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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (144 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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Ilsa no estaba en mejores condiciones que yo de hacer trabajo sistemático. Por las tardes estaba febril y casi inmovilizada por dolores reumáticos; media hora de paseo la agotaba hasta casi hacerla llorar. Cuando llegamos a Francia, me había pedido que le diera tiempo para recuperar sus fuerzas. Ahora me ponía furioso y deprimido el ver que tenía que ir ella en busca de trabajo o de un amigo que nos prestara una pequeña suma para poder ir sosteniéndonos. Encontró algunas lecciones, pero ninguno de sus discípulos podía pagar más que sumas modestas; uno de ellos no podía pagar más que un café con leche y un bollo cada vez que recibía una lección de inglés. Yo encontré un centro de traducciones que pagaba un franco por cada cien palabras, con un mínimum garantizado de tres francos. Tenía centenares de traductores esperando en sus listas, sobre todo para traducciones del y al alemán, pero ocasionalmente le mandaban a Ilsa textos cortos para traducir al francés de uno de los idiomas escandinavos y a mí me daban trabajo en español. La mayoría de ellos eran anuncios o instrucciones para usar productos; no valían más de cinco francos, lo bastante para comprar pan y queso. Pero una vez me dieron el texto de una patente para traducir al español. Cuando comencé a escribir, una de las palancas de los tipos se rompió. Era casi un desastre, porque la patente era lo suficientemente larga para asegurarnos la comida caliente de lo menos cinco días. Me senté a pensar una solución, mientras Ilsa trataba de dormir. En un sentido me llenaba de excitación el tener que entendérmelas con una adversidad puramente mecánica. Cuando al fin encontré mi gran invento y arreglé la palanca sustituyéndola con cuerda de piano, me sentí feliz durante días. Aún siento orgullo de ello; y la palanca aún sigue funcionando.

Sin embargo, por muchos días en semanas interminables, vivíamos exclusivamente de pan y café negro. Hasta que pudimos comprar una estufilla de alcohol, una cacerola y una sartén, sin detenernos a pedir permiso a Madame para guisar en nuestro cuarto. La doncella, una semiprostituta que limpiaba la habitación, nos había dicho que Madame no permitía que se lavaran platos en el lavabo y éramos demasiado conscientes de nuestra deuda para atrevernos a pedir favores. Pero unos pocos días consecutivos de dieta de pan y café en el mostrador del bar —donde era más barato, y más claro, que en el salón—, nos debilitaba demasiado. Ninguno de nosotros dos nos habíamos recuperado de los efectos de los tiempos de privación en España, y cuando mi estómago estaba vacío, mi cerebro funcionaba más febrilmente aún, a la vez que me sentía apático. A menudo me parecía más razonable quedarme en la cama dormitando que salir a la calle y empeñar el reloj una vez más o tratar de obtener cinco francos de gentes que tenían poco más que nosotros mismos, pero a quienes era aún preferible pedir que a gente que vivía una vida normal y confortable. Había sido mucho más fácil pasar hambre en España, al igual que todo el mundo y por una razón que valía la pena, que tener hambre en París por no encontrar trabajo y no tener dinero, mientras las tiendas desbordaban de comida.

Algunas veces Ilsa tenía un arranque de valor desesperado y se iba a pedir ayuda a alguno de sus amigos en buena posición, temerosa de que la avergonzaran. Pero tenía tanto miedo de encontrarse con la mirada hostil de Madame y de que le preguntara cuando pensábamos pagar la renta del cuarto, que generalmente era yo quien espiaba y se escurría a escondidas a través de la maldita vidriera con su timbre destemplado, en busca de dinero al menos para pan y cigarrillos. Si esperaba bastante en la esquina de nuestra calle fuera del Café du Dome, era seguro que viera a alguien a quien conocía de España o uno de los refugiados amigos de Ilsa, gentes pobres como nosotros, pero siempre dispuestas a dar parte de lo que tuvieran, tan fácil y naturalmente como en Madrid los camareros y yo hacíamos un fondo común de cigarrillos en los días de escasez, seguros de que a cada uno le llegaba su turno de dar y de tomar.

Si la única persona a quien encontraba tenía suficiente dinero para pagarme un café en el recién abierto y deslumbrante bar del du Dome, me quedaba allí agradecido, aceptaba un cigarrillo del camarero y escuchaba sus historias; cruzaba bromas con la muchachita alemana que pretendía ser la única modelo «con un trasero a lo Renoir», miraba descaradamente a los turistas ingleses y americanos que venían a echar una ojeada a la vida bohemia, y me volvía al hotel, derrotado, para no volver a salir hasta ya entrada la noche. Cuando tenía suerte, me llevaba a Ilsa, protegiéndola con mi cuerpo al cruzar la vidriera del portal, y nos íbamos a comer salchichas cocidas al bar, con un humor alegre y travieso porque Madame no nos había dicho nada y porque estábamos aún vivos, no enterrados en nuestra alcoba maloliente.

A Ilsa no le agradaba estar en el bar. El ruido la ponía inquieta. En general se enzarzaba en conversación con la florista de la puerta, una mujer imperiosa, gruesa y frescachona con la que discutía sus flores y los artículos de
L'Humanité
, o se iba a la vuelta de la otra esquina, a una tiendecilla de libros usados a la que se entraba por una puertecilla estrecha pintada de azul chillón; allí, la mujer del lánguido y bonito propietario, una muchacha diminuta con ojos negros siempre rodando en guiños picaros y el pelo teñido de un rubio amarillo, le dejaba husmear entre los libros y llevarse uno alquilado por un franco, o en días de riqueza comprar uno, en la seguridad de que pagaría la mitad de precio cuando lo devolviera. En la tienda de libros se cultivaba el surrealismo, en la guisa primitiva de la absurdidad, con juguetes de cartón metidos en la caja de un loro o colgando del techo enfrente de un daguerrotipo de la época del terciopelo, los pantalones ceñidos, levita y sombrero de copa. Pero había buenos libros. Lo único realmente surrealista para mí eran los dos gatos: una gata enana siamesa y un enorme gato negro persa que estaba castrado y que se sentaba inmóvil, mientras la gata, en celo, se revolcaba por el suelo en su frenesí, exhibiéndose frente a él y acabando por atacarle furiosa.

Mientras las mujeres hablaban, me aburría en la trastienda; no lo remediaba ni aun la lectura de André Gide, que me parecía hermosa, pero con una austeridad irreal, remota y fría. Prefería moverme en la calle o en el bar entre las gentes. Era una escena inagotable.

Cada día, exactamente al oscurecer, llegaba al bar del Dome un hombre chiquitín y ocupaba uno de los taburetes al extremo del mostrador en herradura. Llevaba siempre el mismo traje oscuro brillante sobre su cuerpecito redondo y el mismo sombrero hongo, descolorido, en su cabecilla redonda, como remate de una cara también redonda, sin más rasgos que un bigote verdaderamente francés. Parecía un viejo empleado de confianza de uno de esos notarios a la antigua de provincias, que viven en casas centenarias, ya un poco ruinosas, y tienen un despacho sombrío y polvoriento, donde los legajos se amontonan en cada rincón atados con balduque rojo descolorido y donde una tribu de ratas crece y se multiplica feliz y respetable, sometida a una dieta de papeles amarillentos y de migajas de pan y queso.

El hombrecillo levantaba el índice, lenta y deliberadamente, lo doblaba en gancho y llamaba con él al camarero dentro de la herradura del bar. El camarero acudía y ponía un vaso lleno de un líquido incoloro enfrente del hombrecillo, dejaba caer dentro unas pocas gotas de una botella, y una nube verde amarillenta se elevaba del fondo en el fluido transparente hasta que todo ello quedaba teñido. Era pernod. El hombrecillo colocaba un codo sobre el mostrador, doblaba su mano hacia fuera en ángulo recto, descansaba la barbilla en la mano y se sumergía en la contemplación del líquido verdoso. De repente se arrancaba de su meditación; su cabeza se liberaba con una sacudida, su brazo se extendía rígido, su índice señalaba acusador en el vacío, sus ojos surgían hacia fuera y rodaban en sus órbitas en una revisión rápida de los clientes acodados al mostrador del bar. Hasta que sus ojos y su dedo se detenían y apuntaban directamente a la cara de alguien. La víctima solía hacer gestos y sonreír, y entonces el índice acusador trazaba signos en el aire, afirmativos y negativos, preguntando y persuadiendo, mientras las facciones vacías del hombrecillo se contraían en una serie de muecas rápidas ilustrando la retórica del dedo. Pero su cuerpo se mantenía inmóvil y las palabras y exclamaciones que formaban sus labios nunca se convertían en sonidos. La gesticulante cabeza parecía uno de esos juguetes de goma que consisten en una cabeza que se deforma y gesticula cuando se le aprieta el cuello. De pronto se interrumpía la actuación, el hombrecillo bebía un traguito de su pernod y volvía a sumergirse en meditación por unos cuantos minutos, para reanudar su soliloquio en una clave distinta, con el mismo vigor mudo.

Se pasaba así horas, sin moverse jamás de su asiento, agitando de tiempo en tiempo su dedo para pedir otro pernod. Las gentes le embromaban y trataban de hacerle hablar, pero nunca he oído salir una palabra de sus labios. Cuando sus ojos miraban directamente a los vuestros, os dabais cuenta de que no os veían. Eran las ventanas de una casa vacía; dentro de la piel de su cuerpo no había nadie.

Pero yo había perdido ya mi miedo de volverme loco. Mi enfermedad había sido miedo de destrucción y miedo de la lucha dentro de mí mismo. Era una enfermedad que atacaba igualmente a todos los demás, a no ser que estuvieran vacíos de pensamiento y de voluntad, muñecos gesticulantes como el hombrecillo del bar. Cierto, los otros se habían construido más defensas que yo, o poseían mayores poderes de resistencia, o habían vencido en la lucha abriéndose un camino a una claridad mayor. Pero yo podría también abrirme mi propio camino a una claridad, y al fin podría ayudar a otros en su batalla si lograba trazar mi enfermedad mental —esta enfermedad que no era únicamente mía— hasta sus raíces más profundas.

En aquellas ruidosas tardes de verano, cuando estaba solo entre extranjeros, me daba cuenta de que no podía escribir más artículos ni más historias de propaganda, sino dar forma y expresar mi visión de la vida de mi propio pueblo, y que para aclarar esta visión tenía primero que entender mi propia vida y mi propia mente.

En la guerra conmigo mismo no existía liberación, ni excusa, ni cuartel. Esto sí lo sabía. ¿Cómo podía haberlo, cuando la guerra que galopaba sobre mi país quedaba empequeñecida por las fuerzas que se alineaban para otra guerra, amenazando mortalmente toda libertad del espíritu?

El tronar de los aviones de pasajeros llevaba siempre consigo la amenaza; me recordaban sin cesar el Junkers gigante, cuyos sillones tapizados era tan fácil sustituir por los aparatos lanzabombas. Esperaba que las bombas alemanas cayesen sobre París. Entonces, las asociaciones de todos serían las mismas que las mías.

Cada jueves, las sirenas de París bramaban durante un cuarto de hora, comenzando a mediodía. Mucho antes de que comenzara este ensayo de alarma, me preparaba para su choque, aunque nunca llegara a evitar que el jugo amargo de la náusea me llenara la boca. Una vez esperaba un tren en la plataforma del metro, hablando tranquilamente con Ilsa, cuando vomité inesperadamente; y sólo en plena arcada me di cuenta del ruido del tren que pasaba sobre nuestras cabezas. En las bóvedas brillantes, cubiertas de azulejos blancos, de la estación de Chátelet, me obsesionó la visión de la multitud entrampillada allí durante un bombardeo aéreo combinado con un ataque con gas. Miraba los grandes edificios calculando su potencial resistencia a las bombas.

Estaba sentenciado a una realización constante del choque que se avecinaba, en su forma física, y estaba sentenciado a sentir la impotencia y la violencia turbia de sus víctimas y de sus luchadores dentro de mi propia mente. Pero de estas cosas no podía hablar a nadie más que a Ilsa.

Los franceses que conocía apenas si disimulaban su impaciencia, llena de miedos, hacia la lucha en España; resentían el escrito en la pared, porque aún se agarraban a su esperanza de paz para ellos mismos. Los refugiados políticos de Austria, a quienes encontraba a través de Ilsa, estaban desconcertados por los acontecimientos de su país, recientemente ocupado por Hitler, y de la amenaza que se cernía sobre Checoslovaquia; pero aun así encontraban refugio en sus doctrinas de grupo, en sus ambiciones y en sus querellas. Uno solo entre ellos, el joven Karl Czernetz, se daba cuenta de que el socialismo internacional tenía mucho que aprender del caso histórico que ofrecía el cuerpo sangrante de España y nos agobiaba con preguntas acerca de los movimientos de masas, los partidos políticos, los factores sociales y psicológicos de nuestra lucha; los demás parecían tener sus opiniones hechas. En cuanto a los españoles con quienes me encontraba en lugares oficiales o semioficiales, deberían estar sacudidos por nuestra guerra como yo lo estaba, pero de lo único que tenían miedo era de desviarse de la línea oficial o del Partido que les proporcionaba tan buen refugio. Yo era mucho más extranjero, o al menos tanto para ellos como para los otros, aunque estaba muy lejos de gloriarme de este aislamiento que limitaba mi radio de acción. La alternativa, sin embargo, era peor, porque significaba tener que chalanear con mi independencia de pensamiento y de expresión a cambio de una ayuda condicional y de una etiqueta de partido que hubiera sido una mentira.

Aun en mis propios oídos mis intenciones sonaban locamente audaces: obligar a gentes extrañas a ver y entender bastante de la sustancia humana y social de nuestra guerra, para que se dieran cuenta de la medida en que estaba encadenada a su propia guerra, latente aún, pero que se acercaba irremisible. Mientras trataba de controlar y definir mis reacciones mentales, fue naciendo en mí la convicción de que los conflictos internos detrás de estas reacciones torturaban no sólo a mí, el individuo, sino también las mentes de innumerables españoles como yo; y que también torturarían las mentes de innumerables hombres a través del mundo en el momento en que el conflicto los absorbiera.

Si otros no sentían la urgencia de buscar la causa y el encadenamiento de causas, yo la sentía. Si ellos se contentaban con hablar de la culpabilidad del fascismo y del capital y de la victoria final del pueblo, yo no. No era bastante; estábamos todos remachados a la misma cadena y teníamos que luchar todos para liberarnos de ella. Me parecía que podía entender mejor lo que estaba pasando a mi pueblo y a nuestro mundo si descubría las fuerzas que me habían forzado a mí, el hombre solo, a sentir, actuar, errar y luchar como lo había hecho.

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