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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (16 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—¡Eh!, pequeña —dijo en el descansillo, ahogando la voz—, esa gente es aún más cobarde de lo que había pensado. Con semejantes hombres, Francia será siempre de quien se atreva a cogerla. —Y agregó con amargura, como hablando consigo mismo—: Decididamente, la monarquía se ha vuelto demasiado honrada para los tiempos modernos. Su hora terminó.

—Eugène le había anunciado la crisis a su padre —dijo Félicité—. El triunfo del príncipe Luis le parece seguro.

—¡Oh!, podéis avanzar osadamente —respondió el marqués, bajando los primeros peldaños—. Dentro de dos o tres días el país estará atado de pies y manos. Hasta mañana, pequeña.

Félicité cerró la puerta. Aristide, en su agujero oscuro, acababa de sufrir un deslumbramiento. Sin esperar a que el marqués hubiera llegado a la calle, se precipitó escaleras abajo de cuatro en cuatro y se lanzó fuera como un loco; después emprendió carrera hacia la imprenta de
El Independiente
. Una oleada de pensamientos golpeaba su cabeza. Estaba furioso, acusaba a su familia de haberlo engañado. ¡Cómo! Eugène tenía a sus padres al tanto de la situación, ¡y su madre no le había dado a leer nunca las cartas de su hermano, cuyos consejos habría seguido a ciegas! ¡Y ahora se enteraba por casualidad de que su hermano mayor consideraba seguro el éxito del golpe de Estado! Eso, por otra parte, confirmaba ciertos presentimientos suyos que aquel imbécil del subprefecto le había impedido escuchar. Estaba exasperado sobre todo con su padre, a quien había creído lo bastante tonto para ser legitimista, y que se revelaba como bonapartista en el último momento.

—Me han dejado cometer bastantes idioteces —murmuraba mientras corría—. Lindo papel el mío, ahora. ¡Ah, qué lección! Granoux es más listo que yo.

Entró en las oficinas de
El Independiente
, con un ruido de tormenta, pidiendo su artículo con voz estrangulada. El artículo estaba ya compaginado. Mandó desatar el molde, y sólo se calmó tras haber descompuesto él mismo el artículo, mezclando furiosamente los tipos como un juego de dominó. El librero que dirigía el periódico le miró actuar con aire estupefacto. En el fondo, estaba encantado del incidente, pues el artículo le había parecido peligroso. Pero necesitaba imperiosamente material, si quería que
El Independiente
apareciese.

—¿Me va a dar otra cosa? —preguntó.

—¡Claro que sí! —respondió Aristide.

Se sentó a una mesa y comenzó un cálido panegírico del golpe de Estado. Ya en la primera línea juraba que el príncipe Luis acababa de salvar a la República. Pero aún no había escrito una página, cuando se detuvo y pareció buscar la continuación. Su cara de garduña se volvía inquieta.

—Tengo que irme a casa —dijo por fin—. Le enviaré esto en seguida. Saldrá usted un poco más tarde, si es preciso.

Al regresar hacia su casa, caminó lentamente, perdido en sus reflexiones. La indecisión volvía a asaltarlo. ¿Por qué adherirse tan pronto? Eugène era un tipo inteligente, pero quizá su madre había exagerado el alcance de una simple frase de su carta. En cualquier caso, más valía esperar y callarse.

Una hora después, Angèle llegó a casa del librero, fingiendo una gran emoción.

—Mi marido acaba de herirse malamente —dijo—. Al volver a casa se pilló los cuatro dedos en una puerta. En medio de tremendos sufrimientos, me ha dictado esta noticia que le ruega que publique mañana.

Al día siguiente,
El Independiente
, compuesto casi por entero de sucesos, apareció con estas líneas al frente de la primera columna:

Un lamentable incidente acaecido a nuestro eminente colaborador, D. Aristide Rougon, nos privará de sus artículos durante algún tiempo. El silencio le resultará cruel en las presentes circunstancias. Pero ninguno de sus lectores dudará de los votos que sus sentimientos patrióticos formulan por la felicidad de Francia.

Esta oscura nota había sido maduradamente estudiada. La última frase podía explicarse en favor de todos los partidos. De esta forma, después de la victoria, Aristide se reservaba una soberbia reaparición con un panegírico de los vencedores. Al día siguiente se dejó ver por toda la ciudad con el brazo en cabestrillo. A su madre, que había acudido, muy asustada por la nota del periódico, se negó a enseñarle la mano y le habló con una amargura que ilustró a la anciana.

—No será nada —dijo al dejarlo, tranquilizada y levemente burlona—. Sólo necesitas reposo.

Gracias sin duda a este supuesto accidente y a la marcha del subprefecto,
El Independiente
no se vio molestado, como lo fueron la mayoría de los periódicos democráticos de los departamentos.

La jornada del 4 transcurrió en Plassans en relativa calma. Hubo, por la tarde, una manifestación popular que se dispersó ante la aparición de los gendarmes. Un grupo de obreros acudió a exigir la comunicación de los despachos de París al señor Garçonnet, quien se negó con altivez; al retirarse, el grupo lanzó gritos de «¡Viva la República! ¡Viva la Constitución!». Después, todo volvió al orden. El salón amarillo, tras haber comentado largamente este inocente paso, declaró que las cosas iban de la mejor manera.

Pero las jornadas del 5 y el 6 fueron más inquietantes. Se conoció sucesivamente la insurrección de los pueblecitos vecinos; todo el sur del departamento cogía las armas; La Palud y Saint-Martin de-Vaulx se habían sublevado los primeros, arrastrando en pos de ellos a las aldeas, Chavanoz, Nazères, Poujols, Valqueyras, Vernoux. Entonces el salón amarillo empezó a verse seriamente asaltado por el pánico. Lo que le inquietaba, sobre todo, era ver Plassans aislado en el propio seno de la revuelta. Bandas de insurgentes debían de recorrer los campos e interrumpir todas las comunicaciones. Granoux repetía con aire asustado que el señor alcalde estaba sin noticias. Y la gente empezaba a decir que la sangre corría en Marsella y que en París había estallado una formidable revolución. El comandante Sicardot, furioso con la cobardía de los burgueses, hablaba de morir a la cabeza de sus hombres.

El 7, un domingo, el terror llegó al colmo. Desde las seis, el salón amarillo, donde estaba reunido de forma permanente una especie de comité reaccionario, se encontraba atestado por una multitud de hombrecillos pálidos y temblorosos, que charlaban entre sí en voz baja, como en la habitación de un muerto. Se había sabido, durante el día, que una columna de insurgentes, compuesta por unos tres mil hombres, se encontraba reunida en Alboise, un burgo alejado a lo sumo tres leguas. La intención, a decir verdad, era que esta columna se dirigiera a la capital del departamento, dejando Plassans a la izquierda, pero el plan de campaña podía ser cambiado, y bastaba, además, a los rentistas cobardes con sentir a los insurgentes a algunos kilómetros para imaginarse ya que rudas manos de obreros les apretaban la garganta. Habían tenido, por la mañana, un anticipo de la revuelta: los escasos republicanos de Plassans, viendo que no podrían intentar nada de importancia en la ciudad, habían resuelto unirse a sus hermanos de La Palud y de Saint-Martin de-Vaulx; había partido un primer grupo, hacia las once, por la puerta de Roma, cantando
La marsellesa
y rompiendo algunos cristales. Una de las ventanas de Granoux estaba dañada. Y él contaba el hecho con balbuceos de espanto.

El salón amarillo, mientras tanto, se agitaba con viva ansiedad. El comandante había enviado a su criado para estar informado de la marcha exacta de los insurgentes, y se esperaba el regreso del hombre, haciendo las suposiciones más sorprendentes. La reunión estaba completa. Roudier y Granoux, hundidos en sus sillones, se lanzaban miradas lamentables, mientras, a sus espaldas, gemía el atontado grupo de los comerciantes retirados. Vuillet, sin aparentar demasiado susto, reflexionaba sobre las disposiciones que tomaría para proteger su tienda y su persona; deliberaba si se escondería en el desván o en el sótano, y se inclinaba por el sótano. Pierre y el comandante caminaban de un lado a otro, intercambiando una frase de vez en cuando. El ex comerciante de aceite se aferraba a su amigo Sicardot, para que le prestase un poco de su valor. Él, que esperaba la crisis desde hacía tanto tiempo, trataba de mostrar aplomo, pese a la emoción que lo asfixiaba. En cuanto al marqués, más pimpante y sonriente que de costumbre, charlaba en un rincón con Félicité, que parecía muy contenta.

Por fin llamaron. Aquellos señores se estremecieron como si hubieran oído un disparo de fusil. Mientras Félicité iba a abrir, un silencio de muerte reinó en el salón; las caras, descoloridas y ansiosas, se tendían hacía la puerta. El criado del comandante apareció en el umbral, jadeante, y dijo bruscamente a su amo:

—Señor, los insurgentes estarán aquí dentro de una hora.

Fue como un rayo. Todo el mundo se puso en pie lanzando exclamaciones; los brazos se alzaron al techo. Durante varios minutos fue imposible entenderse. Rodeaban al mensajero, lo apremiaban con preguntas.

—¡Ira de Dios! —gritó por fin el comandante—, no chillen así. Calma, ¡o no respondo de nada!

Todos se desplomaron en sus sillas, con grandes suspiros. Se pudo obtener entonces algunos detalles. El mensajero había encontrado a la columna en Les Tulettes, y se había apresurado a regresar.

—Son por lo menos tres mil —dijo—. Marchan como soldados, en batallones. Me ha parecido ver prisioneros en medio de ellos.

—¡Prisioneros! —gritaron los burgueses despavoridos.

—¡Sin duda! —interrumpió el marqués con su voz aflautada—. Me han dicho que los insurgentes arrestaban a las personas conocidas por sus opiniones conservadoras.

Esta noticia acabó de consternar al salón amarillo. Algunos burgueses se levantaron y alcanzaron furtivamente la puerta, pensando que no tenían demasiado tiempo por delante para encontrar un escondite seguro.

El anuncio de las detenciones realizadas por los republicanos pareció impresionar a Félicité. Se llevó aparte al marqués y le preguntó:

—¿Qué hacen esos hombres con la gente que arrestan?

—Pues los llevan consigo —respondió el señor de Carnavant—. Deben de considerarlos excelentes rehenes.

—¡Ah! —respondió la anciana con voz singular.

Y volvió a seguir con aire pensativo la curiosa escena de pánico que se desarrollaba en el salón. Poco a poco, los burgueses se eclipsaron; pronto no quedaron sino Vuillet y Roudier, a quienes la proximidad del peligro devolvía cierto valor. En cuanto a Granoux, se quedó igualmente en un rincón, pues sus piernas se negaban a obedecerle.

—¡A fe mía, prefiero esto! —dijo Sicardot al darse cuenta de la fuga de los otros adherentes—. Esos cobardes acababan exasperándome. Hace más de dos años que hablan de fusilar a todos los republicanos de la comarca, y hoy ni siquiera les tirarían a las narices un petardo de cuatro cuartos. —Cogió su sombrero y se dirigió hacia la puerta—. Vamos —continuó—, el tiempo apremia… Venga, Rougon.

Felicité parecía esperar ese momento. Se lanzó entre la puerta y su marido, quien, por lo demás, no se apresuraba mucho para seguir al terrible Sicardot.

—No quiero que salgas —gritó, fingiendo una repentina desesperación—. Nunca permitiré que me abandones. Esos bribones te matarán.

El comandante se detuvo, extrañado.

—¡Diantre! —gruñó—, si las mujeres se ponen a lloriquear, ahora… Venga de una vez, Rougon.

—No, no —prosiguió la anciana, aparentando un terror creciente—, no le seguirá; antes me colgaré de su ropa.

El marqués, muy sorprendido con esta escena, miraba curiosamente a Félicité. ¿Era la misma mujer que, hacía un rato, charlaba tan alegremente? ¿Qué comedia estaba representando? Sin embargo, Pierre, desde que su mujer lo retenía, ponía cara de querer salir a toda costa.

—Te digo que no saldrás —repetía la anciana, que se aferraba a uno de sus brazos. Y volviéndose al comandante—: ¿Cómo puede pensar en resistir? Son tres mil, y no reunirá usted cien hombres valientes. Va usted a conseguir que lo degüellen inútilmente.

—¡Eh!, es nuestro deber —dijo Sicardot impaciente.

Felicité, prorrumpió en sollozos.

—Si no me lo matan, lo harán prisionero —prosiguió, mirando fijamente a su marido—. ¡Dios mío! ¿Qué será de mí, sola, en una ciudad abandonada?

—Pero ¿cree usted —exclamó el comandante— que van a dejar de detenernos, si permitimos a los insurgentes entrar tranquilamente aquí? Le juro que al cabo de una hora el alcalde y todos los funcionarios se encontrarán prisioneros, sin contar a su marido y a los contertulios de este salón.

El marqués creyó ver una vaga sonrisa pasar por los labios de Félicité, mientras ella respondía con aire espantado:

—¿Usted cree?

—¡Pardiez! —prosiguió Sicardot—, los republicanos no son tan tontos como para dejar enemigos a sus espaldas. Mañana, Plassans estará vacío de funcionarios y de buenos ciudadanos.

Ante estas palabras, que había provocado hábilmente, Felicité soltó el brazo de su marido. Pierre ya no puso cara de salir. Gracias a su mujer, cuya sabia táctica se le escapó, por lo demás, y cuya secreta complicidad ni sospechó por un instante, acababa de vislumbrar todo un plan de campaña.

—Habría que deliberar antes de tomar una decisión —le dijo al comandante—. Quizá mi mujer no esté equivocada, al acusarnos de olvidar los verdaderos intereses de nuestras familias.

—No, claro, la señora no está equivocada —exclamó Granoux, que había escuchado los gritos aterrados de Félicité con el arrobamiento de un cobarde.

El comandante se caló el sombrero, con un gesto enérgico, y dijo, con voz clara:

—Equivocada o no, poco me importa. Soy el comandante de la guardia nacional, debería estar ya en el ayuntamiento. Confiese que tiene usted miedo y me deja solo… Conque buenas noches.

Giraba el pomo de la puerta, cuando Rougon le retuvo con vehemencia.

—Escuche, Sicardot —dijo.

Y lo arrastró a un rincón, al ver que Vuillet aguzaba sus anchas orejas. Allí, en voz baja, le explicó que era lógico dejar tras los insurgentes unos cuantos hombres enérgicos, que pudieran restablecer el orden en la ciudad. Y como el feroz comandante se empeñaba en no querer desertar de su puesto, se ofreció para ponerse al frente del cuerpo de reserva.

—Deme —le dijo— la llave del cobertizo donde están las armas y las municiones, y mande recado a unos cincuenta de nuestros hombres de que no se muevan hasta que yo los llame.

Sicardot acabó consintiendo en aquellas prudentes medidas. Le confió la llave del cobertizo, comprendiendo él mismo la inutilidad presente de la resistencia, aunque queriendo, sin embargo, dar él el pecho.

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