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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

La cinta roja (43 page)

BOOK: La cinta roja
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–Exijo que se rasgue el velo que nos impide ver la realidad, y la realidad es que si somos débiles, Robespierre asesinará la Convención. ¡Toda muestra de debilidad conduce a la muerte!

Un momento así demanda una inmediata y brillante respuesta por parte del atacado, pero, increíblemente, Robespierre no sabe reaccionar; su mente es brillante pero lenta. Mira a Saint-Just, que está de pie junto a la tribuna; éste tampoco sabe qué hacer, las hojas de su discurso caen de sus manos. Entonces, una sombra de indecible temor se dibuja en el rostro del Incorruptible. Rompe a sudar mientras pasea sus ojos por las bancadas, busca una mirada amiga pero no encuentra ninguna. En ese momento, Tallien vuelve a hablar:

–Yo presencié ayer la reunión de los jacobinos y tiemblo por mi patria. He visto cómo se formaban las huestes de un nuevo Cromwell y he armado mi brazo con esta daga para traspasar con ella su pecho si la Cámara no tiene el coraje de decretar su acusación.

Varios días más tarde, al relatarme todo lo que acabo de describir, Tallien confesaría que, junto a aquel puñal que sacó del pecho en el momento preciso para amenazar a Robespierre, llevaba también mi carta, en la que le decía que iba a ser guillotinada al día siguiente, y que fue ésta, junto a su corazón, la que encendió su discurso. Ya no le importaba nada, estaba dispuesto a matar o a morir, pero el aplauso atronador con el que fueron recibidas sus palabras le llenó de renovada energía.

«Un paso más, tan sólo uno –se dijo–, y la batalla estará definitivamente ganada».

Robespierre, por su parte, también se había dado cuenta de cuál era la situación e intentó contraatacar, pero estaba mudo, paralizado por el miedo, y el miedo de una presa acorralada es sin duda lo que más excita a sus perseguidores. Entonces, una vez más, Tallien se encaró con él, lo llamó tirano, usurpador, recordó uno por uno todos los crímenes que había cometido en nombre de la Virtud. Por fin, Robespierre logró reunir coraje para gritar a Collot, viejo amigo de Danton que en ese momento ejercía de moderador, y decirle:

–Por última vez, presidente de asesinos, te pido la palabra. ¡Dámela o decreta que quieres asesinarme!

Sin embargo, las palabras de Robespierre son ahogadas por gritos y ahora su figura, con sus medias blancas, resulta patética. Le falla incluso la voz, que se le ha vuelto de pronto ridículamente aflautada. En ese momento le sobreviene un ataque de tos.

–¡Es la sangre de Danton la que te ahoga! –grita entonces el diputado Antoine Garnier, y todos corean:

–¡La sangre de Danton! ¡La sangre de Danton!

–¿Es pues a Danton a quien preferís defender, cobardes? ¿Por qué no lo defendisteis antes? –logra argumentar Robespierre.

Pero el diputado Louis Louchet, antiguo partidario de Danton, corta el debate con un grito:

–Hay que terminar, arrestad a Robespierre.

Él se vuelve en ese momento desesperado, buscando apoyos en la derecha, luego en la izquierda, e intenta dirigir sus pasos hacia unos asientos que se encuentran vacíos.

–¿No sabes que es aquí donde se sentaban Vergniaud y Condorcet, a los que enviaste a la muerte? –le gritan.

Robespierre trastabilla, retrocede buscando algún apoyo, pero mire donde mire, por todas partes surgen las sombras de los que él llevó a la guillotina. Se diría que están todas allí: la de Danton, la de Desmoulins, la de Vergniaud, la de Condorcet, acusándole, acosándole en una vertiginosa danza de muerte.

De forma mecánica se procede entonces a votar el arresto de Robespierre, de su hermano Augustin, también de Saint-Just y de Couthon y de Le Bas, y la moción es aprobada de forma unánime por toda la Cámara. Sin embargo, la batalla no está ganada del todo. Una vez que la Comuna de París se entera de lo ocurrido, se niega a abrir cualquiera de sus prisiones para recibir a los arrestados y comienza a movilizar la maquinaria de la insurrección popular. El problema es que El Terror ha dañado la maquinaria, puesto que ha suprimido a personas válidas sustituyéndolas por espías e intrigantes, por lo que, ya no funciona. De las cuarenta y ocho secciones sólo trece responden mandando tropas y echando al vuelo las campanas. Son, sin embargo, suficientes para liberar a los cinco hombres y para que uno de sus generales lance sus tropas contra la Convención. Por un momento los diputados se ven perdidos y se preparan para la lucha. Al mismo tiempo, la Convención nombra a Barras comandante de las fuerzas y declara a Robespierre y a sus secuaces fuera de la ley. Esto significa que pueden ser apresados y sumariamente ejecutados en veinticuatro horas. Esta medida decide la suerte de todos. A las dos de la mañana las tropas al mando de Barras avanzan sobre los prisioneros atrincherados en el Ayuntamiento de París. Mientras lo hacen, un cuerpo cae desde la ventana al pie de los soldados. Es Augustin Robespierre, el hermano menor de Maximilien. Dentro, encuentran a un inválido Couthon caído en las escaleras de acceso a la sala del consejo general y en ésta comprueban que Le Bas se ha descerrajado un tiro y descubren a Robespierre tumbado sobre una mesa con la mandíbula destrozada y el cuerpo cubierto de sangre, después de una posible tentativa de suicidio. El otro superviviente, ileso, silencioso y desafiante, es Saint-Just.

Ya de día, Tallien, Barras, Fouché y el resto de los conjurados no pueden por menos que asombrarse por el modo en que la ciudad de París recibe la caída de su ídolo, de su semidiós. Todo el mundo se ha lanzado a las calles, la gente se abraza, todos ríen y lloran a la vez. «Qué fácil es pasar de la veneración al odio», se dicen los conjurados. Pero es que el pueblo estaba tan harto de sangre y de horror que al saber la noticia ha salido a festejar con guirnaldas y banderas. Ahora le toca a «él» entregar su virtuoso cuello a la
Louisette
. Todos quieren ver morir a Robespierre. Desean contemplar cómo su cabeza se besa con la de Saint-Just en ese gran cesto ensangrentado que Sansón tiene junto a la guillotina. El tránsito de la carreta que conduce a ambos a través de las calles de París hasta el cadalso se vuelve lento, de tantos que son los que se agolpan para confirmar que en efecto son ellos, Saint-Just y Robespierre. Y hay que ver ahora en lo que se ha convertido aquel ídolo. Viste aún el mismo traje azul pálido que se hizo para la fiesta del Ser Supremo, pero profusamente manchado de sangre reseca. Tiene el pelo revuelto y la mirada perdida. Cuentan que, al colocarlo sobre la plancha de la guillotina, Sansón le arrancó el vendaje con el que sujetaba su destrozada mandíbula y el Incorruptible murió entre gritos de dolor acallados tan sólo por el rápido silbar de la cuchilla. Poco después, comenzó a cantarse por las calles de París una canción:

L'infáme Robespierre

du peuple l’ennemi

a mordu la poussiére

et son régne est fini.

El infame Robespierre

del pueblo enemigo

ha mordido el polvo

y su reino ha acabado.

De cómo me convertí en Nuestra Señora de Thermidor

R
esulta difícil explicar a quien no conoció aquellos tiempos lo que la palabra Thermidor significó para los habitantes de Francia y en concreto para los de París. Thermidor no era ya tan sólo el nombre de un mes revolucionario, sino el de una nueva esperanza, el del alumbrar de una nueva era lejos del miedo, de los espías y, sobre todo, de la alargada sombra de la guillotina. Si al día siguiente de la caída de Robespierre a alguien de la calle se le preguntaba cuáles eran sus planes a partir de ese momento, la respuesta era unánime «¡Vivir!». También amar, gozar, bailar, pasear, conversar, beber, sí, hasta emborracharse de vida, de aquella que casi le había sido arrebatada. El nuevo comité que se formó a continuación y en especial los artífices de la muerte del Incorruptible, ahora llamados termidorianos, esto es, Tallien, Fouché y la nueva estrella emergente Barras, no salían de su asombro del modo en que eran vitoreados como los salvadores de la patria y vencedores del Terror. Ellos, lo único que habían pretendido con su acción había sido salvar sus propias cabezas, y desde luego ninguno podía presumir de tener las manos limpias de sangre. Tampoco entraba dentro de sus planes prescindir de ahora en adelante de la guillotina; sin embargo, al ver la euforia de la gente decidieron en súbito consenso aprovechar la falsa interpretación popular de sus actos. Así, a partir de ese momento empezaron a alentar la teoría de que todos los desafueros de la Revolución tenían un solo culpable: Robespierre. Como si Tallien no hubiera matado a miles de inocentes en París y en Burdeos; como si Fouché no fuera el ametrallador de Lyon; como si Barras no hubiera votado la muerte de Luis XVI. Ahora, en cambio, todos se afanaban en adoptar un aire benigno, magnánimo.

El día 10 de Thermidor Tallien anunció así la muerte del Incorruptible:

–Este día es uno de los más bellos para la libertad. La República triunfa y este golpe prueba que el pueblo francés nunca jamás será gobernado por un solo amo. Vayamos a unirnos a los ciudadanos para compartir la alegría común. ¡El día de la muerte del tirano es la fiesta de la fraternidad!

Ocurrió, y sin yo saber muy bien cómo, que comenzó a correr por París la noticia de mi secreta influencia sobre el más conspicuo de los conjurados. Se hablaba con admiración del gran número de prisioneros que Tallien había liberado en Burdeos gracias a mis ruegos, así como de los muchos que estaban en deuda conmigo por haber salvado la vida a un hermano, a un padre, a un amigo. Pero se hablaba sobre todo del efecto de mis palabras, y en especial de aquella carta que le hice llegar a Tallien en la que le anunciaba mi inminente subida al cadalso.
Cherchez la femme
, dicen los franceses, y ésa es una expresión que considero halagadora pero también paternalista. Sin falsa modestia, puedo asegurar que tanto la influencia que tuve sobre Tallien en Burdeos como la que ejercí durante la conjura contra Robespierre no era nada comparable con la que me proponía tener de ahí en adelante para ayudar a todos los que, como yo, tanto habían sufrido durante El Terror. Así me prometí hacerlo cuando el 12 de Thermidor pude por fin salir de prisión. Tallien en persona se presentó en La Force para liberarme. Y al abrir la puerta de mi celda, como en una galería de espejos que se replica, volvimos a vivir la misma escena que habíamos protagonizado ambos años atrás en la prisión bordelesa de Hâ. Sólo que ahora él se encontró con una Teresa mucho más desmejorada y pálida que la de la vez anterior. Una que, por mucho que había intentado poner al mal tiempo buena cara, acusaba en sus rasgos el haber vivido casi dos meses en compañía de ratas y gusanos y a escasas horas de la guillotina.

Sin embargo, a pesar de mis pocos kilos y de mi cara demacrada, a pesar también de que los dedos de mis pies mordisqueados denotaban el contumaz interés que habían despertado en las ratas de La Force, mi mayor preocupación de entonces era valerme de mi influencia con Tallien para lograr que liberara a todos mis compañeros de cautiverio. A Frenelle, naturalmente; a Violette, a quien tanto debía, y también a mi buena amiga Rose de Beauharnais. No me costó nada hacerlo y así, entre risas de Teresa Cabarrús y muchísimas lágrimas (en esta ocasión de alegría) de la futura emperatriz de Francia, ambas abandonamos abrazadas la prisión.

En la calle me esperaba una agradable y completamente imprevista sorpresa. A las puertas de la prisión se había reunido un buen número de ciudadanos para presenciar mi puesta en libertad. Eran momentos de enorme alegría y de infinito alivio, y este exaltado estado de ánimo fue sin duda la causa de lo que ocurrió a continuación; aquellas gentes comenzaron a aclamarnos a Tallien y a mí mientras reían y lloraban: «¡Viva Tallien! –decían–. ¡Viva Teresa!». Y yo, vestida pobremente con unas simples enaguas rotas y una camisa que mostraba mucho más que ocultaba, aún no podía creer tan súbito cambio de fortuna. Todos querían tocarme, besar mi mano, acariciar mi cabeza y mi pobre pelo trasquilado para facilitar el tajo de la guillotina. «¡Que Dios te bendiga, Nuestra Señora del Buen Socorro!», gritó entonces una voz utilizando el generoso apelativo con el que se me conocía en Burdeos, y alguien a su derecha se apresuró a corregirle: «No, aquí en París y a partir de ahora será para nosotros Nuestra Señora de Thermidor. ¡Sí, eso es,
vive Notre-Dame de Thermidor!
».

Yo les miraba intentando guardar cierta dignidad dentro de aquellas enaguas rotas y mi camisa deshilachada, pero tengo la impresión de que eran precisamente mi aspecto y mis pobres ropas lo que atraía a los allí congregados. «Mirad qué bella es –decían–, pero si parece un ángel salido de las tinieblas. Sí, ella es la verdadera Marianne. Es nuestra dama de la Revolución, nuestra dama de la nueva era. ¡Nuestra Señora de Thermidor!».

Fue así como las buenas gentes de París acuñaron para mí aquel nombre con el que querían significar, simultáneamente, su afecto por mi persona y el recuerdo de la fecha en que contribuí a liberar a Francia del Terror. Decían que yo, guiando la mano de Tallien desde la cárcel, encarnaba el fin del horror y el comienzo de la esperanza en un nuevo porvenir. Decían que no había otra mujer más buena, decían tantas cosas... Desde ese día, fuéramos donde fuéramos, al teatro, al Palais Royal, incluso paseando por la calle, Tallien y yo éramos recibidos con bendiciones, flores, abrazos. Y lo más curioso del caso es que el cariño de las buenas gentes se decantaba más por mí; en otras palabras, no por la mano que había acabado con Robespierre, sino por otra pequeña y secreta que, según ellos, había guiado a ésta desde la prisión: la de Nuestra Señora de Thermidor, un bello título sin duda y del que yo, sin creer merecerlo del todo, me sentía orgullosa. Uno, por lo demás que, de ahí en adelante, yo pretendía hacer aún más cierto ayudando a todos aquellos que me lo pidieran o de cuya desgracia tuviera conocimiento. Sin embargo, ya saben ustedes mi vena teatral: en cuanto me di cuenta de lo mucho que podía hacer por mis semejantes desde mi situación privilegiada, inmediatamente pensé en cómo procurarme un vestuario adecuado a mi nuevo papel. Uno tan llamativo como el que había utilizado en Burdeos, pero con todos los aderezos al gusto de la época que ahora alumbraba. Porque si la generosidad y el sentimentalismo de las gentes, las circunstancias o simplemente el azar me habían atribuido el papel de secreta fuerza motriz de aquel cambio de rumbo en la vida de Francia, no iba yo a defraudarlos.

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