida a las cartas, miraba amorosamente los sobrescritos con sus ojos turbios, auscultaba los sobres, como los curitas hurgan en el alma de las vírgenes. Eran goces infinitos, tentaciones llenas de cosquilleos. Los mil secretos de Plassans estaban allí; tocaba el honor de las mujeres, la fortuna de los hombres, y sólo tenía que romper los precintos para saber tanto como el vicario mayor de la catedral, el confidente de las personas bien de la ciudad. Vuillet era una de esas terribles comadres, frías, agudas, que lo saben todo, consiguen que se lo cuenten todo, y sólo repiten los rumores para asesinar a la gente. Así, había tenido a menudo el sueño de hundir el brazo hasta el hombro en el buzón. Para él, desde la víspera, el despacho del jefe de correos era un gran confesionario lleno de una sombra y un misterio religiosos, en el cual desfallecía al aspirar los murmullos velados, las confesiones temblorosas que exhalaba la correspondencia. Por lo demás, el librero hacía su tarea con perfecta impudencia. La crisis que atravesaba la región le aseguraba la impunidad. Si unas cartas experimentaban cierto retraso, si otras se extraviaban por completo, incluso, la culpa sería de esos sinvergüenzas republicanos, que recorrían los campos e interrumpían las comunicaciones. El cierre de las puertas lo había contrariado por un instante; pero se había entendido con Roudier para que pudieran entrar los correos y se los llevaran directamente, sin pasar por la alcaldía.

Sólo había, en verdad, abierto algunas cartas, las buenas, las que su olfato de sacristán le había señalado que contenían noticias útiles para conocerlas antes que nadie. A continuación se había contentado con guardar en un cajón, para ser distribuidas más adelante, aquellas que podrían ponerle en entredicho y arrebatarle el mérito de tener valor, cuando la ciudad entera temblaba. El devoto personaje, al elegir la jefatura de correos, había entendido singularmente la situación.

Cuando entró la señora Rougon, elegía entre un enorme montón de cartas y periódicos, sin duda con el pretexto de clasificarlos. Se levantó, con su humilde sonrisa, adelantando una silla; sus párpados enrojecidos se agitaban de forma inquieta. Pero Félicité no se sentó; dijo brutalmente:

—Quiero la carta.

Vuillet abrió mucho los ojos, con aire de gran inocencia.

—¿Qué carta, mi querida señora? —preguntó.

—La carta que usted ha recibido esta mañana para mi marido. Vamos, señor Vuillet, tengo prisa. —Y como él tartamudeaba que no sabía, que no había visto, que era muy sorprendente, Felicité prosiguió, con una sorda amenaza en la voz—: Una carta de París, de mi hijo Eugène, ya sabe usted a qué me refiero, ¿verdad?… Voy a buscarla yo misma.

Hizo ademán de echar mano a los diversos paquetes que atestaban el escritorio. Entonces él se mostró solícito; dijo que iba a ver. ¡El servicio estaba tan mal organizado, forzosamente! Quizá había una carta, en efecto. Y en tal caso, la encontrarían. Pero, por su parte, juraba que no la había visto. Mientras hablaba, daba vueltas por el despacho, revolvía todos los papeles. Después abrió los cajones, las carpetas. Félicité esperaba, impasible.

—A fe mía, tiene usted razón, aquí hay una carta para ustedes —exclamó por fin, sacando unos papeles de una carpeta—. ¡Ah, esos empleados del demonio! Se aprovechan de la situación para no hacer nada como es debido.

Félicité cogió la carta y examinó atentamente el precinto, sin parecer inquieta en absoluto por lo que semejante examen pudiera tener de hiriente para Vuillet. Vio con claridad que habían debido de abrir el sobre; el librero, todavía torpe, se había servido de un lacre más oscuro para volver a pegar el precinto. Tuvo buen cuidado de abrir el sobre dejando intacto el precinto, que sería, llegado el momento, una prueba. Eugène anunciaba, en pocas palabras, el completo éxito del golpe de Estado; cantaba victoria, París estaba domada, la provincia no se movía, y aconsejaba a sus padres una actitud muy firme frente a la insurrección parcial que sublevaba el sur. Les decía, para terminar, que su fortuna estaba labrada si no flaqueaban.

La señora Rougon se metió la carta en el bolsillo y, lentamente, se sentó, mirando a Vuillet a la cara. Éste, como ocupadísimo, había reanudado febrilmente su clasificación.

—Oiga, señor Vuillet —le dijo. Y cuando él hubo alzado la cabeza—: Pongamos las cartas boca arriba, ¿no? Se equivoca usted al traicionarnos, podría ocurrirle una desgracia. Si, en vez de abrir nuestras cartas… —Él protestó, se fingió ofendido. Pero ella, con tranquilidad—: Ya sé, conozco su escuela; usted no confesará nunca… Veamos, nada de palabras inútiles, ¿qué interés tiene usted en servir al golpe de Estado? —Y como él seguía hablando de su perfecta honradez, ella acabó por perder la paciencia—: ¿Me toma usted por una idiota? —exclamó—. He leído su artículo… Más le valdría entenderse con nosotros.

Entonces, sin confesar nada, reconoció abiertamente que quería tener la clientela del colegio. En tiempos era él quien abastecía al centro de libros clásicos. Pero se habían enterado de que vendía, bajo cuerda, pornografía a los alumnos, en tan gran cantidad que los pupitres desbordaban de grabados y obras obscenas. En esa ocasión había estado incluso a punto de pasar por el tribunal correccional. Desde esa época, soñaba con recuperar el favor de la administración, con furia celosa.

Felicité pareció extrañada de la modestia de su ambición. Incluso se lo dio a entender. ¡Violar cartas, arriesgarse al presidio, para vender unos cuantos diccionarios!

—¡Ah! —dijo él con voz agria—, es una venta segura de cuatro a cinco mil francos al año. Yo no sueño imposibles, como ciertas personas.

Ella no recogió la frase. No se habló más de las cartas abiertas. Se cerró un tratado de alianza, por el cual Vuillet se comprometía a no divulgar ninguna noticia y a no anticiparse, a condición de que los Rougon le consiguieran la clientela del colegio. Al dejarlo, Felicité lo instó a no comprometerse más. Bastaba con que guardara las cartas y sólo las distribuyera a los dos días.

—¡Qué tunante! —murmuró cuando estuvo en la calle, sin pensar que ella misma acababa de interferir la correspondencia.

Regresó a paso lento, pensativa. Incluso dio un rodeo, pasó por el paseo Sauvaire, como para reflexionar más largamente y más a sus anchas, antes de regresar a su casa. Bajo los árboles del paseo encontró al señor de Carnavant, que aprovechaba la noche para huronear por la ciudad, sin comprometerse. El clero de Plassans, a quien le repugnaba la acción, mantenía, desde el anuncio del golpe de Estado, la neutralidad más absoluta. Para él, el Imperio era un hecho, y esperaba la hora de reanudar, en una nueva dirección, sus intrigas seculares. El marqués, agente en adelante inútil, no tenía sino una curiosidad: saber cómo terminaría la trifulca y de qué forma los Rougon llegarían hasta el final en su papel.

—Eres tú, pequeña —dijo al reconocer a Felicité—. Quería ir a verte. Tus asuntos se enredan.

—Nada de eso, todo va bien —respondió ella preocupada.

—Mejor que mejor, ya me lo contarás, ¿no? ¡Ah!, debo confesarme, la otra noche les he metido un miedo horroroso a tu marido y a sus colegas. ¡Si hubieras visto lo graciosos que estaban en la terraza, mientras yo les hacía ver una banda de insurrectos en cada bosquecillo del valle!… ¿Me perdonas?

—Se lo agradezco —dijo con presteza Felicité—. Tendría usted que haberlos hecho reventar de terror. Mi marido es una buena pieza. Venga una de estas mañanas, cuando esté sola.

Y escapó, marchando a paso rápido, como decidida por el encuentro con el marqués. Toda su menuda persona expresaba una voluntad implacable. Por fin iba a vengarse de los tapujos de Pierre, a tenerlo a sus pies, a asegurar para siempre su omnipotencia en el hogar. Era un lance necesario, una comedia cuyas profundas bromas saboreaba de antemano, y cuyo plan maduraba con refinamientos de mujer herida.

Encontró a Pierre acostado, durmiendo con pesado sueño; acercó un instante la vela, y miró, con aire compasivo, su rostro basto, por el que corrían a veces leves temblores; después se sentó a la cabecera de la cama, se quitó el gorro, se desmelenó, adoptó el semblante de una persona desesperada, y se puso a sollozar muy alto.

—¡Eh! ¿Qué te pasa, por qué lloras? —preguntó Pierre despertando bruscamente. Ella no respondió, lloró más amargamente—. Por favor, contesta —prosiguió su marido, a quien aquella muda desesperación espantaba—. ¿A dónde has ido? ¿Has visto a los insurrectos?

Ella hizo un gesto negativo; después, con voz apagada:

—Vengo de la mansión de Valqueyras —murmuro—. Quería pedirle consejo al señor de Carnavant. ¡Ah!, mi pobre amigo, todo está perdido.

Pierre se sentó, palidísimo. Su cuello de toro que aparecía por el camisón desabrochado, sus carnes blandas estaban hinchadas por el miedo. Y, en medio de la cama deshecha, se desplomaba como una figurilla china, lívido y llorón.

—El marqués —continuó Felicité— cree que el príncipe Luis ha sucumbido; estamos arruinados, jamás tendremos un céntimo.

Entonces, como suele ocurrir con los cobardes, Pierre se enfureció. La culpa era del marqués, la culpa era de su mujer, de toda su familia. ¿Es que él pensaba en la política, él, cuando el señor de Carnavant y Felicité lo habían lanzado a tales tonterías?

—Yo me lavo las manos —gritó—. Sois vosotros dos quienes habéis hecho una idiotez. ¿Es que no era más prudente comernos tranquilamente nuestras rentas? Tú, tú siempre has querido dominar. Y ya ves a dónde nos ha conducido eso. —Perdía la cabeza, ya no recordaba que se había mostrado tan ávido como su mujer. Sólo experimentaba un inmenso deseo, el de aliviar su cólera acusando a los demás de su derrota—. Y, además —continuó—, ¡es que no podíamos triunfar con hijos como los nuestros! Eugène nos abandona en el instante decisivo; Aristide nos ha arrastrado por el fango, y sólo faltaba para comprometernos ese inocente de Pascal, haciendo filantropía en pos de los insurrectos… ¡Y pensar que nos hemos quedado sin blanca por darles estudios!

Empleaba, en su exasperación, palabras que no usaba jamás. Felicité, viendo que recobraba el aliento, le dijo suavemente:

—Olvidas a Macquart.

—¡Ah!, sí, ¡lo olvido! —prosiguió con más violencia—. ¡Ahí tienes otro más cuya mera idea me saca de quicio!… Pero eso no es todo: ¿sabes?, el pequeño Silvère, lo vi en casa de mi madre, la otra noche, con las manos llenas de sangre; le ha sacado un ojo a un gendarme. No te hablé de eso para no asustarte. ¿Te imaginas a uno de mis sobrinos ante un tribunal? ¡Ah, qué familia!… En cuanto a Macquart, nos ha molestado, hasta el punto de que ganas tuve de romperle la cabeza, el otro día, cuando yo tenía un fusil. Sí, me dieron ganas…

Felicité dejaba pasar la ola. Había encajado los reproches de su marido con angelical dulzura, bajando la cabeza, como una culpable, lo cual le permitía resplandecer por lo bajo. Con su actitud, incitaba a Pierre, lo enloquecía. Cuando la voz le falló al pobre hombre, ella lanzó grandes suspiros, fingiendo arrepentimiento; después repitió con voz desolada:

—¿Qué vamos a hacer, Dios mío? ¿Qué vamos a hacer?… Estamos acribillados a deudas.

—¡La culpa es tuya! —gritó Pierre poniendo en ese grito sus últimas fuerzas.

Los Rougon, en efecto, debían por todas partes. La esperanza de un próximo éxito les había hecho perder toda prudencia. Desde comienzos de 1851, habían llegado a ofrecer, cada noche, a los contertulios del salón amarillo, zumos de fruta y ponche, pastelillos, meriendas completas, durante las cuales se brindaba por la muerte de la República. Pierre había puesto, además, un cuarto de su capital a disposición de la reacción, para contribuir a la compra de los fusiles y los cartuchos.

—La cuenta de la pastelería es de por lo menos mil francos —prosiguió Felicité con su tono dulzón—, y quizá le debemos el doble al licorista. Y además está el carnicero, el panadero, el frutero… —Pierre agonizaba. Felicité le asestó el último golpe al agregar—: Por no hablar de los diez mil francos que diste para las armas.

—¡Yo, yo! —balbució—. ¡Me han engañado, me han robado! ¡Es ese imbécil de Sicardot quien me metió en la cosa, jurándome que los Napoleón saldrían vencedores! Pensé dar un anticipo. Pero ese viejo zopenco tendrá que devolverme mi dinero.

—¡Ay!, no te devolverá nada de nada —dijo su mujer encogiéndose de hombros—. Sufriremos la suerte de la guerra. Cuando hayamos pagado todo, no nos quedará ni para comprar pan. ¡Ah! ¡Qué linda campaña!… Hale, podremos ir a vivir a algún cuchitril del barrio viejo.

Esta última frase sonó lúgubremente. Era el réquiem de su existencia. Pierre vio el cuchitril del barrio viejo, cuyo espectáculo evocaba su mujer. Allí era a donde iría a morir, sobre un camastro, tras haber tendido toda su vida hacia placeres abundantes y fáciles. En vano había robado a su madre, metido sus manos en las más sucias intrigas, mentido durante años. El Imperio no pagaría sus deudas, ese Imperio que era el único en poderlo salvar de la ruina. Saltó de la cama, en camisón, gritando:

—No, cogeré un fusil, prefiero que los insurgentes me maten.

—Eso —respondió Félicité con gran tranquilidad— podrás hacerlo mañana o pasado mañana, pues los republicanos no están lejos. Es un método como otro cualquiera de acabar.

Pierre se quedó helado. Le pareció que, de golpe, le derramaban un gran cubo de agua fría sobre los hombros. Se acostó lentamente, y cuando estuvo entre la tibieza de las sábanas, se echó a llorar. Aquel gordo prorrumpía con facilidad en lágrimas, lágrimas lentas, inagotables, que corrían de sus ojos sin esfuerzo. Se operaba en él una reacción fatal. Toda su cólera lo lanzaba a abandonos, a lamentos de niño. Félicité, que esperaba esta crisis, tuvo un relámpago de alegría, al verlo tan blando, tan vacío, tan apabullado ante ella. Mantuvo su actitud muda, su humildad desolada. Al cabo de un largo silencio, esa resignación, el espectáculo de esa mujer sumida en un abatimiento silencioso, exasperó las lágrimas de Pierre.

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